EL ATAQUE DEL OSO GRIS
Bennie y su joven compañero hallábanse en la parte más abrupta y bravía del estrecho valle, o, mejor dicho, del largo desfiladero. Aunque apenas serían las doce, la luz era escasa, pues el sol no podía penetrar hasta el fondo del valle a causa de hallarse como encajonado entre las altísimas paredes roqueñas revestidas de plantas trepadoras, de musgo y de césped.
A diestra y siniestra de los cazadores, espesísimos matorrales, fuera de los arboles seculares de exuberante ramaje, ensombrecían aun más el desfiladero.
No se oía el gorjeo de un ave ni gritos de animal alguno; solamente, muy lejano, llegaba a los oídos de los dos hombres el rumor sordo y continuo de una cascada, o quizá de una caída de agua en lo alto de la montaña.
Bennie y Armando, con las escopetas preparadas y conteniendo la respiración, escuchaban ansiosamente. En sus facciones, de ordinario tan serenas ante el peligro, manifestábase una vaga inquietud, quizá causada en gran parte por lo agreste y bravío del sitio y por el silencio y la soledad del desfiladero.
A su derecha, entre un bosquecillo de gigantescos pinos que erguían la copa a sesenta metros del suelo, comenzó a oírse a intervalos crujir de hojas secas, como si alguna persona o animal tratara de acercarse a ellos con cierta precaución,
—¿Qué será? —preguntó Armando después de algunos momentos de silencio.
—No veo nada —dijo el vaquero.
—Indudablemente, alguien se acerca.
—Y trata de no hacer mucho ruido.
—¿Será alguna fiera?
—Es lo más probable.
—¿No hay indios en esta región?
—Sí; pero muy raros. Prefieren las llanuras septentrionales, ¡calla!
—¿Qué?
—¡Juraría haber oído un sordo gruñido!
—Entonces debe de ser un oso.
—También puede ser un carcajú. Son animales muy comunes en los desfiladeros de estas montañas.
—¿Y qué especie de animales son esos carcajúes?
—Una especia de tejón, más fuerte y robusto que los europeos. Verdaderos carniceros, voraces, feroces, pero poco temibles, aunque dicen que pueden luchar ventajosamente con los osos negros. Pero yo no lo creo.
—¿Vamos a meternos en el bosquecillo?
—¿Para qué? ¿Para echarnos impremeditadamente entre las garras de alguna fiera peligrosa? ¿No oyes nada?
—Nada, señor Bennie,
—Tampoco yo,
—¿Estará espiándonos la fiera?
—Es probable. Pero puesto que no se decide a dejarse ver, que se divierta a su gusto, ¡continuemos la marcha!
Después de asegurarse de que todo estaba en calma, no oyendo ningún rumor sospechoso, los dos cazadores se pusieron en camino, volviéndose con frecuencia para ver si los seguían. En aquel sirio la garganta comenzaba a ensancharse algo, y hasta las paredes de granito parecían disminuir en altura. Olmos soberbios, que en aquella región alcanzan ciento y pico de pies de altura, con un tronco de quince o veinte pies de circunferencia, comenzaban a bordear el desfiladero.
El terreno habíase tornado muy húmedo, y a ambos lados se oían rumores de manantiales y pequeños torrentes que formaban arroyuelos murmuradores.
El canadiense y el italiano reanudaron su charla. Al poco rato, el primero se interrumpió y dijo:
—¡Que me condene si me equivoco!
—¿Qué ocurre?
—¡La cosa comienza a hacerse enojosa!
—No le comprendo a usted, señor Bennie.
—¡Alguien nos sigue obstinadamente!
—¿Por dónde?
—En treinta pasos es la tercera vez que oigo crujir las hojas.
—Pero ¿por dónde?
—A nuestra derecha.
—¿Todavía? ¿Será el animal que gruñó antes?
—Sí, Armando; el mismo debe de ser. Y el hecho de que nos siga así significa que no está animado de las mejores intenciones. Estoy seguro de que trata de sorprendernos.
—¿Y qué va usted a hacer, señor Bennie?
—Buscar un refugio y esperar a que nos dé la cara. ¡Allí!
—¡Mira, Armando; esa hendidura nos conviene!
A quince pasos de, ellos, en la base de la pared granítica, había una ancha abertura que parecía penetrar profundamente en el flanco de la montaña. Podía ser un excelente refugio; pero ¿y si era la guarida de cualquier animal temible? Sin ocurrírsele semejante idea, el canadiense se dirigió resueltamente hacia la caverna, y comenzó a separar las ramas para entrar en ella. Una especie de ronquido, procedente del interior, le detuvo en seco.
—¡Diablo! —exclamó dando un brusco salto hacia atrás—. Parece que nos han ganado por la mano y hay en la casa un inquilino de mal genio. ¡Si me descuido tengo una querella con el primer ocupante! ¡Bravo! ¡Henos aquí entre dos enemigos! ¿Cuál será el menos feroz?
Se encorvó para tratar de distinguir quién habitaba aquel cubil, y vio centellear en la oscuridad dos ojos como de felino.
—¿Tienes listo el fusil, Armando? —preguntó a su compañero.
—Sí. señor.
—¡Guárdame las espaldas!
—¿Qué va usted a hacer?
—Voy a quitar de en medio a esa bestia. Necesitamos su alojamiento.
—¡No cometa usted imprudencias, señor Bennie!
—Por eso trato de buscar nuestra salvación. El animal que nos sigue debe de ser más temible que este cobarde, que no se decide a mostrarnos el hocico. ¿Siguen crujiendo las hojas?
—No; pero he visto agitarse unas ramas.
—Quizá tengamos que sostener un doble asalto. ¡Serenidad y prudencia, Armando!
El canadiense, que quizá sabía ya con qué animal tenía que habérselas, arrancó una rama gruesa y la introdujo en la abertura, agitándola con fuerza. El inquilino de la caverna retrocedió exhalando sordos ronquidos.
—¡Ya sé qué clase de habitante tiene esta cueva! ¿No tenías curiosidad por ver un carcajú?
—En este momento preferiría no verlo, Bennie. ¿Sabe usted qué clase de animal es el que nos sigue?
—No.
—Pues es un oso.
—¿Gris? —preguntó con inquietud el vaquero.
—Sí; un verdadero grizzly.
—¡Cuernos de bisonte! ¡Ese cubil nos es necesario! ¡Hay que desalojar al endiablado tejón!
Y sin perder un momento introdujo en la abertura el cañón de su fusil. El carnívoro se precipitó hacia él tratando de triturarlo con los dientes. Era lo que esperaba el canadiense, que inmediatamente disparó. Retumbó con gran estrépito la detonación y la caverna se llenó de humo. Oyóse un gruñido ronco.
—¡Bennie, que se acerca el oso! —gritó en aquel momento Armando.
—¡Sígueme sin perder un segundo! —ordenó el vaquero.
Sin preocuparse de averiguar si el animal que se había engullido la descarga de la escopeta estaba vivo o muerto, penetró resueltamente en la caverna, seguido por Armando.
Tropezó con un cuerpo velloso, que aún se agitaba en las últimas convulsiones de la agonía, y, perdiendo el equilibrio, cayó al suelo.
—¡Que el diablo te lleve! —exclamó levantándose inmediatamente; y volvió la cara para ver si los había seguido el oso.
No lo vio. ¿Qué había hecho la fiera? ¿Se había retirado, o acaso emboscado junto a las rocas para caer sobre los cazadores apenas apareciesen en la abertura de la caverna? Aunque valiente y animoso, al pensar que el oso podía haber adoptado tal plan, Bennie se estremeció, y un sudor frío humedeció sus sienes.
—¡Comienzo a creer que nos hemos metido en una verdadera trampa! —murmuró.
Armando, inconsciente del grave peligro, estaba examinando el tejón muerto por su compañero.
—¡Deja al muerto y pensemos en el vivo! —dijo el vaquero
—¿Qué quiere usted, señor Bennie?
—¿Sabes que no veo al oso?
—¡Mejor para nosotros!
—¡O peor!
—¿Por qué?
—El maldito debe de estar escondido a un lado de la entrada para lanzarse sobre nosotros en cuanto asomemos las narices. ¡Sería preferible que atacase de frente!
—¡Bueno; dejémosle que espere! ¡Ya se aburrirá!
—¡Cuernos de bisonte! ¿Tero piensas permanecer días y días en esta madriguera?
—¡Bah! ¡Antes de muchas horas se cansará de aguardar!
—¡Ah! ¡Cómo se conoce que no sabes qué animalitos son éstos! ¡Si conocieras su paciencia!
—¿Ha olvidado usted, señor Bennie, que tenemos dos buenas escopetas, un revólver y nuestros excelentes cuchillos-machetes?
—¡Las escopetas! ¡Hum! ¡Se necesitarían cañones Krupp para derribar esa mole!
—¡Caramba! —dijo el joven con voz serena.
—Sí; estamos presos, mi joven amigo.
—Sitiados.
—¡Lo mismo da! El caso es que no podemos salir sin caer entre los brazos de ese bruto. ¡Condenado animal! ¿Cuánto durará el asedio? ¡Dios lo sabe!
—Por fortuna, no escasean los víveres, señor Bennie.
—Sí; tenemos la lengua del ciervo.
—Y este animal.
—¡El tejón! ¡Puaf! ¡Comer un carcajú! ¡El diablo me lleve si pruebo esa asquerosa carne! Ni los mismos indios, que son poco escrupulosos y delicados en cuestión de carnes, sobre todo en las épocas de escasez, se atreven con ella.
—¿Qué hacemos, pues, señor Bennie?
—Por ahora, lo más procedente es aguardar a que ese animal asome el morro para alojarle una bala en el cráneo,
—¿Se queda usted de guardia en la entrada, señor Bennie?
—Sí, muchacho.
—Bueno, Pues entonces voy a aprovecharme para examinar del todo a ese animal que ha matado usted tan oportunamente.
El canadiense sonrió y se encogió de hombros, admirando quizá la admirable serenidad de su joven compañero.
Sin preocuparse del terrible grizzly, Armando encendió un trozo de yesca y se encorvó para examinar mejor el carcajú, observándolo con viva curiosidad. Aquel animal, que los cazadores de la pradera llamaban también nolverene o nolverine, tenía el cuerpo macizo, cubierto de pelo fortísimo y enmarañado, que le daba un aspecto nada atractivo. La bala del canadiense le había entrado por la boca, deshaciéndole horriblemente el cráneo.
Esta especie de tejones son muy comunes en el Norte de las posesiones inglesas, especialmente en los territorios del Noroeste y más arriba; pues no es raro hallarlos en la llamada América rusa a orillas del Yukon y también en Porciapine. Los daños que causan esos animales son inmensos, y por eso los cazadores los persiguen tan encarnizadamente, así como los indios, aunque su piel sirva bien poco y desprecien su carne. Son terribles destructores. Caen sobre los caballos de los indios desde las ramas de los árboles, los degüellan y les chupan la sangre: luchan ventajosamente con los lobos, y tras terribles y empeñados combares los vencen siempre, y cazan los grandes ciervos y los alces.
Satisfecha su curiosidad, Armando se acerco nuevamente a Bennie, que escuchaba con grandísima atención todos los rumores.
—¿Nada? —preguntó el italiano.
—¡Sí! —murmuró el cazador en voz baja.
—¿Está cerca el oso?
—Junto a la entrada de la caverna. He oído su respiración.
—¿Y no habrá modo de desalojarle?
—¿Cómo? ¡En cuanto asomemos la cabeza ya le tenemos encima! Esperemos a la noche.
—¿Y nuestros compañeros?
—Aguardarán en el campamento.
—Pero estarán muy inquietos por nuestra ausencia.
—¡Bah! ¡Mi compañero Back sabe que no soy hombre que me deje devorar tan fácilmente! Estemos alerta y armémonos de paciencia, amiguito.
Se tendieron sobre el tejón para sustraerse a la humedad de aquel antro y aguardaron a que un incidente inesperado decidiera al oso a dejarles libre el paso.
¡Vana esperanza! Seguro el grizzly de que no se le escaparía su presa y relamiéndose ya golosamente con aquellos suculentos biftecs humanos, no se movió. Los dos cazadores, convencidos de que estaba en acecho, pues de vez en cuando le oían resollar y roncar, aguardaban impacientes. Indudablemente, hasta a la misma fiera iba pareciéndole que la cosa se prolongaba demasiado y sin duda sentíase impaciente.
Transcurrieron muchas horas, largas como siglos para los dos cazadores, y la noche se hizo en el desfiladero. Los sitiados redoblaron la vigilancia, temiendo que el animal se aprovechase de las tinieblas para asaltarlos.
—¡Vaya una nochecita la que tenemos en perspectiva! —dijo Armando dando bostezos.
—No vamos a poder pegar un ojo. Con un vecino tan feroz…
—¡Es una situación poco envidiable, señor Bennie!
—¡Pésima, Armando!
—Tenemos que hacer algo.
—¿Qué quieres hacer?
—Escuchemos. ¿Está usted seguro de que el oso sigue en acecho?
—Supongo que continuará ahí,
—Obliguémosle a moverse.
—¿Y cómo?
—Creo haber hallado un medio.
—¡Veámoslo!
—Un medio eficaz.
—¡Acaba de una vez de explicarte! ¿Quieres hacerme morir de impaciencia?
—Es un medio sencillísimo.
—¡No seas pelma! ¡Al grano!
—Pues bien; me quito la chaqueta, la cuelgo en el cañón del fusil y con precaución la saco por la hendidura como si fuera yo mismo que me inclinara a observar. Si el oso está en acecho, no vacilará en lanzarse sobre el bulto, y usted, señor Bennie, aprovecha la ocasión para alojarle una bala en el cráneo. ¿Qué le parece?
El vaquero miró al joven con asombro.
—¡Cuernos de bisonte! —exclamó—. ¡Es una soberbia idea que no se me hubiera ocurrido en cien años! ¡Eres un mozo de provecho, Armando!
—Entonces, ¿le parece bien?
—¡Magnífico!
—Pues no perdamos tiempo.
Armando se quitó la chaqueta y la colgó del cañón de su escopeta como de una percha, mientras el veterano cazador se arrodillaba, apoyaba el fusil en el hombro, y con el cuchillo y el revólver delante esperaba la aparición del temible animal,
—¿Está usted ya dispuesto, señor Bennie?
—¡Con el dedo en el gatillo!
—Pues voy a traerle a usted el oso.
¡Eso es! ¡Presenten… arm…!
El italiano presentó el arma; pero como el oso no se movía, para llamarle la atención la agitó de derecha a izquierda, tremolando la chaqueta como una bandera. ¡Nada! La fiera, con gran sorpresa, no se movió, ,
—¡Diablo!… —murmuró—. ¿Se habrá ido el grizzly? Si estuviese aún en acecho, no habría dudado en precipitarse.
—¿Qué significa esto?
—Por lo pronto, ponte la chaqueta, no vayas a resfriarte.
Y luego vámonos de este antro…
—¿Y el oso?
—¡El diablo ha debido de llevárselo!
Armando obedeció. Los dos cazadores encacharon durante algunos instantes, inmóviles y atentos, con algo de des confianza, y luego Bennie salió resueltamente de la caverna. Desde la abertura lanzóse de un salto fuera del matorral, mirando a todas partes en torno suyo.
—¡Nada! —dijo, exhalando un suspiro de desahogo.
Armando le había seguido muy de cerca, pronto a auxiliarle en caso de peligro.
—¿Y el oso?
—¿Se habrá marchado?
—Así parece.
—Y quizá hará varias horas que se fue.
—Es probable.
—¡Cuánta angustia nos hubiera evitado!
—¡Hola! ¿Confiesas que has pasado un mal rato?
—¿Pues no he de confesarlo?
—También yo, Armando. Se puede ser valiente y sentir miedo en algunas ocasiones.
—¿Adonde se habrá ido el condenado animal? —preguntó el joven lanzando miradas inquietas al bosquecillo próximo,
—Probablemente a beber. ¡Tendría sed!
—¿Qué hacemos?
—¿Y me lo preguntas? ¡Llamar a talones, arniguito!
—Estoy dispuesto.
—¡Pues corramos un poco!
En efecto; se lanzaron por en medio del desfiladero a paso de carrera.
Había salido la luna, mostrando sobre el valle, por entre las dos altísimas paredes rocosas, su redondo y luminoso disco. Los rayos de su luz, de limpidez desconocida en nuestras reglones, caían casi a plomo en el desfiladero, proyectando sobre el desigual y salvaje terreno claridad argentina que permitía ver casi como de día.
Reinaba profundo silencio, percibiéndose solamente el rumor cadencioso de la cascada que corría al extremo del valle.
Manteniéndose a la sombra de los grandes pinos, olmos y abedules, Bennie y su compañero caminaban con paso rapidísimo, ansiosos de dejar atrás aquellos lugares tétricos y llegar cuanto antes al campamento. De trecho en trecho se detenían para cobrar aliento y escuchaban con cuidado, temerosos de ser seguidos por el feroz oso gris.
Ya no distaban más de trescientos pasos de donde la cascada se precipitaba desde inmensa altura y como enorme masa de metal fundido, cuando llegó a sus oídos un grito que parecía humano.
—¡Cuernos de bisonte! —exclamó Bennie deteniéndose.
—¿Un grito? —preguntó sorprendido Armando.
—¡Y un grito humano! —agregó el vaquero.
—¿Está usted seguro de no equivocarse?
—¡No me equivoco!
—¿Será Back que viene buscándonos?
—No; conozco demasiado su voz.
—¡Escuchemos, Bennie!
Hiciéronse todo oídos, pero no volvió a repetirse el grito; fuera del ruido de la cascada, cada vez más fuerte conforme se acercaban al salto de agua, no se oía rumor alguno apreciable.
—¡Es muy raro! —dijo Bennie después de algunos minutos de silencio—. ¿Quién puede haber lanzado ese grito?
—¡Calle usted! ¡Oiga!
Se oyó un grito agudo al extremo del desfiladero e inmediatamente dos detonaciones.
—¡Corramos! —dijo Bennie—. ¡Alguien está en peligro!
Echaron a correr por el declive del desfiladero.
El terreno era quebrado, lleno de maleza, arbustos, matorrales y obstáculos; pero los dos cazadores los salvaban a saltos sin disminuir la rapidez de su marcha. De pronto, vieron dibujarse en la cima de una roca una forma gigantesca. Era un oso enorme, de más de dos metros y medio de alto, que estaba de pie sobre las patas traseras y trataba de trepar a otra roca más elevada.
Debía de estar furioso, pues tenía erizado su pelaje pardo, y sus ojos brillaban como brasas. Gruñía ferozmente.
—¡El grizzly! —había exclamado Bennie deteniéndose.
El oso, que tiene agudísimo oído, al percibir la voz humana volvióse rápidamente, saltó al valle con prodigiosa ligereza y se adelantó hacia los cazadores con tal agilidad que no hubiera podido sospecharse en un cuerpo tan carnoso y tan pesado.
Daba miedo. Agitaba amenazadoramente las patas delanteras y enseñaba sus poderosos dientes, abierta la inmensa boca, ancha como la de un tigre, y por la cual brotaba baba sangrienta.
—¡Atención, Armando!… ¡Haz fuego inmediatamente después que yo!
Apuntó durante un segundo y disparó. El oso recibió la bala en pleno pecho, dio un rápido salto de costado, rechinó los dientes y lanzó un aullido de rabia y de dolor; pero no cayó, sino que, por el contrario, precipitó la carrera para arrojarse sobre los cazadores.
A su vez hizo fuego Armando, apuntándole a la cabeza. Tampoco la segunda herida era suficiente para abatir a aquel gigante.
No tenían tiempo los cazadores de cargar de nuevo las escopetas, pues el oso estaba ya a cinco pasos de ellos,
—¡Huyamos! —gritó Bennie.
Lanzáronse ambos por la pendiente cuesta abajo, tratando mientras corrían de cargar las armas.
Furiosa la fiera por las heridas recibidas, se precipitó tras ellos, haciendo retumbar los ecos del valle con sus tremendos aullidos y regando el suelo con su sangre.
A los veinte pasos el canadiense se volvió y apuntó de nuevo,
—¡Toma, canalla! —exclamó.
Resonó un tercer disparo, seguido de otro al poco rato.
Esta vez el oso cayó, agitando pesadamente las patas. Creyéndole mortalmente herido, acercóse Bennie revólver en mano. Súbitamente el oso se levantó a medias y agarró con una de sus poderosas zarpas al imprudente, intentando estrujarle en un formidable abrazo.
Armando exhaló un grito de terror y se lanzó en socorro de su compañero. Pero éste no había perdido la serenidad. En vez de oponer resistencia a la presión de la fuerte garra y tratar de sustraerse al abrazo, se dejó llevar y disparó seguidos los seis tiros de su revólver en el pecho de la fiera, la cual soltó al cazador, aulló lastimeramente y cayó muerta.
—¿Está bien muerto ya? —preguntó Armando, que cuchillo en mano estaba junto al vaquero.
—Sí; ya no hay que temer. Era lo que le faltaba para dejar de hacer daño en este mundo —respondió el vaquero, limpiándose el frío sudor que bañaba su frente.
—¡Al fin respiro!
—¡Y yo! ¡Cuernos de bisonte! ¡Creí que había llegado el último instante de mi vida!