CAPÍTULO II

LAS MONTAÑAS ROCOSAS

Si los tigres y jaguares gozan fama de ser los animales más sanguinarios de la Creación, los osos grises norteamericanos, sin ser tan feroces, son más peligrosos y quizá bastante más audaces y valientes que aquellos terribles felinos. Generalmente las fieras, a no estar impulsadas por el hambre o haber sido irritadas por alguna herida, huyen del hombre, sobre todo del europeo. El oso gris, como el rinoceronte, no teme al hombre, sea blanco o rojo, y si lo encuentra en su camino, no duda en atacarle y despedazarle. Son animales verdaderamente salvajes, irritables, intratables y por lo común evitan la residencia en lugares habitados.

Sus sitios preferidos son los desfiladeros de las Montañas Rocosas. Buscan una gruta, una caverna cualquiera, sientan en ella sus reales y se enseñorean del valle, seguros de no ser molestados en el goce de su dominio, pues pocos se aventuran por entre aquellos abruptos y sospechoso picachos.

Sin embargo, no es raro hallarlos en los Estados Unidos del Oeste y en Méjico; hasta en la iría Alaska abundan, no obstante la cruda guerra que les hace la compañía peletera, cuyos cazadores son muchos y muy diestros.

Entre todas las especies de osos, el grizzly bear, más comúnmente llamado sólo grizzly, o sea el «oso gris», como le llaman los naturalistas, ursus ferox, figura en primera línea: pues su corpulencia es superior a la del blanco y a la del negro, y posee una fuerza que puede calificarse de prodigiosa. Su estatura es realmente gigantesca y tan potente su musculatura, que de un abrazo tritura los huesos del hombre más robusto. Sus uñas fuertes y sólidas le permiten destripar un búfalo con la mayor facilidad, o despedazar los riñones de un alce.

Casi siempre vive solo; por lo general no sale de su madriguera sino de noche, y, como los demás osos, a pesar de su corpulencia y ferocidad, suele alimentarse (con excepción del polar, que es exclusivamente carnívoro) con frutas, plantas e insectos. Sin embargo, cuando una vez prueba la carne, ya no le satisfacen los piñones ni los insectos y se vuelve carnívoro fácilmente.

Atacado de insaciable sed de sangre, rivaliza con tigres y jaguares: abandona las gargantas de las Montañas Rocosas, donde la caza abunda poco, y desciende a la llanura o a altas planicies selváticas para cazar alces, ciervos, bisontes, carneros de la montaña y hasta caballos y bueyes. ¡Ay del rebaño que sorprende! El oso hace en él un tremendo destrozo.

A veces llega su audacia hasta acercarse a los poblados; el oso gris tiene particular debilidad por los suculentos jamones del desdichado compañero de San Antonio, y como refinado goloso, gusta de devorarlo vivo, sin cuidarse de los lastimeros gruñidos de la víctima. Hay que advertir que entre los jamones del oso gris y los del cerdo hay muy poca diferencia por lo que atañe al gusto; de tal modo, que muchos que se tienen por delicados de paladar no sabrían distinguirlos.

Como se comprenderá, los yanquis, en especial todo americano habitante de las faldas de las Montañas Rocosas, persiguen activamente a esos carnívoros, aunque exponiéndose a grandes peligros. Y es un hecho conocido por todos que difícilmente basta una sola bala para aterrar a un monstruo de ésos. Muchas veces se requieren seis y más balazos para matarlo.

Después de haber cargado de nuevo sus armas. Bennie y Armando acercáronse a la fiera y la contemplaron con una mezcla de curiosidad y satisfacción. Aun muerto daba miedo aquel monstruo ensangrentado, con el pelo erizado, aquella boca enorme armada de fortísima dentadura y aquellas zarpas provistas de grandes y aceradas uñas.

—¡Qué animalucho! —exclamó Armando—. ¡Casi me parece imposible que hayamos logrado acabar con él!

—¡Ha sido una suerte!

—¿Está usted herido, señor Bennie?

—No, muchacho. Pero si cuando me echó la zarpa estoy un poco más cerca de él, en vez de agarrarme por la cintura y taladrarme con sus agudas y ferreas uñas el cinturón, que es fuerte y recio, me abre la cabeza.

—Ha sido usted demasiado atrevido, Bennie,

—¡Por fuerza! Se trataba de salvar el pellejo, amigo,

—Y el que disparó antes los dos tiros que oímos allá atrás, ¿adonde se habrá ido?

—¡Ah, sí! Aquellos dos pistoletazos.

—Me parecieron disparos de escopeta.

—Te aseguro que no.

—Así será. Pero ¿qué habrá sido de ese hombre?

—Habrá tenido miedo y huyó —respondió Bennie, encogiéndose de hombros.

—¿No habrá sido más bien muerto por el oso?

—Te aseguro que está vivo y sano,

—¿Y en qué se funda usted para asegurarlo?

—En que no nos hubiera atacado a nosotros: el oso no hubiera abandonado tan fácilmente su presa, De todos modos, vamos a buscarle.

Se dirigieron a la roca en que estaba el oso cuando ellos llegaban corriendo por el desfiladero, y registraron matorrales y malezas, sin encontrar nada. Escudriñando todos los alrededores, como veterano cazador, Bennie observó en el acanillado señales que le hicieron sonreír, y dijo a su joven camarada:

—El hombre ha huido escalando las rocas. ¡Cuernos de bisonte! ¡Debe de tener músculos de acero y una agilidad que los mismos monos envidiarían! Un cazador blanco no hubiera podido realizar tal hazaña ¡Ahí es nada subir por esa pared!

—¿Cree usted que el hombre fuera un indio?

—Lo supongo.

—¿Lo buscaremos?

—¿Para qué? Estarnos en una región donde el encuentro con un hombre es mas peligroso que útil. Dejemos correr al piel roja, y vamos a cortar una pata al oso.

—Dicen que es excelente la carne del oso. ¿Es verdad, señor Bennie?

—¡Ya lo creo! No tiene nada que envidiar a la del cerdo; te lo aseguro. ¡Cuernos de venado! ¡Hay para relamerse de gusto! ¡No se puede decir que hemos perdido el día! ¡Lengua de ciervo y pernil de oso! Back y tu tío van a darse un festín.

Y a todo esto, démonos prisa para volver al campamento.

El canadiense empuñó su cuchillo-machete, y trabajando con lentitud, después de no poca fatiga, al fin logró cortar una de las patas posteriores del animal.

—¡Vámonos! —dijo encorvándose bajo aquel peso, nada leve.

—¡Vamos!

—Si no me equivoco, no debemos de estar lejos.

Poco después salieron del desfiladero, atravesaron una alta planicie en la cual abundaban los pinos y abetos, y al bajar una suave pendiente distinguieron hacia el Este un punto luminoso que brillaba entre dos gigantescos árboles.

—¡Aquél es el campamento! ¡Dentro de una hora estaremos en él, Armando!

Dicho esto, disparó al aire su fusil, lo cargó, lo disparó de nuevo, y repitió el tiro por tercera vez. Poco después se oía una detonación procedente de la llanura.

—Es Back, que me responde —dijo el vaquero—. Ahora ya saben que estamos a salvo y que no corremos peligro.

Dejaron atrás la alta planicie y se aventuraron en la selva, caminando con grandes precauciones para evitar algún mal encuentro. Aquella falda de la montaña parecía absolutamente virgen. Abetos, cedros colosales y enormes olmos alzábanse como atrevidas pilastras de catedral inmensa y altísima, pero sin guardar regularidad alguna, formando claros en unas partes y apretados haces en otras, en confusión indescriptible.

En medio de aquellos colosos que se erguían majestuosos y soberbios desafiando la acción demoledora de los siglos, yacían otros que habían caído por decrepitud o heridos por el rayo, aplastando infinidad de plantas bajo el peso de sus enormes troncos. Aquellos colosos, va en plena disolución y casi cubiertos de musgo, formaban barreras que dificultaban grandemente el paso.

Bennie y Armando avanzaban a duras penas, uno jurando y maldiciendo y otro manejando el machete para abrirse paso, procurando mantenerse en el buen camino, no extraviarse y dar rodeos, cosa facilísima en una selva virgen. Era va más de medianoche cuando salieron de la espesura y divisaron claramente la hoguera del campamento. Back había salido a su encuentro.

—¡Caramba! —exclamó—. ¿Qué os ha sucedido para venir tan tarde?

—Aventuras que nos han erizado los cabellos —dijo Bennie—. ¿Habéis cenado ya?

—¡Hace más de tres horas!

—Entonces reservaremos el pernil del oso para mañana.

Falcone, muy inquieto, no había dormido, y en cuanto los vio quiso saber las aventuras de los dos cazadores. El vaquero contó brevemente lo sucedido, añadiendo Armando algunas minuciosas particularidades.

—No han debido ustedes de alejarse tanto.

—¡Bah! —contestó el vaquero encogiéndose de hombros.

Y luego comenzó a hacer elogios del valor y de la serenidad del joven. Para terminar, dijo:

—¡Puede usted estar ufano de su sobrino!

Diez minutos después, el canadiense y Armando dormían plácidamente, encargándose Back de vigilar él solo hasta la aurora.

A la mañana siguiente, apenas salió el sol, Bennie se puso a asar el jamón del oso gris, ofreciendo a sus compañeros, que lo saborearon y lo reputaron exquisito y aún más sabroso que el del cerdo. Durante aquella jornada ninguno de los cuatro se alejó del campamento, pues tenían víveres para varios días. La emplearon en repasar sus vestidos, bastante deteriorados, por cierto, y en arreglar las cajas, que amenazaban desquiciarse.

Al tercer día de su llegada al campamento, después de almorzar suculentamente jamón de oso y lengua de ciervo, continuaron el viaje, deseosos de llegar al confín de las posesiones inglesas y pisar el territorio de la antigua colonia rusa: el país que guardaba tantas riquezas.

Queriendo evitar las ascensiones difíciles, a fin de no fatigar a los caballos, trataron primero de mantenerse a cierta distancia de la sierra, reservándose atravesarla luego a la altura del Dease, río que, como el Negro, desagua en el Liard, uno de los afluentes del Mackenzie.

En efecto; recorrieron durante tres días ciento veinte millas, flaquearon las Montañas Rocosas; pero al cuarto día no tuvieron más remedio que internarse entre aquellas gigantescas murallas graníticas para llegar a la región de los lagos, con la esperanza de hallar un terreno menos quebrado.

La temperatura habíase tornado bruscamente fría. Los picos nevados de los montes enviaban al rostro de los viajeros vientos helados que llevaban en sus alas algunos copos. Los pobres animales, no acostumbrados a tales rigores, sufrían bastante; y hasta Back comenzaba a renegar de aquel clima, pues nunca había avanzado tanto hacia el Norte. Falcone y Armando soportaban el frío perfectamente, y Bennie se mostraba muy satisfecho, asegurando que aquella temperatura le abría extraordinariamente el apetito.

Aquella marcha dificilísima y penosa duraba ya hacía cuarenta y ocho horas, cuando de repente sobrevino una copiosa nevada, acompañada de impetuosas ráfagas huracanadas que los obligó a buscar un refugio para no correr el peligro de perder los animales.

Después de largas pesquisas, Bennie y Back lograron descubrir la entrada de una caverna que parecía bastante grande para contenerlos a ellos y a los caballos.

Antes de entrar prepararon las escopetas, temiendo que la gruta sirviese de cubil a algún oso, y avanzaron con precaución, alumbrados por unas ramas de pino a modo de teas. Como habían calculado, era una cavidad muy vasta y de varios metros de altura; terminaba en una especie de corredor bastante bajo de techo, y que por lo frío venía a ser una verdadera nevera.

Examináronla, pues, con cuidado, y a la humeante luz de las ramas encendidas que los alumbraban, en un extremo vieron esparcidos por el suelo algunos huesos, y un cráneo que tenía huellas de una profunda herida causada con arma contundente.

—¡Cuernos de bisonte! —dijo palideciendo el canadiense.

—Parece un cráneo humano —exclamó Back.

—¿Y aquellos huesos, costillas y tibias…? ¡Mira!

—¡Aquí han matado a alguien!

—O ha sido devorado por alguna fiera.

Al oír las exclamaciones se les habían reunido Falcone y Armando.

—¡Huesos humanos! —dolióse el mecánico—. ¿Qué ha sucedido aquí?

Tomó el cráneo y lo examinó atentamente durante varios minutos, manifestando profundo pesar.

—Se trata de un asesinato —afirmó—. Esta horrible herida ha sido hecha por un fortísimo hachazo. Miren ustedes una partícula del filo del acero aquí clavada.

—¡Cien mil cuernos de búfalo! —exclamó el cazador—. ¿Será esta caverna refugio de algún antropófago?

—¿De qué antropófago habla usted? —preguntó el italiano—. No estamos en una isla del Océano Pacífico.

—¿Y qué quiere usted decir con eso?

—Que no creo que haya antropófagos en la América del Norte.

—¡Bah! ¿Lo cree usted así? Entonces, ¿no ha oído usted hablar de los antropófagos de las Montañas Rocosas[9]?

—No; y no creo…

—Corren por la pradera infinidad de historias sobre antropofagia. Pero ahora no son del caso. Encendamos fuego y preparémonos a soportar los rigores de este temporal.

Volvieron a la primera caverna. Back y Armando estaban ya hacía un rato en ella, y habían amontonado algunos haces de leña cogidos en el pinar próximo.

No tardaron en encender una buena hoguera, y pusieron a hervir agua en una gran olla de hierro, echando en ella un buen trozo de jamón de bisonte seco y otros manjares de su despensa.