A TRAVÉS DE ALASKA
El fuerte Scelkirk, fundado hace varios lustros, se halla situado a la orilla izquierda del Yukon y a pocas millas de Macmillan, uno de los más respetables afluentes del gigantesco río.
A la par que todos los demás que se encuentran diseminados por Alaska y los territorios ingleses del Noroeste, el fuerte Scelkirk está construido con troncos de árboles aplanados toscamente, pero bastante altos y plantados profundamente en el suelo para en caso de peligro poder resistir los asaltos de las belicosas tribus indias.
El interior se compone de algunos edificios de madera con techos de cinc o de ramas, algunos de ellos usados como almacenes de los objetos que cambian a los indios por las pieles y de las pieles que reciben de ellos; otros sirven de alojamiento a los cazadores al servicio de la compañía americana y a su comandante.
Bennie y sus compañeros fueron afablemente recibidos por los valientes cazadores.
Lo primero que procuró el canadiense fue ver si podían cederle una chalupa para continuar el viaje por el Yukon, como tenían proyectado; pero tuvo el disgusto de saber que no podía contar con ello. El fuerte sólo poseía una ballenera, y el comandante no podía cederla porque la necesitaba para pasar el río.
Decidieron, pues, detenerse algunos días en el fuerte para que descansaran los caballos y hacerse pasar a la orilla opuesta, a fin de evitar la gran curva que forma el Yukon desde la desembocadura del Macmillan a la del Stewart.
Por otra parte, el comandante del fuerte les aconsejaba conservar los animales para venderlos en Dawson, donde son estimadísimos, y el caballo más malo se vende por dos mil quinientas pesetas.
En cuanto a las noticias de las minas, eran por demás alentadoras. Se habían descubierto nuevos filones de riqueza fabulosa próximos al río Klondyke, y los buscadores de oro realizaron en pocas semanas fortunas extraordinarias. Estos hechos exaltaron de tal modo la fantasía de los cazadores del fuerte, que de veintiocho que eran pocos meses antes, diecisiete habían desertado yéndose a trabajar a las minas, y el pobre comandante temía que los once restantes siguieran el mejor día la misma senda y lo dejaran solo.
El señor Falcone y sus compañeros estuvieron cuatro días en el fuerte. Bien provistos de víveres, balas, zapas y útiles mineros, mantas y vestidos, se hicieron transportar a la orilla opuesta con sus caballos y emprendieron luego la marcha hacia el Oeste, a través de terrenos, en parte pantanosos, áridos o quebrados y de penoso andar por la escasa vegetación, a pesar de hallarse cruzados por multitud de riachuelos y acequias fangosas. Sólo de cuando en cuando se veía un grupo de coníferas o de cedros de corteza amarillenta o campos de gramíneas.
También la caza era escasísima. Cuando más, al aproximarse los viajeros, huía alguna mofeta o skunk, como llaman los indios a esa especie de comadrejas. No son animales peligrosos, pero para librarse de la persecución arrojan un líquido infecto de olor nauseabundo que segregan de unas glándulas que tienen cerca del ano. El que lo huele tiene varias semanas revuelto el estómago. Ni los perros pueden soportarlo, y huyen aullando desesperadamente.
Hacía dos días que viajaban, cuando llegaron a un valle encerrado entre ásperas montañas, en el fondo del cual veíanse masas enormes que no se distinguía bien lo que eran.
—¿Qué hay allí? —dijo Bennie refrenando su caballo—. ¡Mire usted, Falcone!
—Diríase que es una selva de árboles blancos.
—¿Serán plantas petrificadas? —preguntó Armando—. ¿Ya sabes, tío, que se han descubierto algunas en el Arizona?
—No deben de ser árboles —dijo Bennie.
—Más bien parecen osos gigantescos —indicó Back.
—Quizá sí —murmuró el canadiense—. ¿Será verdad la leyenda de Jorge Hughes?
—¿Quién era Jorge Hughes? —preguntó el mecánico.
—Se lo contaré luego. ¡Ahora, adelante! Vamos a ver si son árboles o esqueletos de animales de la época pretérita de los mastodontes.
Lanzaron los caballos al galope y un cuarto de hora después llegaron a la entrada del desfiladero. Allí se ofreció a sus miradas estupefactas un espectáculo extraño.
En medio de una especie de gigantesco embudo formado por rocas altísimas se hallaban amontonados centenares y centenares de monstruosos esqueletos. Era un gran revoltijo de costillas, colmillos desmesurados, unos rectos, otros curvados y del más puro y blanco marfil, superior al de los elefantes; patas, cráneos y espinas dorsales. Parecía como si millares de animales antidiluvianos se hubiesen congregado en aquel punto por el capricho de morir en numerosa compañía.
En medio de aquel enorme osario, Falcone pudo distinguir esqueletos de ciervos-elefantes o sivaterios, animales pertenecientes a una raza extinguida hace miles de siglos, semejantes a los alces por la forma, pero grandes como elefantes, con la cabeza adornada de cuatro enormes fantásticos cuernos, y con el cuello grueso como un tronco de árbol. También había mastodontes, otros animales de fabuloso tamaño, de la familia de los paquidermos, pero desprovistos de trompa y de colmillos megaterios de cinco metros de altura y siete de largo, con patas de dos metros y medio de circunferencia y el cuerpo defendido por grandes planchas óseas; divisábanse asimismo esqueletos bien conservados de dinosaurios, especie afín de los mastodontes, provistos de dos colmillos enormes, pero encorvados, con la punta hacia abajo, y no pocos mammuths, especie de elefantes de tamaño tres veces mayor que los actuales, y cuyos esqueletos se encuentran en Siberia.
—¡Cuánta riqueza perdida! —exclamó Falcone contemplando aquellos desmesurados colmillos que se destacaban entre aquel montón de huesos—. Hay aquí marfil suficiente para hacemos millonarios sin necesidad de ir a las minas de Klondyke.
—Tiene usted razón —contestó Bennie—. Por desgracia, serían menester centenares de caballos y carros para transportarlo, y carecemos de ellos.
—Necesitaríamos hasta grandes barcos —añadió Armando.
—Aquí debió de ser donde hizo su fortuna Hughes. Yo creí que era una leyenda, y ahora veo que es verdad.
—¿Y quién era ese Hughes? ¿Se puede saber al fin?
—Un buscador de oro, que casi moribundo fue recogido por unos indios y adoptado por la tribu. Aquel hombre guió a sus protectores a un cementerio de animales antidiluvianos, y, ayudado por ellos, recogió enorme cantidad de marfil y lo transportó a la costa para embarcarlo. Se dice que ganó una inmensidad de millones vendiendo su cargamento en los Estados Unidos.
—¿No hallaremos nosotros una tribu que nos ayude a transportar el marfil que hay aquí? —preguntó Falcone.
—Indudablemente, no. Ya ha visto usted nuestra suerte con los indios. Últimamente han estado a punto de impedir nuestro viaje los Tananas. Dejemos el marfil para otros que tengan menos prisa que nosotros por salir de estas regiones, y prosigamos nuestro viaje al país del oro.
No sin cierto pesar se alejaron de aquel desfiladero, donde quizá hubieran podido realizar mayores riquezas que las que iban a buscar en las riberas del Klondyke, y continuaron su marcha hacia el Oeste. Tres días después llegaban al Stewart, lo cruzaron a unas quince millas de su desagüe e hicieron un alto para dar algún descanso a los caballos.
Exploraron los alrededores en busca de caza. Bennie y Falcone hallaron en una llanura varios pozos o claims, indudablemente hechos por alguna cuadrilla de buscadores de oro. Examinaron las arenas y vieron varias pepitas del precioso metal, si bien en tan escasa cantidad, que no valía la pena recogerlas. Sin embargo, aquel descubrimiento los alentó muchísimo.
—Comenzamos a pisar los terrenos auríferos —dijo Bennie—. No sé en qué consiste; pero creo que empiezo a experimentar esa emoción que tan acertadamente se ha llamado la «fiebre del oro». ¡Quién sabe los tesoros que aún yacerán ocultos en estos terrenos casi vírgenes!
—¡Quizá fortunas inmensas! —añadió Falcone—. Diríase que la tierra americana está cuajada de oro y plata, a juzgar por la inmensa cantidad que ha dado desde el día que se descubrió.
—¿Será una fortuna fabulosa?
—Capaz de desvanecer al hombre de cabeza más sólida y de temperamento mejor equilibrado. Sin exageración, puede afirmarse que antes que las pisaran los europeos ciertas regiones de este continente, como Perú, Brasil, Venezuela, Méjico y Nueva California, estaban formadas de oro y plata. El Potosí, por ejemplo, ha enriquecido al mundo durante tres siglos consecutivos con la plata que se recogía casi a flor de tierra. Con los pesos duros que se acuñaron con esa plata, según he leído en un libro de un historiador español, sólo en el siglo XVI, pudiera cubrirse un espacio de terreno de sesenta leguas cuadradas.
—¡Cuernos de bisonte!
—En la provincia de Caracas se recogieron durante mucho tiempo pepitas de plata enormes, que los indios llamaban papas. En Chile mismo se han hallado tesoros de plata. Y en Real Catorce, localidad que se ha perdido, que ha desaparecido hace muchísimo tiempo, pero que pertenecía a la Intendencia de San Luis de Potosí, durante varios lustros se sacó plata por valor de cerca de veinte millones de pesos al año. Se calcula que durante dos siglos América ha dado por sí sola las nueve décimas partes del oro y de la plata producidos por el mundo entero.
—¡Cuernos de bisonte! ¡Qué riqueza de minas! —exclamó Bennie—. Tal abundancia de metal debe de haber causado gran perturbación en el mercado de metales preciosos.
—Extraordinario, Bennie. Y continúa despreciándose aún el oro y la plata, y, sobre todo, esta última.
—Dígame, señor Falcone: ¿eran muy escasos antiguamente el oro y la plata?
—Le diré a usted. En tiempo de los romanos no escaseaban, pues se calcula que aquel pueblo conquistador poseía mil millones más de cuanto dinero existía en la Edad Media. Según cuentan, después de las guerras medievales, el precioso metal escaseaba por haberse perdido mucho, quizá a causa de que no se cultivaban las minas. Con el descubrimiento de América comenzó de nuevo a aumentar enormemente. En 1840, de 170.000 millones, había llegado a cerca de dos billones (12.850.000 millones de dólares); y en 1850, con el descubrimiento de nuevas minas en California y otros puntos de América, la producción total era de 4.752.070 kilogramos de oro y 149.026.790 kilogramos de plata.
—Las minas de California, del Colorado y de Australia deben de haber aumentado considerablemente la masa aurífera y argentífera.
—¡Enormemente, Bennie! —dijo Falcone—. Si la memoria no me engaña, la producción metalífera en oro y plata desde 1870 al 1885 se elevaba anualmente a 110 millones de dólares.
Y aún vinieron a acrecerla las minas del África austral, en especial de Witwatersrand. Así, en 1890, la producción se elevó a 118 millones; en 1891, a 130; en 1892, a 146, y en 1896, a 206 millones o sea a 1030 millones de pesetas.
—¿Y las minas de Alaska?
—No se sabe todavía lo que pueden rendir; pero porporcionan una buena cantidad de millones, y cada día producirán más.
—¡Qué suerte si descubriésemos nosotros una buena mina!
—Si el oro no escasea para los demás, es de esperar que encontremos un buen filón, especialmente estando en posesión de recursos como los que tenemos.
—¿Y en qué consisten esos recursos?
—Aguarde usted que lleguemos, y verá cómo de la caja que llevamos sale un instrumento que quizá no posean los otros. Pero volvamos al campamento, Bennie, pues está visto que la caza brilla por su ausencia.
—Por fortuna, tenemos suficientes provisiones para llegar a Dawson.
—Tiene usted razón.
Aquella noche el canadiense soñó con montes de oro y filones de fabulosa riqueza. Ya se veía enriquecido en la labor minera y recogía pepitas enormes, de varios kilogramos de peso, verdaderas masas auríferas.
Al día siguiente marcharon hacia Klondyke. Podían haber acortado camino dirigiéndose al Norte, pero no querían internarse en la región minera sin renovar antes sus provisiones en Dawson y adquirir al mismo tiempo noticias acerca del territorio más rico.
Pasaron por un vado el río indiano, afluente de la derecha del Yukon, y remontaron el inmenso río, atravesando el Klondyke por cerca de su desembocadura. Al día siguiente, antes del mediodía llegaban a Dawson, traspasando las fronteras de Alaska.