CAPÍTULO XVIII

DUELO TERRIBLE

Al oír aquellas palabras pronunciadas con tanta gravedad, aunque no exentas de ligero matiz irónico, el sakem y los ancianos exhalaron un ¡ah!, que lo mismo podía ser signo de aprobación que de extrañeza. Quizá les maravillaba que el blanco nombrase al hombre llegado del Sur, a quien no había podido ver llegar, y cuya llegada debía de ignorar. Bennie observó la buena impresión causada por sus palabras, y tras breve pausa, prosiguió:

—Mis compañeros y yo hemos aceptado lealmente la hospitalidad de los Cabezas Chatas, porque creíamos que no estaban en guerra con los cazadores de la pradera. ¿No están mis hermanos en paz con ellos?

—Sí —respondieron todos los indios.

Cola Abigarrada nos ha acusado de haber fumado el kalumet de la paz con los Pies Negros, vuestros eternos enemigos, y me maravilla que Espalda Quemada y sus sabios consejeros que tienen fama en toda la pradera de ser tan avisados y astutos, hayan podido creer que siendo nosotros enemigos de los Cabezas Chatas hubiéramos aceptado su hospitalidad, cuando nada nos era más fácil que rehusarla y seguir nuestro camino. Además, ¿cuándo un blanco ha entrado en relaciones con los Pies Negros sin haber dejado la cabellera en sus manos? No, sakem; no, ancianos experimentados; habéis sido engañados por un indio testarudo y vengativo que nos sigue desde hace quince días. No; ninguno de nosotros conoce a los Pies Negros de cerca, ni ha fumado con ellos, ni ha pisado su territorio de caza. Venimos del Sur y no del Norte, cuyos países no hemos visitado nunca.

—¡Bueno! —dijo el sakem después de consultar con la vista a sus compañeros—. Mi hermano el rostro pálido habla bien, y hasta le creo leal. ¿Pero puede explicarme el Gran Cazador por qué los sigue vengativo Cola Abigarrada y cuál es la razón de que odie a los blancos?

—Sí, jefe. Porque Cola Abigarrada ha sido mi prisionero. Mira a este hombre y a este muchacho; vienen de los remotos países por donde sale el sol más allá del gran lago Salado, para llegar a los países del Norte, donde son esperados. Nunca habían visto hombres rojos, y, por lo tanto, no podían ser sus enemigos. Pues bien; una noche los guerreros de Nube Roja cayeron sobre ellos a traición, mataron a sus compañeros, robaron sus caballos, saquearon su carro y se llevaron al muchacho para ponerle en el poste del tormento. ¿Quieres una prueba de la maldad de los Panzudos? Pues levanta el casquete de piel que le cubre el cráneo y verás lo que han hecho con este hombre tus aliados.

El sakem hizo lo que el vaquero le decía y se dio cuenta de la terrible operación sufrida por el mecánico.

—¿Qué te parece? —le preguntó Bennie.

—Tienes razón —repuso el jefe—. A este hombre le han arrancado la cabellera, aunque la Gran Madre de los blancos ha prohibido a los guerreros rojos que mutilen de tal modo a sus súbditos. Nube Roja ha faltado a su deber, y ha hecho mal.

—¡Ah! —exclamaron los ancianos y el hechicero en muestra de aprobación a las palabras del sakem.

—Indignado por tal hecho, tomé la defensa de mis hermanos los rostros pálidos, aunque no los conocía, y entablé una lucha desesperada, ayudado por mi compañero aquí presente para salvar al muchacho. Lo conseguí, pero tuve que huir, y perdí doscientas cabezas de ganado vacuno que me había confiado un rico ganadero de Edmonton.

—¿Y por qué te ha seguido vengativamente Cola Abigarrada?

—Porque para salvar a este jovencito le hice prisionero, le tuve de rehén y le cambié por él a Nube Roja. Entonces Cola Abigarrada juró arrancarme la cabellera.

—¡Comprendo!

—¿Crees ahora que yo sea amigo de los Pies Negros?

—No; y aun antes de oírte lo dudábamos, pues sabemos que odian a esos pieles rojas hasta los mismos blancos.

—¿Nos dejarás, pues, libres?

—Sí; pero… ¿y Cola Abigarrada?

—¿Qué?

—¿Qué dirá?

—¡Que diga lo que quiera! ¡Echale de tu aldea!

—Sí; pero volverá a su tribu, le dirá a Nube Roja que somos pésimos aliados y ya sabes que los Panzudos son más poderosos que nosotros,

—¿Y eso te inquieta? Sakem, entre ese hombre y yo existe tan profundo rencor que sólo se extinguirá con la derrota de uno de los dos.

—¿Y qué? Hable mi hermano. Los guerreros rojos le escuchan.

—¿Qué quiere usted hacer, Bennie? —preguntó el mecánico.

—¡Déjeme, amigo! Si no nos libramos de ese bandido, alguno de nosotros perderá vida y cabellera.

—¿Quiere usted desafiar a Cola Abigarrada?

—Sí.

—¿Y si le mata?

—¡No tema usted! ¡Sabré defenderme!

—¡Y en todo caso, aquí estoy yo para continuar la lucha! —dijo Back.

—¡Y yo! —añadió Armando.

—Gracias, pero estoy seguro que no será preciso. ¡Podré bastarme por mí mismo!

—¡Dios lo quiera!

Sakem de la poderosa tribu de los Cabezas Chatas, sabios ancianos del Consejo, decid a Cola Abigarrada que yo le reto a un duelo en plena pradera, a tiros de escopeta y a cuchillo.

—¡Eres un valiente! —contestó el jefe—. Siempre me son queridos los valientes. Sí; te batirás con el guerrero de Nube Roja y suceda lo que quiera, y aunque aliados de los Panzudos, te prometo que no tendrás nada que temer. ¡He dicho!

El indio se levantó y salió seguido de sus consejeros, que parecían muy satisfechos de 4a sentencia, quizá más por la promesa de un nuevo e interesante espectáculo que por cualquier otra causa.

—Bennie —dijo el mecánico en cuanto quedaron otra vez solos—, ¿quiere usted de veras jugarse la vida con Cola Abigarrada?

—Es el único medio para librarnos de él. Los Panzudos tienen una alianza con muchas otras tribus; el mejor día caeremos en un lazo y cumplirá a traición su juramento. Los Cabezas Chatas son amantes de la justicia por instinto, y, además, no han sido nunca enemigos de los blancos; pero no sucede igual con otras tribus cuyos territorios tendremos que atravesar de aquí a muy poco.

—Tiene usted razón; pero escúcheme. El más ofendido soy yo, y, por lo tanto, tengo mayores razones para medirme con Cola Abigarrada. No tema usted; soy un buen cazador, un auténtico bersagliero; pues fui sargento en uno de aquellos regimientos que son tan populares en mi país, y no me da miedo batirme.

—¡No, señor; de ningún modo! —respondió el vaquero con gran firmeza—. Usted es el jefe de la expedición y no puede exponer la vida luchando con ese canalla. Además, usted desconoce las tretas y astucias de los indios, lo que le daría a usted grandes desventajas.

—Tiene razón Bennie —afirmó Back—. Pero yo puedo batirme con ese bandido, y…

Aquel generoso pugilato amenazaba hacerse interminable. Por fortuna, lo interrumpió la llegada del sakem, quien, después de cortar las ligaduras que sujetaban a los cuatro amigos, les dijo:

—Seguidme. Cola Abigarrada me ha dicho que aguarda al Gran Cazador.

—¿Lo oís, amigos? —exclamó el vaquero—. ¡A quien aguarda es a mí!

Fuera de la tienda estaban preparados los caballos, de cuyos arzones colgaban sus escopetas. Una escolta de cincuenta guerreros armados como para la guerra esperaban también, y en medio de ellos hallábase Cola Abigarrada armado con un fusil, un hacha y un machete, y montado en un soberbio caballo blanco, que seguramente le había dado el sakem de los Cabezas Chatas. Al ver a su mortal enemigo, le miró echando chispas por los ojos, y enarbolando el tomahawk gritó:

—¡Tendré tu cabellera, Gran Cazador!

El vaquero se encogió de hombros sin molestarse en contestar.

A una señal del sakem la columna emprendió el galope, dirigiéndose al extremo del valle para salir a la pradera donde habían cazado los bisontes.

Acostumbrado Bennie a arriesgar la vida en lucha con los indios y las fieras, iba tranquilo, como si el que había de batirse fuera cualquier otro. Charlaba alegremente con sus compañeros y masticaba tabaco, sin dignarse mirar siquiera a su adversario. Este, en cambio, no le perdía de vista, cual si temiese que se le fuera a escapar.

En la extremidad del valle la columna se halló con toda la tribu. Viejos, mujeres y niños, sabedores del duelo entre el guerrero de Nube Roja y el Gran Cazador blanco se dirigían en masa hacia la pradera, deseosos de no perderse tal espectáculo.

Al ver llegar a los adversarios prorrumpieron en exclamaciones ensordecedoras, aunque sin manifestar su simpatía por uno ni por otro, a pesar de que se trataba de una lucha entre un hombre de su propia raza y otro de la raza de los conquistadores.

La pradera escogida para palenque era una llanura cubierta de hierba de una milla cuadrada y rodeada por bosques de pinos y de abedules. La tribu acampó en la margen de uno de éstos y los guerreros de la escolta situáronse alrededor estratégicamente para impedir la huida de alguno de los adversarios o alguna traición o sorpresa por parte de los blancos. Una vez cada cual en su puesto, el sakem dijo a Cola Abigarrada y al vaquero:

—Podéis comenzar. Tenéis por vuestro el campo.

Bennie se acercó a sus amigos, les estrechó la mano y les recomendó que guardasen la más estricta neutralidad, a fin de no atraerse el odio de la tribu. Luego examinó cuidadosamente sus armas, la cincha, las bridas y la silla de su caballo, y montando, lo espoleó, yendo resueltamente a ocupar su sitio de combate.

—¡Tiemblo por él! —exclamó el mecánico—. Yo sé que es animoso y valiente; pruebas me ha dado de ello, pero ese indio es capaz de todo.

—¡No tema usted por Bennie! —repuso el mejicano—. No es la primera vez que lucha con famosos guerreros indios y los vence. Además, Cola Abigarrada peleará lealmente, por lo menos ahora, se lo aseguro a usted; porque los Cabezas Chatas no permitirán felonías.

—¡Bien, esperemos que sea así!

Mientras el vaquero tomaba cuerpo galopando, hacía caracolear a su blanco caballo con estudiada fanfarronería.

Si aquél parecía tranquilo y sereno, tampoco el indio mostraba la menor preocupación; aun cuando no contase tanto con su fusil, pues los pieles rojas en general son malos tiradores, tenía gran confianza en su tomahawk de guerra, arma formidable que arrojan a distancia de treinta y hasta de cuarenta pasos sin errar jamás el golpe.

Llegados a las márgenes de los bosques respectivos, los duelistas dieron rápida vuelta para ponerse cara a cara y empuñaron sus fusiles. Contempláronse un momento y se dirigieron a todo galope uno contra otro. Separábalos una distancia como de un kilómetro, distancia que no tardaron mucho en recorrer sus ligeros caballos.

A los clamores ensordecedores de la tribu había sucedido el más profundo silencio. Todos los ojos seguían los movimientos de los dos combatientes, que se dirigían uno contra otro empuñando los fusiles y encorvados sobre el cuello de sus caballos.

El mecánico y Armando no se atrevían ni a respirar. En cambio, Back fumaba tranquilamente un cigarrillo.

A trescientos pasos de su adversario, Bennie torció bruscamente a un lado, lanzando su caballo a través de la pradera. Por temor a errar el tiro, entorpecida su trayectoria por la cabeza del caballo, tras la cual se resguardaba el guerrero rojo, el astuto cazador se propuso tirar por el flanco en vez de hacerlo de frente. Al verle pasar a su derecha. Cola Abigarrada se enderezó rápidamente y disparó su fusil a unos doscientos cincuenta pasos. Un grito de triunfo del vaquero le advirtió que había errado el tiro.

—¡Ah, ah! —dijo Back tirando el cigarrillo—. ¡Me figuraba que el indio no acertaría!

A su vez se irguió Bennie, apuntó con cuidado a su adversario, que se alejaba a todo galope, y disparó.

—¡Rayos! —exclamó el mejicano, palideciendo—. ¡También Bennie lo ha errado!

Así era. El infalible tirador no había logrado herir a su contrario. El indio recurrió para salvarse a una maniobra prodigiosa, pero muy común entre los hombres de su raza: se había dejado caer del lado opuesto del caballo, agarrado con una mano a la crin y tapándose de tal modo que, aunque la bala pasó casi rozando la silla, no le tocó.

—¡Falló! —exclamaron a dúo tío y sobrino, no atreviéndose a dar crédito a sus ojos—. ¿Ha errado el tiro?

—Sí; debía esperarse tal treta de un bribón como Cola Abigarrada.

—Sin embargo, parece que el señor Bennie no está desanimado.

—Tiene más balas, Armando. Poco ha ganado Cola Abigarrada con salvarse de ésta.

—¡Con tal que no repita la estratagema!

—¡Bah! ¡A un hombre como Bennie no se la dan dos veces seguidas con el mismo juego! Ahora estará sobre aviso.

Errados los primeros tiros, los duelistas continuaron su carrera desenfrenada mientras volvían a cargar sus armas, y luego volvieron uno sobre el otro.

Esta vez Bennie no se lanzó hacia su adversario con la celeridad de antes. Refrenaba de continuo su corcel y parecía espiar el momento propicio para dar algún golpe decisivo.

También el indio se había tomado más prudente. El astuto guerrero se escudaba también tras el cuello y la cabeza de su caballo, que no presentaba el menor blanco personal a los tiros de su adversario. Además, procuraba mantenerse exactamente frente al vaquero, para que éste no pudiese tirarle por los costados. Al ver cambiar otra vez de dirección a Bennie, rápidamente se arrojó de la silla, agarrándose a la crin como antes, decidido a no presentar blanco alguno a los tiros de su adversario. Y en cuanto éste pasó de largo, se incorporó, montó nuevamente y le apuntó con su fusil.

La victoria debía de ser suya. Pero no contaba con la habilidad ecuestre del vaquero, que podía dar quince y raya a la del mejor jinete indio.

En efecto; Bennie refrenó de pronto su caballo con fuerte mano, haciéndole casi arrodillarse por la brusquedad de la parada, e inmediatamente le hizo levantarse sobre las patas posteriores, obligándole a dar una vuelta completa sobre sí mismo. Aquella evolución prodigiosa le salvó.

En el mismo momento en que el caballo, loco de dolor por el doble pinchazo de las espuelas, se ponía en pie y daba la vuelta, el indio disparó su fusil. El caballo, herido en el pecho, lanzó un relincho de dolor y cayó. El vaquero, con agilidad suma, estaba ya de pie en el suelo; apuntó a su contrario y disparó su escopeta cuando el piel roja pasaba frente a él a una distancia de ciento veinte pasos.

Fue tan rápida la acción, que todos se sorprendieron, pues habían creído que le había herido la misma bala que derribó a su caballo.

La detonación fue seguida de un aullido de Cola Abigarrada y de un ¡hurra! vibrante del mejicano. El indio, herido mortalmente, cayó sobre la crin del caballo. Aún se mantuvo en la silla durante diez o doce pasos. Luego extendió los brazos con un gesto desesperado, y se desplomó en el suelo, permaneciendo inmóvil.

El sakem, Back y los italianos se precipitaron al encuentro de Bennie, que parecía más preocupado por la muerte de su caballo que satisfecho por la de su encarnizado enemigo. El jefe de los Cabezas Chatas le dijo enfáticamente:

—¡Mi hermano el Gran Cazador es un valiente! ¡Se lo dice un jefe!

—¡Gracias!

—¡La cabellera de tu adversario te pertenece!

—No la quiero. ¿Qué iba yo a hacer con ella?

—Puede servirle a tu compañero, ya que los Panzudos le arrancaron la suya. Así el Gran Espíritu le recibirá en las praderas donde abunda el bisonte como la hierba.

—Nuestro Gran Espíritu no quiere cabelleras.