CAPÍTULO VII

LA TRAICIÓN DE LOS TANANAS

El Yukon es el río mayor de la antigua América rusa; inmensa arteria que surca Alaska en toda su longitud, y que sería de inmensa utilidad si el frío no lo helase, impidiendo la navegación durante siete y a veces durante ocho meses largos del año.

Nace en los territorios ingleses del Noroeste y al principio corre hacia el Norte, engrosando su caudal con aguas del lago Hootalinkwa; luego serpentea bastante, recibiendo muchos afluentes por la derecha, de los cuales son los más notables el Salmón, el Pelly (que le da por mucho tiempo su nombre), el Macmillan, el Stewart, el Klondyke (de arenas de oro) y el Cajuek, que es el más importante. Por la izquierda sólo recibe las aguas del Tanana, río muy caudaloso que tiene sus fuentes en las estribaciones del San Elias.

A la altura del fuerte de su nombre, el gigantesco río dobla decididamente hacia el Oeste, y después de largo curso en esa dirección, va a descargar en el mar de Bering con una anchura de veinte leguas, dividido en varios brazos.

En su curso superior, el Yukon tiene pocos fuertes: el Lerves, el Scelkirk y el Yukon, que es el más importante como centro de la compañía peletera; en cambio, en su curso inferior tiene multitud de pueblos y ciudades pequeñas, muy mejoradas y engrandecidas por los americanos; Dawson, centro de la región aurífera; Nulato, uno de los más importantes fuertes de toda Alaska, con activísimo comercio de pieles; Auvik y Andrejeusk, junto a las bocas o desembocaduras.

Flanqueado por soberbias selvas y florestas, riquísimo en pesca, tiene en sus orillas abundantes minas, y puede decirse que casi todos los habitantes de Alaska viven en sus cercanías o en las de sus afluentes.

El sitio adonde habían llegado los futuros mineros era pintoresco y estaba absolutamente desierto. Formaba allí el río una especie de ensenada bastante grande y bordeada de bosquecillos de sauces, abedules enanos, pinos blancos y negros y matorrales de plantas floridas. Pocos pájaros, algunos cuervos y tal cual pareja de hermosos gallos de la montaña, eran todas las aves que pudieron ver; pero de caza de pelo no vieron ni rastro.

Bennie había bajado del caballo y miraba atentamente a la orilla opuesta a unos seiscientos metros de distancia, por si descubría alguna aldea india o cualquier canoa. Pero no distinguió unas ni otras.

—¡No importa! —repuso contestando a una pregunta de Armando—. Nos detendremos aquí hoy, y mañana continuaremos el viaje al fuerte.

—Es que escasean los víveres, señor Bennie. Con las marchas forzadas y el frío que reina en estas regiones consumiremos pronto las provisiones.

—Daremos una batida por los alrededores.

—¿Espera usted matar algún animal grande?

—Si no un oso, a lo menos un cisne. Mira; por allí veo varios.

—¿Vamos a cazarlos?

El canadiense no respondió. Sus ojos seguían atentamente el vuelo de los cisnes.

—Armando —dijo de pronto—, ¿te agradaría una fritada? Aún tenemos un poco de grasa, que servirá de manteca.

—¿Una fritada? ¿Y me lo pregunta usted?

—Entonces, dentro de poco tendré el placer de ofrecértela.

—¿Ha descubierto usted algún gallinero?

—Si no un gallinero, por lo menos un nido con huevos, y bastante más gordos que los de las gallinas.

—¡Vamos a cogerlos!

—¡Sígueme!

Ordenó a Back que encendiera el fuego y que limpiara bien la sartén, y se alejó con Armando.

Siguieron durante un rato la orilla del Yukon remontando la corriente y luego se metieron en una espesura formada por pinos, abedules y sauces, interrumpida de vez en cuando por claros de pequeños prados tapizados de césped de hermoso color de esmeralda.

En medio de aquel precioso valle crecían las plantas árticas, por haberse licuado la nieve hacía ya meses.

Después de recorrer cerca de una milla, Bennie y Armando torcieron bruscamente hacia el río, por donde se oían silbidos agudos, indicadores de la presencia de los cisnes,

—Vayamos con tiento —dijo el cazador—. Pudiera ser que además de la tortilla ganásemos también el asado.

—Los cisnes huirán, señor Bennie.

—No siempre huyen. A veces defienden encarnizadamente sus nidos.

—¿Contra los hombres?

—Contra los hombres. Son aves valientes que hacen frente hasta a las águilas blancas, y a veces son éstas las que llevan la peor parte.

—Pero los cisnes no tienen el pico bastante fuerte para producir heridas.

—Tienes razón; pero su fuerza radica en las alas, armas formidables. Cierto día vi a un cisne matar de un solo aletazo a una zorra que trataba de saquear su nido. ¡Ea! ¡Ya hemos llegado, muchacho!

Estaba en la linde de la selva. Con cautela y ocultándose tras los troncos, llegaron a la orilla del río, que también por allí formaba una pequeña ensenada.

Una docena de hermosos cisnes estaban lavándose la cara y peinándose, alineados en la orilla, alisándose las plumas, muy ufanos. A poca distancia algunas hembras los contemplaban aclocadas y como empollando.

Bennie y Armando dispararon a una. Dos cisnes cayeron; los demás, asustados por las detonaciones, volaron a gran altura sobre las aguas del río. En cambio, las hembras, si bien se levantaron al oír los tiros, en vez de huir dirigiéronse al sitio de donde salía el humo, agitando furiosamente las poderosas alas y lanzando estridentes silbidos. Los dos compañeros salieron de su escondite empuñando las carabinas por el cañón y dispuestos a añadir nuevas víctimas a las causadas.

Al verlos aparecer, las pobres hembras permanecieron un instante indecisas. No querían abandonar sus nidos; pero no se atrevían a luchar con los cazadores. Al cabo, comprendiendo que su defensa sería inútil, huyeron hacia el río.

El canadiense cargó rápidamente su escopeta y disparó de nuevo, tratando de matar a una de las hembras. Ya era tarde. Se habían puesto fuera de tiro.

—¡No importa! —dijo resignándose—. ¡Tenemos la tortilla y el asado!

Se aproximaron a los agujeros que servían de nido a los cisnes y vieron que cada uno contenía seis huevos, excepción de uno, que tenía ocho. Eran bastante más gruesos que los de pava y con la cáscara de color blanco verdoso.

—¿No serán muy viejos? —preguntó Armando, que se había llenado los bolsillos.

—No deben de tener más de tres o cuatro días. Son fresquísimos.

Recogidos los huevos, cargaron con el par de cisnes y emprendieron el regreso al campamento, ávidos de freír los primeros y asar los últimos.

A unos quinientos o seiscientos pasos de la tienda se detuvieron sorprendidos, oyendo un rumor sordo que parecía producido por algún tambor. Miráronse uno a otro con cierta inquietud.

—¿Qué significa esto? —preguntó Bennie.

—¿Habrá hecho Back algún tambor y estará ensayándolo? —dijo Armando.

—¿El? Nunca ha sido amante de la música. Además, ¿qué iba a hacer con ese instrumento? Lo que temo es que sean los indios.

—¡Vamos a ver lo que quieren, señor Bennie!

Alargaron el paso y llegaron al campamento en el mismo instante en que entraban en él dos indios, que, por sus pinturas, afeites y vestidos, parecían pertenecer a alguna tribu Tanana. Falcone y Back, que habían salido al encuentro de los huéspedes, sostenían con ellos una animada conversación, aunque sin entenderse unos con otros. Bennie se adelantó y preguntó al mecánico qué querían aquellos hombres.

—Es imposible comprenderlos. Parece que no conocen el inglés, salvo alguna que otra palabra.

—Acaso los entienda yo.

Y dirigiéndose a los indios, les preguntó qué deseaban, en un idioma extraño formado en parte con palabras francesas e inglesas.

El veterano cazador conocía perfectamente el chinuk, dialecto que hablan y comprenden todas las tribus indias de Alaska y de los territorios ingleses y rusos, y que usan para el tráfico de las pieles. Apenas oyó la pregunta, uno de los indios se apresuró a contestar en la misma lengua:

—Hemos venido al campamento de los guerreros blancos para solicitar su ayuda con objeto de curar al jefe de nuestra tribu.

—¿No tenéis hechicero en vuestra tribu? —preguntó Bennie malhumorado.

—Dos; pero el mejor y más inspirado ha emprendido un viaje muy largo, y el otro, muy joven, no acierta a curar a nuestro sakem.

—¿Y su mal es efecto de alguna herida?

—No.

—¿Pues qué tiene?

—Está poseído del espíritu maligno.

—Nosotros no tenemos relaciones con el espíritu maligno, y así, nuestra asistencia sería completamente inútil Vuelve a tu aldea.

En vez de irse, el indio se cruzó de brazos y replicó:

—He recibido la orden de llevar a los rostros pálidos a nuestra aldea, y no me iré hasta que os vengáis conmigo.

—Te digo que no conozco al espíritu maligno.

—Los blancos son valerosos y saben hacer cosas maravillosas.

—¡Vete al diablo y déjanos en paz!

—¿No conoces, pues, a los Tananas? —exclamó el piel roja con aire amenazador—. Mi tribu es muy poderosa y podría hacerte pagar caro el hecho de rehusar nuestras proposiciones amistosas.

Bennie lo sabía demasiado, pues había sido cazador a sueldo de la compañía peletera del Noroeste; no ignoraba que eran audaces y resueltos. Comprendió, pues, que no lograría persuadir a aquellos dos testarudos de la absoluta ineficacia de su asistencia al jefe para librarle de los espíritus malignos, y después de una breve conferencia con Falcone, decidió seguirlos.

Esperaba con cualquier añagaza dejarlos satisfechos y volver en seguida al campamento. Sin embargo, no queriendo renunciar a probar los huevos que traían, invitó a los indios a que esperasen una hora y los convidó a comer.

Después del yantar, cargaron en los caballos las cajas y la tienda, montaron, y siguieron a los pieles rojas, que se dirigieron hacia el bosque tocando el tambor, hecho con un aro de sauce y un pedazo de piel de reno.

Una hora más tarde llegaron a orillas de un ancho afluente del Yukon, en cuyas aguas había muchas canoas y algunas baidarris, barquichuelos de colores vivos, y media docena de chozas de madera y barro con techo de ramas verdes y corteza de abedul.

A breve distancia, y tras una pequeña bahía, surgían las cabañas del villorrio indio: unas cincuenta tiendas de piel, de forma cónica y pintarrajeadas de colores vivos, y media docena de chozas de madera y barro con techo de ramas verdes y corteza de abedul.

Al llegar los cuatro blancos a la aldea, los perros comenzaron a ladrar furiosamente, y los indios todos, grandes y chicos, salieron al encuentro de los viajeros danzando y aullando como condenados. Las mujeres iban cubiertas con capas de pieles teñidas o pintadas de colores vivísimos y adornadas con collares de conchas y perlas. Algunas llevaban a sus pequeñuelos en una especie de cuévano hecho con corteza de abedul, muy cómodo si no fuese porque sujetaba con maderas desde el vientre hasta los pies de los pobres niños para impedir que sus piernecitas tomasen forma defectuosa.

Ante la turba venía el hechicero, un hombrón como un castillo, cosa rara entre los Tananas, que suelen ser bajos. El importante personaje tenía dos pedazos de hueso casi de un pie de largo pasados por los cartílagos de la nariz, lo que le daba aspecto bufo; llevaba el rostro pintado de rojo, las orejas y el pelo de amarillo.

Iba vestido con una pelliza de oso blanco cargada de adornos de toda especie, todos amuletos preciosos, sin duda presentadores de cien mil enfermedades: prolongar la vista, destruir a los enemigos, etc.

Se adelantó, y dio a los blancos, en nombre de la tribu, la tradicional bienvenida. Luego los condujo a una gran cabaña construida con troncos de pino, muy sólida, y que parecía ser el almacén de los cazadores de la tribu, pues colgaban de las paredes varias pieles de osos grises y negros, de alces, de renos, de castores, gamos, etc.

Con un gesto imperioso despidió a la tribu y entró detrás de los blancos, cerrando la puerta. Como la tienda no tenía ventanas, estaba muy oscura, y el hechicero dio un objeto a Bennie para que lo encendiera. Así lo hizo el canadiense, valiéndose del eslabón y la mecha, y esparcióse por la cabaña una luz bastante brillante.

Armando y su tío no pudieron contener una exclamación de asombro al reconocer que aquella supuesta antorcha era un pez encendido por la cola. Aquellos extraños habitantes de las aguas sirven de bujías a los habitantes de Alaska. Llámanse «peces candela», tienen unos treinta o treinta y dos centímetros de largo, son bastante redondos y de piel argentífera. Son los peces más grasosos conocidos hasta ahora y proporcionan un aceite superior al mismo de oliva. Se encienden siempre por la cola, y durante un par de horas dan una luz clara y brillante que no tiene nada que envidiar a las mejores bujías. Estos animalitos suelen pescarse en gran cantidad en una bahía llamada Kithakt-a-laks durante la estación propicia, que sólo dura tres semanas.

El hechicero, que era muy amable, ofreció a los blancos una botella de ginebra que había recibido de los cazadores del fuerte Scelkirk, seguramente a cambio de alguna piel, y luego les informó del pésimo estado en que se hallaba el jefe de la tribu.

El había tratado por todos los medios de sacarle del cuerpo el espíritu maligno, sin lograr su objeto. Había hecho colgar al palo de la tribu muchos regalos para aplacar a aquel condenado espíritu; había sostenido con él grandes luchas, tratando en vano de cogerlo y arrojarlo al fuego; había hecho aullar horas enteras a toda la tribu; había intentado persuadir al jefe de que ya estaba curado; pero todo fue inútil. Y temiendo que la población entera se rebelase contra él y le mataran, rogaba a los blancos que curasen al enfermo. Todos los Tananas estaban convencidos de que los cazadores podían realizar la curación y él no dudaba del buen éxito.

—¡Este pillo es un pájaro de cuenta! —dijo Bennie a sus compañeros—. Por salvar su pellejo quiere poner en peligro el nuestro. ¡Pero veremos quién se lleva el gato al agua!

—¿Qué piensa usted hacer? —interrogó Falcone.

—Ahora ya no podemos negarnos a visitar al enfermo. Si nos resistiéramos, los Tananas se pondrían furiosos y se volverían contra nosotros. Vamos a ver si averiguamos lo que tiene ese jefe.

Guiados por el hechicero, salieron de la cabaña, desfilaron por entre la población, que los miraba silenciosa, y entraron en una gran tienda hecha de piel de alce, que se alzaba en el centro de la aldea y que custodiaban ocho indios armados de lanzas y hachas.

De vez en cuando aquellos guerreros manejaban sus armas con vigor hiriendo al viento en todas direcciones, con gran satisfacción del enfermo, pues así, con tanto hachazo y lanzada, no dejarían volver a posesionarse del cuerpo del sakem al espíritu maligno.

El pobre hombre yacía en medio de la tienda sobre un lecho de pieles y rodeado de amuletos, consistentes en su mayoría en collares de conchas y dientes de osos y otras fieras. Podría tener ochenta años; era flaquísimo, de piel rugosa, apergaminada, y ojos hundidos de mirada casi extinta. La tos, una tos fuerte y convulsiva, sacudía con frecuentes accesos su cuerpo débil y caduco, y le acongojaba con sudores agónicos.

—¿Qué le parece a usted? —preguntó el vaquero al mecánico en inglés.

—Que este hombre se muere sin remedio. Es más viejo que Noé y ha pescado una pulmonía incurable.

—¿No hay esperanza de ponerlo en pie, aunque sólo fuera por veinticuatro horas, el tiempo necesario para largarnos con viento fresco?

—Ninguna, Bennie. Mañana habrá muerto. Quizá muera hoy mismo al anochecer.

—¡Indeseable de hechicero! ¿Y quiere que pongamos mano en él para poder lavarse las manos y echar sobre nosotros la responsabilidad? ¡Eh! ¡Insigne zorro: veremos quién engaña a quién!

Y volviéndose al hechicero, que los observaba con ansiedad, le dijo:

—El jefe está bastante mal.

—Ya lo sé; pero los hombres blancos lo curarán.

—No hay más que una medicina capaz de curarlo, y yo no la tengo.

—¿Y dónde puede hallarse?

—En el fuerte Scelkirk.

—Está muy lejos.

—Con nuestros caballos, que corren como el viento, podemos llegar en solo cuatro horas.

—¡No conoces nuestros animales!

—Verdad; pero…

—Déjame llegar al fuerte, y respondo de la vida del jefe.

—¿Y si no vuelves? Enviaremos a uno de nuestros guerreros.

—El comandante del fuerte no dará la medicina sino a nosotros. Además, ellos no saben montar a caballo.

—Pues que vaya uno de tus compañeros —dijo desconfiado el hechicero.

—Si no vamos todos, el comandante creerá que nos habéis hecho caer en un lazo, y no dará la medicina. Así, pues, decídete: o nos dejas ir al fuerte o muere el jefe.

—Dejad que vaya yo con vosotros.

—Eso sí; nadie te lo impide.

—¡Pues vamos!

—¡Vamos! —contestó sonriente el astuto canadiense.

Y añadió para sí:

«¡Aguarda que nos alejemos un poco de la aldea, y verás el salto mortal que te hago dar, bandido! ¡Será un verdadero milagro si no te rompes la cabeza!».

Salieron de la tienda del jefe, y se dirigían a la cabaña donde habían depositado sus equipajes y armas, cuando hicieron irrupción en la aldea cinco indios armados de lanzas, machetes y hachas.

Varias mujeres y algunos guerreros los rodeaban llorando y golpeándose el pecho con los puños. Parecían poseídos de inmensa desesperación.

—¿Qué sucede? —preguntó Falcone a Bennie, que se había parado.

—¡No sé! ¡Parece que ha muerto algún hechicero!

—¿Será el bueno? ¿El que estaba haciendo un largo viaje?

—Me temo que sí.

De repente se vio que los cinco hombres se precipitaban furiosos contra Armando y le cogían brutalmente por los brazos, amenazándole con las hachas y los machetes. Luego uno de aquellos condenados se volvió hacia los indios e indias, que le seguían, y gritó con voz vibrante de ira:

—¡Este es el matador del hechicero!

—¡Cuernos de bisonte! —exclamó palideciendo—. ¡Buena la hemos hecho!

Y antes de que sus compañeros pudieran comprender lo que sucedía y que los habitantes de la aldea se precipitasen sobre Armando, se lanzó contra los cinco guerreros, y a patadas y puñetazos los derribó al suelo, ayudado por el mejicano en tan grata tarea.

—¡Venid! —gritó lanzándose hacia la cabaña—. ¡Venid pronto o estamos perdidos!