CAPÍTULO XVII

EL PELIGRO DESCONOCIDO

El campamento de los Cabezas Chatas estaba en la extremidad de un profundo valle que los gigantescos pinos de Columbia hacían aún más salvaje y tétrico. Se componía de un centenar de cabañas de forma cónica y construidas con pértigas y pieles de bisonte para guarecer a otras tantas familias, las cuales componían un total de seiscientas a setecientas almas, número crecido si se tiene en cuenta la exigüidad de las tribus indias, especialmente hoy en día.

Al ver llegar al jefe seguido de los hombres blancos y de los principales guerreros, portadores de los trofeos y primicias de la gran raza, estallaron en el campamento alaridos de indescriptible júbilo, y hombres, mujeres, niños, y hasta los perros, se precipitaron alrededor de los caballos, disputándose las colas y las lenguas, que en un instante fueron llevadas a las hogueras que ardían en distintos sitios del campamento.

El sakem desmontó y llevó a sus huéspedes a su tienda, que era la más hermosa y la más grande, invitándolos a sentarse ante el fuego, en el cual ya se asaban unos cuartos de bisonte. Los ancianos de la tribu, que por su mucha edad y por las heridas recibidas en las largas guerras sostenidas por los Cabezas Chatas contra los Pies Negros no habían podido tomar parte en la cacería, se reunieron, vigilando el asado, que exhalaba apetitoso olor. El jefe hizo dar a los blancos platos de hierro que indudablemente había adquirido de la compañía peletera, y les sirvió comida como para satisfacer el apetito de diez hombres.

Bennie y sus compañeros, ya con el apetito aguzado con el olor del asado y animados con el ejemplo de los ancianos que comían como cuatro, devoraron los exquisitos salchichones, hechos de hígado, lengua y filetes bien picados, y el suculento asado.

Terminada la comida, y después de fumar el kalumet en prenda de amistad entre blancos y rojos, el sakem, que había engullido como un ogro, se tendió en la hierba para hacer la digestión, invitando a sus huéspedes a que le imitasen.

—Dejémosle reposar a su placer —dijo Bennie—. No hemos venido para coger una indigestión de carne de bisonte y tendernos en el suelo como bestias.

—Y en cuanto se despierten, ¿volverán a tragar? —preguntó Armando.

—Mientras tengan carne fresca los indios, se hartarán, a riesgo de un reventón.

—¿Y no la ponen en conserva?

—Sí; una parte la salan y la otra la secan; pero la mayor parte la devoran fresca con insaciable avidez.

—No son previsores.

—No se acuerdan del mañana, ni escarmientan pensando que buena parte del año padecen escasez y hasta hambre, porque falta la caza.

En aquel instante oyóse un rumor extraño acompañado de un vocerío monótono y triste; provenía del extremo del campamento, de una tienda cuyas pieles de bisonte estaban pintadas de rojo y negro.

—¿Qué sucede allí? —preguntó Falcone—. ¿Improvisan alguna danza?

—¿No ve usted al mago de la tribu, que se dirige hacia aquella tienda?

—¿Un mago? —exclamó Armando—. ¡Más parece un oso!

—En efecto —replicó Back—. Algo se parece a un oso.

Un indio cubierto con la piel de un oso pardo, cuyo hocico le cubría la cabeza y la frente, y adornado con serpientes, colas de perro, de bisonte y de lobo, dirigíase hacia el tvigwam, seguido de una docena de mujeres plañideras y de esclavos que tocaban tamboriles.

—Ahí debe de haber un moribundo; alguno probablemente herido por un bisonte.

—¿Y será capaz de curarle ese bárbaro?

—Dentro de pocos minutos habrá muerto el infeliz.

—¿Por qué? —interrogó el mecánico.

—Porque esos bárbaros tienen unos procedimientos curativos capaces de matar al hombre más fuerte.

—¿Los apalean quizá? —dijo Armando.

—Poco menos. Toda la habilidad de estos presuntos médicos estriba en introducir en la boca de los enfermos una piedrecita blanca y oprimirles las costillas y el pecho hasta estrangularlos, so pretexto de sacarles del cuerpo el espíritu maligno.

—¡Al diablo los medicuchos!

—Pero así tienen que matarlos a la fuerza.

—¿Y qué? El mago no tiene la culpa si el espíritu del mal no le obedece.

—¡Farsantes!

—Y después de la muerte, ¿esperan otra vida mejor?

—Sí; los valientes que no han perdido la cabellera van directamente a las praderas del Gran Espíritu, donde pululan los bisontes; en cambio, los malos o cobardes habitan durante mucho tiempo llanuras desiertas y cubiertas de nieve, en las cuales no hay caza, y, por lo tanto, padecen hambre y frío. Pero una vez expiada la pena en cierto número de años, y después de ser transformados en animales por otro período de tiempo, pueden pasar a descansar a las praderas de Manitú.

—¿Creen, pues, en la transmigración de las almas?

—Así parece. El caso es que los Cabezas Chatas respetan a los castores.

—¿Por qué razón?

—Porque creen que son indios condenados, por alguna maldad cometida hace siglos, a hacer vida animal.

—Y los que pierden la cabellera a manos de sus enemigos, ¿no son recibidos en las grandes praderas del Gran Espíritu? —preguntó Armando.

—No. El Gran Espíritu miraría con desprecio al guerrero que se presentase ante él sin su cabellera, a menos que no pueda ofrecerle la del enemigo que se la arrancó.

—Pues, tío mío —dijo Armando con mucha gracia—, para ti está cerrado a piedra y lodo el paraíso de los pieles rojas.

—Sí —respondió el mecánico, riendo—; pero no pienso ir a él, ni entraría aunque de par en par me abrieran las puertas.

Así nuestros amigos hacían la digestión charlando, mientras los pieles rojas la hacían tendidos sobre la hierba, o fumando, bebiendo «agua del diablo» y discutiendo acaloradamente, y las mujeres seguían asando enormes trozos de bisonte, que ponían a disposición del primero que se acercaba, pues no se hallaban en época de economizar. Otros indios, en vez de disputar y beber, habían organizado una especie de baile al son de tamboriles, especie de escenas coreográficas de estilo guerrero; combates cuerpo a cuerpo, asaltos furiosos, sorpresas, carreras infernales y saltos extraordinarios, con disparos de fusiles para amenizar aquellas mojigangas.

Pero los más famosos guerreros se abstenían de tomar parte en tales juegos, por estar anunciada para aquella tarde la «danza del perro», una de las ceremonias más importantes y solemnes entre las diversas tribus de los Cabezas Chatas. Reservábanse para la danza mencionada, en la cual sólo podían tomar parte los acreditados de valientes, generosos, nobles y audaces.

Los dos vaqueros y los italianos, al ver que el sakem y los ancianos continuaban roncando, se llegaron a varios de los círculos formados por los indios, quienes los recibían con gran cordialidad, como huéspedes amparados por el tótem de la tribu. Por temor de herir la suspicacia quisquillosa de aquellos bárbaros, no se atrevían a rehusar las libaciones que les ofrecían con aquel licor que escaldaba la garganta, y que hasta para Bennie resultaba fuerte.

A eso de las tres, despertados el sakem y los ancianos, todos los círculos se disolvieron cual si obedeciesen a una consigna, trasladándose en masa hacia una gran explanada, en medio de la cual habían plantado un palo bastante agudo y de la altura de un hombre regular.

Los mejores guerreros de la tribu, con sus trajes de gala, sus más hermosas plumas y armados de todas armas, machetes y cuchillos, se habían congregado alrededor de la puntiaguda estaca. Ocho tamborileros comenzaron a tocar una marcha, nada alegre, por cierto, lenta al principio, y que iba animándose poco a poco hasta llegar a hacerse vertiginosa.

—¿Es la prometida «danza del perro»? —preguntó Armando.

—Sí —contestó Bennie—. Es una ceremonia muy importante, porque los que la ejecutan tienen que jurar que han de ayudarse recíprocamente en los combates y ser siempre fieles amigos.

—¿Y qué tiene que ver esto con el perro?

—Pues qué, ¿no es símbolo de la fidelidad ese animal?

—Tiene usted razón, señor Bennie.

—Además, ya verás cómo también los perros tienen su papel en la ceremonia.

—¿Tomarán parte en el baile los perros?

—Sí; pero una parte poco agradable. Los pobres animales se alegrarían mucho de que sus amos los eximieran de tal cosa.

A una orden del sakem, que se había sentado sobre un cráneo de bisonte entre los dos hechiceros de la tribu, los guerreros se ordenaron en cuatro columnas y comenzaron a evolucionar, saltando y cantando en torno del palo. Era una serie de marchas y contramarchas nada regulares; de pronto, como si montasen en cólera extremada, dividiéronse los guerreros danzantes en dos bandos, que empezaron a insultarse y se precipitaron unos contra otros, aullando y agitando las armas, mientras los músicos aceleraban el compás.

Se acercaban, se amenazaban furiosos, separábanse con ligereza sin igual y descargaban sus armas, con gran riesgo de herirse, blandiendo luego hachas y lanzas cual si combatieran de veras cuerpo a cuerpo y a trueque de despedazarse, evitando cada cual, con saltos rápidos y quiebros, los golpes del contrario. El público, entusiasmado, no podía contenerse. Hombres, mujeres y niños lanzaban alaridos de entusiasmo, y hasta el mismo jefe se puso en pie y blandía el tomahawk, como si tuviera muchas ganas de mezclarse en la ceremonia.

Por su parte, los danzantes habían llegado a tal punto en su ardor entusiástico, que, prescindiendo de toda prudencia, empezaban ya a herirse. Dos o tres hachas estaban manchadas de sangre y un par de guerreros habían sido sacados del circo, pues el lugar del combate estaba rodeado de una valla de madera. Pero el sakem se dio cuenta del caso e hizo cesar la música, con gran sentimiento de actores y espectadores.

La suspensión calmó un tanto el ardor de los combatientes, y habiendo cobrado nuevo vigor merced a copiosas libaciones alcohólicas, fue llevado al circuito un gran perro muy peludo. El animal, presintiendo su destino, ladraba lastimeramente y se resistía a entrar; pero los dos hechiceros le obligaron, y en breve le derribaron a hachazos y le arrancaron el corazón, que clavaron inmediatamente en la punta de la estaca central.

Volvieron a tocar los músicos, y tras un difuso discurso del sakem acerca de los deberes de la amistad, los danzantes tornaron a sus danzas en torno de la estaca, en la cual palpitaba aún el corazón del pobre perro. En sus idas y venidas los guerreros lo olían, lo lamían y mostraban gran deseo de hincar el diente en aquel pedazo de carne cruda, sin dejar de correr, aullando y agitando las armas. De pronto, uno de ellos pudo echarle el diente; arrancó un pedazo de corazón, lo masticó, manifestando el mayor placer, y se lo tragó. Luego fueron imitándole los otros, hasta que no quedó un trozo del manjar.

—¡Puaf! —dijo Armando—. ¡Comerse el corazón de un perro!

—Y no tardarán en comerse todo el animal. Cuando carecen de carne, los indios se comen sus perros sin la menor repugnancia.

—¿Terminó ya la danza? —preguntó el mecánico.

—Otras veces prosigue con varios corazones de perro. Pero ¿dónde está el sakem?

—Habrá ido a comer un buen trozo de bisonte —dijo Back—. Ha de preferir esa carne a la correosa e indigesta del fiel compañero del hombre.

—¡Podía habernos invitado! ¡Ea! ¡Dejemos a los danzantes y vamos a cenar! —dijo Bennie.

Iba a irse, cuando se sintió coger de improviso por manos robustas que le sujetaron y derribaron.

—¿Qué es esto? ¿Qué significa?

Diez o doce indios se habían precipitado sobre los cuatro bancos, reduciéndolos a la impotencia sin darles tiempo para defenderse.

—¡Cuernos de bisonte! ¿Qué traición es ésta, bandidos?

La danza habíase interrumpido bruscamente. Actores y espectadores acudían alrededor de los doce indios, que ataban sólidamente a nuestros cuatro amigos con los lazos usados para cazar los caballos salvajes en la pradera.

Bennie y sus compañeros quedaron estupefactos ante aquella repentina agresión, y los guerreros que habían tomado parte en la danza no se mostraban menos sorprendidos, preguntándose asombrados qué delito podían haber cometido aquellos hombres, que hasta hace pocos minutos eran los huéspedes sagrados de su jefe.

Los doce indios, obedeciendo indudablemente las órdenes del sakem, cogieron a los prisioneros, y sin responder a las mil preguntas que se le dirigían, atravesaron corriendo el campo y fueron a depositar su carga en el gran wigwam, poniéndose fuera de centinelas para impedir a todos el acceso a la tienda.

—¡Cuernos de bisonte! —exclamó el vaquero, no del todo repuesto de su sorpresa—. ¿Se habrá vuelto loco el jefe? ¿Qué quiere decir esta brutal agresión?

—¿Habremos ofendido al sakem sin darnos cuenta? —preguntó el mecánico—. De otro modo no sé a qué atribuir…

—¡Ofender al sakem! ¿Por qué?

—¿No querrá apoderarse de nuestras armas? —insinuó Armando.

—No lo creo —dijo Back—. Los Cabezas Chatas siempre han sido leales.

—Y han cumplido los deberes de la hospitalidad —agregó Bennie.

—¿Nos creerán enemigos?

—No, Armando. Estos indios no tuvieron nunca guerra con los blancos y siempre mantuvieron con ellos las mejores relaciones. Díganlo los cazadores de los fuertes de Bermellón, de la Providencia y de… ¡Cuernos de…!

—¿Qué ocurre?

—¡Una sospecha!

—Veamos.

—¿Os habéis olvidado de Cola Abigarrada?

—¡Es verdad! —dijeron todos.

—Sí, amigos; puedo equivocarme, pero creo que ese endiablado indio tiene la culpa de lo que nos sucede.

—¿Cree usted que haya llegado hasta aquí?

—Sí lo creo, Falcone.

—Pero ¿son amigos los Panzudos de los Cabezas Chatas?

—Y aliados.

—¿Y cree usted que sea él el que ha hecho que el sakem de esta tribu nos prenda?

—Lo sospecho.

—¿Y el sakem había de prestarse a tal traición?

—¡Hum! ¡Veremos en qué para esto! ¡Pero no soy hombre que se deje arrancar la cabellera sin más ni más!

—El caso es que no somos los más fuertes y estamos bien atados —dijo el mejicano.

—¡Cuernos de bisonte! ¡Si salgo de ésta, ya puede encomendar su alma al Gran Espíritu ese indecente de Cola Abigarrada!

—¿Pero tiene usted esperanza de que el sakem nos ponga en libertad?

—Sí; cuando se entere de lo ocurrido y de quién es Cola Abigarrada, nos hará justicia. Dígase lo que se quiera, los indios son leales en el fondo y siempre han respetado las leyes de la hospitalidad.

—¡Ah! ¡Aquí está el sakem! —exclamó Back—. ¡Sea bien venido!

En efecto; en aquel momento entraba el jefe, seguido de los siete ancianos de la tribu y de uno de los magos. La cara del sakem era muy sombría y sus miradas amenazadoras. Sentóse sobre sus talones, casi enfrente de Bennie. Sus acompañantes sentáronse del mismo modo, formando un semicírculo. El jefe, después de haber mirado algunos momentos a los prisioneros, dijo con voz grave:

—Mis hermanos los rostros pálidos han fumado con los Cabezas Chatas el kalumet de la paz; pero los pieles rojas han sido engañados, y si lo hubiese sabido, habría roto la pipa que desde hace tantos siglos conserva mi tribu como sagrada herencia, y dispersado al viento todo el tabaco antes de brindaros.

—¡Despacio, jefe! —interrumpió Bennie—. No deben formularse juicios temerarios. Explícame primero en qué te hemos engañado. Hasta hace un momento éramos tus huéspedes. ¿Qué repentino motivo te hemos dado para tratamos como a enemigos, habiendo sido siempre nosotros amigos de los pieles rojas?

—¡Mientes! Un hombre que ha venido del país del Sur acaba de comunicarme que hace pocas semanas habéis estado con los Pies Negros, nuestros mortales y seculares enemigos y que venís para espiarnos.

—Pues yo os probaré que os ha engañado indignamente ese hombre, que no es otro que Cola Abigarrada, guerrero de Nube Roja, el gran sakem de los Panzudos.