CAPÍTULO XI

UN DUELO ENTRE MINEROS

Dawson está situado en los límites mismos que separan a Alaska de las posesiones inglesas del Noroeste.

Es una ciudad nueva, casi recién fundada, porque antes de 1876 no existía allí ni una mísera choza, y sólo los osos y los lobos campaban por aquellos sitios. En 1877 contaba cuatro o seis cabañas hechas con troncos de árboles apenas desbastados; pero el descubrimiento de las minas de oro, que atrajo a tantos mineros y aventureros, la engrandecieron en pocos meses, convirtiéndola en una verdadera ciudad.

En julio del último año mencionado se habían construido ya unas seiscientas barracas, varios centenares de tiendas, una oficina de correos, muchas casas de juego y botillerías, con una población de tres mil quinientas almas.

¿Queréis más? Hasta contaba con un periódico: Klondyke News (Las Noticias de Klondyke), que tuvo vida efímera, porque, como en otro lugar se dijo, tipógrafos y redactores desertaron para ir a trabajar en los placeres o minas.

Como se ve, la ciudad prosperó rapidísimamente, y sus habitantes hallaron pronto el medio de pasarlo bien desplumando a los que llegaban para enriquecerse en los placeres, y a los que abandonaban éstos momentáneamente, cargados de granos y de pepitas de oro. Calcúlese que un par de huevos costaba en cualquier figón ocho pesetas; un bistec coriáceo, no se sabe si de lobo, de oso o de zorro, dos o tres duros, y un plato de habas, doce pesetas, y se comprenderá cómo circulaba el dinero.

Poco después los yanquis añadieron a las míseras barracas levantadas entre el fango y los pantanos infectos un teatro, un hospital y grandes almacenes para la Alaska Commercial Company y para la North American Transportation and Trading Company, poderosas compañías de navegación, que poseen siete vapores que surcan las aguas del Yukon durante los cuatro meses de cada año que no están heladas, abasteciendo de víveres a la ciudad y llevando a ella continuamente trabajadores atraídos por la fiebre del oro. Sólo que no siempre realizan con felicidad sus viajes, y suelen pasar muchas fatigas los pobres diablos que se embarcan en esos buques, como les sucedió a los pasajeros del Bella, que estuvieron expuestos a morir de hambre por quedar el vapor prisionero entre los hielos unos quince días, llevando escasas provisiones.

Falcone y sus compañeros decidieron meterse en una fonda, descansar y proveerse de lo necesario antes de tomar el camino del Klondyke. Entre todos poseían unos dos mil dólares, y contaban con deshacerse de los caballos vendiéndolos a buen precio.

La fonda elegida, una de las mejores, según afirmaban los habitantes, era una gran cabaña de un solo piso, construida con troncos de árboles, con un solo dormitorio, pero capaz de ser subdivido en varios camarotes para sendas personas mediante cortinas de lona.

Pidieron a cada uno por la cama dos dólares, y la comida, compuesta de una buena ración de judías, ánade asado, queso y una botella de whisky, sólo les costó en total ciento cuarenta pesetas. ¡Una friolera!

—¡Cuernos de bisonte! —exclamó Bennie—. ¡Esta fonda es terrible! ¡Si tuviéramos que estar en ella un par de semanas, nos iríamos arruinados!

—Por fortuna, nos iremos antes —dijo riendo Falcone.

—¡Cuanto antes mejor!

—Dentro de tres días continuaremos el viaje.

Dieron cuenta al fondista de su propósito de vender tres caballos, y el hombre, yanqui de pura sangre, se ofreció a quedarse con ellos, pagándolos a dos mil pesetas cada uno, pensando, naturalmente, ganar algunos cientos de pesos en la reventa.

Aceptado el trato, el comprador los obsequió con una botella de cerveza, que, según aseguró, le costaba a él tres dólares; la friolera de quince francos.

Embolsado el dinero y entregados los caballos, nuestros amigos se pusieron en movimiento para informarse acerca de los mejores terrenos auríferos y para proveerse de cuanto necesitaban para su futura explotación.

Ante todo comenzaron por entrar en una barbería, donde les cortaron el pelo y les hicieron la barba por dos pesetas a cada uno. Luego llevaron a herrar a uno de los caballos con que se quedaban, y que el día anterior se había quedado descalzo, y el herrador les cobró veinte dólares por colocar las herraduras.

—¡País de ladrones! —decía Bennie—. ¡Van a concluir por dejarnos sin un peso!

Comenzaron después a abastecerse, y adquirieron quinientas libras de harina, cien de judías, cincuenta de carne de cerdo salada, veinte de té, treinta de café, ciento de azúcar, cincuenta de conservas, y además, sal, pimienta, pólvora, perdigones y balas. En resumen: se les fueron en las compras un millar de duros.

Afortunadamente, poseían los dos caballos, pues si hubieran tenido que servirse de faquines para llevar al placer las provisiones adquiridas, el transporte les habría costado más que los géneros; una verdadera ruina. Con decir que llevar una pequeña maleta cuesta cincuenta francos cada ocho millas o fracción de tal distancia y que un ganapán alquilado por día, sea indio o negro, no cuesta menos de setenta y cinco pesetas por jornada, y no carga más de cien libras, ni anda más de seis horas diarias, se comprenderá lo que podía costarles el transporte de sus compras a no haber tenido las acémilas.

En Dawson todo está caro y todo se hace pagar bien. Un operario no trabaja por menos de cien pesos de jornal; un médico no hace visitas que cobre menos de ochenta francos, a no ser que el enfermo se halle en las minas, pues en ese caso exige cien dólares, y aun doscientos, y hasta cuatrocientos, si se halla el placer un poco lejos.

Los víveres y todos los artículos de primera necesidad alcanzan en Alaska precios extraordinarios. Una bañera no cuesta menos de doscientas pesetas; un par de botas, doscientas cincuenta; un manto o capa de piel, parka, como le llaman los indios, con capucha, quinientas lo más barato; una manta de lana, ochenta o cien; un vestido de pieles, setecientas u ochocientas, y un simple vidrio de reloj, ocho o diez.

Las compras mencionadas estretuvieron a nuestros amigos durante todo el día. Cenaron en la fonda y decidieron visitar uno de tantos garitos donde se reunían los buscadores de oro para ver si lograban adquirir los informes que deseaban. Pero como no ignoraban que en tales sitios las riñas son frecuentes y cada cual campa por sus respetos con el derecho del más fuerte, se armaron prudentemente con sus revólveres y cuchillos correspondientes.

—No se sabe lo que puede suceder —dijo Bennie a sus compañeros—. También en el Colorado, aunque la Policía yanqui ejercía mucha vigilancia, ocurrían luchas feroces a tiros. Figúrense ustedes lo que sucederá aquí, donde no hay Policía.

Había muchas casas de bebidas que no eran de juego; pero nuestros amigos decidieron entrar en la principal, que era una cuyo título, por demás atractivo, decía: El Río de Oro.

Aquella botillería, en la cual se expendían todas las bebidas imaginables hechas con vitriolo y alcohol, no era más que una amplia tienda cónica sostenida por un palo de gigantescas dimensiones, forrado con los colores de la bandera de los Estados Unidos.

Habían colocado muchas mesas rústicas en casi todo él salón, rodeadas de taburetes hechos con troncos de árboles cortados y sin desbastar. En un lado estaba el mostrador y tras él unas tablas con botellas que llevaban carteles llamativos en los cuales se leían cosas así: Whisky, Gin de 1850, Brandy de 1887, Cerveza superior fuerte, Ginebra de Alemania, Ron añejo de la Jamaica, Burdeos de Francia, Vermut de Turín, Madera de 1830, etc.

El licorista, un hombrón que daría envidia a un granadero de Pomerania, fuerte como un Hércules, con barba roja que le llegaba al pecho y dos grandes revólveres en el cinto, sentado en un alto escabel, vigilaba a los bebedores, mientras dos negros, asimismo gigantescos y también armados, cubierto el pecho con un mandil que debía de haber sido blanco algún día, servían sin descanso las bebidas escogidas, probablemente fabricadas por su amo.

Unos treinta mineros ocupaban las mesas. Estaban flacos, demacrados, ojerosos, con las barbas y el cabello muy largo, que les daban aspecto salvaje, sin gorra ni sombrero en la cabeza, andrajoso el vestido, pero con el cinto lleno de polvo de oro y de pepitas. Quizá llevase cada uno consigo una fortuna.

Ninguno iba desarmado; todos ostentaban revólveres o pistolas, machetes, y hasta había quien llevaba también una afiladísima hacha de guerra india para romper el cráneo al atrevido ladrón que osara echar la mano al cinto lleno de oro, o al que hiciese cualquier fullería en el juego.

Todos bebían desaforadamente, alternando grandes vasos de grog, tazas de whisky y de ginebra con tazones de brandy y poncheras llenas de líquido ardiendo, que esparcían en torno de las mesas aromas alcohólicos que quizá algunos de los circunstantes no habían olido jamás. ¡Quién sabe qué infernales drogas usaría el condenado licorista para producir impresión en aquellas gargantas acorazadas y despertar sensaciones en aquellos paladares estragados de tan contumaces bebedores!

Alrededor de una mesa, ocho o diez mineros, no menos harapientos que los otros, jugaban a los dados. Ante cada uno había un montón de oro en polvo y en granos más o menos gruesos, y al lado de aquella riqueza, un revólver y un cuchillo. Ya muy excitados por el abuso alcohólico, con los ojos ardientes por la ansiedad y la fiebre del juego, con aquellas enmarañadas barbas y sus facciones duras y crueles, más que mineros parecían bandidos.

En el momento en que Falcone y sus amigos, después de beber su correspondiente grog, se acercaron a la mesa de juego, la fortuna parecía sonreír propicia a un joven minero de veinticinco años, que se hacía notar por manera extraña entre aquel hatajo de desalmados.

Era un buen mozo de ojos negros, largas pestañas, cutis bastante moreno y formas esbeltas y elegantes. Parecía un hispanoamericano, quizá un compatriota de Back. Cubría su cabeza un sombrero de fieltro de anchas alas y galoneado de oro; llevaba un chaquetón de terciopelo con grandes botones de metal, ceñido al cuerpo por un cinturón de cuero, y pantalones de boca de campana. Conservaba su rostro extraordinaria impasibilidad, que resaltaba más entre las facciones de sus compañeros, horriblemente alteradas por la codicia y la ansiedad. Fumaba tranquilamente un cigarrillo, aspirando el humo a intervalos regulares, y retiraba sus ganancias sin que un músculo de su semblante delatase la menor complacencia.

—¡Ved ahí un hombre con suerte! —dijo Bennie echando una ojeada al montón de oro que el joven tenía ante sí—. A estas horas debe ganar seis o siete mil dólares.

El joven oyó la observación, y volviendo la cara contestó:

—Ocho mil cuatrocientos, caballero.

—¡Es una bonita suma!

—Que quizá me cueste cara —repuso el hispanoamericano mirando de soslayo a sus compañeros de juego, cuyos ojos lanzaban chispas—. ¡En Alaska suele ser peligrosa la fortuna!

Uno de los jugadores, hombre bajo, rechoncho, con espalda y cabeza grandes como las de un bisonte y melenas rojas y enmarañadas, levantó la cabeza, lanzando al ganancioso una mirada brutal, y dijo con voz ronca y silbante:

—¿Qué quiere usted decir, gentleman?

—¡Nada! —contestó secamente el joven.

—¡By good! ¡Sólo falta que después de robarnos nos insulte!

El ganancioso palideció y echó mano al cuchillo; pero haciendo visible esfuerzo, logró contenerse, y preguntó:

—¿Ha dicho usted robado?

—Eso he dicho; y todos estos caballeros piensan como yo.

—¡Miente usted!

—¡Apelo a todos los jugadores!

—¡Pues yo también! ¡Que lo digan!

Los mineros limitáronse a exhalar un gruñido que lo mismo podía interpretarse como afirmación que como negación. Sólo uno irguió la cabeza, la movió negativamente, y dijo con sequedad:

—¡No es verdad!

—He jugado legalmente; pero si tanto le duele la pérdida, estoy pronto a devolvérsela, indeseable.

El californiano, porque debía ser de California, a juzgar por su acento, se encogió desdeñosamente de hombros.

—No es el oro lo que reclamo; digo solamente que es usted un ladrón.

Bennie, que se hallaba junto al mejicano, pues decididamente el joven era mejicano, apoyó una mano en la mesa, y dijo al iracundo californiano:

—Y yo le digo a usted, gentleman, que miente. Hace un cuarto de hora que estoy con mis compañeros viéndoos jugar y afirmo que este señor juega limpio.

El californiano lanzó al canadiense una mirada feroz y replicó:

—¿Quién le mete a usted en lo que no le importa? En las cuestiones de juego, los mirones se meten la lengua…

—¡No sea usted grosero! —le interrumpió Bennie con calma—. No admito lecciones de nadie; tengo ya bastantes años para saber lo que hago, y al que me habla en tono demasiado alto, sé el modo de hacérselo bajar.

El mejicano ganancioso se interpuso.

—Gracias por su intervención, caballero —dijo retirando sus ganancias y metiéndolas en un saquito de piel—; pero para dar una buena lección a este oso negro, me basto yo.

—¡Ven a dármela, y te mato como a un perro!

Y empuñó el revólver y apuntó al joven, pero no tuvo tiempo de disparar. El hercúleo licorista, dándose cuenta de la cuestión, había bajado de su trono tras el mostrador, acercándose a los contendientes; y así, al ver la acción del californiano, echó una mano como una zarpa a la muñeca de éste, y le hizo abrir los dedos y soltar el revólver.

Furioso por tan inesperada intervención, volvióse el californiano hacia su nuevo adversario apretando los dientes como una fiera. Algo se calmó su furor al ver que era el licorista; pero con todo iba a soltar alguna desvergüenza, cuando el amo de la casa, aferrándole por el cuello como si fuese un fantoche, le dijo fríamente:

—En mi bar permito duelos, pero no asesinatos. ¡O se bate usted como caballero, o le echo a patadas!

—¡Quiero beber su sangre! —aulló el californiano.

—¡Déjele, señor! ¡Si quiere una lección, estoy pronto a dársela!

—¿A mí?

—¿A ti?

—¡Te voy a partir el corazón!

—¡Ven!

—¡Mi cuchillo!

Un minero y compatriota suyo se apresuró a entregárselo. Por su parte, el mejicano cogió su machete, y retrocedió un paso para prepararse el campo. Back sacó su navaja, de hoja larga y afiladísima, la abrió con un golpe seco, y se la ofreció al joven, diciéndole:

—¡Esto es mejor para nosotros, los mejicanos!

—¡Gracias, caballero! —contestó el otro con una sonrisa—. En efecto; no hay nada como la navaja.

Apenas había empuñado el arma, cuando se oyeron tres o cuatro detonaciones seguidas. El californiano, colérico y de mala sangre, hizo como que se encorvaba para recoger algo del suelo, y disparó tres o cuatro veces su revólver. Por fortuna, no dio a nadie; sólo rompieron las balas dos botellas de licor.

El mejicano se precipitó hacia su adversario navaja en mano; pero el californiano había desaparecido, auxiliándole en su fuga varios amigos para librarle de las iras del hercúleo licorista.

—¡Ya te pescaré, indeseable! —gritó el joven.

—¡Déjele que vaya a hacerse ahorcar a otra parte, caballero! —le dijo Back—. Y tenga cuidado no le prepare alguna emboscada para robarle el oro que ha ganado usted.

—Afortunadamente —exclamó Bennie— andaremos alerta.

—¿Qué? ¿Quieren ustedes hacerse matar por mí?

—¡Bah! ¡Tenemos duro el pellejo! ¿Verdad, Back?

—¿Son ustedes mineros? Y dispense la pregunta.

—Todavía no.

—¿Hace mucho que han llegado?

—Esta mañana mismo.

—¿En el vapor de la compañía norteamericana?

—No; venimos de Alberta.

—¡Caray! ¿A caballo?

—Sí, señor.

—¡Vaya un viajecito!

—Sí; bastante peligroso.

—¿Y vienen ustedes a buscar oro?

—Tal es nuestro proyecto.

—¿Han trabajado ustedes ya en las minas?

—Su compatriota de usted, Back, y yo, sí; somos antiguos mineros.

—Y conocen usted el Klondyke.

—No, señor.

—Entonces tendré mucho gusto en dárselo a conocer. Por lo pronto, les ofrezco un ponche. Supongo que no me harán el agravio de rehusarlo.

Pocos minutos después, el canadiense, los dos mejicanos y los dos italianos se hallaban sentados en torno de una llameante ponchera haciéndose confidencias.

Aquel joven mejicano, don Pablo Correa, nacido en Mazatlán, había llegado hacía once meses a Alaska y trabajado en los placeres del Bonanza y del Barem, afluentes del Klondyke, en compañía de algunos alemanes e ingleses, ganando bastante dinero.

Con las continuas fatigas y privaciones peculiares al trabajo minero enfermó, y se vio obligado a abandonar los placeres y regresar a Dawson, cuando los asociados comenzaban a sacar mayores productos. La enfermedad, y sobre todo el médico, había devorado la mayor parte del oro que con tanto trabajo extrajo de la tierra, y a la sazón, completamente curado, esperaba la partida de algún grupo de mineros para volver al Klondyke.

—Si logro volver allá, llegaré a ser rico como Creso —concluyó el joven.

—¿Conoce usted algún rico filón? —le preguntó Falcone.

—Sí —repuso el mejicano con voz muy baja y mirando alrededor recelosamente, temiendo que algún bebedor pudiera oírle—. Un minero canadiense a quien salvé la vida una tarde, y que poco después murió en una riña, me indicó un lugar donde hay oro casi a flor de tierra en pepitas enormes. Iremos a explotar ese placer si quieren unirse conmigo,

—¿Está muy lejos ese sitio?

—Cerca de las fuentes del Barem, en las primeras estribaciones de la montaña del mismo nombre. Tengo datos tan minuciosos y precisos, que no puedo equivocarme: dos cascadas, tres picos agudos…

—Estamos dispuestos a asociarnos con usted.

—Acepto con sumo gusto. En los pocos minutos que hace que les conozco a ustedes, he tenido ocasión de apreciarlos como se merecen. ¿Dónde están ustedes alojados?

—En casa de un tal Calkraff —dijo Bennie.

—Lo conozco. ¿Tienen ustedes preparativos hechos?

—Todo está dispuesto. No falta más que cargar los dos caballos.

—¡Ah! ¿Tienen ustedes dos caballos? ¡Nos serán muy útiles! También yo tengo otros dos.

—Y tenemos también un sluice —dijo el señor Falcone.

—¡Entonces en dos meses seremos riquísimos! ¡Vámonos, caballeros, y mañana al alba nos iremos de Dawson!

—¡Un momento, don Pablo! —dijo Bennie—. ¿Quiere usted que le dé un consejo? Véngase a dormir con nosotros. Ese californiano es capaz de aguardarle en cualquier sitio y matarle a traición.

—Tiene usted razón —asintió el mejicano, sonriente—. Ese salteador de James Korthan es muy capaz de asesinarme.

—¿Le conoce usted?

—Es un bribón de la peor especie, que sólo busca una ocasión de vengarse. Me la tiene jurada.

—¿Vengarse? ¿De qué?

—No quise aceptarle como socio. Cierta tarde cometí la imprudencia de decirle que conocía un placer riquísimo, y se apresuró a ofrecérseme de compañero y socio. Yo rehusé, pues lo considero peligroso, y desde aquel momento se convirtió en mi mortal enemigo.

—Hay que guardarse de él. Es capaz de seguirnos hasta el mismo placer para jugarnos alguna mala pasada.

—Así lo temo.

—Partiremos de noche y ocultaremos a todo el mundo hacia dónde nos dirigimos. ¡Ahora, vámonos, y ojo alerta!

El mejicano pagó el ponche y los cinco hombres salieron de la casa revólver en mano.