CAPÍTULO VI

LOS LOBOS RABIOSOS

Al ver retroceder a un hombre tan valiente como aquél, a quien siempre habían visto hacer frente a todo peligro, tío y sobrino siguiéronle dócilmente y apoyaron la espalda en el tronco del árbol, un abeto altísimo de tronco liso y no muy grueso.

Ante la retirada de los tres hombres, los cinco lobos se detuvieron como indecisos. Eran animales de estatura extraordinaria, casi de la talla de los perros de Terranova, pero espantosamente flacos. Su aspecto era poco tranquilizador. Tenían el pelaje erizado, los ojos miraban ferozmente con fosforescente brillo y la boca abierta, armada de terrible dentadura, cual si se preparasen ya a morder y a inocular la baba venenosa que rebosaba por sus morros.

—¡No os dejéis tocar, o estáis perdidos! —les dijo Bennie rápidamente—. ¡Esos lobos están rabiosos!

—¡Rabiosos! —exclamaron tío y sobrino, sintiendo correr escalofríos por su cuerpo.

—¡Estad alerta, y en cuanto se acerquen, apaleadlos sin misericordia!

—¡Hagamos una descarga! —dijo Armando.

—¡Todavía no! Si no les acertásemos, se nos echarían encima antes de que tuviéramos tiempo de impedirlo; la culata del fusil es quizá más eficaz por ahora, ¡recibámoslos a culatazo limpio!

Entre tanto, los cinco lobos grises, aunque debían estar poseídos de ardiente deseo de triturar los huesos de los cazadores con sus dientes de acero, daban vueltas y vueltas al árbol, lanzando sordos aullidos y sin separar la vista de nuestros amigos, con la cola baja y uno detrás de otro, formando casi un círculo perfecto*

Nuestros amigos aguardaban la acometida empuñando las escopetas por el cañón y con la culata en alto, como si fueran mazas.

Así transcurrieron algunos minutos. Poco a poco las fieras fueron agrandando el círculo, y concluyeron por ocultarse en una espesura.

—¡Nos han tenido miedo! —dijo Armando, respirando desahogadamente.

—No nos separemos del árbol —repuso Bennie—. Pueden estar escondidos y acechándonos para atacarnos en cuanto abandonemos esta excelente posición estratégica. Fuera de aquí seríamos rodeados, y seguramente alguno de nosotros recibiría un mordisco mortal.

—¿Dice usted que están rabiosos? —preguntó Falcone.

—Estoy seguro de que no me he equivocado.

—No sabía que los lobos rabiasen también.

—Pues ningún habitante de estas regiones lo ignora. Raro será el que no recuerde alguna de las grandes rachas de hidrofobia lupina; en 1865, en 1872, en 1879 y en 1886 fueron las epidemias mayores.

—Entonces, parece que la epidemia hidrófoba se repite en los lobos cada siete años.

—Su observación es justa, señor Falcone.

—¿Y de qué proviene?

—¡Ah! ¡Eso es lo que no se sabe!

—¿Y muere el hombre mordido por lobo rabioso?

—Siempre.

—¿Y por qué se le ha ocurrido a usted que esos cinco rabiaban?

—En primer lugar, por su aspecto, y luego, por su valor. Ya sabe usted que los lobos son cobardes como no vayan en manadas. Pues bien; cuando rabian pierden todo temor y cuatro o cinco son capaces de atacar a una caravana entera.

—Deben de haberse ido —dijo Armando—. No se oyen.

—Lo dudo; pero…

—¡En último caso, nos libraremos de ellos a tiros!

—Eso tendremos que hacer. Por lo pronto, vámonos. No es cosa de que nos estemos aquí toda la vida.

Separáronse del árbol protector y se pusieron en camino con ojo avizor y oído atento, vigilando a derecha, a izquierda, por delante y por detrás, para no dejarse sorprender. Ya habían recorrido la mitad del camino y se disponían a salir del bosque, cuando vieron reaparecer los cinco lobos a unos sesenta metros.

Los antipáticos cuadrúpedos los habían seguido paso a paso ocultos tras la espesura, y reaparecieron al ver que iban a salir de la selva. Los cazadores creyeron que serían atacados, pero los lobos contentáronse con enseñarles los dientes y exhalar lúgubres aullidos, que resonaron siniestramente en el bosque.

—¡Ah! —exclamó, colérico, el canadiense—. ¿No queréis cesar de perseguirnos, indeseables? ¡Pues ahora vais a ver!

Echóse la escopeta a la cara y apuntó con cuidado al más gordo y grande, indicándolo así para no coincidir con el tiro de Armando, que por suerte apuntó al más flaco. Las dos detonaciones resonaron casi a la vez, y dos lobos cayeron, uno a la derecha y otro a la izquierda. Los otros tres volvieron grupas y emprendieron la fuga.

—¡Que os lleve el diablo! ¡Si vuelvo a veros, también habrá plomo para vosotros!

Seguros ya de no ser molestados, apretaron el paso, y en menos de media hora llegaron al campamento, donde Back los aguardaba con alguna ansiedad.

Ningún hombre se había mostrado por aquellos parajes; pero, en cambio, también el mejicano había tenido que rechazar un asalto de lobos, que por poco se apoderan de uno de los caballos.

—Eso quiere decir que debemos levantar el campo lo más pronto posible. En esta región parece que abundan demasiado los lobos, y no es prudente permanecer aquí.

Durante el resto del día curaron al humo unos treinta kilogramos de carne del cisne y de unos peces que pescaron en una laguna próxima.

Como querían continuar el viaje a la mañana siguiente y la carne no estaba en condiciones de conservarse algunos días, encendieron varias hogueras alrededor del campamento para continuar la tarea durante la noche. Pero surgía el temor de que al olor de la carne ahumada acudieran los lobos, y por lo menos, les robaran sus provisiones. Así, con el fin de evitarlo, resolvieron velar por parejas, designando para la primera vela a Back y Armando, y para la segunda a Bennie y Falcone.

Terminada la cena, bebieron sendas tazas de té, y en tanto que el canadiense y el mejicano se acostaban, Armando y Back trabaron los caballos a una estaca delante de la tienda y dentro del círculo formado por la hoguera, y luego se tendieron en un lecho de musgo, con las escopetas al alcance de la mano.

A las dos horas de vela, durante las cuales sólo se levantaban de vez en cuando a reavivar las hogueras y dar vuelta a los pedazos de carne que se ahumaban, en las espesuras que se extendían a lo largo de las márgenes del valle sonó un aullido triste, pavoroso y bastante prolongado.

—¿Qué es eso? —preguntó Armando.

—¡Un hambriento que pide ayuda! —respondió Back—. Dentro de poco oiremos un concierto capaz de estremecer a cualquiera.

Los caballos se habían echado a temblar, y se estrechaban unos contra otros lanzando ahogados relinchos.

Después de aquel primer aullido siguió un breve silencio; luego se oyó otro aullido por la parte opuesta del valle, por la selva que Bennie y sus compañeros habían atravesado pocas horas antes.

—¡Se llaman! ¿Cree usted que nos asalten, Back?

—No es improbable, sobre todo si están hidrófobos.

—Pero siempre he oído decir que tienen miedo del fuego.

—Eso es verdad.

—Entonces, podemos permanecer tranquilamente echados.

—¡Eh! ¡Caramba! ¿No oyes?

A lo lejos, desde el extremo meridional del valle, llegaban a oídos de los dos vigilantes aullidos que se aproximaban rápidamente, como si una gran manada de aquellos feroces animales se dirigiera a todo escape hacia el campamento.

—¡Diablo! —exclamó Armando levantándose de un salto—. ¡Diríase que son por lo menos un centenar!

—Y tal vez más.

—¿Qué debemos hacer?

—Por ahora, nada más que atizar el fuego. Cuando llegue la hora del peligro despertaremos a los compañeros.

Hicieron gran provisión de leña seca, echaron varias ramas en cada hoguera, y con las otras formaron una especie de barricada alrededor de la tienda. Ocurriósele luego al mejicano que podían correr peligro las provisiones colgadas para ahumarse, y atándolas sólidamente en sendas cuerdas, colgó los pedazos dentro de la improvisada valla.

Entre tanto continuaban oyéndose cada vez más cerca los aullidos. El viento, que soplaba del Sur, llevaba a los oídos de los dos hombres aquellos gritos de las hambrientas fieras, más agudos o más débiles, cual si los lobos no siguieran una dirección constante y describieran largas curvas por los límites del valle.

De pronto los aullidos se hicieron ensordecedores. La columna enemiga era extensa y se lanzaba como un torbellino contra el campamento. A los pálidos rayos de la luna, que se filtraban a través de tenues vapores, el mejicano y su compañero vieron una masa de puntos negros que corrían con vertiginosa velocidad a través del valle.

—¡Aquí están! —dijo Back con acento ligeramente trémulo—. ¡Los bandidos son muchos y se creen seguros del triunfo!

En aquel instante salió Bennie de la tienda, seguido de Falcone.

—¿Son los lobos? —preguntó el canadiense.

—¡Sí, y muchos! —respondió Armando.

—¿De dónde vienen?

—Del Sur.

—¿De la planicie de San Elias?

—Tal creo.

—¡Van a darnos una mala noche! ¿Están seguros los caballos?

—Están bien atados —contestó Back.

—Hay que retirar la carne.

—Ya está hecho. Todas las provisiones están a salvo.

—¡Muy bien! Sólo nos resta hacer cantar a los fusiles. A los aullidos de esos hambrientos responderemos con los de nuestras escopetas. ¿Vienen por carne? ¡Les daremos plomo! ¡El que tenga cartuchos de perdigones, que no los economice!

Los primeros lobos habían llegado ya. Llevados por el impulso de la carrera, varios de ellos cayeron entre los tizones y se abrasaron las patas, el pecho y el hocico. Los demás se detuvieron enseñando los dientes y echando lumbre por los ojos.

Al ver a los cuatro cazadores fusil en mano, se apresuraron a retroceder, aullando espantosamente, para replegarse al grueso de la manada.

Aquellos sanguinarios salteadores de las praderas eran lo menos ocho docenas. La mayoría lobos grises; pero había bastantes negros, animales no menos peligrosos por su corpulencia y sus instintos feroces.

El fuego los había detenido, pero no vencido.

Comprendiendo lo peligroso de atravesar aquella línea llameante, formaron un vasto círculo en torno del campamento, se sentaron sobre las patas traseras y esperaron a que se apagaran las hogueras para lanzarse vorazmente sobre hombres y caballos.

El aspecto de aquellos noventa o cien carnívoros, vistos a la luz del fuego, era capaz de hacer temblar al hombre más valeroso. No obstante su probado valor, Bennie parecía angustiado y vacilaba en ordenar que se diera principio al fuego, temeroso de que las fieras hidrófobas, en un acceso de furor, saltasen por las hogueras y se atreviesen a hacer irrupción en el campamento.

—¡Cuernos de bisonte! ¡La cosa se ha puesto seria, más seria dé lo que yo me había figurado!

En efecto; no había más que echar una mirada al círculo de los feroces asaltantes, que con la boca abierta y aguzados los dientes, que estaban impacientes por utilizar, seguían con sus fosforescentes ojos hasta los más insignificantes movimientos de los cazadores.

—¿Empezamos el fuego? —preguntó Armando.

—¡No; por cien mil cuernos de antílope! ¡No hay para qué irritarlos!

—Si las hogueras no se apagan, quizá se decidan a irse y dejarnos en paz —indicó el señor Falcone—. Generalmente, de día no atacan.

—Siempre que no tengan mucha hambre.

—Al fuego le temen, ¿verdad?

—Sí; al fuego, sí. Por lo menos, los detiene.

—Tratemos de espantarlos tirándoles tizones ardiendo.

—No me parece malo el consejo, señor Falcone. Pero temo que sólo consiga hacerlos retroceder.

—¡Quién sabe! ¿Probamos?

—¡Sea! —contestó el canadiense.

Dejaron los fusiles, pero siempre al alcance de la mano, y cogiendo tizones, comenzaron a desparramarlos arrojándolos en todas direcciones. Viendo los lobos que les caía encima aquella lluvia de fuego, retrocedieron precipitadamente aullando con furor, pero sin romper el círculo. Lo ensancharon hasta ponerse fuera del alcance de los tizones, y nada más.

—Son más tenaces de lo que yo suponía —dijo el mecánico—. ¡No hay más remedio que emprenderla a tiros!

—Sí; tendremos que abrir el fuego. Tiraremos de dos en dos para no gastar demasiados cartuchos. Tú conmigo, Armando. ¿Estás preparado?

—Sí, y hasta tengo elegido ya el blanco.

A todo esto, había transcurrido bastante tiempo, y los lobos, viendo que cesaba la lluvia de fuego, comenzaban a estrechar de nuevo el círculo. Los dos cazadores abrieron el fuego con cartuchos de perdigones. Cinco o seis animales se revolcaron por el suelo lanzando aullidos de rabia y de dolor. Apenas habían caído, cuando sus compañeros se amontonaron disputándose con saña fiera la carne de sus compañeros.

—¡Fuego al grupo! —gritó entonces Bennie, volviendo a cargar precipitadamente el arma.

Dispararon Back y el mecánico, y casi inmediatamente el canadiense y el italiano.

Horribles aullidos estallaron en el montón. La metralla hacía verdaderos estragos. Otros lobos cayeron y los demás se los comieron casi sin que acabaran de morir, más por los dientes de sus compañeros que por las perdigonadas.

Al ver los cuatro futuros mineros que sus enemigos continuaban amontonados, prosiguieron el fuego, redoblando los estragos y alternando perdigonadas y balazos. Cuatro veces dispararon los cuatro; a la quinta descarga los lobos, comprendiendo al fin que corrían grave peligro, se separaron unos de otros para rehacer otra vez el círculo, y algunos más audaces, saltando sobre una hoguera que comenzaba a apagarse, hicieron irrupción en el campamento.

—¡Cuidado! —gritó Bennie—. ¡Armando, Falcone, continuad vosotros el fuego! ¡Ven, Back!

Cuatro lobos se disponían a arrojarse sobre los caballos. El mejicano, que estaba cerca de ellos, hizo frente a los agresores recibiéndolos a culatazos, y derribó a dos de ellos con el cráneo partido; pero el tercero se le echó encima tratando de hacerle presa en la garganta, mientras el cuarto saltaba sobre los caballos.

El cazador no perdió la cabeza, ni menos los ánimos. Agarró a su agresor por el cuello con ambas manos, después de haber soltado el fusil, y con un esfuerzo poderoso le lanzó patas arriba a una de las hogueras para que se asara.

Los caballos, con las cabezas juntas al percatarse del peligro, principiaron a dar vertiginosamente coces en todas direcciones, y el cuarto lobo cayó también con el cráneo deshecho.

Entre tanto Bennie luchaba con otros tres de los más grandes, pues fueron siete los que pasaron la línea de fuego. El vaquero sacó el revólver de su cinturón y comenzó a tiros con ellos; mató dos, y el tercero se vio obligado a huir medio quemado el morro, pues el canadiense le había dado cuatro golpes con una rama gruesa ardiendo.

Los otros lobos, ya bastante diezmados por las ^descargas precedentes y contenidos por las incesantes perdigonadas de los dos italianos, no siguieron el funesto ejemplo de los siete compañeros, de los cuales sólo vivía uno, con el rabo entre las piernas y aullando.

Al pronto se contentaron con ensanchar el círculo; pero viendo que el fuego no cesaba y que ya eran bastantes los heridos, concluyeron por levantar el sitio y huir con toda franqueza como almas perseguidas por el diablo.

—Creo que es una lección que recordarán por mucho tiempo —dijo Bennie—. ¡Llévese el diantre a todos los lobos de América!

—Hemos hecho en ellos un verdadero destrozo —añadió Armando.

—Entre nosotros y los lobos habremos matado unos treinta.

—Pues no veo más que siete u ocho fuera del campamento.

—Los demás se los comieron sus compañeros. Por eso dije «entre nosotros y ellos». ¡Bueno! Ahora iros a descansar vosotros; Falcone y yo velaremos.

—¿No volverán?

—¡Bah! ¿No oyes? Los aullidos se alejan cada vez más. ¡No hay cuidado!

—Continúan la fuga. ¡Buena guardia, señor Bennie!

—¡Descansa bien, muchacho!

Back y el joven se metieron en la tienda a dormir, y el canadiense y el mecánico se pusieron a desollar los lobos, con objeto de utilizar las pieles como mantas para abrigarse por las noches.

Ningún otro suceso turbó la calma del valle y hombres y caballos descansaron tranquilos hasta las seis de la mañana.

Tras un abundante almuerzo, nuestros amigos continuaron su viaje hacia el Norte para llegar al Yukon, que tenían el propósito de atravesar aguas abajo hasta Dawson en alguna chalupa del fuerte Scelkirk, largo y peligroso viaje a través de territorios desconocidos y surcados de ásperas montañas.

El Yukon debía de ser ya libre para la navegación, pues no había sido muy crudo el invierno, a juzgar por la escasa cantidad de nieve que hallaban a su paso; su plan no podía, pues, ofrecer grandes dificultades.

La distancia que los separaba de aquel río aún era considerable; pero resolvieron no demorar lo más mínimo la llegada, aunque para conseguirlo tuviesen que reventar los caballos, puesto que una vez en el Yukon les serían inútiles los cuadrúpedos, ya que no podían embarcarlos.

Así, haciendo breves altos y llevando a los animales casi siempre al galope, cuatro días después de haber atravesado la última cadena de montañas, casi todas todavía cubiertas de nieve, y muchos bosques de pinos, abetos y abedules, divisaron el gigantesco río que abría paso al formidable caudal de sus aguas entre las altas cumbres.

Ignoraban en qué situación se hallaban. El señor Falcone esperó al mediodía para hacer sus cálculos por medio del sol, y dio a sus compañeros la grata nueva de que sólo distaban ochenta millas del fuerte Scelkirk.

—Si encontramos dónde embarcarnos —dijo—, dentro de tres semanas llegaremos a Dawson, y dentro de cuatro a la orilla del Klondyke.

—¡A recoger el oro a paletadas! —exclamó Bennie entusiasmado—. Si la fortuna nos ayuda, también nosotros podremos ser ricos y comprar a nuestro ex-estanciero sus rebaños. ¿No te parece, Back?

El mejicano echó tres bocanadas de humo, y quitándose de los labios el cigarrillo, contestó gravemente:

—¡Lo que me parece es que si fuese rico enviaría a todos los diablos los rebaños, las praderas, los indios y hasta todos los vaqueros habidos y por haber!

—¿Lo crees así?

—¡Así lo creo, Bennie!

—Pues yo opino lo contrario. El hombre que ha probado la vida libre de las praderas no renuncia a ella tan fácilmente. ¡Vivir para ver!