CAPÍTULO XIX

LOS CIERVOS

Al día siguiente los cuatro amigos, ya exentos de todo cuidado y temor de asechanzas y sorpresas por parte del obstinado y vengativo indio, se despidieron de los Cabezas Chatas, impacientes por llegar a las Montañas Rocosas.

Satisfecho el sakem por la posesión de la cabellera del famoso guerrero de Nube Roja, para demostrar su amistad al valiente vaquero, les suministró abundantes víveres, sobre todo carne curada al humo y pemmican, regalando a Bennie el hermoso caballo blanco que para el duelo había prestado a Cola Abigarrada, soberbio animal que reemplazaba con gran ventaja al perdido por el vaquero.

Pusiéronse, pues, en marcha, los cuatro hombres, seguidos de los dos caballos que llevaban los víveres y los útiles de los mineros, y en cuatro días atravesaron con toda felicidad la gran llanura que se extiende entre los ríos Negro y Peace, llegando a las primeras estribaciones de la soberbia sierra llamada las Montañas Rocosas, cuyas altas cumbres hallábanse todavía cubiertas de nieve, y que se pierde de vista tanto hacia el Norte como hacia el Sur.

Aquella gigantesca cadena, la más importante de la América del Norte, y que es quizá también mucho mayor que todas las del viejo mundo, nace en Alaska, es decir, en la llamada América rusa. Por su origen, más que una cadena de montañas, parece una serie no interrumpida de colinas; pero a medida que desciende al Sur, toma a cada paso proporciones más fantásticas y gigantescas.

Con el nombre de Sierra de Alaska se aproxima al mar, y forma el formidable grupo de San Elias, cuya mayor altitud, de 5980 metros, a pesar de las repetidas tentativas hechas por los africanistas americanos e ingleses, no fue escalada hasta el verano de 1887 por su alteza real el duque de los Abruzzos y algunos distinguidos socios del Club Alpino italiano.

Desde allí sigue por la Columbia inglesa, con grandes ramificaciones que se extienden hacia la costa del Océano Pacífico, donde forma la Sierra de las Cascadas, corta la Albertina, que tiene uno de los picos más altos, el Brown (4880 metros), y penetra en los Estados de la Unión, prolongándose en dirección al Sur (al Este del gran lago Salado) y va a formar los montes de Méjico y la Sierra Madre, tan abundante en altos picachos y en volcanes.

Ni aun allí puede decirse que terminan las Montañas Rocosas. La gran cadena que forma como la espina dorsal de la América del Norte, se prolonga por la Central, y concluye por constituir la célebre cordillera de los Andes, la mayor del mundo y la de picos más altos y en mayor número.

Cansados nuestros amigos por la carrera que habían sostenido durante cuatro días, ávidos de llegar cuanto antes a la cordillera, y no queriendo extenuar a los caballos, pues aún les faltaba mucho para llegar a la frontera angloamericana, resolvieron reposar algunos días y proveerse de carne fresca.

Eligieron para acampar la extremidad de un valle al pie de las estribaciones de la sierra, donde había agua y árboles frondosos que les brindaban fresca sombra. Indudablemente, allí la caza debía de abundar.

Después de la comida del mediodía, Bennie y su inseparable amiguito Armando fuéronse a cazar, dejando el campamento al cuidado del mecánico y el mejicano.

Dieron con un riachuelo, que supusieron afluente del río Negro, y decidieron seguir su curso por la orilla derecha, con la esperanza de matar algún cisne o alguna águila de cabeza blanca, caso de no poder cobrar otra pieza terrestre de pelo. Ambas orillas eran bastante selváticas, pero no estaban las plantas tan compactas que dificultasen la marcha. Había fresnos negros, que tanto se desarrollan en los terrenos bajos y húmedos, gran número de sauces, olmos americanos gigantescos, majestuosos y de tronco arrogante, que en la base no miden menos de dieciocho pies de diámetro, y que alcanzan una altura de cien; laureles siempre verdes, castaños, sicómoros, cedros, abedules y abetos de varias clases.

Los dos cazadores caminaban en silencio hacía ya una hora, dando vueltas con precaución alrededor de los troncos para no asustar a la caza, cuando de pronto oyeron hacia el fondo del valle largos y prolongados aullidos que parecían cambiar frecuentemente de dirección.

—¡Los lobos! —exclamó Armando—. ¡Mala caza! ¿Verdad, señor Bennie?

—En efecto —repuso el vaquero—; pero si no nos comemos sus chuletas, podemos escamotear las de los animales a quienes persiguen para devorarlos.

—¿Cree usted que están cazando?

—Si no cazaran, no aullarían así en pleno día. ¿No oyes cómo sus aullidos tan pronto se alejan como se acercan?

—Cierto. ¿Seguirán a algún bisonte?

—No. Los bisontes no salen de las grandes praderas.

—Entonces, será algún gamo o algún carnero de la cercana montaña.

—Creo que se trata de otra clase de animal —observó Bennie, que escuchaba con gran atención y observaba con todo cuidado los árboles próximos.

—¿Qué clase de animal cree usted que sea?

—Uno que por estas regiones llaman napiti.

—¿Qué animal es ése?

—Un ciervo; pero mucho más grande que los comunes.

—¿Y por qué lo infiere usted así?

—Por las ramas de esos sauces, que carecen de sus brotes tiernos y han sido arrancados recientemente.

—¿Se alimentan con esos brotes?

—Sí. ¡Ah! Parece que el ciervo se dirige hacia aquí; quizá espere salvarse atravesando el río.

—¿Nadan también?

—Admirablemente. Pueden atravesar el río más ancho y caudaloso sin correr peligro de ahogarse.

—¿Y no le seguirán los lobos?

—¡Ca! Tienen mucho horror a bañarse. ¿Oyes? ¡Los lobos se acercan!

—¿Serán muchos?

—Diez o doce.

—¡Entonces no son de temer!

—Así lo creo. Embosquémonos por aquí, y veremos si es un ciervo, un gamo o un «comedor de leña».

—Otro animal que no conozco.

—¡Ya lo conocerás! Pero los lobos aúllan cada vez más fuerte, y eso indica que están a punto de alcanzar a su presa. ¡Ven aquí, escondámonos!

Ocultáronse prestamente en un bosquecillo de avellanos próximo a un olmo gigantesco, y aguardaron el paso del animal perseguido por los feroces carnívoros, con las escopetas preparadas, el oído atento y ojo avizor.

Los aullidos de los lobos continuaban aproximándose, aunque a cada instante se oían en distintas direcciones. Era indudable que el pobre ciervo o el mísero gamo perseguido, en vez de mantener una dirección fija, la variaba con frecuencia para ganar algunos pasos de ventaja a sus perseguidores, sin dejar por eso de tratar de acercarse al río, su única salvación posible. No habían transcurrido quince minutos, cuando Bennie oyó un galope desenfrenado en el corazón de la selva, carrera acompañada del rumor de ramas rotas y hojas holladas y aplastadas.

—¡Aquí está! —exclamó el vaquero.

En efecto; un bellísimo animal de formas elegantes y esbeltas, semejante a los ciervos europeos, pero mucho más alto, de pelo oscuro y rojizo y bastante espeso, con magnífica cornamenta de amplias ramificaciones, había salido de un matorral con suma ligereza, extraordinaria agilidad y admirable gracia en sus movimientos.

El infeliz parecía haber derrochado en aquel prodigioso brinco todas las fuerzas que le restaban, pues inmediatamente se volvió y se plantó frente sus perseguidores con la cabeza baja, dispuesto a defenderse como último recurso. Bañado en sudor todo el cuerpo y cubierto el hocico de sangrienta baba, los ojos dilatados por el miedo, que en esta ocasión podía calificarse exactamente de miedo cerval, temblándole las patas como si estuvieran a punto de negarse a sostenerle.

Apenas se había puesto en guardia, cuando por el mismo matorral desembocó en la plazoleta un enorme lobo pardo, de pelo hirsuto y fauces abiertas, que dejaban ver sus largos y agudos dientes. Sin asustarse por la amenazadora actitud del pobre ciervo, saltó sobre él dando un aullido de triunfo e hizo presa en su garganta.

—¡Ah, canalla! —gritó Bennie, furioso.

Sonó un disparo, y el lobo cayó con el cráneo deshecho, como herido por el rayo.

Por desgracia para el ciervo, aquella ayuda fue demasiado tardía. Había caído al suelo exhalando bramidos lamentables, y de su garganta, rasgada por los poderosos dientes del lobo, brotaba sangre a borbotones.

Los otros lobos, sin tener en cuenta la muerte de su compañero ni hacer caso de la detonación, se precipitaron ávidos sobre el ciervo moribundo.

Los dos cazadores habían salido del bosquecillo; dispararon casi a la vez, y tumbaron un par de lobos. Luego se lanzaron audazmente sobre los carniceros animales, repartiendo soberbios culatazos a derecha e izquierda.

Por fin diéronse cuenta los lobos de la presencia de los cazadores, que a golpes les trituraban cabeza y costillas, y huyeron medrosos, aunque gruñendo y enseñando los dientes. Uno de ellos, el más grande no quiso marcharse sin protestar enérgicamente, e hizo frente al vaquero, tratando de saltarle a la garganta; pero pagó cara su osadía, pues con la cabeza rota cayó junto a sus tres compañeros.

—¡Ah, bandidos, glotones! ¿Os atrevéis a enseñamos los dientes? —exclamaba Bennie—. ¡Pues voy a contaros un cuento que os agradará!

Cinco tiros de revólver remataron a dos de los más recalcitrantes, y los demás huyeron resuelta y francamente, sin intentar nuevas protestas y con el rabo entre las piernas.

—¡Pobre animal! —dijo Armando examinando al ciervo—. ¡Esos bandidos tienen dientes de acero! ¿Por qué ese bruto no se defendió con los cuernos?

—Porque corría peligro de hacerse más daño del que podía causar a los lobos.

—En verdad que estos cuernos, señor Bennie, no parecen verdaderos cuernos, como los de los toros, por ejemplo.

—Son cuernos membranosos, a través de los cuales circula la sangre, y que constituyen, más que una defensa, un peligro para el pobre bicho. A palos con ellos puede matarse al animal.

—¡Vamos; resulta que son puro adorno!

—No tanto. En el otoño esas membranas caen, y las fibras interiores, verdaderamente córneas, adquieren tal dureza, que pueden herir con ellos aun a los osos; pero en enero y febrero quedan indefensos y a merced de los lobos y demás fieras.

—¿Y en el otoño se defienden?

—Sí; con mucho vigor. Y aun entre ellos mismos entablan luchas tremendas.

—¿Es buena su carne?

—¡Hum! Muy nutritiva sí es; pero bastante correosa. Nosotros, como no andamos escasos de víveres, nos contentaremos con la lengua, que es lo más sabroso de estos animales. Lo demás se lo dejaremos a los lobos.

—Aguardan impacientes. ¿No ve usted cómo nos acechan?

—¡Bueno, pues les haremos ganar su ración!

—¿De qué manera?

—Ahora lo verás —respondió el vaquero riendo.

Empuñó el machete, y con un golpe hábil desgarró el vientre del ciervo con una abertura bastante ancha para sacarle los intestinos.

—Ve a lavarlos en-aquella lagunilla —dijo a Armando.

—¿Quiere usted comerlos?

—¿Para qué? No tenemos necesidad de ellos —replicó el cazador—. Servirán para espantar a los lobos.

—¿Quiere usted burlarse, señor Bennie?

—Obedece y verás.

El joven cogió los intestinos, los arrastró hasta el estanque próximo e hizo entrar agua abundante por un orificio. Entre tanto, el vaquero arrancó una rama de planta, y con la baqueta del fusil la vació; cosa fácil, pues el meollo era muy poco consistente, y llamó a Armando, que había concluido la limpieza de los intestinos.

—Tapa uno de los orificios atándolo bien fuerte con una cuerda —le dijo.

—Ya está —contestó Armando después de hacer lo que le mandaban.

—¡Muy bien! Prepárate a cerrar también el otro cuando yo te diga.

Dicho esto, introdujo la ramita hueca en el orificio y comenzó a soplar con todas sus fuerzas. Los intestinos se inflaban al llenarse de viento; cuando ya amenazaban estallar, los soltó con precaución Bennie, y Armando los ató como si se tratara de una morcilla.

—¡Es un gran espantalobos! —explicó el vaquero riéndose.

Y cogiendo los inflados intestinos, los colgó de una rama baja que se extendía sobe el cadáver del ciervo. La ligera brisa que soplaba mecía las tripas hinchadas, que brillaban a los rayos del sol. Los lobos, que se mantenían a respetuosa distancia aguardando que se fuesen los hombres para lanzarse sobre su presa, pusiéronse a aullar ferozmente.

—Tienen miedo —murmuró Bennie.

—¿De la morcilla? —preguntó asombrado el italiano.

—¡Ya lo creo! Y te aseguro que no se atreverán a acercarse al ciervo en mucho tiempo. Nosotros, los cazadores de la pradera, cuando queremos salvar a algún animal de la voracidad de los lobos, hacemos esto, y estamos seguros de hallarle intacto después de muchas horas. Pero volvamos ya al campamento, es muy tarde.

En un santiamén arrancó la lengua al ciervo, y dio la señal de regreso. A fin de explorar los alrededores, en vez de volver por el mismo camino tomaron otro, que, según sus cálculos, debía llevarlos asimismo al punto de partida.

Internáronse, al efecto, en otro valle que penetraba serpenteando por entre las Montañas Rocosas, más agreste que el que habían atravesado antes y que tenía aspecto de garganta o desfiladero, pues las rocosas paredes, que parecían cortadas a pico, eran tan altas, que casi no permitían a la luz solar llegar hasta el fondo, en el cual abundaban gigantescos abetos y pinos de cincuenta metros de altura y más todavía.

El suelo, cubierto de vegetación espesísima, parecía óptimo para refugio y madriguera de caza. Temiendo Bennie tropezar con algún animal peligroso, iba muy prevenido, y recomendó a su compañero prudencia y precaución.

—No sabemos lo que puede suceder —le dijo—. Las Montañas Rocosas están muy pobladas de osos grises, de esos tremendos y feroces animales que nosotros llamamos grizzly.

—¿No se aventuran por estos parajes los cazadores de la pradera? —preguntó el joven.

—¡Hum! La piel del oso vale mucho menos que la de los bisontes, y por eso no se arriesgan a venir hasta aquí. Los bisontes se dejan matar con la mejor buena fe, blandamente, sin protesta; en cambio, los osos grises se defienden…, ¡y de qué modo! ¡Yo lo sé bien! Un día por poco dejo los huesos entre las garras de esos terribles animalitos.

—¡Cómo!

—Voy a contártelo —dijo el veterano cazador, parándose para encender la pipa—. Charlando se hace más breve el camino. Pues verás. Hacía yo entonces mis primeras armas; mi noviciado, como quien dice. Habitaba en una aldea situada en la falda del monte Brown, uno de los más altos de las Montañas Rocosas. Varios osos habían elegido para madriguera una espesa selva de pinos, a dos horas de mi pueblo. Al principio contentáronse con frutas e insectos; pero muy pronto, o por hacerse más audaces, o quizá obligados por el hambre, pues aquel año las nevadas fueron muy intensas y prolongadas, se acercaron a un caserío donde habitaban varias familias de mineros, y osaron escalar un corral, no huyendo sino al sentir claramente el estrepitoso ladrido de los perros.

—¡En poblado! ¡Qué audaces!

—Cuando tienen hambre no temen ni a los hombres.

—¡Continúe usted, señor Bennie!

—Continúo. A la mañana siguiente se descubrieron sus huellas, y los mineros decidieron acometer a tan peligrosos vecinos, temerosos de que cualquier día devorasen algún chiquillo. John Randolph y Harry Macpherson, dos veteranos cazadores de la pradera que habían matado muchos bisontes y osos, salieron una mañana en busca de los osos. Yo entonces me incorporé a ellos; era buen tirador, y gozaba fama de cazador excelente, aunque sólo tenía dieciséis años. Estaba nevando, y hacía un frío de todos los diablos.

—¿Iban ustedes los tres solos?

—Solos, precedidos por Top, un perro grande y fuerte, y también veterano, pues había luchado con fieras más de una vez. Pues, como te digo, íbamos siguiendo la huella de los osos, perfectamente impresas en la blanca alfombra. A eso del mediodía llegamos al pinar, madriguera predilecta de los feroces animales. Bebimos un trago de excelente whisky para confortarnos, nos aseguramos de que los fusiles estaban bien cargados y de que los cuchillos salían con facilidad de la vaina, y resueltamente nos internamos en la selva, caminando con toda clase de precauciones, porque los osos grises huelen al hombre a larga distancia. Habríamos caminado cosa de un kilómetro dando vuelta a los enormes troncos de pinos, algunos de los cuales medían hasta veinte metros de circunferencia, e inspeccionando los matorrales, cuando de pronto el perro se detuvo dando un gruñido.

»—¡Despacio, amigos! —exclamó Randolph—. ¡O mucho me engaño, o hay algún oso muy cerca!

»—¿Lo ha visto usted? —le pregunté yo, sintiendo un escalofrío circular en mis venas.

»—No —me contestó el veterano cazador, sonriendo—; pero Top le ha olido —y añadió son sorna—: ¿Tienes miedo, Bennie?

»—¡No, compadre John! —le respondí.

»—¡Mirad! —dijo en aquel instante Harry—. ¿No veis dónde terminan las huellas?

»—¿Habrá algún oso oculto en esa espesura? —preguntó Randolph—. ¡Estad en guardia, porque esas alimañas no temen al hombre! Quedaos aquí mientras voy a registrarla.

»El antiguo cazador se echó al suelo para arrastrarse hacia el matorral, seguido por Top, que continuaba gruñendo sordamente. Entre tanto, Harry y yo quedamos a diez pasos de la espesura, con las escopetas preparadas y los cuchillos entre los dientes, prontos a acudir en socorro de nuestro compañero a la primera llamada.

»Aunque era buen tirador y había matado muchos gamos y algunos bisontes, te confieso que en aquel momento me castañeteaban los dientes y temblaba de miedo.

—¡Y no le faltaba motivo, señor Bennie! —exclamó riéndose Armando.

—¡Diablo! —prosiguió el vaquero—. ¡Nunca me había hallado ante fieras tan peligrosas!

—¡Continúe usted!

—Continúo. El pinar había vuelto a quedar silencioso desde que Randolph se arrastró para explorar el matorral. No se oía otro rumor que el de las hojas levemente agitadas por el viento frío que descendía de las nevadas cumbres del Brown. De rato en rato rompía el rumoroso silencio el lejano aullido de algún lobo hambriento. De pronto oímos a Top, que ladraba furiosamente, y en seguida un gruñido tan fuerte, que parecía exhalado a dos pasos de nosotros. Temiendo que John corriese algún peligro, nos lanzamos a la espesura, y de improviso nos encontramos ante un oso gigantesco, un auténtico grizzly. Daba miedo verlo de pie, con aquellas garras tan formidables, aquella cabeza tan enorme, tan grueso y grande, y con el pelo erizado por la cólera. Se dirigió a nosotros con la boca abierta, mostrándonos los dientes poderosos y fuertes. En tan solemne momento no pude conservar la serenidad indispensable para semejante lucha; perdí la cabeza. Apunté maquinalmente con mi escopeta, y disparé sin mirar, a bulto, dándome después a la fuga.

—¿Y lo mató usted?

—No, Armando. Lo herí en el pecho, pero no era suficiente mi bala para derribarlo. ¡Para semejantes fieras no basta un balazo! Así fue que se precipitó detrás de mi galopando como un caballo. Harry hizo fuego a su vez, y lo hirió de nuevo; pero los dos balazos no eran bastante para detenerle. En un abrir y cerrar de ojos, el condenado animal me alcanzó, y me sentí entrechado entre sus potentísimos brazos, con tal fuerza, que creí que iba a triturar todos los huesos de mi cuerpo. Por fortuna, los dos veteranos cazadores se habían precipitado a socorrerme.

»—¡No tengas miedo, Bennie! —gritó John.

»Retumbaron dos detonaciones, una por la derecha y otra por la izquierda, disparos hechos casi a quemarropa, y el oso cayó, arrastrándome en su caída. Había muerto, y yo perdí el conocimiento por efecto del formidable apretón. Cuando volví en mí me hallé en el caserío de los mineros, acostado en cómodo lecho. Tenía dos costillas rotas, y…

—¿Y qué? —preguntó Armando, que escuchaba con vivo interés al cazador.

Bennie no respondió. Se había interrumpido bruscamente, deteniéndose ante una espesura que trataba de inspeccionar con inquisitivas miradas y preparando su escopeta.

—¿Qué ha visto usted, señor Bennie? —le preguntó el italiano con cierto temor.

—¡Escucha! —murmuró Bennie—. ¡Esta historia de osos parece haberlos evocado! ¡Creo que tenemos ahí un grizzly!

Armando se estremeció involuntariamente.