OTRA VEZ «COLA ABIGARRADA»
Media hora después, y en mitad de la colina, halláronse con Back y el mecánico, que, guiados por las detonaciones, les salían al encuentro por el bosque.
Vivamente angustiados por la prolongada ausencia de los cazadores, habían estado desvelados gran parte de la noche, y al amanecer se lanzaran en su busca; pero una detonación que oyeron en la cumbre de otra colina les desvió de su camino, retardando su llegada la falsa pista seguida por un momento. Probablemente, aquel tiro fue disparado por el misterioso cazador que luego mató a la osa; por Cola Abigarrada, si eran fundadas las sospechas de Bennie.
Intranquilos por la vecindad de tan temible adversario, los futuros mineros decidieron continuar la marcha lo más a prisa posible para llegar cuanto antes a la gran cadena de las Montañas Pedregosas, seguros de que el piel roja no los seguiría hasta allí. Bien hubiera querido aprovechar los sucesos y probar la suculenta carne de los osos, poniendo a secar para comerla en días posteriores, una buena porción de ella; pero el temor de alguna desagradable sorpresa les obligó a proseguir el viaje sin descanso, para llegar en seguida al territorio de caza de los Cabezas Chatas.
Así, pues, a las diez de la mañana, después de una exquisita comida de gallos muy bien aderezada por el viejo aventurero, montaron a caballo y se dirigieron resueltamente al Oeste, a fin de acercarse a las primeras estribaciones de la gigantesca cordillera de las Montañas Pedregosas.
Traspuestas las colinas, la región volvía a ser llana, con muy leves ondulaciones; una pradera interminable con diversidad de plantas y bosquecillos de pinos, abetos y encinas y poblada por millones de aves.
Grandes torrentes, todos afluentes del Peace, surcaban aquel terreno fertilísimo y de exuberante vegetación, corriendo como inmensas cintas de bruñida plata todos en dirección al Sur. Riachuelos y arroyos probablemente abundantes en peces, porque en aquellas regiones las grandes truchas blancas alcanzan con frecuencia treinta o más libras de peso, las llamadas de monte, exquisitas sobre toda ponderación; las asalmonadas, los barbos, las anguilas y los peces de crin de caballo (horse-hair-fish), son muy comunes, y proporcionan sabroso alimento a los indios de aquellos extensísimos y poco poblados territorios.
En cambio, la salvajina, a lo menos por el momento, parecía escasear, a pesar de estar ya en la buena estación. No se veían bisontes, gamos, ni alces; sólo abundantes perros de la pradera, que los naturalistas denominan cygnomis luduvicianus, y esos animales, que los cazadores de la pradera llaman «ardillas ladradoras», y que se parecen más a las marmotas que a los perros y a las ardillas, son de color rojizo oscuro, con manchas blancas y negras; su cola se parece a la de la zorra, y la llevan ordinariamente tiesa. Viven en cuevas bastante profundas que excavan con destreza, y no es raro encontrar miles de ellas en un espacio de terreno relativamente breve.
La pradera que recorrían nuestros amigos debía de contener colonias numerosísimas, porque el suelo aparecía sembrado de montecillos formados con la tierra que sacan al hacer las excavaciones, y oscilaba como si estuviese hueco, oyéndose bajo tierra, al paso de los caballos, sordos gruñidos.
—Parece como si galopáramos sobre trampas —dijo Armando.
—Así es. Son las ardillas trepadoras, que recorren aterradas sus galerías subterráneas. Mira detrás de esos montículos cómo nos acechan los centinelas de cada colonia, prontos a dar la voz de alarma a sus compañeras.
—¿Son buenas para comer?
—Su carne es bastante delicada, pero son animalitos muy difíciles de coger. Como hacen sus guaridas con dos salidas, una muy distinta de la otra, casi siempre logran escapar, dejando al cazador con un palmo de narices.
—¡Son picaras taimadas!
—No sólo taimadas, sino valientes y animadas de un compañerismo a toda prueba.
—¿Qué quiere usted decir?
—Sencillamente, que aunque se mate alguna, no siempre puede uno cobrar la pieza.
—¿Por qué?
—Porque los compañeros acuden, se precipitan sobre el cadáver, y lo arrastran a su cueva para sustraerlo a los cazadores.
—¡Es increíble!
—Pues así es. Añade a esto que están dotadas de extraordinaria vitalidad y que, aunque son tan pequeñas, aun estando gravemente heridas, casi siempre logran arrastrarse a sus guaridas, de donde no es fácil sacarlas por lo hondas y grandes que son esas cuevas.
—Dígame, señor Bennie, ¿es verdad que los perros de la pradera viven juntos con los mochuelos y las serpientes de cascabel?
—Así lo cuentan los cazadores; pero yo no lo creo del todo. Es una antigua leyenda, probablemente inventada por los indios. ¡Adelante, amigos! ¡Veo un bosquecillo donde acamparemos, y en el cual hay un manantial de agua excelente, dulcísima!
—¿Será agua azucarada? —preguntó burlón, Armando.
—Algo mejor —dijo su tío, que se había puesto a su lado—. Quizá constituiría una regular fortuna si pudiera recogerse.
Y los jinetes, siempre seguidos de los otros dos caballos que llevaban los chismes mineros, atravesaron una pradera quebrada y llegaron a la linde de un bosque formado por plantas de hermoso matiz rojizo.
Bennie bajó del caballo e hizo señal a sus compañeros para que le imitaran; luego, mientras Back se encargaba de plantar la tienda y encender fuego, pues habían resuelto descansar allí hasta el día siguiente, se internó en el bosque seguido de Armando y el mecánico.
—¿Está por aquí la fuente del agua dulce? —preguntó Armando.
—Sí —respondieron su tío y el cowboy sonriendo.
—¿Dónde se encuentra?
—Escondida en el tronco de aquellos árboles.
—¿Se burla usted?
—No, y apelo a tu tío.
—Tiene razón Bennie —afirmó el mecánico.
—¡Qué cosa más rara!
—Espera que haga mi recipiente, y te daré a probar esa agua azucarada.
—¿Y dónde encontrar un recipiente? ¡Camino de sorpresa en sorpresa!
—Los indios hallan aquí lo que necesitan para recoger el precioso líquido. ¡Mira! ¡Aquí tienes un abedul que nos lo proporcionará!
El aventurero se acercó al árbol, un abedul alto y grueso; sacó el cuchillo, arrancó algunas anchas astillas de corteza sólida, y en pocos minutos construyó una especie de embudo que podía contener hasta cuatro galones de líquido.
—Ya ves que es cosa fácil. De estos abedules hacen los indios hasta canoas ligerísimas, pero bastante grandes para poder llevar cuatro y cinco personas, y con las cuales se atreven a arriesgarse por las grandes cascadas de los grandes ríos. Yo me contentaré con hacer cuatro o cinco recipientes de éstos y algunos canales que servirán de goteras.
—¿Y para qué?
—¡Eres muy curioso! ¡Ya lo verás!
Hechos los cuatro embudos y arreglados algunos pedazos de la corteza en forma acanalada, acercóse a un gran árbol rojizo, y le hizo con el cuchillo una incisión en forma de V, colocando la contera debajo y sobre uno de los recipientes, operación que repitió en otros tres árboles.
—La estación es propicia —dijo al terminar—. En la primavera es cuando los indios vienen a hacer la recolección del azúcar. Además, el día ha sido cálido, y el calor aumenta el flujo de la linfa. Mira, Armando.
El joven se acercó a uno de los árboles, y vio fluir cierto líquido que llenaba el recipiente con bastante rapidez. Bennie llenó su taza de piel y se la ofreció a Armando, diciéndole:
—Bebe a tus anchas. Antes de mañana, esta planta habrá dado más de tres galones de savia.
El italianito la probó, y luego bebió ávidamente.
—Parece agua con miel —dijo.
—¡Hola! ¿Te parece buena?
—¡Deliciosa, señor Bennie!
—¿Sabes cómo se llama este árbol?
—No, señor.
—Son áceres o arces.
—He oído hablar de ellos.
—Y habrás usado azúcar de esta planta, creyéndola extraída de la verdadera caña de azúcar. Se hace mucho consumo en estas regiones. Antes, la producción era extraordinaria, y de estas plantas se sacaban muchos miles de dólares. ¿Verdad, señor Falcone que es cierto?
—Podía usted decir millones —respondió el mecánico—. Sólo el Canadá exportaba centenares y centenares de toneladas. Ahora esta industria sólo la ejercen las tribus indias.
—¿Y produce mucho jugo de ése cada planta, señor Bennie?
—Un arce da, por regla general, unos veinte galones de savia.
—¿Y cuántos galones se necesitan para reunir un kilogramo de azúcar?
—Unos ocho o nueve.
—¿Y no perjudica al árbol la pérdida de tanta savia?
—No; al año siguiente da la misma cantidad.
—¡Buena fortuna para los indias!
—Calcula que cada indio, ayudado por su familia, no recoge durante la primavera menos de seiscientas libras de azúcar.
—¿Y cómo la extraen?
—Hirviendo la savia y dejándola enfriar. Mañana te lo demostraré, porque nos quedaremos aquí algunos días para hacer una buena provisión. No tenemos azúcar, y el té amargo me desagrada. Ahora dejemos que los árboles destilen, y vayamos a comer. Más tarde haremos otros recipientes.
Volvieron al campamento, donde hallaron la grata sorpresa de tener la comida dispuesta, pues el mejicano era hombre acostumbrado a hacer las cosas bien y pronto. Devoraron el último gallo, juntamente con un perro de la pradera, que tuvieron la suerte de matar por la mañana; saborearon la delicadísima carne, muy semejante a la de un ternero lechal, y luego se tendieron cómodamente a la fresca sombra de un grupo de árboles para fumar una pipa y charlar alegremente, haciendo planes sobre su futura cosecha de oro.
Sin embargo, Armando, que no podía estar quieto, aprovechó el descanso para dar una vuelta por el bosque, y descubrió no pocas huellas de «gamos comeleña», así llamados por los corredores de la pradera, a causa de que esos animales tienen la costumbre de comer las ramas tiernas de los sauces y de los abedules. Con la esperanza de cazar alguno, fue internándose más y más en la selva. Quería obsequiar a su amigo Bennie.
Ya se había alejado más de media milla del campamento, cuando creyó oír moverse unas ramas cerca de una laguna. Era difícil ver nada, por lo espeso de las ramas en aquella parte, y se estuvo quieto, al acecho, con el fusil preparado y dispuesto a hacer fuego. Varios minutos transcurrieron así; pero, no oyendo ya el más mínimo rumor, adelantó con precaución hacia el estanque.
No distaría de la orilla más de cincuenta pasos, cuando de pronto vio agitarse levemente unas plantas.
—Está escondido allí —pensó.
Y sin encomendarse a Dios ni al diablo, apuntó con cuidado. Le pareció ver surgir de entre las hojas una sombra, y disparó prontamente.
Apenas se extinguió el eco de la detonación, cuando oyó un grito de angustia que parecía humano, y luego vio las altas hierbas agitarse como si alguien tratase de abrirse paso impetuosamente. Después, todo quedó de nuevo en calma y en silencio.
—¡Truenos! —exclamó palideciendo—. ¿Habré herido a algún piel roja? El grito que oí era un grito humano.
Estuvo unos momentos parado e indeciso, temiendo caer en alguna emboscada; pero, no oyendo rumor alguno ni viendo nada sospechoso entre el follaje, cargó de nuevo su escopeta y se dirigió hacia el matorral, entre el cual había visto surgir aquella sombra. Avanzando con todo género de precauciones, pronto llegó ante un sauce joven, cuyo tronco había sido despedazado a la altura de un hombre.
—¡Le alcanzó mi bala! —murmuró.
Examinó los alrededores, y distinguió entre la hierba algunas manchas de sangre fresca.
—¡Le he herido! —pensó—. ¿Era un hombre o un animal? No quisiera haber herido a ningún indio inofensivo.
Viendo ante sí un ancho surco entre el césped y las ramas de los sauces, se metió en él para continuar sus pesquisas; halló nuevas gotas de sangre, y, escondida entre la hierba, que casi la cubría, una de esas formidables hachas de guerra de los indios, que, sin duda, se había escapado de las manos del herido.
—¡No me cabe duda! —se dijo Armando con verdadero sentimiento—. Creyendo tirar contra un gamo, he tirado contra un indio, y le he herido, mortalmente quizá. ¿Nos atraerá esta desdichada aventura alguna desgracia irreparable? ¡Animo! ¡Sea lo que Dios quiera! ¡Volvamos al campamento!
Recogió el hacha, lanzó en torno suyo una mirada recelosa, y se alejó presuroso a través de la selva, ávido de reunirse con sus compañeros. Distaba ya sólo algunos centenares de pasos del campamento, cuando oyó a su derecha un formidable:
—¡Cuernos de bisonte! —acompañado de una serie de imprecaciones más o menos pintorescas.
—¡Es el amigo Bennie! —exclamó—. ¡Y parece furioso!
—Se dirigió adonde había salido la voz, y vio al vaquero ocupado en arrojar con violencia a diestra y siniestra los embudos puestos para recoger la savia de los arces.
—¿Qué es lo que hace usted, señor Bennie? —le preguntó el joven estupefacto.
—¡Cuernos de bisonte! —aulló el vaquero—. ¡Quisiera haber visto al indeseable que ha hecho este desaguisado!
—¿Qué ha sucedido?
—¡Que me han volcado los recipientes, que a estas horas debían de estar casi llenos!
—¿Quién?
—¿Quién? ¿Lo sé yo?
—¿Acaso algún animal?
—¡Sí, un animal; pero de dos pies! Debe de haber sido…
—¿Cola Abigarrada?
—¡Sí; ese perro, que se obstina en seguirnos! —rugió el vaquero, cada vez más colérico—. ¡Será menester que me decida a acabar con él de una vez para que nos deje en paz!
—¿Es posible que nos persiga todavía?
—Tengo esa convicción. ¿Quién quieres que haya hecho esto?
—¡Por Baco! ¿Habrá sido a él a quien hice fuego?
—¡Eh! ¡Cómo! ¿Hiciste fuego sobre él?
—Sí, señor Bennie. Creyendo tirar a un gamo, herí a un indio, que huyó.
—¿Herido solamente?
—Solamente, pues que ya no pude vede, y pudo escapar.
—¿Y estás seguro de que era un indio?
—Vea usted su tomahawk, que abandonó en la huida.
—¡Dámelo, dámelo!
Armando le entregó el hacha. El vaquero la examinó atentamente, y exclamó:
—¡Cuernos de bisonte! ¡Es el tomahawk de Cola Abigarrada!
—¿Cómo lo sabe usted?
—Mira aquí, en el mango; ¿no ves pintada una cola de varios colores?
—Es cierto. Entonces, ¿ese bellaco nos sigue todavía?
—¿No te lo decía yo?
—Hubo un momento en que yo también lo sospeché.
—Armando, necesitamos librarnos de ese hombre, pues es muy capaz de sorprendernos a traición y cortarnos la cabellera.
—¿Qué quiere usted hacer? ¿Ir a buscarle?
—No; perderíamos un tiempo precioso, y es difícil que le halláramos; en esta región hay muchos bosques. Vale más tratar de hacerle perder nuestra pista o andar tan rápidamente que no pueda seguimos.
—¿Marcharemos en seguida?
—Ahora mismo; es el mejor partido que podemos tomar.
—¿Y nuestro azúcar?
—Nos pasaremos sin él si no lo hallamos en la aldea de los Cabezas Chatas. ¡Éa! ¡A caballo, amiguito; que espero hacerte dar un gran galope!