CAPÍTULO XV

LA CAZA DE LOS BISONTES

A las tres de la tarde, los cuatro amigos, deseosos de dejar atrás al obstinado piel roja, se internaban a todo galope en el territorio de caza de los Cabezas Chatas.

Estaban recorriendo esa región casi desierta que se extiende desde la ribera del río Peace a la del Negro y del Liard, estos últimos dos ríos de prolongado curso; el primero, afluente del segundo, y éste, a su vez, tributario del Makenzie, en cuyas aguas vierte las suyas próximo al fuerte Simpson. Aquel vasto espacio es casi todo llano, con exuberante y variada vegetación, y tiene al Oeste las Montañas Pedregosas. Falta el cultivo, porque los indios creen innoble dedicarse a las faenas agrícolas y prefieren consagrarse a la caza, persiguiendo la salvajina, que abunda mucho por aquellos parajes.

Los viajeros galopaban, deseosos de adelantar terreno, pasando sucesivamente por praderas y bosques, y así continuaron hasta la puesta del sol, sin haber encontrado en su camino ningún ser viviente. Al oscurecer hicieron alto en una especie de garganta selvática entre dos colinas bajas cubiertas de magníficos pinos de Columbia, que ostentaban su copa a trescientos pies; o sea, cerca de cien metros del suelo.

Aquel lugar les pareció absolutamente tranquilo, y armaron la tienda, confiando en pasar una noche en paz y continuar la marcha al alba del siguiente día. Cenaron, fumaron, ataron los caballos a una estaca clavada en tierra y se metieron en la tienda para dormir con las armas al lado.

Dormían hacía varias horas, soñando que habían llegado a las minas de Alaska y que recogían el oro a manos llenas, cuando Bennie, que dormía con un ojo por antigua costumbre del viejo aventurero, despertó bruscamente al oír un aullido lúgubre que parecía haber sonado a la entrada de la garganta, seguido de los relinchos de los caballos.

—¡Al diablo esos ladrones de cuatro patas! —exclamó—. ¡Ya hacía mucho tiempo que no nos daban serenata los lobos!

Como conocía la audacia y acometividad de aquellos animales, mucho más grandes y fuertes que los coyotes, se zafó de la manta de lana que le envolvía, cogió el fusil y salió fuera de la tienda. Ya había desaparecido la luna en el horizonte y reinaba gran oscuridad en aquella selvática garganta, siendo imposible distinguir un objeto o animal a diez pasos de distancia. Además, un viento septentrional, frío, que soplaba con fuerza en aquella estrechura, agitaba las plantas e impedía precisar la situación de los lobos de la pradera.

—¡Magnífica noche para ellos! —murmuró el vaquero—. ¡Pueden llevarse un caballo sin que lo advirtamos!

Reavivó la hoguera, casi apagada, echando algunas ramas secas, y se dirigió hacia los caballos, que continuaban atados a la estaca, y dando vivas señales de profunda excitación con sus relinchos y sus esfuerzos por romper la cuerda.

—¿Qué significa esto? —se preguntó alarmado Bennie—. Nuestros caballos no pueden espantarse de este modo por la proximidad de algunos lobos, a quienes saben mantener a distancia haciéndose respetar por temor a sus tremendas coces.

Miró hacia las dos salidas de la garganta, pero no vio nada que pudiera justificar el pavor de los animales. Continuaban oyéndose a cierta distancia los aullidos monótonos y lúgubres, que demostraban ser lanzados por lobos muy grandes, pero que sólo serían cinco o seis.

—¿No será algún oso? Aunque esos grizzly gigantescos son rarísimos en esta región.

No atreviéndose a alejarse internándose en las tinieblas que le rodeaban, entró de nuevo en la tienda; cogió la manta de lana para resguardarse del frío de la noche, y se sentó junto a la hoguera, con el oído atento, el ojo avizor y la escopeta entre las piernas. Los caballos se calmaron al verlo allí cerca y oír sus palabras; pero seguían mirando recelosos a la entrada septentrional de la garganta, como si su instinto les advirtiese que de aquella parte venía el peligro.

Y los aullidos, lúgubres, tétricos, pavorosos, continuaban oyéndose fuera de la garganta, más o menos lejanos, y tan pronto por una parte como por otra, cual si las fieras que los lanzaban se pasearan caprichosamente por los alrededores o jugaran persiguiéndose de un lado para otro alocadamente a través del bosque y de la pradera.

—Deben de estar cazando —se dijo Bennie, que escuchaba con atención creciente.

En un momento aquellos aullidos, que parecían cada vez lanzados en tono más agudo, se aproximaron rápidamente a la entrada de la garganta, como si las fieras se preparasen a hacer irrupción en el campamento. Bennie dejó caer la manta, se puso en pie, reavivó rápidamente el fuego y se preparó. En esto oyó tras sí la voz de Armando, que preguntaba:

—¿Qué sucede, señor Bennie? ¿Nos amenaza algún peligro?

—¿Eres tú, amiguito? ¡Bueno! En primer lugar, coge la manta, porque sopla un viento helado que corta la piel como una navaja de afeitar.

El italiano se apresuró a obedecerle, y se puso a su lado fusil en mano.

—Es un concierto que nos dan los lobos, señor Bennie.

—Sí; y no son simples coyotes, sino lobos pardos, fieras bastante temibles cuando se reúnen en manadas.

—¿Amenazan el campamento?

—Por el momento, no; creo que están cazando.

—¿Cazando? ¿Alguna fiera grande?

—Quizá algunos bisontes sueltos.

—Me agradaría mucho poder birlarles la pieza, siempre que fuera un bisonte grande.

—Si lo cazan por esta parte, haremos lo posible por complacerte. ¿Oyes? Los aullidos se acercan.

Un aullido estridente, prolongado, infernal, resonó en la garganta. Parecía que cien lobos furiosos se precipitaban de las cumbres de las dos altas colinas rocosas. Back y el mecánico, despertados por aquel estruendo, salieron armados de la tienda. Los caballos temblaban y relinchaban atemorizados.

—¿Nos asaltan los lobos? —preguntó Falcone, poniéndose al lado de Bennie.

—Aún no lo sé —respondió el vaquero—. Mantengámonos detrás de la hoguera sin perder de vista los caballos.

Los aullidos continuaban acercándose. Parecía que celebraban ya su próxima victoria, como cazadores que tocan el cuerno con su infernal concierto. No debían de ser más de dos docenas; pero el eco de la garganta agrandaba los sonidos repitiéndolos, y hacía creer que fueran cinco veces más.

—¡Mucho ojo! —gritó de repente el cowboy, que estaba delante de todos.

Una masa negra descendía al galope la pendiente de la garganta, mugiendo desesperadamente, y seguida de cerca por la manada de los lobos, que atronaba el aire con sus estridentes aullidos.

—¡Cuernos de ciervo! —exclamó Bennie.

—¿Es un animalucho o una tromba? —preguntó Armando.

—¡Mañana lo verás al probar sus exquisitas tajadas! ¡Ahora, en guardia, o tendremos mucho que sentir!

La enorme masa, que aún no se podía distinguir bien en la profunda oscuridad, se dirigía hacia la tienda como en busca de un refugio que la pusiera a salvo de sus famélicos perseguidores.

—Es un bisonte —gritó el vaquero—. ¡Back, cuida de los caballos!

Y dicho esto, se lanzó al otro lado de la hoguera, seguido por el tío y el sobrino. Paróse al poco rato, y, apuntando rápidamente, disparó a una distancia de cincuenta pasos.

El gigantesco animal, herido por la bala del diestro cazador, exhaló un largo mugido y continuó su carrera.

—¡Fuego! —ordenó el vaquero.

Inmediatamente dispararon casi a la vez Falcone y Armando.

Tras un segundo y más prolongado mugido, el bisonte avanzó unos veinte pasos, no por su voluntad, sino por la fuerza del impulso propio, y fue a caer muerto ante la hoguera.

—¡Ya murió! —exclamó Armando—. ¡Ese está muerto!

—Ese, sí; pero quedan los vivos, y no querrán tan fácilmente resignarse a perder su presa.

En efecto; los lobos, como entusiastas cazadores que no quieren perder la pieza después de haberla seguido durante mucho tiempo y acorralado ya, continuaron avanzando, no obstante haber oído los tres disparos. Al ver caer al bisonte, y comprendiendo que iban a perder su presa, se agruparon y se detuvieron amenazadores ante el campamento.

Eran quince o veinte lobos pardos de alta estatura, patas delgadas y nervudas y formidables fauces, armadas con largos y agudísimos dientes. Formaron un semicírculo fuera del radio de la luz de la hoguera, y aullaban desaforadamente en la sombra, relumbrando sus ojos como carbunclos.

—¿Pretenderán asaltarnos? —dijo Armando, que acababa de cargar de nuevo su escopeta.

—Si no nos asaltan, a lo menos querrán resarcirse de la pérdida sufrida pretendiendo llevarse uno de nuestros caballos en vez del bisonte. Si no fuese por la hoguera, ya se hubiesen precipitado sobre ellos, a pesar de nuestra presencia. ¡Son muy audaces esos bribones!

—Comencemos a fusilarlos para calmar un tanto su ardor, señor Bennie.

—¡Cállate…! ¡Silencio! —dijo el vaquero, que se había encorvado casi hasta poner la oreja en tierra y escuchaba con atención profunda.

A lo lejos oíase un rumor sordo, que se asemejaba algo al ruido que produce el desbordamiento de un río caudaloso, o al romper de las olas encrespadas contra las rocas.

—¿Oyes, Back?

—Sí —respondió el mejicano.

—Parecen bisontes corriendo en manada.

—Así lo creo.

—¡Ahora comprendo la presencia de estos lobos! ¡Los bandidos lograron aislar a uno para comérselo!

—¿Y serán muchos los bisontes? —preguntó el mecánico.

—Centenares; quizá millares.

—¿Y se dirigen hacia aquí?

—La garganta es propicia para una buena emboscada.

—¿Qué quiere usted decir?

—Que los indios tratarán seguramente de traerlos hacia esta parte.

—¿Los indios?

—Sí, señor Falcone.

—¿Cree usted que estén dándoles caza?

—Indudablemente. Tras una manada de bisontes siempre hay una banda de indios.

—¡Como no sean los Panzudos!

—Pierda cuidado. Estamos ya en territorio de caza de los Cabezas Chatas.

—¿Por qué no vamos a cazar bisontes también nosotros, señor Bennie? —preguntó Armando.

—No quiero hacerte perder tan buena ocasión, amiguito. Pero hay que aguardar al alba. Además, que los lobos nos cierran el paso.

—¡Imbéciles! ¿Qué pretenderán?

—Te aseguro que se escaparán muy pronto. Saben que les conviene más habérselas con los bisontes que con nosotros. Back, prepara los caballos mientras nosotros recogemos la tienda para cargarla.

Sin acordarse ya más de los lobos, que continuaban aullando, pero sin atreverse a aproximarse al fuego, recogieron la tienda, ensillaron cuidadosamente los caballos, y cargaron las cajas y las pocas provisiones que aún tenían.

Entre tanto, el fragor hacíase más distinto, cual si los bisontes se acercaran a la garganta. Al otro lado de la colina resonaban mugidos, rumores que parecían causados por el choque de unos cuernos con otros, y el ruido de desenfrenada carrera de centenares de cuadrúpedos. Entre tantos ruidos descollaban los aullidos de los lobos, que siguen siempre a los bisontes, prontos a caer sobre los rezagados por cansancio o vejez, o sobre los que se aíslan del rebaño.

Los lobos que estaban a la entrada de la garganta, oyendo a sus compañeros, no tardaron en volver grupas hacia la pradera, con gran satisfacción de Armando, a quien no agradaba aquella vecindad. Serían ya las tres de la mañana cuando entre aquel estruendo cada vez mayor oyeron un disparo de fusil que tronó poderoso.

—¡Los indios! —exclamó Bennie.

—Persiguen a los bisontes, ¿verdad?

—Ciertamente, señor Falcone.

—¿Serán muchos?

—Probablemente, todos los guerreros de la tribu. ¡A caballo, amigos! ¡Vamos a tomar parte en la lucha!

Todos montaron, y aunque la oscuridad era grande, pusiéronse en marcha. Al primer disparo sucedió otro y otro, y luego, una descarga general. Entre los mugidos de los grandes animales amedrentados, porque no se dan cuenta de su vigor extraordinario y de su poderío, oíanse ya claramente, aunque a gran distancia todavía, gritos humanos y relinchos.

Bennie se puso a la cabeza de sus compañeros, tratando de acelerar la marcha del grupo. El terreno era pésimo: todo baches, rocas, raíces salientes y obstáculos que no podían ver los caballos y que sólo evitaban a fuerza de instinto.

Ya estaban a pocos centenares de pasos de la salida de la garganta, y Bennie cada vez más impaciente conforme se oían más distintamente gritos, disparos, relinchos y mugidos, cuando oyeron tras de sí un gran y espantoso estrépito. Parecía que un huracán devastador, penetrando entre las dos colinas, lo derribara todo a su paso.

El vaquero detuvo bruscamente su caballo.

—Los bisontes han entrado en la garganta —exclamó—. ¡Salvaos!

Espantados los caballos, se volvieron huyendo desenfrenadamente hacia atrás, mientras que adelantaban en dirección a la garganta y con formidable estrépito las primeras filas de la vanguardia del ejército de los bisontes.

Bennie espoleó a su caballo, que en dos saltos se puso a la cabeza de los demás, y mientras huía buscaba ávidamente un lugar cualquiera que pudiera servirles de refugio. Al fin distinguió una hendidura, especie de barranco abrupto que llevaba a la cima de una roca cortada a pico del lado de la garganta, y se lanzó por el estrecho sendero casi infranqueable, siguiéndolo sus compañeros. En la meseta de la peña apenas cabían con los seis caballos.

—¡Al suelo todos, y disponeos a hacer fuego cuando yo os lo mande! —exclamó—. ¡Vamos a presenciar un soberbio espectáculo!