A LA CAZA DE «COMEDORES DE MADERA»
Cuatro largos días transcurrieron sin que los futuros mineros de Alaska pudieran asomar la cabeza fuera de la caverna a causa de los turbiones de nieve que caían sin cesar.
Un viento furioso, irresistible y excesivamente frío soplaba incesantemente con tremendos rugidos, precipitando desde los altos picos aludes de nieve que rodaban al abismo, arrastrando cuanto hallaban a su paso. Durante aquel tiempo nuestros amigos mantuvieron siempre encendida la hoguera, pues habían tenido la precaución de proveerse de abundante leña.
Al quinto día, calmada la tormenta, abandonaron aquel refugio para dirigirse a la región de los lagos y llegar lo más pronto posible a la frontera de Alaska.
La copiosa nevada de los días anteriores, unida a la que el viento derribó de las altas cumbres, dificultaba en gran manera su marcha por las altas planicies. Varias veces se vieron obligados a abrir las cajas y sacar picos y azadones para romper el hielo que les estorbaba el paso, o picarlo para que sin riesgo pudieran pisarlo los caballos. Así, para avanzar quinientos o seiscientos metros necesitaron toda una jornada. Por fin desembocaron en un vasto valle que se extendía en dirección Noroeste, y que probablemente los llevaría a la región de los lagos de Lewes.
El 24 de mayo, después de una marcha rapidísima y muy ruda por entre bosques de pinos, abetos negros y abedules, llegaron por fin al río Lewes, formado por los lagos grandes, y que después de tortuoso curso desembocaba en el Pelly, cerca del fuerte Scelkirk.
Como habían consumido casi todas sus provisiones, pasaron a la orilla meridional, creyendo que en aquellas inmediaciones hallarían caza abundante, pues estaba en la mejor estación para ello.
—Encontraremos castores, renos, gamos y aves abundantes y de variadas especies —dijo Bennie.
—¿Y osos? —preguntó Armando.
—Tampoco faltan por aquí.
—Pues vamos a cazar mientras Back y mi tío arman la tienda y preparan la comida.
—Que probablemente se comerán ellos solos, pues nosotros comeremos en el lugar de la caza.
—Cierto, pues no podemos asegurar cuándo volveremos.
Recomendaron al mecánico y al mejicano que vigilaran bien, ya que se hallaban en una región que recorrían en todas direcciones tribus indias de pésima fama, montaron a caballo y se alejaron costeando el lago, que tenía considerable longitud, quizá treinta y cinco o cuarenta millas, pero cuya anchura era escasamente de doce.
Sus orillas estaban cubiertas de vegetación relativamente densa, abundando en ella los sauces, que encorvaban sus ramas hacia el agua; los alerces, abetos negros, pinos blancos y otros árboles corpulentos y altísimos, sin contar rosales y espinos y multitud de plantas que formaban matorrales espesísimos.
Después de galopar una media docena de kilómetros, Bennie se detuvo junto a un bosquecillo de gigantescos pinos y abetos. Allí el lago describía una curva bastante pronunciada, formando una especie de bahía cubierta de plantas palustres, lugar preferido de las aves acuáticas, y sobre todo de los cisnes. Ataron los caballos a un alerce, fueron acercándose con precaución a la orilla y se ocultaron entre los matorrales.
—No deben de faltar cisnes —dijo el vaquero mirando por entre las cañas—. Son aves que bien merecen unos tiritos, aunque su carne no sea tan sabrosa como la de los ánades.
—¿Encuentran algo que pescar en estas aguas?
—Todos los lagos de esta región, así como los ríos de Alaska, son riquísimos en pesca. Hay truchas blancas muy exquisitas, que alcanzan un peso hasta de treinta libras; truchas comunes, truchas asalmonadas, barbos, peces llamados «crines de caballo» (horse hair fish), y otros muchos.
En aquel instante, un sonido semejante al de una trompeta, seguido de un largo silbido, llegó procedente del cañaveral a oídos de los cazadores.
—Es un cisne —dijo el canadiense preparando su fusil—. Seguramente no estará solo. Armando, coge esas piedras y tíralas en medio de las cañas acuáticas.
El joven obedeció, y con toda la fuerza que pudo tiró un pedrusco adonde le ordenó su compañero. Inmediatamente, una verdadera nube de volátiles se elevó por los aires gritando, silbando y trompeteando. Una bandada de ánades fue la primera en tender el vuelo, y luego siguiéronlos, batiendo vivamente sus blancas alas, siete u ocho cisnes soberbios.
Mientras los primeros, más ágiles y mejor conformados para el vuelo, se dirigían vertiginosamente al centro del lago, los segundos, más pesados y menos astutos, volaron por la orilla, dejando oír su agudo silbido.
Bennie y Armando se pusieron vivamente en pie, apuntaron las escopetas, y dispararon al pasar las aves a treinta metros. Un cisne magnífico, el que parecía guiar a los otros, herido mortalmente por la bala del canadiense, dio dos o tres vueltas en el aire, agitó las alas y cayó a veinte pasos del cazador, que en des saltos llegó a él y lo cogió, exclamando:
—¡Bravísimo! ¡Ya tenemos lo menos treinta libras de carne!
—¡Un asado superior, Bennie! Pero ¿no tratamos de matar algún otro?
—¡Hum! ¡Los cisnes son demasiado desconfiados para exponerse dos veces seguidas a los tiros de los cazadores!
—Entonces, ¿qué cazaremos ahora?
—¡Diablo! ¡Eres muy impaciente, muchacho! ¡Apenas hemos descargado nuestros fusiles y ya estás pensando en derramar más sangre inocente! Pero ¡calla! ¡Eres muy afortunado, Armando!
—¿Por qué dice usted eso, señor Bennie?
—¡Ta, ta, ta! ¡No me engañé! —dijo el canadiense examinando el suelo—. ¡Por aquí ha pasado un «comedor de madera»!
—¿Cómo?
—Un moose.
—¡Me quedo en ayunas!
—¿No sabes lo que es?
—No, señor.
—Una especie de gamo que se parece a un borriquillo.
—¿Y por qué le llama usted «comedor de madera»?
—Porque se alimenta preferentemente con ramas de alerce,
—¿Son difíciles de matar?
—Alguna vez hacen sudar bastante.
—¿Están armados de buenos dientes?
—No; de largos y agudísimos cuernos, que atraviesan a un hombre de parte a parte como si fuese un papel.
—Estaremos muy sobre aviso.
—¡Ven!
Colgó el cisne de la rama de un árbol para recogerlo a la vuelta, echó un manojo de hojas y tallos a los caballos para que pastasen a su sabor, y se puso a seguir las huellas del gamo que se internaba en la selva. Sabía que esos animales difícilmente se alejan de las corrientes de agua, pues son muy golosos de los nenúfares, y no creyó oportuno internarse mucho en aquel caos de vegetales.
—Lo encontraremos cerca de la orilla —dijo, contestando a la interrogación de Armando.
Y abandonó la pista, no queriendo dar vueltas y rodeos inútiles. Desde que tomó tal resolución, en vez de mirar al suelo observaba los árboles, dirigiéndose adonde veía alarces o sauces. Al cabo de un kilómetro de recorrido, distrajeron al cazador de sus observaciones los giros que caprichosamente describía en el espacio un águila de cabeza blanca.
—¿Qué está observando esa ave de rapiña? —se preguntó.
Miró en torno con toda precaución, procurando no hacer el menor ruido, y ocultándose tras las plantas y troncos de los árboles, dirigióse hacia el sitio sobre el cual se cernía el ave carnicera. En breve los dos cazadores se hallaron en un claro musgoso donde sólo había un matorral, pero bastante espeso; y observando bien, se dieron cuenta de que el águila trataba de ver el fondo de aquel pequeñísimo bosque.
—Ahí dentro hay una víctima. ¡Estáte atento, Armando!
Pasados unos instantes de observación sin lograr descubrir al animal allí oculto, se fue resueltamente a la plazoleta, Lanzando un grito de cólera, el águila tomó altura rápidamente al ver que se acercaba el cazador; al mismo tiempo salían del matorral precipitadamente dos animalillos, que por su forma recordaban a los gamos.
—¡Ah, ah! —exclamó Bennie—. ¡Un nido de gamos!
Apuntó con su escopeta y disparó. Uno de los animalitos cayó. El otro se precipitó a ocultarse en la espesura. Los cazadores se disponían a seguirlo, cuando se lanzó sobre ellos con la cabeza baja y amenazando traspasarles el cuerpo con sus largos y agudos cuernos. Era un viejo mease casi tan grande como un ciervo europeo, con orejas semejantes a las de un asno y el cuello corto y robusto cubierto de una especie de crin negruzca. Nada atemorizado por la detonación, el valeroso animal se precipitaba contra los dos hombres, sin duda resuelto a vengar a su hijo.
En vez de refugiarse tras algún árbol corpulento para evitar ser herido por los afilados cuernos del gamo, el joven apuntó al animal con su escopeta; pero al dar un paso atrás le faltó terreno, y mientras caía en un hoyo como de un metro de profundidad, probablemente una trampa dispuesta para cazar lobos o carcajúes, el tiro salió en dirección casi vertical.
El animal seguía ciego hacia el italiano, y le hubiera atravesado el cuerpo con sus cuernos, a no ser por la gran serenidad del joven, que se agachó precipitadamente. El gamo pasó por encima sin darse cuenta de la excavación, y continuó su carrera durante unos veinte metros. Mas de pronto se detuvo, levantó la cabeza y pareció quedar estupefacto no viendo a su adversario.
Entre tanto, Bennie había vuelto a cargar su escopeta, y al ver a Armando caer en el hoyo, en seguida se dio cuenta de lo que pasaba y le gritó:
—¡No temas! ¡Estáte quieto!
Luego llamó la atención del animal, que se lanzó sobre su adversario con la cabeza baja, exhalando un bramido de cólera.
El canadiense le aguardó a pie firme, y cuando le vio llegar a quince pasos de él, disparó, El gamo se encabritó y sacudió violentamente la cabeza, desprendiéndose un cuerno.
—¡Muerte y condenación! —aulló el cazador, volviendo la espalda y huyendo con precipitación hacia los árboles más próximos.
Por rara casualidad, en vez de alojarse en el cráneo del animal la bala había herido y roto uno de los cuernos por su base, con la cual el gamo se salvó, Pero, enfurecido al extremo, el condenado «comedor de madera» se precipitó airado tras el cazador, siguiéndolo tan de cerca, que le impidió cargar el fusil.
Armando no había tenido tiempo de acudir en socorro de su compañero: tan rápidamente se desarrolló la escena que acabamos de referir. Cuando pudo salir de la trampa, hombre y animal habían desaparecido en la espesura. Cargó de prisa su fusil y se internó corriendo en la selva, gritando a plena voz:
—¡Bennie! ¡Bennie!
Ninguna voz respondía a la suya, ni oía rumor alguno que le indicase la dirección tomada por su amigo. ¿Qué había sucedido?
Continuó corriendo y llamando a gritos a su amigo durante media hora larga, dando vueltas y más vueltas en aquella espesa selva. Al fin se detuvo cansado.
¿Dónde se hallaba? ¿A qué sitio le había llevado aquella carrera desenfrenada en busca de Bennie y a la ventura? ¿Estaba cerca del lago, próximo al campamento, o muy distante de uno y otro? ¿Y qué habría sido de Bennie? ¿Habría logrado librarse de su enemigo o le habría alcanzado el gamo y traspasado con su terrible cuerno? Tales reflexiones estaba haciéndose, oprimido el corazón de angustia, cuando oyó una detonación que retumbó en la selva despertando sus ecos. Alguien había disparado una escopeta a mucha distancia de aquel sitio. Respiró desahogadamente,
—¡Es el fusil de Bennie! —pensó—. ¡No me cabe duda! ¡Ahora la cuestión es tratar de reunirse con él!
Tranquilizado ya por la suerte que había corrido el valiente cazador, Armando satisfizo su sed bebiendo una buena cantidad de agua en una lagunita cercana, cuyo fondo dejaba ver claramente la limpidez del líquido, y se puso en camino, creyendo que podría orientarse fácilmente. Pero no tardó mucho en perder aquella ilusión.
Nada más difícil que orientarse en medio de una selva virgen. Cree uno mantenerse en línea recta, y en realidad tuerce constantemente a derecha e izquierda, describiendo círculos más o menos amplios que le llevan al mismo sitio de donde partió o a un lugar no muy distante. Como se carece de todo punto de referencia, y no siempre se logra ver el sol, el hombre extraviado en el bosque hállase en la situación de un marino abandonado en pleno océano. Peor aún, porque éste todavía puede tener la esperanza de orientarse por la situación de las estrellas.
El joven iba a adquirir una triste experiencia. Después de andar a la ventura durante más de una hora, se encontró otra vez en el mismo sitio que antes.
—¡Cosa más rara! ¡No he dejado de andar en línea recta desde que oí el tiro del canadiense, y heme aquí otra vez junto a la laguna donde bebí antes de ponerme en marcha para buscar a mi compañero! ¿Cómo se explica esto? Indudablemente, me he equivocado y volví sobre mis pasos sin darme cuenta.
Se detuvo algunos minutos, indeciso acerca de la dirección que iba a seguir, y luego se puso resueltamente en marcha, tratando de acercarse a la orilla del lago. Si lograba su propósito, podía estar seguro de dar con los caballos y con el campamento. Por aquella parte la selva, en vez de aclararse, hacíase más y más densa.
Pinos descomunales de la especie llamada lambertina, de setenta y ochenta metros de altura, cargados de frutas cónicas, grandes como de pie y medio, y pletóricas de exquisitos piñones, alzábanse majestuosos entre bosquecillos de abedules, soberbios cedros, cepas americanas o stumprel, como los llaman los canadienses, de tronco grueso y rugoso, abetos blancos y negros y matorrales impenetrables de espinos y malezas.
No había cuadrúpedos de ninguna clase, pero abundaban las aves. De trecho en trecho Armando veía volar por entre las ramas de los árboles numerosas bandadas de cornejas, cuervos, airones (sin duda procedentes del lago) y alguno que otro búho enorme que le miraba estúpidamente con sus redondos y brillantes ojos.
Armando caminó con lenta desesperación más de tres horas; al cabo se detuvo, hambriento y sediento, fatigado y malhumorado, y fue a tumbarse al pie de un pino gigantesco.
«¡Me he perdido! —pensó—. Es imposible que yo solo acierte a salir, como no sea por casualidad, de esta condenada selva».
No había comido desde por la mañana. Registróse los bolsillos, encontró en ellos dos bizcochos y se los comió ávidamente. Hubiera preferido un trozo de cisne o de gamo asado; pero por lo pronto se resignó. Cerca de allí vio un estanque y se dirigió hacia él para apagar su sed.
De pronto sintió un golpe formidable en las espaldas: una masa pesada que por poco le derriba al suelo había caído sobre él, e inmediatamente sintió que unas uñas se le clavaban en los hombros; se sacudió con fuerza, se agachó e hizo esfuerzos por librarse de aquel peso, que debía ser un animal. Se volvió entonces y vio a tres pasos una masa peluda que se agitaba en tierra y que muy pronto se puso en pie lanzando una especie de gruñido.
Aquel animal, que le había atacado cual si fuese una inofensiva liebre, cayendo sobre él audazmente desde las ramas de un alerce, era muy gordo y robusto, casi de un metro de largo y escasamente medio de alto, patas cortas, cuello recio y cola de medio pie. Su pelo, largo y tieso, era castaño oscuro, con una especie de gualdrapa dorsal más oscura, orlada con una franja más clara de pelo brillante.
Al quedarse ante el joven, pareció sorprendido de su misma audacia, y en vez de atacarle retrocedía paso a paso, bufando como un gato furioso y enseñando sus largos, amenazadores y agudos dientes.
«¡O mucho me engaño —se dijo Armando echando mano de su escopeta—, o este animal en un glotón! Verdaderamente, no he oído nunca contar que tales animales se atrevan a atacar al hombre. ¿Me habrá tomado por un alce o me habrá caído encima sin querer?».
El glotón (porque se trataba verdaderamente de uno de aquellos animales) continuaba retrocediendo, mostrando los dientes y bufando. Súbitamente, quizá comprendiendo la fiera que estaba perdida si no atacaba o huía, se alzó sobre las patas posteriores y se precipitó resueltamente contra el cazador. Aquel ataque rápido e inesperado desconcertó al italiano, que disparó con demasiada precipitación, y, naturalmente, perdió la bala.
—¡Ah, bandido! —gritó, dando un salto atrás para evitar un mordisco.
Y no teniendo tiempo de cargar la carabina, la cogió por el cañón con ambas manos a guisa de maza, y con toda su fuerza descargó un culatazo en el hocico del animal. Este, aunque perdía mucha sangre por efecto del golpe formidable, que casi le había destrozado la mandíbula, loco de dolor y rabia, se agarró a la pierna del joven, tratando de hacer presa. Otro culatazo en mitad del cráneo le derribó por tierra.
Sin embargo, no estaba muerto, ni mucho menos; se agitaba desesperadamente, intentando ponerse en pie, moviendo las gruesas patas como loco y lanzando sordos gruñidos. Mientras tanto, el joven cargó la escopeta y le disparó un tiro en la oreja, con lo cual puso término a su agonía.
—¡Nunca hubiera creído que un animal tan pequeño me atacase tan audazmente! —murmuró, acercándose al cadáver y observándole curiosamente—. Sabía que atacan hasta a los renos, pero no oí nunca contar que atacasen al hombre.
No se equivocaba el italiano. Los glotones, animales que abundan en las regiones septentrionales del Noroeste, aunque dotados de extraordinaria fuerza en relación con su tamaño, no se atreven a atacar al hombre.
Pero si respetan al indio y al blanco, no retroceden ante los animales más grandes. Parecerá increíble, pero se atreven con los alces y los renos, y los vencen. Para obtener más fácilmente la victoria, trepan a los árboles, se esconden entre las ramas y, cuando la presa pasa, se dejan caer sobre ella y le abren las venas del cuello con prodigiosa rapidez.
Dotados de fenomenal apetito, destruyen enorme cantidad de salvajina, y no retroceden ante ningún peligro con tal de llenarse el vientre hasta casi reventar de hartos. Cuando están hambrientos osan entrar en las aldeas de los indios Tananas o «coyuconi» para robarles algo. A pesar de todo, son en extremo prudentes y rara vez caen en las muchas trampas de distintas clases que les arman los cazadores para apoderarse de sus pieles, que suelen pagarse a doce dólares o veinte pesos oro cada una.
Armando no ignoraba que la carne del glotón es despreciada hasta por los indios, y aun cuando hubiera comido con gran placer un poco de asado, no quiso probarlo; pero no abandonó la piel, que podía serle útil durante la noche. Desolló, pues, al animal en un periquete, con gran habilidad se la echó a la espalda y continuó su camino, después de haber bebido agua en el estanque, dirigiéndose, a su parecer, hacia el Este, con la esperanza de salir al fin de la selva y acercarse a la orilla del lago.
No tardó en convencerse de que se fatigaba en vano. Sin darse cuenta, no hacía otra cosa que andar en círculo sin adelantar nada. Iba a ocultarse el sol, cuando otra vez se encontró en el bosquecilío de pinos donde estuvo cinco horas antes.
Aquella larga y fatigosa caminata sólo le había servido para describir otro círculo inmenso y volver al mismo punto de partida.
«¡Qué le vamos a hacer! —pensó con resignación—. ¡Hay que pasar la noche en la selva!».
Detúvose ante un cedro magnífico para cargar de nuevo el fusil, cosa que no se había acordado de hacer antes, y de pronto palideció. ¡Tenía vacía la cartuchera, que aquella mañana había llenado al salir del campamento! Sólo entonces recordó que al caer en la trampa cuando apuntaba al moose se le habían caído muchos cartuchos, que no recogió, por volar en socorro de su compañero. Después, no había vuelto a pensar en ello.
Aquel descubrimiento le aterró.
«¿Qué haré si tropiezo con un oso?», se preguntó.
Registróse los bolsillos. A veces se metía en ellos algunos cartuchos y perdigones para la caza menor. Encontró dos de estos últimos y cargó su escopeta.
«¡De algo me servirán! —se dijo filosóficamente—. Trataré de economizar estos dos últimos tiros, y mañana… ¡Mañana será otro día! ¡Si de día pudiera volver al sitio donde me atacó el gamo y donde está la trampa de lobos y zorros!»
No se atrevió a acostarse en tierra, y tras reiterados y supernos esfuerzos, trepó por el grueso tronco de un arce, acomodándose en la horquilla que formaba la bifurcación de dos ramas gruesas, dispuesto a pasar la noche lo mejor posible.
Pero el hambre que le atormentaba, pues desde por la mañana temprano no había comido más que dos galletas, le impedía cerrar los ojos.
«¡Ahora siento haber abandonado el glotón! —pensó apretándose el cinturón—. ¡A falta de carne mejor, la de ese animal, aunque correosa y de mal gusto, me habría matado el hambre! Iré a buscarlo mañana, y lo probaré… ¡si es que no se lo comen esta noche los lobos!».