CAPÍTULO XIII

SITIADOS POR LOS OSOS

El vaquero comenzaba a cansarse de aquel asedio, y temía con su prolongada ausencia alarmar a Back y a Falcone. Aunque sin gran fe en el éxito de su tentativa, resolvió poner inmediatamente por obra el proyecto de Armando. Desciñóse la larga faja de piel de carnero que llevaba rodeada a la cintura, la cortó con mucha destreza en delgadas tiras, y las trenzó para formar una cuerda de la consistencia necesaria para lanzarla a modo de lazo.

Hecho este instrumento de que tan diestramente se sirven los mejicanos, y aunque con pocas esperanzas de coger los fusiles a causa de que habían caído entre hierbas y raíces que dificultaban la operación, adelantóse, descendiendo hasta ponerse en la bifurcación de dos gruesas ramas que se extendían hacia delante, para examinar más de cerca las escopetas.

Hallábanse éstas, como queda dicho, entre hierbas altas y raíces prominentes a unos cuatro pasos una de otra.

—¡Hum! —murmuró—. Temo que va a ser tiempo perdido. No creo que sea capaz de cogerlas el mismo Back, y eso que es habilísimo en el manejo del lazo.

No obstante, hizo dar dos o tres vueltas en el aire a la correa y la lanzó; pero, como lo había presumido, sin resultado alguno. Repitió siete u ocho veces la tentativa con la misma mala suerte, pues el nudo corredizo tropezaba en las raíces o resbalaba por las hierbas sin tocar el fusil, o, por lo menos, sin hacer presa en él.

—¡Se acabó! —dijo desanimado Bennie—. ¡No podemos hacer nada!

—¡Quizá sí! —respondió Armando.

—¿Qué? ¿Aún tienes esperanza?

—¿Y por qué no? Dígame, señor Bennie, ¿es sólida su cuerda?

—Sí; es una correa excelente, que…

—¿Podría soportar el peso de un hombre?

—Sin duda alguna.

—Entonces podemos probar.

—¿Probar qué?

—Sostenga usted la cuerda, y yo bajaré por ella para coger por lo menos uno de los fusiles.

—¿Estás loco? Pero ¿y los osos, criatura?

—Si se menean, usted se apresurará a subirme, y yo le ayudaré trepando lo más a prisa posible. Es usted un hombre fuerte y de gran fuerza, y yo peso poco.

—Admiro tu valor, pero cuenta que corres gran riesgo, y que no es fácil que logres llegar adonde están las escopetas.

—¡Se prueba! ¿No vale más eso que permanecer aquí toda la noche? La colina es selvática, el campamento está lejos, y ¡quién sabe cuándo llegarán a encontrarnos mi tío y Back!

—Todo eso es verdad, pero los osos pueden romperte las piernas. ¡Cuidado; ese oso maldito no nos pierde de vista, y la hembra también nos vigila!

—Soy ágil, señor Bennie, y no faltan ramas a que asirme. ¡Déjeme probar fortuna!

—Bueno —contestó el aventurero—; pero te prevengo que si no veo que te pones inmediatamente a salvo, suelto la cuerda y bajo para ponerme a tu lado.

—Haga usted lo que quiera. Pero mire: el oso ha cerrado los ojos como si se dispusiera a echar un sueñecillo.

—¡Hum! ¡Fíate de ese bribón! No te olvides del cuchillo.

—Lo llevo.

—Aún es tiempo. ¿Estás decidido? ¡Reflexiónalo!

—Sí —contestó el joven con voz firme.

—¡Anda, pues!

Bennie había atado un extremo de la cuerda a lo más grueso de la rama y dejado caer el resto. Armando miró a la familia de los osos; el macho, a unos diez pasos de la encina, al pie de un pino, parecía dormir; la hembra, tendida sobre el césped, seguía lamiéndose la pierna herida; los oseznos continuaban jugando. El joven midió con la vista la distancia que le separaba del fusil, y luego, agarrándose a la correa, comenzó el descenso con toda precaución.

Ya sólo distaba del suelo unos dos metros y estaba por dejarse caer, cuando el vaquero le gritó:

—¡Arriba! ¡Arriba!

Y al mismo tiempo cogía la cuerda, tratando de levantar al muchacho; pero su posición a caballo en la rama no era la más a propósito para realizar prodigios de fuerza sin exponerse a dar una voltereta.

El oso, que quizá fingía dormir para engañar a los sitiados, en cuanto comenzó a bajar el joven preparóse, se puso en pie de un salto brusco y se lanzó furioso contra el árbol. La hembra le siguió.

—¡Agárrate pronto a una rama! —gritó Bennie, que no podía levantar en peso al italiano.

Este no había perdido la serenidad. Al ver venir contra él a los osos, trató de trepar otra vez por la correa; pero pronto se convenció de que no le darían tiempo de ponerse fuera de su alcance las fieras, que llegaban rápidamente andando con las patas traseras; es decir, en dos pies. Se agarró a una rama y procuró izarse; pero en esto llegó el macho, y alzando una garra cuanto pudo, agarró por la bota al muchacho, que, desesperado, gritó:

—¡Bennie! ¡Socorro!

El vaquero había previsto sin duda la acción del oso. En un abrir y cerrar de ojos partió con su marchete una rama de encina, y al grito de auxilio de Armando, que se sentía atraer por el ^poderoso animal, contestó el vaquero descargando uno, dos, tres, cuatro estacazos furibundos en el hocico de la fiera, la cual acabó por soltar su presa. El italiano subió con toda la rapidez posible al entronque de las dos gruesas ramas. Bennie, furioso, descargó aún unos cuantos palos en la dura cabeza del sitiador, y luego se reunió con su compañero, sin dejar de amenazar y maldecir con voces descompuestas a su enemigo.

—¿Estás herido? —preguntó con ansiedad al joven.

—No, señor Bennie —respondió Armando, que se había puesto bastante pálido—. Por fortuna, la dura y recia piel de mis botas ha preservado mi pie de las uñas de ese animal.

—¡Cuerno de búfalo! ¡Si me descuido un poco, ese granuja te estropea un remo! Nunca he tenido miedo; pero te confieso que he sentido ahora que se me helaba la sangre en las venas.

—¡Gracias, señor Bennie!

—¡Déjame en paz! ¿Expones tu vida por devolverme mi fusil, y aún me das las gracias? ¡Eres muy animoso, amiguito! ¡Así me gustan a mí los hombres! ¡Ah! ¡Estos italianos! ¡Cuántos he conocido, valientes y leales compañeros, allá en las minas argentíferas del Colorado!

—Me enorgullece ese elogio, y me conmueve el que hace usted de mis compatriotas. Sin embargo, con todo eso que dice, no hemos logrado nada.

—¿Qué quieres decir?

—Que nuestros fusiles siguen en el suelo, y el asedio continúa.

—Nos armaremos de paciencia hasta que vengan nuestros compañeros a libertarnos.

—¿No se decidirán a dejarnos en paz esos condenados?

—Son muy tenaces, amigo mío.

—¿Sabe usted que estamos así cerca de tres horas?

—Lo sé.

—¡Y que tengo un hambre canina!

—Sin duda el peligro te ha abierto el apetito.

—Quizá sea el aire fresco de la noche.

—Pues por ahora tendrás que contentarte con mirar a las estrellas.

—¡Prefiero mirar a los osos!

—Los miraremos juntos, y aguzaremos el oído para oír el suspirado disparo que ha de anunciar, sin duda, nuestra próxima liberación.

Se acomodaron entre las ramas lo mejor que pudieron, y se armaron de paciencia para esperar el alba, y con su luz, la llegada de Back y del mecánico.

Entre tanto, los osos, en vista de que la presa no se decidía a bajar, volvieron a su puesto de observación, sin perder de vista a los sitiados. Parecía como si se dieran cuenta del deseo de los dos hombres de apoderarse de las escopetas, porque de vez en cuando el macho se acercaba a la encina, la olía en todas direcciones y examinaba la situación de los dos cazadores.

A todo esto, los oseznos continuaban en sus correrías y juegos, sin parar mientes en lo que ocurría y confiados en la vigilancia de sus padres.

Pasaba el tiempo, y la situación no variaba. A Armando le parecía el asedio demasiado prolongado, y su posición, muy incómoda y desagradable.

Apuntó el alba, y por más que escucharon atentos y ansiosos un buen rato, no oyeron ninguna detonación ni en el valle ni en la colina. ¿Qué había sido de Back y de Falcone? No era posible que no se hubieran puesto ya en busca de los dos sitiados. Bennie comenzaba a impacientarse.

—¿Habrá ocurrido algo en el campamento? —se preguntó—. Hace doce horas que faltamos, y no ha aparecido nadie.

—Habrán dirigido sus pesquisas por otra parte.

—Deben de haber oído nuestros disparos de anoche.

—¿Y si se han extraviado?

—¡Bah! ¡No lo creo; Back no es hombre capaz de perder una pista!

—Entonces, ¿qué teme usted?

—No lo sé; pero algo ha sucedido en el campamento.

—¿Lo habrán asaltado los indios?

—La tribu de los Cabezas Chatas no está en guerra con los hombres blancos. Siempre hemos sido amigos.

—Entonces, ¿habrán sido asaltados por las fieras?

—Hubiéramos oído algún disparo.

—Y sin embargo, está usted inquieto.

—Bastante; y quisiera irme de aquí para averiguar lo que ocurre.

—Pero estos osos testarudos no se mueven.

—Sí, Armando; mira: la hembra y los cachorros van a dar una vuelta por la selva para buscar comida.

—Debían invitarnos.

—Baja, y te invitarán de seguro.

—¡Gracias, señor Bennie! ¡Tengo cierto cariño a mis piernas!

—Entonces apriétate los calzones si tienes hambre.

—¡Señor Bennie!

—¡Armando!

—La hembra se ha ido.

—¡Que el diablo se la lleve!

—Si intentásemos de nuevo la bajada…

—¿No ves que el oso está en pie para acudir más pronto?

—¡Intentaremos una lucha a la desesperada!

—¿Con nuestros cuchillos? ¿Y la hembra? ¿Crees que se habrá alejado mucho? ¡A la primera llamada del macho la tenemos encima!

—¿Eh?

—¡Cuernos!

Acababa de oírse una detonación; un tiro disparado en el bosque a doscientos o trescientos pasos de la plazoleta.

El oso, que estaba junto a la encina, había dado un salto atrás lanzando un gruñido ronco de furor.

—¡Los compañeros! —exclamó Armando, preparándose a saltar a tierra.

—¡Aguarda! —dijo Bennie, conteniéndole.

En aquel momento oyóse otro disparo más cerca, seguido de un aullido de dolor que atronó el espacio.

—¡La osa ha sido herida! —exclamó el vaquero.

Al oír el grito de agonía de su compañera, el macho se alzó sobre las patas posteriores, y, sin acordarse de los sitiados, se lanzó hacia la selva gruñendo con ferocidad amenazadora.

—¡A tierra! —ordenó Bennie.

Los dos compañeros se dejaron caer al suelo de común acuerdo. Saltar sobre sus fusiles, cargarlos rápidamente y correr hacia la selva, fue cosa que hicieron ambos en menos tiempo del que se necesita para contarlo.

Atravesaron corriendo la explanada de los gallos, recogiendo al paso precipitadamente los que habían matado a estacazos, y que les hicieron abandonar los osos con su inesperada presencia, y llegaron a la margen del bosque, deteniéndose para ver si veían a Back y al mecánico. ¡Cuál no fue su sorpresa al ver llegar, en vez de sus compañeros, al oso que los había sitiado!

En efecto; el oso, presa de un espantoso acceso de furor, se dio cuenta de la fuga de los dos cazadores, y creyendo quizá que eran ellos los que habían matado a su hembra, preparóse a vengarla. Al verle llegar, Bennie y Armando guareciéronse tras un abeto, y el macho galopó hacia ellos enseñando los dientes.

—¡Amiguito —dijo el vaquero—, apunta bien, o somos perdidos!

—¡Pierda cuidado! ¡Yo me encargo del primer tiro!

—¡Y yo del segundo!

La fiera se hallaba ya sólo a veinte pasos, y se alzó sobre las patas traseras para caer más fácilmente sobre ellos y estrujarlos entre sus poderosos brazos. El italianito avanzó un paso, apuntó con cuidado e hizo fuego. El animal, herido en mitad del pecho, cayó al suelo; pero se levantó inmediatamente, y exhalando un gruñido feroz, lanzóse con formidable ímpetu contra Bennie, que se había adelantado a su vez.

—¡Alto! —le gritó cómicamente el cowboy.

Casi al mismo tiempo disparó.

El oso, nuevamente herido en el pecho, cayó otra vez, aullando de furor, y trató de levantarse como antes, pero no pudo.

—Dejémosle que agonice en paz —exclamó el cazador—, y tratemos de reunimos cuanto antes con nuestros compañeros, que deben estar ansiosos.

Cargaron sus escopetas y se internaron en el bosque, dirigiéndose hacia donde habían sonado los disparos que oyeron desde el árbol, mientras el oso se revolcaba en su sangre lanzando espantosos rugidos, que poco a poco degeneraban en débiles gruñidos. Al atravesar un grupo de pinos, los cazadores vieron huellas de sangre, y calcularon que debían de ser de la osa.

—Por aquí cayó, sin duda.

—Pero no oigo a los compañeros, señor Bennie.

—Estarán desollando la pieza. Es una piel valiosa.

—¿Seguimos estas huellas sangrientas?

—Sí. ¡Calla!

—¿Qué?

—¡Mira allí, ante aquel matorral!

—¡Los oseznos!…

—¡Y su madre despellejada!

—¿Muerta?

—Me parece.

—¡Rayos!

—¿Qué hay?

—¿No ve usted a esos cachorros bebiendo la sangre que brota del cuello de su madre?

—¡Bah! ¿Te sorprende? ¡Cuernos de bisonte! ¿Pero dónde estarán tu tío y Back?

—¿Se habrán alejado ya?

—Quizá hayan oído nuestros disparos. Pero, así y todo… —De todos modos, es raro.

—Es un misterio inexplicable, Armando.

—¿Habrá matado a la osa cualquier otro cazador?

—No habría abandonado la presa.

—¡Es verdad!

—Probemos a hacer señales.

—¡Probemos!

—Tres disparos a intervalos regulares son señal de alarma en la pradera.

El vaquero disparó su fusil; aguardó un minuto con el oído atento al menor rumor, y disparó por segunda vez, y luego por tercera. No habían transcurrido cinco minutos, cuando a lo lejos de la falda de la colina se oyeron tres detonaciones, también a intervalos regulares.

—Es Back que responde —dijo Bennie tranquilizándose.

—¿Están lejos?

—A cosa de una milla.

—Entonces, no son ellos los que mataron a la osa.

—Indudablemente, fueron otros.

—¿Y cómo huyeron?

—No lo sé, Armando; pero tengo una sospecha.

—¿Cuál?

—Temo que nos siguen.

—¿Quién?

—¡Aguarda!

El cowboy se acercó al oso y lo examinó con prolijidad, después de hacer huir a los oseznos. Tenía una herida en la cabeza: la bala debía de haberle destrozado el cerebro. Bennie exploró atentamente la herida, y luego la hierba en torno del cadáver. Por último, lanzó un grito de triunfo y, cogiendo del suelo un objeto, se acercó al italiano y se lo enseñó.

—¡Toma; mira este cartucho!

—Vacío.

—¡Sí; pero de Winchester, arma que no usa ya ningún blanco!

—¿Qué deduce usted de eso?

—Que el cazador ha sido un indio, y nadie me quitará de la cabeza que habrá andado en esto Cola Abigarrada. ¡Vámonos, y mucho ojo!