LA PERSECUCIÓN DE LOS TANANAS
Muy entregados a sus aullidos y danzas, los indios no se dieron cuenta de la proximidad de los supuestos osos; pero al verlos ya en la plaza al resplandor de una de las hogueras, unánimemente exhalaron un grito de terror.
Hombres, mujeres y niños, presa de espanto imposible de describir, se pusieron en loca fuga, tropezando con las tiendas, saltando por las hogueras, derribando las carnes que iban a constituir su cena, y se dispersaron a la desesperada en todas las direcciones, atropellándose sin piedad, hiriéndose en la inconsciencia egoísta del terror y pánico que los había invadido, y sin acordarse del difunto ni de los manjares que se quemaban entre las brasas.
En los primeros momentos ninguno pensó en apercibirse a la defensa; nadie se preocupó de buscar sus armas, por efecto de la aterradora sorpresa que les causó la inesperada presencia en el campamento de las cuatro temibles fieras.
Bennie y sus compañeros quedaron, pues, dueños del campo y se dirigieron al lugar donde se hallaban sus caballos. Desembarazarse de las pieles, cargar las cajas y montar fue cosa de muy pocos minutos. Ya iban a escapar, cuando vieron que los indios volvían hacia ellos a todo escape, dando gritos furiosos y amenazadores.
Habiéndose percatado muy pronto del engaño, corrieron a armarse y se preparaban a impedir la fuga de los blancos, muy irritados contra ellos por la jugarreta y furiosos por haber sido víctimas de aquella burla.
Tres o cuatro de los más listos se precipitaron contra los rostros pálidos, y mientras unos trataban de sujetar los caballos agarrándolos por las bridas, otros amenazaban con sus hachas y lanzas a los jinetes.
Bennie no titubeó un segundo.
Comprendiendo que la más mínima vacilación podía costarles la vida a los cuatro, encabritó su caballo y descargó su revólver contra los asaltantes casi a boca de jarro. Dos indios cayeron, muerto el uno, gravemente herido el segundo, y los otros retrocedieron precipitadamente, incorporándose al grueso de la banda.
—¡A galope! —gritó el cazador, disparando el último tiro de su revólver.
Aguijoneados los caballos con las puntas aceradas de los cuchillos, partieron a todo escape, relinchando con dolor.
No por eso renunciaron los Tananas a la persecución. Todos los indios son excelentísimos corredores; así, pues, se lanzaron a la carrera tras los caballos lanzando gritos y profiriendo amenazas.
Bennie y sus compañeros, confiados en la ligereza de sus corceles, no se preocupaban de la persecución; pero queriendo asustar a aquellos obstinados, de vez en cuando se volvían a disparar algún tiro con los fusiles, a bulto y guiados por los gritos de los salvajes, pues la oscuridad era muy densa.
Sosteniendo el galope, los caballos llegaron en pocos minutos a la selva y se internaron en ella, desfilando como meteoros por entre los gigantescos troncos de los pinos y los abetos, que, afortunadamente para los fugitivos, dejaban entre sí grandes claros.
Los gritos de los indios iban oyéndose más y más lejanos. Por robustas y ágiles que fueran sus piernas, no podían competir con la de los caballos de la pradera, sobre todo en la primera hora. En efecto; a los treinta minutos ya no se oían los aullidos de los perseguidores.
—Se habrán vuelto atrás —dijo el canadiense, moderando un tanto la carrera de su caballo para conceder al animal algún respiro—. ¡Que el diablo se los lleve a to$os y los ahogue en el Yukon para que vayan a hacer compañía al alma del viejo jefe! ¡Pedazos de indeseables! ¿Creían habérselas con novatos o pipiolos?
—¿Y adonde nos dirigimos, Bennie?
—Por ahora, siempre hacia el Norte. Cuando lleguemos a la orilla del Yukon, ya volveremos al Oeste en dirección al fuerte.
—¿Cree usted que no nos molestarán más los Tananas?
—Creo que no. Habrán vuelto para enterrar al jefe y celebrar el banquete fúnebre.
—¿Nos detendremos en algún sitio esta noche?
—No habrá más remedio. Nuestros caballos no podrán resistir mucho tiempo esta carrera, y, además, con esta oscuridad estamos expuestos a caer en algún barranco o meternos en cualquier pantano. Por lo pronto, continuemos huyendo, aunque más despacio, para poner la mayor distancia posible entre nosotros y la aldea tanana.
Poco después concedieron diez minutos de descanso a los caballos y prosiguieron la marcha al trote, sin salir de la selva.
Esta segunda carrera duró una hora; al cabo de ella detuviéronse al tropezar con una corriente de agua que iba del Norte al Noroeste; sin duda, algún afluente del Yukon.
No atreviéndose a meterse en aquellas aguas, que corrían rapidísimas, formando de trecho en trecho cascadas, los fugitivos decidieron detenerse hasta el alba. Quizá hubiese algún vado, pero con aquella oscuridad era imposible distinguirlo.
Desmontaron sin desensillar ni descargar los caballos, por si acaso, era prudente estar dispuestos para escapar si los atacaban imprevistamente. Extendieron en el suelo las mantas y se echaron muy juntos, porque la noche estaba excesivamente fría.
Aunque abundaba la leña, no se atrevieron a encender fuego para no delatar su presencia en el caso de que algunos indios hubieran continuado la persecución.
Aquella noche, pasada bajo las espesas ramas de los gigantescos árboles, sin fuego y con un frío intenso que aumentaba de hora en hora, fue lo menos agradable que puede imaginarse. Sobre todo Back, poco habituado a los rigores de aquel clima, se lamentó muchas veces y daba incesantemente diente con diente.
Al romper el alba encendieron un pequeño fuego para hacer té. Ya hervía el agua y acababa Bennie de echar la hierba, recreándose de antemano con la deliciosa bebida caliente que iba a entonar sus helados cuerpos, cuando los caballos comenzaron a relinchar con muestras de inquietud.
Conociendo el admirable instinto de esa raza caballar, que olfatea a gran distancia al enemigo, hombre o animal, el vaquero se puso rápidamente en pie, mirando alrededor con recelo.
—¿Qué ocurre, señor Bennie? —preguntó el joven italiano.
—Los caballos olfatean a un enemigo, Armando.
—¿Habrá algún oso en el contorno?
—Tal vez los Tananas.
—¿Los indios otra vez?
—Puede ser que nos hayan seguido sin gritar. Servios el té y no os cuidéis de mí por ahora.
Cogió el fusil y desapareció entre los árboles. Una niebla bastante densa envolvía la pradera, ondeando por las ramas de los árboles y haciendo la selva más oscura. Pero el canadiense no era hombre que se extraviara así como así.
Armando, el mejicano y Falcone saborearon golosamente el té, revisaron los aparejos de los caballos, aseguraron más las cajas y, convencidos de que cinchas y sillas se hallaban en buen estado, aguardaron dispuestos a montar a caballo y reanudar inmediatamente la fuga.
La ausencia del cazador duraría unos diez minutos. Sus compañeros le vieron regresar corriendo, escopeta en mano y con señales de inquietud en el rostro.
—¿Qué ocurre, señor Bennie?
—¡A caballo, a escape!
—¿Los Tananas? —preguntó Falcone.
—¡Están ya encima!
Montaron prontamente y partieron al galope, seguidos del quinto caballo, que llevaba las cajas. En pocos minutos llegaron a la orilla del río. Con una rápida ojeada escrutadora se convencieron de que no podían afrontar la corriente, por su gran ímpetu y por los muchos remolinos y desniveles, que hacían peligrosa la travesía.
—¡Sigamos por la orilla! ¡No tardaremos en hallar algún vado!
Doblaron a la izquierda, siguiendo la corriente; pero la ribera era cada vez más bravía. El río se estrechaba precipitándose entre dos murallas graníticas cortadas a pico e imposibles de bajar. No había huellas de vado ni pasarelas.
Bennie comenzaba a intranquilizarse viendo que se desvanecía la esperanza que había alentado de poner el río entre ellos y sus perseguidores.
«¿Nos veremos obligados a continuar esta carrera desesperada hasta el Yukon? —se preguntaba—. Si tuviésemos cuatro caballos más de repuesto y no tanta carga, eso sería lo de menos; pero, por desgracia, estos pobres animales están ya extenuados».
Volvía atrás la cabeza con frecuencia para ver si aparecían los indios, pero hasta entonces no estaban a la vista.
A la media hora de galope desesperado por aquella ribera, cada vez más alta, aguzando la vista, alcanzó a distinguir Bennie una sutil línea negra que atravesaba el río,
«¿Será un puente? —se preguntó—. ¡Vaya una fortuna para nosotros si no me equivoco!».
—Señor Bennie —le dijo Armando medio minuto después—, veo algo que cruza el río de orilla a orilla allá abajo.
—Lo he observado. Debe de ser…
Le interrumpió un tremendo y estruendoso alarido de triunfo. La banda de los indios que los perseguían acababa de salir de la selva, y al verlos correr por la orilla, descontaron ya la victoria y redoblaron la velocidad para alcanzarlos antes de que pudieran atravesar el río.
Por fortuna, estaban, bastante más lejos que la salvadora línea negra, la cual se agrandaba por instantes.
—¡Hagamos el último esfuerzo! —ordenó Bennie, espoleando a su caballo.
Sus compañeros le imitaron, aguijándolos con los cuchillos, y los pobres animales, relinchando de dolor, continuaron a toda prisa.
La raya negra era una pasarela formada por tres grandes troncos de pinos jóvenes, entrelazados con ramas. El paso de los caballos por aquella pasarela no debía de ser cosa fácil; pero no había que vacilar ni andarse con contemplaciones.
—Cuando lleguemos a la otra orilla cortaremos los troncos. ¡Adelante! ¡Un esfuerzo más, y estamos a salvo!
Los caballos llegaron al galope y se detuvieron ante el puente, derrengados, sudorosos y cubiertos de sangrienta espuma.
Los cazadores desmontaron. Luego Bennie, aferrando fuertemente la brida del caballo que llevaba las cajas, se aventuró resueltamente sobre aquellos tres troncos de pino, que parecían ya medio podridos.
Viendo el animal correr bajo él aquella agua turbulenta y espumosa, se paró al principio y relinchó temeroso; pero al oír la voz del amo, obedeció, estremeciéndose, y siguió locamente la carrera.
Los troncos, muy viejos, crujían y oscilaban bajo el peso del hombre y del animal, como si amenazaran romperse y derribar al río a los audaces que pasaban sobre ellos. Por otra parte, la humedad los había puesto resbaladizos y el caballo vacilaba.
La primera travesía hízose sin contratiempo alguno. Le siguió Back, que pasó con el segundo caballo; Falcone y Armando pasaron con los suyos; Bennie volvió para pasar el suyo y hacer frente a los indios en todo caso.
Viendo los Tananas que se les escapaba la que creían su presa, redoblaron la velocidad y los gritos. Sólo distaban ya ciento cincuenta metros cuando el canadiense se internó en el puente con su caballo.
—¡Preparaos a cortarlo! —gritó.
Armando preparó el hacha.
Ya estaba Bennie a mitad del puente, cuando hizo pasar ante sí a su caballo, soltándole la brida y animándole con la voz. En esto oyó una voz conocida que gritaba:
—¡Muere, perro!
Se volvió rápidamente y vio un hombre en una roca, que, con el hacha enarbolada, se disponía a cortar los troncos que formaban la pasarela; era el hechicero de la tribu.
—¡Matadle! —gritó a los suyos, tratando de apretar el paso.
Pero antes de que Back y Falcone tuvieran tiempo de apuntar al indio, resonó un golpe seco que hizo retemblar el puente. En dos saltos desesperados, el caballo llegó a la orilla; pero viendo el canadiense que no tenía tiempo de salvarse a su vez, se dejó caer al agua, estrechamente abrazado al tronco cortado por el traidor Tanana.
—¡Matadle! —gritó de nuevo cerrando los ojos.
Resonó otro golpe, y el segundo hachazo cortó otro de los pinos, derrumbándolo al agua junto al desdichado cazador.
En el mismo instante estallaron dos detonaciones, y el hechicero no tuvo tiempo de ver si el segundo tronco rompía la cabeza del cazador; abrió los brazos, soltó el hacha, giró sobre sí mismo y, herido por las dos balas, cayó entre las aguas del río.
—¡Bennie! —gritaron Back, Armando y Falcone precipitándose hacia la orilla—. ¡Bennie!
Una voz lejana les respondió:
—¡No he soltado el tronco! ¡Huid!
—¡Ah, valiente! —exclamó Armando con lágrimas en los ojos.
En aquel momento los Tananas llegaban a la orilla opuesta, y no pudiendo atravesar el río, comenzaron a lanzar flechas a los tres hombres, que, sin dignarse contestar, montaron a caballo y se lanzaron a galope por la orilla para alcanzar a su compañero, arrastrado por una corriente rapidísima.
Sobre la espumosa superficie flotaba el madero del puente, y sobre él a caballo iba el canadiense, que no había abandonado su escopeta, logrando con grandes esfuerzos echársela a la espalda para tener libres los brazos y poder dirigir el tronco hacía la orilla.
Los indios, por su parte, al advertir la caída al agua del que consideraban su principal enemigo, echaron a correr por la orilla izquierda, esperando que algún remolino se lo tragase y decididos a romperle la cabeza antes que permitirle salir del agua.
Haciendo correr desenfrenadamente a los caballos, Back y sus compañeros llegaron en breve a alcanzar y pasar al canadiense.
—¡Animo, amigo! —le gritó Falcone.
—¡Echadme una cuerda! —exclamó el vaquero—. ¡La corriente me arrastra y no puedo vencerla!
El mejicano se adelantó unos metros, desmontó ligeramente, y desenrollando del cuerpo una larga cuerda de piel trenzada que terminaba en un nudo corredizo, que no era otra cosa que el lazo, adelantó hacia la orilla.
Para quien sabe manejarlo, el lazo es un arma terrible. Back poseía en su manejo gran habilidad, como buen mejicano.
Aguardó a que pasara Bennie haciendo dar vueltas sobre su cabeza la correa, y la lanzó de pronto, agarrando con el nudo un brazo del canadiense.
—¡Ayúdame! —dijo el mejicano a Armando.
El vaquero, ya seguro de que no tenía nada que temer, soltó el pino y se agarró al lazo, no tardando mucho sus compañeros en izarle.
—¡Cuernos de bisonte! —exclamó al pisar tierra—. ¡Estoy helado! ¡Indeseable de hechicero!
El señor Falcone había abierto una caja, y, sacando una botella se la dio a Bennie, diciéndole:
—¡Beba, pobre amigo! Es ginebra exquisita, reservada para las grandes ocasiones.
El cazador se echó un trago al coleto.
—¡Gracias! —repuso.
Mientras tanto, los indios habían llegado enfrente; y como el río era por allí más estrecho, comenzaron a disparar flechas. Una de ellas cayó en medio del grupo, rozando al mejicano.
—¡Ah, bellacos! —gritó Armando—. ¿No habéis terminado aún? ¡Pues tomad!
De un balazo mató al más próximo a la orilla, y sus compañeros, horrorizados de la matemática precisión de los disparos y comprendiendo que nada iban a ganar en una lucha con los blancos, huyeron precipitadamente, internándose en el próximo bosque.
—¡A caballo! —dijo Bennie.
—Está usted medio helado, amigo —dijo Falcone—. Se está buscando una enfermedad.
—¡Bah! ¡Tengo la piel muy dura! —contestó festivamente el cazador—. Además, estoy acostumbrado a los baños fríos. Pero, así y todo, busquemos un buen sitio para acampar y haremos un alto.
Montaron de nuevo y se dirigieron hacia la selva que se prolongaba por el Norte, y en una plazoleta formada por gigantescos pinos acamparon. El lugar era muy estratégico; desde él se dominaba buena parte del río hasta la orilla opuesta, merced a la elevación del terreno.
Plantada en un santiamén la tienda y encendida una hoguera capaz de asar un buey, Bennie se quitó sus vestidos, y envuelto en mantas de lana, bebió dos o tres tragos de ginebra y se tendió cerca del fuego, mientras Armando retorcía la ropa del canadiense y la ponía a secar y Back preparaba un buen almuerzo. Falcone le ayudaba. En aquella comida, cena por la hora, y almuerzo por ser la primera que hacían aquel día, agotaron sus provisiones, pues en su precipitada fuga habíanse dejado en la aldea de los Tananas los restos de los cisnes.
Devorada la comida, los futuros mineros preparáronse a descansar en la tienda, quedándose el mejicano a hacer la primera guardia.
La noche transcurrió tranquilamente. Los indios no se dejaron ver más, acaso convencidos de que sería inútil cuanto hicieran para alcanzar a los fugitivos, y a los primeros rayos del sol, bien descansados hombres y animales, continuaron la marcha en dirección al fuerte Scelkirk.
Carecían de provisiones, y por aquella región parecía no haber caza; ni siquiera lobos, a pesar de que tales animales tanto abundan por Alaska como por todos los territorios vecinos.
A las doce del día volvían a atravesar el afluente del Yukon, próximo a la desembocadura de éste, por un puente rústico de troncos de pinos, y poco después galopaban por la orilla del gran río.
Un pato silvestre cazado diestramente por Armando, y una docena de huevos de cisne hallados en dos nidos abandonados, proveyeron de comida y cena a los viajeros.
Al otro día, poco después de oscurecer, llegaban por fin al fuerte.