CAPÍTULO XVI

LOS CABEZAS CHATAS

Los bisontes, perseguidos por los indios y asustados por aquellos disparos repetidos que tantas víctimas ocasionaban, huían como locos en horrible confusión, chocando unos contra otros, atropellándose. Al llegar ante la garganta, los monstruos rumiantes penetraron por ella como un aluvión, arrasando con ímpetu irresistible hierbas, matorrales, árboles jóvenes y cuanto encontraban a su paso.

A los primeros albores del día, que teñían el cielo de rojos matices, veíanse aquellos colosales rumiantes de enormes cabezas armadas de poderosos cuernos; eran por lo menos cincuenta, y todos se estrujaban por entrar, pretendiendo evitar en aquel refugio las balas de los indios, que los diezmaban. Los primeros, más afortunados, consiguieron entrar fácilmente, arrollando cuanto encontraban a su paso, y desaparecieron al otro extremo de la garganta. Uno, sin embargo, un macho viejo de largas crines y armado de dos grandes cuernos, halló el surco seguido por nuestros amigos y se precipitó al galope roca arriba, sin darse cuenta de la presencia de los cazadores en la cima.

—¡Fuego sobre él o estamos perdidos! —gritó Bennie.

Resonaron tres disparos casi simultáneos; pero el bisonte, aunque gravemente herido, a juzgar por el mugido de dolor que exhaló, no se detuvo, sino que, furioso y loco, continuó subiendo el repecho, amenazando derribar en el desfiladero a hombres y caballos.

Afortunadamente, Bennie no había disparado su escopeta; haciéndose a un lado para evitar el choque con el endiablado animal, disparó casi a boca de jarro, y el bisonte cayó como herido por un rayo.

La bala del vaquero le había penetrado por un ojo; dobló la rodilla y cayó de costado, rodando por la pendiente y escachando con su enorme peso a un ternerillo, que instintivamente se había internado en el barranco para no ser atropellado por sus compañeros.

—¡Buen tiro! —exclamaron los dos italianos.

—¡Amigos! —ordenó el vaquero—. ¡Fuego a discreción!

El grueso del rebaño había penetrado entre las colinas, perseguido por los tiros de los fusiles indios.

Los cuatro compañeros iban a comenzar el fuego, cuando a la entrada de la garganta divisaron treinta o cuarenta hombres a caballo, medio desnudos, adornados con plumas de varios colores y con colas de caballo y de lobo y armados de lanzas y fusiles.

—¡Son los Cabezas Chatas! —gritó Bennie—. ¡No hagáis fuego!

Algunos de aquellos salvajes distinguieron el grupo de los cuatro blancos, y los saludaron con gritos de bienvenida, sin dejar de hacer un gran destrozo en los bisontes rezagados que pretendían huir trepando por las peñas.

Bennie y Armando volviéronse para no herir a los indios, y dispararon media docena de balas, derribando algunos rumiantes de los que ya habían pasado más allá de la roca, en cuya cima estaban. Pero muy pronto desaparecieron de la vista en el recodo del desfiladero, seguidos por los cazadores rojos, y dejando en el campo buen número de muertos y heridos.

Varios indios que llegaban rezagados comenzaron a rematar a los heridos con sus hachas de guerra, y otros cortaban a los muertos la cola, que agitaban con aire de triunfo.

Era inútil continuar más la caza, pues sólo en la garganta había carne bastante para alimentar durante tres semanas a mil personas. Si algunos la seguían, era de puro apasionados por ese deporte, o más bien por mero instinto de destrucción.

Un jefe indio que calzaba botas de piel amarillenta, que llevaba varias cabelleras humanas como trofeo, y que cubría su cuerpo con una veste de piel de gamo y colgando de su cinturón dos bolsas llamadas «de la medicina», porque contienen amuletos, se acercó a los blancos, llevando en la mano una lengua de bisonte. Los cazadores la recibieron de manos de Espalda Quemada como prenda de amistad, en espera de fumar el calumet de la paz.

—¡Gracias, sakem! —dijo cortésmente Bennie.

—La carne de bisonte cogida ha sido abundante —añadió el indio—. Mis hermanos los rostros pálidos tendrán su parte.

—La aceptamos de todo corazón.

—Al otro lado de esta garganta, en la pradera, se alzan nuestros wigwams, bien resguardados del viento del Septentrión. Los cazadores pálidos pueden contar con una tienda que les brinda la hospitalidad de sus amigos los pieles rojas.

—¡Muchas gracias, jefe! Varias veces he tenido ocasión de gozar de la hospitalidad de la tribu de los Cabezas Chatas, y sólo tengo que congratularme por ello.

El sakem saludó con la mano y bajó al desfiladero, donde se habían reunido más de cien guerreros indios para recoger las piezas cobradas en la cacería, operación nada fácil, porque no todos son capaces de trinchar los gigantescos rumiantes. Por eso suele decirse en la pradera que un cazador novel puede correr el riesgo de morirse de hambre junto a un bisonte matado por él.

Empero los indios, maestros en tales faenas, habíanse puesto a la obra con rapidez verdaderamente prodigiosa. Desollaban los bisontes con admirable destreza, quitándoles la piel sin detrimento alguno, para venderlas a los agentes de las compañías peleteras; luego introducían sus agudos cuchillos, afilados y fuertes, por la espalda del animal, cortando la columna vertebral y separando con sin igual habilidad las grandes costillas. Abierto el enorme rumiante, sacábanle los intestinos, que ponían aparte, como destinados a hacer salchichones de la pradera, y después con el hacha iban cortando la carne, que varios indios cargaban sobre los caballos agrupados a la entrada del desfiladero.

Bennie y sus compañeros bajaron para contemplar más de cerca aquellas operaciones con tal agilidad y destreza ejecutadas.

—¡Qué admirable! —exclamaba entusiasmado el joven italiano—. ¡Nuestros jiferos y carniceros no valen nada comparados con estos hombres!

—Ningún cazador de la pradera los iguala —respondió el vaquero—. Pero son tan tragones como laboriosos. Verás esta noche qué atracones de carne se dan.

—Dígame, señor Bennie —dijo de pronto Armando, que había permanecido silencioso durante varios minutos—, ¿tienen verdaderamente chata la cabeza estos indios? El enorme tocado de plumas que se la cubre me impide comprobarlo.

—Sí; en realidad son chatas.

—¿Y cómo hacen para ello?

—Se valen de un sistema que no debe de ser muy agradable para los pobres nenes.

—¿Harán como los chinos para impedir que crezcan los pies de sus hijas?

—Algo semejante, señor Falcone. Las madres aplican en la frente a los recién nacidos una especie de cojín de corteza, sujeto con unas correas, y que no les quitan hasta que han cumplido un año.

—¡Vaya un martirio para las criaturas!

—Así es; he visto varios nenes así comprimidos, y la pena y el dolor leíanse en su carita inocente; tenían los ojos casi fuera de sus órbitas, hinchados los músculos y los labios contraídos. Dicen los indios que las criaturas apenas padecen con tan bárbara costumbre; pero yo no lo creo.

—¿Y después del año queda la frente plana?

—Sí; y la cabeza queda para siempre achatada.

—¿Y por qué se deforman de tal modo?

—Porque creen que así se hermosean. Esto dicen unos; otros me han dicho que la razón es que así se distinguen de todas las demás tribus.

—¿Y son muchos los Cabezas Chatas?

—Muchos. Sus tribus ocupan desde Vancouver al límite final de las posesiones inglesas hasta cerca de Washington, la capital de los Estados Unidos.

—Entonces, ¿no es verdad que los pieles rojas desaparezcan rápidamente? —preguntó Armando.

—En las posesiones británicas los indios abundan mucho todavía y tienen a su disposición inmensas extensiones de terrenos para cazar; pero en los Estados Unidos ya es otra cosa. Están llamados a desaparecer, y su número disminuye mucho a causa de las guerras que promueven entre sí las tribus y por el abuso del whisky que compran a los cazadores de la compañía, y que ellos llaman «agua del diablo».

—Es cierto, Bennie —dijo Falcone—. En el año 1866 una estadística oficial del Ministerio del Gobierno de Washington hacía ascender el número de indios existentes en los Estados Unidos a trescientos seis mil; en 1870 el número había bajado a doscientos ochenta y siete mil, y hoy apenas si alcanzará a doscientos mil.

—¡Es un bajón tremendo! —exclamó Armando.

—Es un fenómeno que se ha producido siempre desde que se efectuó el contacto entre las dos razas: la roja y la blanca. Gran número de tribus que fueron un día poderosísimas han desaparecido totalmente desde que trabaron relación con los europeos. Los Delaware, por ejemplo, que ponían en pie de guerra, o «en el sendero de la guerra», como ellos dicen, verdaderos ejércitos, han quedado reducidos a unos pocos centenares; los Mohicanos, los Crehek, los famosos Seminólas, heroicos defensores de la Florida contra la invasión de los americanos al mando del general Jackson, han desaparecido. Quizá no quede ninguno. ¿Y las seis naciones de los lagos del Canadá? Ve a ver los Iroqueses y los Natchez que quedan. Así, mi querido Armando, ha sucedido con tantas otras. Nuestra raza europea ha sido fatal para los demás, y acabará por destruirlas a todas; a todas, menos una: la amarilla.

—La culpa es en gran parte de los indios, amigo Falcone —dijo Bennie.

—No digo que no —replicó el mecánico—. Quizá si se hubieran resignado con su suerte y al ver que empezaba a faltarles la caza, se hubiesen dedicado a la agricultura…

—Indudablemente, hubieran prosperado.

—No lo creo, Bennie. Cuando más, se hubieran conservado, como ocurre con los Corazones Apocados, que han formado una especie de república agrícola floreciente. En cambio, otras tribus, ¿qué han logrado por tal camino?

En sesenta años los indios acantonados y recluidos en la vida agraria han bajado de cien mil individuos masculinos a cincuenta mil aproximadamente. No faltaron filántropos que soñaron con reunir todas las tribus dispersas y varias de los Estados Unidos en un solo territorio y formar una Confederación de pieles rojas; pero tuvieron que renunciar a ello, pues las tribus más numerosas se apresuraron a declarar que por nada del mundo querían fusionarse con las otras. «Queremos vivir como hemos vivido hasta ahora, y como vivieron nuestros padres», decían con admirable unanimidad todos los sakem. «No queremos, pues, oír hablar ni de reclusiones ni de confederaciones, ni de cultivar el suelo. Dejadnos seguir la pista del bisonte, y mandad a vuestros hombres blancos a cultivar la tierra. No necesitamos ni nos gusta otra cosa que correr por la pradera a caza de gamos, osos y bisontes». Así respondieron.

—¿Y no cree usted, tío, que la raza roja desaparezca por fundirse con la blanca, andando el tiempo? —preguntó Armando,

—Hubo quien así lo creyó firmemente, pero los hechos han venido a demostrar lo absurdo de tal esperanza. Hace tres siglos que ambas razas se hallan en relaciones, y en ese tiempo, ¿cuántas uniones mezcladas se han efectuado? No; la raza roja siente repulsión invencible por la blanca, y ésta se la paga con usura. Una ley, fatal para los pieles rojas, los conduce a su destrucción, quizá no sea cuestión sino de un siglo.

En aquel momento se acercó el jefe indio, y Falcone interrumpió su disertación.

—Que mis hermanos blancos me manden —dijo el sakem—. Hemos terminado de recoger las piezas cobradas y nos volvemos a nuestros hogares, donde nos esperan nuestras mujeres.

—Estamos prontos a seguir a nuestros hermanos los guerreros rojos —contestó Bennie.

Los indios ya se habían puesto en camino, escoltando a los caballos que llevaban las reses descuartizadas y las pieles cuidadosamente arrolladas, pero que aún tenían que ser preparadas antes de venderlas.

Hombres y animales iban manchados de sangre: plumas, vestidos, armas, crines, colas, parecían bañados en el licor rojo que pocas horas antes circulaba por las venas de los bisontes.

Bennie y sus compañeros, siguiendo al jefe, llegaron en breve a una vasta pradera, en la cual otros indios cargaban en grandes carros otras reses más cobradas en aquellos parajes. La cacería había sido soberbia.

Atravesaron a galope la llanura, y a través de las copas de los árboles no tardaron en distinguir el humo de las hogueras del campamento, desde el cual llegaban a los oídos de nuestros amigos voces femeninas, gritos de niños y ladridos.

El sakem, a quien seguían media docena de guerreros, adelantóse unos pasos, y en breve llegó a los primeros centinelas. Entonces se volvió hacia Bennie, e indicándole un desfiladero, le dijo ceremoniosamente:

—El campamento.