CAPÍTULO V

EL ELDORADO DE ALASKA

Alaska, región que hasta hace pocos años puede decirse que era casi desconocida, y cuyo solo nombre hace ahora palpitar el corazón de los antiguos mineros de California y de Australia a causa del reciente descubrimiento de sus fabulosos filones áureos, en una de las más inhospitalarias regiones de ambas Américas.

Alaska forma el extremo limite de la del Norte, y solamente se halla separada del continente asiático por un estrecho que hasta las chalupas pequeñas pueden atravesar, y que en invierno, cuando se hiela el mar, puede pasarse a pie:, el estrecho de Bering.

Calcúlase su superficie en 1.300.000 kilómetros cuadrados, con una población muy diseminada, que hace pocos años no pasaba de 50.000 habitantes entre indios, mejicanos y rusos. Sin embargo, hay que decir que en pocos meses se triplicó su población, y en breve será sextuplicada por la continua concurrencia de mineros americanos, ansiosos de meter mano a los tesoros ocultos en la región que bañan el Klondyke y sus pequeños afluentes.

Puede decirse que, hasta primeros del siglo XIX, nadie pensó en ocupar aquellos vastos territorios, ni menos en explorarlos. Los rusos fueron los primeros que lo invadieron con espíritu comercial, por observar que en aquellas regiones abundaba la caza de mórbido pelo. En consecuencia, entraron en tratos con los cazadores de la compañía de la Bahía de Hudson en 1825; establecieron los límites de las vecinas posesiones inglesas, y aquella colonia gozó de paz durante más de un cuarto de siglo.

Construyeron algunos fuertes; uno de los más importantes, el Nulato, a la orilla del Yukon; crearon una importante compañía peletera, con excelentes resultados, pues llegó a exportar anualmente diez mil pieles de foca, doce mil de castor, veinte mil de zorro y mil de nutria.

Sin embargo, en 1867, harto el Gobierno ruso de luchar en aquella lejana posesión con los indómitos Coyucones y con los belicosos Tananas, que atacaban continuamente sus fuertes, cedió el territorio a los Estados Unidos por la mísera suma de treinta y seis millones de pesetas. En realidad, Alaska parecía no valer más, porque la tentativa de colonización no dio fruto.

El clima de Alaska es frigidísimo en invierno; se llega a veces hasta cincuenta grados bajo cero, y, en cambio, es calurosísimo en el verano, por fortuna, muy breve. Sus ríos, helados ocho meses seguidos, hacen en extremo difícil la navegación; sus puertos, con excepción del de Nuevo Arcángel, no pueden utilizarse, y la escasa población no quería soportar el yugo ruso.

Bajo el gobierno de los emperadores yanquis, Alaska mejoró rápidamente. Surgieron como por ensalmo varias ciudades en las riberas del Yukon, y más tarde se fundó una compañía de navegación: la North American Transportation, uniéndose a la Alaska Commercial Company las minas de carbón fósil y ricos veneros descubiertos y explotados.

No tardó en comprobarse que aquel territorio era mucho más rico de lo que habían creído los rusos; varios ríos lo riegan, siendo el más importante el Yukon, con sus grandes afluentes al Norte y al Sur; cuenta con soberbias cadenas de montañas, lagos y lagunas, ricos en peces excelentes, abundante caza y muchas islas habitables, como las del archipiélago aleutiaro, Barahona, Aciagow y las del Príncipe de Gales.

Y por ultimo, se descubrieron riquísimos filones de oro.

Sin embargo, durante muchos años, todavía Alaska permaneció casi desconocida y atrajo escaso número de cazadores y comerciantes. Nadie pensó en descubrir los tesoros que la tierra ocultaba bajo su costra de hielo y arena. La noticia de que entre las arenas del Fraser, en Columbia, se habían descubierto en 1858 ricos veneros de oro, fue la principal fortuna de Alaska.

Treinta mil mineros californianos, estimulados por el afán del lucro e invadidos por la fiebre del oro, se dirigieron a Columbia, poniendo en gran riesgo la prosperidad de San Francisco, capital de California. Comprobada la escasez del oro en aquellas minas, gran parte de los emigrantes regresaron desilusionados a California; pero algunos miles de los más entusiastas continuaron su marcha hacia otras regiones más ricas en yacimientos auríferos.

Avanzando por cortas etapas, explorando persistentemente el terreno para buscar filones del codiciado y precioso metal, aquellos atrevidos aventureros llegaron a internarse en Alaska. ¿Cuánto tiempo emplearon en llegar a las riberas del Yukon? ¿Cuántos de ellos consiguieron pisar aquel suelo encubridor del oro apetecido? ¿Cuántos dejaron los huesos, después de ser devorada su carne por los lobos, en aquella tierra desolada, cubierta de nieve o hielo la mayor parte del año?

Se ignora; pero los pocos que pudieron llegar a los afluentes septentrionales del gran río alasquino, se entusiasmaron con el descubrimiento de aquel Eldorado, que durante tantos años habían estado buscando tan pacientemente.

Parece que la primera mina trabajada fue la que se llamó Cassiar Bar, situada en una región desoladísima, en el curso superior del Yukon y entre montañas casi inaccesibles. No se necesitaban menos de seis meses para que un correo llegase a aquel remoto lugar.

Los primeros mineros se libraron bien de propalar el descubrimiento para no atraer concurrencia; pero hacia el año 1885 comenzó a trascender la noticia. Se sabía que los mineros ganaban quinientas o seiscientas libras diarias, y que las arenas auríferas del río Stewart daban mayor rendimiento aún. A pesar de todo, rarísimos aventureros se atrevieron a acudir allá, a causa de la dificultad con que tenía que hacerse el viaje, la falta casi absoluta de comunicaciones, de los ríos, de los riesgos que se corrían y los enormes gastos que exigía la temeraria empresa.

No obstante, en 1872 comenzaron a propalarse otras noticias más precisas: decíase que se habían descubierto filones de fabulosa riqueza en las riberas del Klondyke, y que en un solo plato de arena aurífera habían hallado algunos mineros 15 pepitas de oro puro.

Tales noticias decidieron a los más reacios, y la inmigración principió: primero, lenta; luego, más animada. Aventureros de todas clases acudieron de las posesiones inglesas y de los Estados de la Unión, recorriendo el Yukon hasta Dawson, y lanzándose animosamente a través de aquellos desiertos nevados, mientras los cazadores canadienses recorrían las orillas del Mackenzie y del lago de los Esclavos.

Muchos, agobiados por las privaciones y fatigas, perdieron miserablemente la vida y sus cadáveres fueron pasto de los lobos; pero los más fuertes o los más afortunados llegaron a la suspirada meta.

El oro abundaba en los afluentes del Yukon, quizá más que en los famosos terrenos de California. Se hicieron fortunas rápidas y enormes, fabulosas y, aún más que en las minas, en las casas de juego, entre puñaladas y tiros de revólver.

Los yanquis, que son muy prácticos, fundaron pronto una ciudad entre los pantanos del Yukon y del Klondyke, a la cual pusieron el nombre de Dawson, abriendo fondas y casas de bebidas en gran número, así como garitos, generalmente en chozas divididas en compartimientos. El exterior, dedicado a almacenes de ropas hechas, armas, etc., y la trastienda, a la sala de juego. Tampoco tardaron mucho en publicar un periódico: The Klondyke News (Las Noticias de Klondyke); pero tuvo corta vida, porque redactores y tipógrafos prefirieron sustituir el manejo de la pluma de acero y de los tipos de plomo por las palas y picos de los mineros para extraer oro de los filones.

A fines del año 1876 se habían extraído más de ochocientos millones de kilogramos de oro, y en 1897 se elevaban a más de cien. No se detuvo la producción en esta cifra. Otros filones se han descubierto aún más ricos, y otros síguense descubriendo hacia el Sur, en los valles de San Elias.

Parece que los mayores deben de hallarse en las estribaciones de la gigantesca sierra, pues las largas y amplias vetas del Norte atestiguan que el oro proviene del Sur, de venas cuarzosas separadas de los hielos, disgregadas en los torrentes y transportadas debajo del agua.

Los sabios que han estudiado esas regiones están convencidos de que el San Elias oculta muchos más tesoros que el Klondyke, y lo mismo opinan los mineros, llegando a afirmar que han de hallarse allí rocas enteras del precioso metal. ¿Será cierto? El tiempo lo dirá, y quizá muy pronto.

Falcone y sus compañeros habían establecido su campamento en el extremo de un valle aún medio cubierto de nieve y donde abundaban altísimos pinos, abetos, alerces y abedules. A breve distancia corría un arroyuelo cristalino que de trecho en trecho formaba anchos remansos, que debían de ser excelentes viveros de exquisitos peces y aves acuáticas.

De las provisiones sólo les quedaban a los viajeros algunas libras de harina, un saco con dos libras escasas de tasajo indio, que los yanquis llaman pemmican, celosamente conservado, y un poco de té con poquísimo azúcar. Todo lo demás se había agotado en la ruda y larga travesía de la montaña.

—Armando, amiguito —dijo Bennie después de tomarse una taza de té bien caliente—, si no renovamos nuestras provisiones, dentro de pocos días tendremos que ponernos a dieta.

—Paréceme que en este valle no abunda mucho la caza, señor Bennie. No se ve ni un ave.

—¿Acaso te figuras que va a venir la caza a meterse motu proprio en la cazuela?

—No pido tanto; pero me parece que este lugar no es propio para la caza.

—¡Bah! Dado el caso que no encontráramos animales de pelo y pluma, siempre nos quedaría el recurso de los remansos. Creo que no harás ascos a una buena trucha.

—¡Naturalmente que no!

—Bueno; pues vamos primero de pesca.

—Yo también os acompaño —dijo Falcone.

—Para cuidar el campamento basta con Back.

—Venga, pues.

—¿Y cómo pescaremos? —preguntó Armando.

—Haremos harpones de nuestros cuchillos —respondió el canadiense—. Los peces son grandes y no será difícil herirlos. Con mi cuchillo atado a un bastón he pescado muchas truchas, salmones y sollos en el lago de los Esclavos, en el Búfalo y en el Fraser.

—¡Vamos, pues!

Dejando encomendada la vigilancia a Back, cuya primera providencia fue trabar los caballos para que no pudieran alejarse mucho, se dirigieron hacia uno de los remansos más extensos, especie de lago que medía más de media milla de circuito. Una hora después habían llegado.

Prometíanselas muy felices, y ya Bennie se disponía a cortar unos bambúes para arreglar los arpones, cuando le llamó la atención un objeto negruzco que se movía al extremo de una pequeña ensenada.

—¡Oh, oh! —exclamó—. ¿Qué hay allí?

—Me parece una canoa —dijo el mecánico después de un instante de observación.

—¡Vamos a verlo! —replicó Bennie—. ¡Si en realidad es una barca, les prometo una hermosa pesca!

Llegáronse a la caleta, medio oculta por sauces y abedules, y vieron que no se había engañado Falcone.

Atada con una correa se hallaba una canoa india en muy buen estado y bastante capaz para llevarlos a todos. Aquellos barquichuelos, que los indios construyen con gran habilidad y con excelentes maderas que encuentran en las riberas de sus ríos y de sus lagos, como es costumbre entre los indígenas americanos, se componen de un sólido casco de sauce, cubierto de anchos pedazos de corteza de abedul unidos con sutilísimas raíces de abeto calafateadas con resina. Ordinariamente, tienen diez pies de largo; pero las hay de dieciséis, y éstas pueden embarcar cómodamente a tres personas. A pesar de su extremada ligereza, pueden afrontar las más rápidas corrientes, y aun las olas, sin peligro de romperse o de zozobrar.

La canoa descubierta por nuestros amigos tenía a bordo dos ligeros arpones, provisión de resina y un par de remos cortos con las palas bastante anchas.

—Vamos a hacer una excursión por el lago —dijo el canadiense—, y de paso pescaremos truchas.

—Creo que no hay necesidad —replicó Falcone, que había visto algunos puntos salientes en la superficie del agua a unos quinientos metros del río—. O mucho me equivoco, o los indios han preparado ya la pesca.

—Cierto —afirmó Bennie después de observar las pértigas—. ¡Vamos a ver lo que ha caído!

Entraron en la canoa. Armando se puso a proa, su tío a popa para guardar el equilibrio, y el vaquero en el centro empuñando los remos. Empujado con vigor, el ligero barquichuelo surcó las aguas meciéndose graciosamente, salió de la ensenada y se dirigió con rapidez hacia las redes.

El joven italiano observaba con atención las cristalinas aguas para ver si abundaban los peces, y muy pronto tuvo que convencerse de que aquel remanso estaba pobladísimo. Peces de todas clases, en su mayoría grandes, unos negros, otros blancos y argentíferos, de reflejos azulados otros, escondíanse entre las plantas del fondo. Eran tantos, que una red se hubiera llenado inmediatamente. Bennie miraba también e iba designándolos.

—Esas son nalinas. ¡Buena carne para los perros! ¡Hola! ¡Eso es otra cosa! ¡Truchas blancas! ¡Excelentes! ¡Crines de caballo! Medianos. ¡Barbos! ¡Exquisitos! ¡Sollos! ¡Muy buenos!

Imprimiendo a la canoa mayor velocidad, acercáronse a las costas indias.

Los Coyucones y los Tananas desconocen el uso de las redes, pero han encontrado el medio de apoderarse de los peces, que tanto abundan en sus territorios, por medio de cestas en forma de embudo hechas con mimbres delgadísimos. Cuando empieza el invierno plantan palos en los ríos, arroyos y lagos, sujetan a ellos los embudos y esperan los hielos. Como mantienen abierta la entrada, los peces, deslumbrados por la débil luz de los témpanos de hielo, se meten en los cestos y muchísimos quedan prisioneros.

Bennie, que conocía el sistema, se apresuró a sacar los cestos, creyéndolos llenos de peces; pero, con gran asombro, sólo halló entre los tres, cuatro grandes sollos con un peso total de unos quince o veinte kilogramos.

—¡Los bribones han devorado a todos los otros! —exclamó.

En aquel momento oyóse en los aires un largo silbido y vieron caer en el lago un hermoso cisne de blanquísimas plumas a distancia de unos trescientos metros de la canoa.

—¡Anda con él, Armando! ¡Esa ave vale más que estos peces!

El joven se echó el fusil a la cara y apuntó; pero se quedó estupefacto al ver al cisne que agitaba desesperadamente las alas como si quisiera tender de nuevo el vuelo y no pudiese.

—¿Qué es eso? ¡Parece que el pobre cisne lucha con algo!

—Se habrá enredado entre las plantas acuáticas —dijo el mecánico.

—¡No, no! Lo que me parece es que ha hecho presa en él algún habitante del lago. ¿No ve usted que tiene sumergida la cabeza y no puede sacarla?

—Supongo que no habrá cocodrilos por aquí —dijo Armando.

—¡No, muchacho; no tengas cuidado!

—¡Ya creo que adiviné lo que es! —dijo Falcone, que seguía mirando atentamente.

—Expliqúese, tío.

—Aquel cisne ha debido ser apresado por un sollo.

—¡Por favor, tío!

—¿No lo crees?

—¡Un sollo apresar a un cisne!

—¿Te asombra?

—¡Me parece absurdo!

—Bennie, amigo mío, ¿quiere usted que nos acerquemos a ver qué le pasa al cisne?

El canadiense asintió y comenzó a remar vigorosamente, mientras el pobre cisne continuaba haciendo desesperados esfuerzos para librar la cabeza y sacarla fuera del agua. Agitaba furiosamente sus largas y fuertes alas, alzando montecillos de espuma, pero sin lograr libertarse. A oídos de los tres hombres llegaron claramente silbidos ahogados y una serie de extraños sonidos que parecían como de trompeta.

De pronto el pobre cisne, vencido por aquel invisible enemigo, extendió por última vez las alas, erizáronse sus hermosas plumas, y se abandonó sobre el agua, sin vida.

—¡Está muerto! —dijo Armando.

Temiendo Bennie que el vencedor le sumergiese, con cuatro vigorosos golpes de remos se acercó al flotante cuerpo del cisne, que agarró inmediatamente el señor Falcone, trasladándolo a bordo.

Pero no solo. Un enorme sollo salió con el ave, pues, como había adivinado el mecánico, el escualo de agua dulce hizo presa en la cabeza del bípedo, creyendo que iba a engullírselo como si fuese un pez de dos libras. Naturalmente, no había logrado tragárselo; pero sí consiguió ahogarlo. Y el glotón, en justo castigo, habíase ahogado a su vez después de tragarse con gran trabajo la cabeza de su víctima, quedando unido a ella.

Era un sollo de los más grandes, con boca enorme provista de muchos y fuertes dientes, y un peso que no bajaría de ocho kilogramos.

—A quien le contasen que uno de estos peces ha sido sorprendido y pescado mientras se tragaba un cisne que había cazado, se reiría en las narices del cuentista —dijo Armando, cada vez más asombrado.

—Los que conozcan la voracidad de los sollos no mostrarán gran sorpresa —le replicó su tío—. Este caso no es único, ni mucho menos.

—¿Tan audaces son estos peces?

—Son los más batalladores y los más voraces de los peces de agua dulce, y no sin razón los llaman «lobos acuáticos». No puedes imaginarte, Armando, los estragos que hacen. Como ves, no son grandes; pero se arrojan contra toda clase de habitantes de los ríos y lagos con valor inaudito, y casi siempre salen vencedores. A veces, se han atrevido a luchar hasta con perros.

—¡Parece imposible!

—También con las nutrias sostienen terribles combates. Se cuenta que cierto día, al ver un sollo que una nutria se apoderaba de una carpa, se precipitó para arrebatarle su presa y sostuvo una terrible lucha, que terminó con su victoria.

—Deben de hacer verdaderos estragos en sus dominios.

—¡Ya lo creo! Un señor, Cholmondelay, propietario de un rico vivero, tuvo la mala idea de echar a él un sollo de unas treinta libras para que engordase un poco. Al cabo de un año el glotón había destruido todos los habitantes del vivero, sin otra excepción que una gran carpa; pero aun ésta hallábase en pésimo estado, cubierta de heridas que le produjo el sollo en las varias luchas que había sostenido.

—¡Qué barbaridad, tío! ¡Vaya unos glotones!

—Calcula, sobrino, que cada dos días consumen alimento algo mayor que su propio peso.

—Entonces crecerán rápidamente.

—¡De un modo prodigioso; más que ningún otro pez!

—Dígame, tío: ¿es verdad que en el cuerpo de los sollos se han encontrado objetos preciosos?

—Ciertísimo. En Inglaterra pescaron uno de diez kilogramos de peso, y en su vientre hallaron un reloj de bolsillo con una cadenita colgante y dos sellos unidos a ella.

—¿Y cómo pudo engullir esas alhajas?

—Debió de comérselas adheridas a algún pedazo de carne del propietario del reloj, un pobre mozo que se ahogó pocos días antes. En algunos de estos peces se han hallado dedos humanos con anillos, y hasta pedazos de plomo de redes pescadoras. Parece que los sollos, por causas no bien explicadas aún, engullen de propósito objetos pesados que ya no pueden expeler y que conservan en su cuerpo.

Mientras tío y sobrino charlaban, Bennie no había cesado de remar, llevando la canoa hacia la playa, pues por lo pronto creía suficiente las presas que lograron reunir casi sin trabajo alguno.

Una vez en la ensenada, ataron la barca como la habían encontrado y se dirigieron hacia el campamento, saboreando de antemano la buena comida que pensaban hacer.

A fin de abreviar el camino, ocurrióseles atravesar un pinar que describía una gran curva, extendiéndose casi a todo lo largo del valle, y de pronto vieron venir hacia ellos precipitadamente cinco enormes lobos grises.

Armando iba a emprenderla a culatazos con ellos, creyendo ponerles fácilmente en fuga cuando vio a Bennie retroceder y apoyarse en el tronco de un árbol, como para evitar ser atacado por la espalda, al mismo tiempo que gritaba a los italianos:

—¡Cuidado! ¡Imitadme! ¡Esos lobos están hidrófobos!