CAPÍTULO IV

UN HECHICERO AMETRALLADO

Desaparecido el último rayo de sol, la selva tornóse de pronto tenebrosa, hasta el punto de que no se podía distinguir el tronco de un árbol a diez pasos de distancia. Al profundo silencio que había reinado durante el día sucediéronle rumores, primero indistintos, luego más precisos, más agudos. Aullidos siniestros, casi lamentos, oíanse de vez en cuando en lontananza, lanzados por una cuadrilla de lobos que iban de caza; otras veces rompían el silencio gritos y silbidos bastante fuertes, que aumentaban con rapidez y que parecían provenir de lo alto. Debían de ser aves que se dirigían al lago: cornejas, ánades, cisnes, etc.

Acá y allá las hierbas se agitaban rumorosamente, como si las estrujase a su paso algún animal grande. Armando oía resoplidos, bufidos, mugidos y relinchos ahogados, y entreveía confusamente tal o cual sombra, que rápidamente se esfumaba en el horizonte después de pasar ante sus ojos como una exhalación.

A caballo en la rama, con la escopeta en la mano y el cuchillo en la cintura, el joven escuchaba sin moverse todos aquellos imponente rumores, siempre con la esperanza de oír algún disparo que le indicase la aproximación de sus compañeros. Indudablemente le buscaban; pero ¿por dónde? No era tarea fácil hallarle en aquella inmensa selva.

«Quizá me haya alejado bastante hacia el Sur creyendo ir hacia el Norte —murmuró el desgraciado—. ¡Cuántas angustias pasarán mi tío y Bennie! ¡Tal vez me crean devorado por algún oso gris!».

Hallábase en tal punto de sus reflexiones, cuando a pocos pasos del arce que le sostenía vio un bulto grande. No sabiendo qué podía ser, contuvo la respiración y se encorvó para tratar de distinguir mejor aquella masa.

«¡Diríase que es un caballo o un mulo! —pensó—. ¿Qué puede ser?…».

El bulto se había parado bajo la copa del arce y parecía pastar. Oíanse crujir las hojas secas, como trituradas con los dientes, y el ruido producido al apartar las ramas, como para descubrir la hierba que crecía entre las plantas. No había error posible: un animal pastaba al pie de Armando, impulsado por la curiosidad, el joven se aventuró sobre una rama, sospechando por un momento que podía ser uno de los caballos que habían dejado sueltos a la orilla del lago y cerca del campamento. Estaba observándolo, cuando de pronto la rama crujió, y antes de que tuviera tiempo de evitarlo se sintió precipitado en el vacío.

Creía que iba a caer al suelo, pero con gran sorpresa suya se encontró montado sobre un lomo robusto que no flaqueó lo más mínimo bajo su peso. Instintivamente alargó una mano, la única que tenía libre, pues no había soltado la escopeta, y tocó una larga y espesa crin, a la cual se agarró desesperadamente. Sólo entonces comprendió que había caído sobre el animal que pastaba al lado del arce que le cobijaba.

Antes de darse cuenta de lo que le había sucedido, sintióse transportado en vertiginosa carrera a través de la selva. Espantado el animal al sentir un peso en el lomo, que quizá tomó por un carcajú u otra fiera semejante, diose a una fuga infernal, saltando sobre los troncos de los árboles caídos y atropellándolo todo entre los matorrales.

Aunque todavía aturdido por la aventura, el italiano se guardaba muy bien de soltarse para no estrellarse contra cualquier tronco de árbol al ser despedido bruscamente de su cabalgadura. A alguna parte le transportaría el animal con aquella carrera loca; quizá le sacase de la maldita selva.

De todos modos, su situación no tenía nada de cómoda; el animal corría frenético, sin dirección fija, sin curarse del que llevaba encima y pasando como una flecha por entre los árboles, saltando obstáculos y precipitándose en los estanques que hallaba al paso, cual si tratase de recobrar nuevas energías con aquellos baños.

Armando llevaba el rostro arañado por las ramas; se encorvó sobre la crin, temiendo de otro modo romperse la cabeza con algún obstáculo imprevisto, espantándole la idea de una caída, que hubiera sido mortal, dada la velocidad suma con que era transportado. Agarrábase, pues, como un náufrago a la crin y apretaba las piernas al fobusto lomo para resistir mejor aquellos desordenados vaivenes. Un jinete poco diestro no habría podido resistir semejante ajetreo, aquella serie de violentas sacudidas.

Poco a poco el pobre animal perdía su primitiva velocidad, latían sus flancos, respiraba roncamente, su carrera hacíase cada vez menos rápida y sus piernas negábanse ya a saltar los cien mil obstáculos que se oponían a su paso.

«¡Preparémonos a dar una voltereta! —pensó el joven tranquilamente—. ¡Este endemoniado animal va a caer reventado de un momento a otro!».

Entonces se dio cuenta de que la vegetación se hacía cada vez menos espesa y que tendía a disiparse la profunda oscuridad que le rodeaba. Un relámpago de esperanza iluminó su rostro.

«¿Habré atravesado la selva? —se dijo—. ¡Animo, mi bravo corcel! ¡Un esfuerzo más y te dejaré libre! ¡Vamos a ver en qué clase de animal he caído!».

Los árboles se distanciaban ya más unos de otros y las espesuras desaparecían, al mismo tiempo que comenzaba a allanarse el terreno. Sin duda, la llanura no estaba lejos. Con otro esfuerzo el animal salió al cabo de aquel caos de troncos gigantescos y se lanzó por una verdosa pradera pálidamente iluminada por la argentina luz de la luna en cuarto menguante. Entonces pudo Armando darse cuenta de la clase de cabalgadura que lo llevaba.

Como se había imaginado, se trataba de un alce grande, animal parecido al ciervo, pero tan corpulento como un caballo y de formas muy parecidas a las de éste, pero con la cabeza adornada de un par de astas semejantes a palas y con profundas recortaduras en los bordes, una crin corta que le pende hasta debajo de la gruesa cabeza, cuello corto y pelo áspero de color gris oscuro. Los antas o alces tienen robustas patas terminadas por pezuñas, patas nerviosas y secas como de caballo de carrera.

El pobre animal, cada vez más espantado, ignorando qué clase de fiera llevaba a cuestas, viéndose en la pradera, reunió todas sus fuerzas y se lanzó decididamente adelante, subiendo y bajando la cabeza y dando cornadas al aire.

Armando, que ya no temía caer sobre aquel tupido y mullido césped, ni romperse la cabeza contra alguna rama, irguióse, y, acariciando con la mano la cabeza del asustado animal, exclamó:

—¡Adelante, adelante! ¡Galopa! ¡Luego descansarás tranquilamente y hasta te haré merced de la vida!

El alce no necesitaba que le animasen. Continuaba corriendo, no en línea recta, sino haciendo continuos zigzags e intentando de vez en cuando, por medio de bruscas sacudidas y saltos imprevistos, librarse de su importuno jinete.

Vio un grupo de árboles y dirigióse hacia él, acaso esperando hallar próxima alguna laguna o estanque donde precipitarse y ver si se desembarazaba de su carga, pues los alces son habilísimos nadadores. En pocos momentos llegó cerca del bosquecillo; pero en vez de lanzarse en él dio una vuelta tan rápida, que sin pensarlo se libró del jinete, enviándolo por los aires.

—¡Cuernos de bi…! —tuvo apenas tiempo de exclamar el joven.

Lanzado como una bala de su cabalgadura, dio dos vueltas en el aire y, por fortuna, cayó sobre unas matas que aminoraron el golpe como si hubiera sido un colchón. Al caer oyó una gritería atronadora, y al levantarse vio que varias formas humanas salían del bosquecillo. Mientras tanto, el alce se había encabritado, girando sobre sus patas traseras y caído al suelo agitando los cuatro remos.

—¡Indeseables! —gritó Armando al ponerse en pie—. ¿Quién asesina a mi cabalgadura?

Empuñó la escopeta, que se le había escapado de la mano al caer, y se acercó precipitadamente al alce, que estaba agonizando, clavada en el pecho una especie de azagaya.

Cinco hombres habían salido del bosquecillo blandiendo amenazadoramente lanzas y hachas. Al ver al italiano se detuvieron, mirándole con estupor y acaso con desconfianza. Debían de ser indios de la tribu de los Tananas, a juzgar por sus tatuajes y extraña vestimenta.

Todos ellos eran de estatura más bien baja que mediana, de constitución robusta, cabeza grande y gruesa, cuello corto y recio, amplio pecho y anchos hombros. Llevaban el rostro pintado con colores vivos: rojo, amarillo y azul turquí; el cabello largo, negro y lanudo, con muchos adornos de plumas de gallos de la montaña y de halcones pescadores, y colgado de los perforados cartílagos de la nariz, a modo de pendiente, llevaban una ramita pintarrajeada o un huesecillo, lo que contribuía a darles un aspecto nada pacífico.

Su vestimenta consistía en una casaca sin mangas, de piel de reno, adornada con franjas de pelos animales, perlas y plumas de garza, unos calzones anchos de piel pintada y toscos zapatones de piel de foca. A la cintura llevaban todos el saquete indio, una bolsa larga terminada en un mechón de pelos y que, por lo general, contiene la pipa, el eslabón y la yesca, un puñal y los amuletos.

Uno de los indios, jefe o hechicero al parecer, llevaba, además, un manto hecho con la piel de un oso blanco, con adornos de dientes de lobo y de glotón; del cuello le pendía una lata muy reluciente, que debía de haber conservado sardinas o pimientos morrones.

Los cinco hombres permanecieron silenciosos algunos instantes mirando curiosamente a Armando. Este, por su parte, desconfiando de ellos, se había atrincherado tras el cadáver del alce, empuñando el fusil y manteniéndose a la defensiva para repeler un probable ataque.

El jefe, hechicero, o lo que fuese de aquella partida, satisfecha su curiosidad, dio dos pasos adelante y, blandiendo amenazadoramente su pesada hacha, dirigió al extranjero varias palabras que el italiano no entendió, Pero por el gesto y los ademanes le pareció que le exigían algo. Entonces dijo en inglés:

—¡Haga el favor de explicarse mejor, porque no le entendí una sola palabra!

El indio exhaló un ¡ah! prolongado y se apresuró a responder en la misma lengua, pero destrozando despiadadamente las palabras:

—¡Que el piel blanca se vaya en seguida de aquí!

—¡Despacio, despacio! —replicó Armando—. El alce es mío, yo no quiero dejarlo sin comerme un buen trozo de su carne asada. ¡Tengo demasiada hambre para irme sin probarlo!

—¡Repito al rostro pálido que se vaya! —gritó el rojo con ademán amenazador.

—¡Y yo repito al piel roja que no me da la gana!

—¿Se burla el blanco de mí?

—¡Un poco!

—¿Entonces el rostro pálido no conoce a Koctcha-Kutchin?

—¡No lo conozco!

—¿Ni tampoco a Tatanckok, el hechicero de los Tananas?

—¡Tampoco; ni me importa de ellos! ¡Digo que tengo hambre, que el alce me pertenece y que quiero comer! —repuso Armando con tono decisivo.

—¡La paciencia no es la virtud de Koctcha-Kutchin!

—¡Ni tampoco la de Armando Falcone!

—¡He sido yo quien maté con mi lanza ese alce, y le tendré!

—¡El alce iba montado por mí y no tenía el derecho de matarle!

—¡El alce no es un caballo; es un animal libre de la selva, y pertenece a quien lo mata! ¡Váyase, pues, el rostro pálido si quiere conservar la vida!

—¡Repito que tengo hambre y que quiero comer!

—¡Los Tananas no tienen posada para mantener a los blancos!

—¡Pues bien; ven a apoderarte de él si te atreves!

Y el joven se echó la carabina a la cara. Ante aquella amenaza el indio titubeó. Indudablemente conocía las armas de fuego. Luego exclamó con énfasis:

—¡Puesto que el rostro pálido ha tenido la audacia de amenazarme a mí, el hechicero de la tribu de los belicosos e invencibles Tananas, me dará esa arma!

—¿Quieres también el cuchillo?

—También.

—¡Farsante! ¡No te tengo miedo!

—¡Lo veremos!

Sin cuidarse de llamar en su ayuda a sus compañeros, el hechicero levantó el hacha y se lanzó impetuosamente contra el joven, creyendo vencerle fácilmente. Armando le apuntó al pecho con la escopeta y gritó:

—¡Detente o te mato!

Por toda respuesta, el hechicero le asestó un hachazo tremendo que hubiera rajado una roca, mientras los otros indios preparábanse a atacarle con sus lanzas.

Un momento de vacilación y el italiano estaba perdido. Por fortuna, no se aturdió. Dando un salto evitó el golpe mortal y en seguida hizo fuego. El hechicero, herido en pleno pecho por la perdigonada, dejó caer el hacha, exhaló un aullido de dolor, se llevó las manos al pecho como si quisiera contener la sangre que le brotaba de la herida y luego se dio a la fuga, emprendiendo a través de la pradera una carrera loca, seguido de toda su gente.

Armando, por su parte, emprendió la fuga en dirección opuesta, abandonando el alce, causa primordial de la cuestión. Ya había recorrido quinientos o seiscientos metros, cuando hacia la margen de la selva sonaron algunos disparos.

Creyó que se trataba de nuevos enemigos y se volvió en aquella dirección resuelto a quemar su último cartucho. Un grito de júbilo irrefrenable brotó de sus labios. Bennie y Falcone se le acercaban a todo galope.

—¡Eh, Armando! —le gritó su tío—. ¿De dónde diablos sales?

—¡Tío! —exclamó el joven corriendo a su encuentro.

—¡Cuernos de bisonte! —dijo Bennie—. ¡Hace dos horas que andamos buscándote por la selva!

—¡Y yo quince! —contestó Armando.

—¡Cien mil cuernos de bisonte! ¿Dónde has estado?

—Me extravié, señor Bennie.

—¿En la selva?

—Sí.

—¡Me lo figuré!

—¡Me alegro mucho de verle, señor Bennie! ¿Logró usted matar a aquel condenado, gamo?

—Ayer nos comimos una parte de su carne, que es excelente.

—¡Espero comer un buen pedazo, pues me muero de hambre!

—¡Pobre Armando! —dijo el mecánico—. ¡Qué mala noche habrás pasado!

—No mala, tío; pero poco le faltó para que me matasen.

—¿Quiénes?

—Los indios.

—¡Cuernos de búfalo! —gritó Bennie—. Esa detonación que hemos oído poco ha, ¿la has disparado contra los indios?

—Sí, Bennie.

—¿Abatiste a alguno?

—Me temo que sí.

—¡Demonios! ¡Cuéntanos el caso, muchacho!

Armando relató en pocas palabras cuanto le había ocurrido durante la noche anterior. Al acabar, vio que el canadiense hacía una mueca.

—¡Diablo! —exclamó—. ¿Has herido o muerto al hechicero de los Tananas? El caso puede tener tristes consecuencias.

—¿Lo cree usted así? —preguntó el mecánico.

—Indudablemente. Los Tananas son valientes y vengativos. No dejarán impune la muerte de su hechicero.

—¡Es que quería matarme!

—¡Sí, sí; has tenido razón! ¡Has obrado en legítima defensa; no digo que no! Yo habría hecho lo mismo, y quizá más; pero no por eso dejo de reconocer… En fin, os confesaré que me inquieta el hecho; tanto más, cuanto que muy en breve tendremos que atravesar el territorio de los Tananas.

Tío y sobrino callaron. El bravo cazador, después de una corta pausa, se encogió de hombros y añadió:

—¡Sea lo que Dios quiera! ¡Bah! Si vienen a importunarnos, nos los quitaremos de encima a tiros y nos libraremos de ellos como nos libramos de los Panzudos. Vamos a cortar un buen trozo de alce, pues no tardarán los lobos en acudir a devorarlo.

Se acercaron al alce y cortaron varios kilogramos de carne, que es muy sabrosa y exquisita, mucho mejor que la dé reno, no olvidando el hocico, que es el bocado más delicado de ese animal, y se alejaron a galope. Armando iba a la grupa de Bennie, por ser el caballo de éste el más robusto y vigoroso de los dos.

El regreso se efectuó felizmente y sin incidente alguno. Una hora después Armando probaba el moose, que le pareció excelente, bien que con el hambre que llevaba hubiera declarado exquisita cualquier otra carne menos delicada.

Inmediatamente hicieron los preparativos de marcha. No querían prolongar su estancia allí por temor a que volvieran los Tananas. En consecuencia, cargaron las cajas, empaquetaron las provisiones, sin dejar el cisne, que Bennie no había olvidado, y continuaron su marcha en dirección al Noroeste, pues querían pasar a Alaska por esa soberbia sierra, que cuenta entre sus gigantescos picos el de San Elias, el Cook, el Vancouver, el Fairweather y otros menos renombrados.

La nueva vía elegida por el canadiense los ponía fuera del alcance o de la persecución probable de los vengativos Tananas; pero, en cambio era más ruda y difícil, pues tenían que atravesar la gigantesca sierra que forma, por decirlo así, el nervio principal de las Montañas Rocosas.

No tardaron en encontrar dificultades. Aquella región se hacía excesivamente bravía y salvaje, quebradísimo el suelo, surcado de abismos espantosos, de interminables desfiladeros, de rocas colosales y escarpadas que los caballos apenas podían escalar. Una semana entera perdieron en aquellas estribaciones; semana larga como un mes y penosísima.

Más de cien veces los futuros mineros se vieron obligados a descargar los caballos y llevarlos de la brida, guiándolos uno por uno a través de los pasos difíciles, levantándolos en alto, casi llevándolos. Así y todo, perdieron uno de ellos, que cayó a un abismo.

¡Pero, qué incomparable panorama! Aquellos picos enormes, el San Elias, el más alto de la América del Norte, escalado solamente por el joven duque de los Abruzzos después de innumerables fatigas, y alto de 5520 metros; el Cook, cuya altura es de 4900, y el Fairweather, de 4700, ofrecen espectáculos imposibles de describir.

Sus inmaculadas cimas cubiertas de nieve perpetuas parecen tocar al cielo.

Al octavo día, derrengados, casi sin provisiones y con los caballos cansadísimos, acamparon en los confines de la antigua América rusa, en la región de las fabulosas minas de oro.