BATALLA DE AVES
Al día siguiente, ya al oscurecer, y después de haber atravesado larga cadena de colinas boscosas, llegaron nuestros viajeros a la orilla del Peace, uno de los ríos más caudalosos de la Columbia británica, y cuyas fuentes hállanse en las Montañas Rocosas, río que después de largo y tortuoso recorrido por la llanura de Atabasca va a desaguar en el lago del mismo nombre de la región que atraviesa.
Como el agua no era mucha por no haber comenzado aún el deshielo de las nieves de las Montañas Rocosas, los viajeros hallarían sin gran dificultad un vado que les permitiese pasar a la orilla opuesta. En efecto; así lo hicieron, y acamparon en una selva de pinos, rosales y abetos.
Hallándose en el territorio de caza de los Pies Negros, tribu muy belicosa y enemiga de los guerreros de Nube Roja, decidieron permanecer allí unos cuantos días para que pudiera reposar un poco Falcone, cuya herida, no cicatrizada del todo, producíale aún fuertes dolores. Además, querían aumentar sus víveres de repuesto, que no eran muy abundantes, por medio de la caza. Bennie, conocedor de la región, aseguraba que podrían dar buenas batidas, pues abundaba por allá la caza.
Apenas habían terminado de cenar, cuando el aventurero, que tenía el oído finísimo, hizo seña a Armando para que cogiese el fusil y le siguiera.
—La luna se alza espléndida en el horizonte —dijo—, y los tetraones han empezado ya a dejarse oír. Esta noche tendrán algún mitin en que tomarán parte muchos oradores.
—¿Son indios esos tetraones? —preguntó Armando.
—¡Sí; con alas! —contestó burlonamente el vaquero.
—Es el nombre de los gallos del collar, Armando —le respondió su tío.
—¿Cómo? ¿Gallos que se reúnen en un mitin y que tiene oradores? ¿Se burla usted, señor Bennie?
—No, amiguito. Y si me acompañas, te enseñaré un espectáculo raro y curioso. ¿Oyes? Esos cánticos son un saludo a la luna, que aparece tras las crestas de aquel monte, y un llamamiento a la sesión.
En efecto; del centro del espeso bosque había surgido un grito agudísimo, semejante al canto del gallo, pero mucho más fuerte, y otros semejantes le habían contestado de diversos puntos.
—Están próximos —dijo Armando.
—Opino lo contrario —replicó Bennie—. Quizá tendremos que recorrer dos o tres millas antes de llegar adonde se reúnen. Su carito es tan fuerte, que a veces se oye a cuatro millas de distancia.
—¡Vamos, señor Bennie! ¡Estoy impaciente por asistir a este espectáculo que me ha prometido usted!
—Y además nos proporcionarán excelente cena; pues la carne de esos gallos es exquisita.
Recomendando a los dos hombres la vigilancia, cogieron sus fusiles y se internaron en el bosque, espeso y formado por árboles corpulentos cuyos troncos casi se tocaban. La luna filtraba sus rayos por entre las ramas alumbrándolos, y así podían encontrar las sendas necesarias para llegar a su destino.
Bennie abría la marcha mirando al suelo con cuidado, por temor de pisar alguna serpiente de cascabel, que abundan hasta en Atabasca, y cuya mordedura venenosa mata irremediablemente y en pocos instantes al hombre más fuerte y sano. También había que tener mucho tiento para no caer, pues el terreno, cavado durante siglos por las raíces de los pinos y cubierto por los residuos de las hojas caídas, formaba a lo mejor como pozos de bastante profundidad, y en otras partes amenazaba hundirse al menor peso.
Procediendo con toda cautela, pues, al cabo de media hora de marcha llegaron a la cima de una colina boscosa, en la cual se oían más frecuentes y ensordecedores los gritos agudos de los tetraones, como si allí se hubieran congregado buen número de aquellas aves.
—Avancemos con toda precaución y sin hacer ruido.
—¿Son desconfiados?
—Bastante, Armando; y no se reúnen sino en lugares absolutamente desiertos.
Adelantaron por entre los grandes árboles guiados por los gritos de los bípedos, y de pronto, Bennie se detuvo tras un matorral, murmurando al oído de Armando:
—¡Ya estamos!
Estaban junto a una plazoleta llana y amplia, circundada de altos pinos e iluminada de lleno por la luz de la luna. El joven italiano distinguió gran número de hermosísimas aves, casi de dos pies de alto, con el cuello provisto de una especie de bolsa lacia, arrugada y colgante, de color anaranjado, y que se hinchaba al emitir los gallos su poderoso y vibrante canto.
Y cosa muy extraña, aquellas aves tenían cuatro alas en vez de dos; un par de ellas situadas en la base del cuello, más pequeñas que las otras y generalmente formadas por dieciocho plumas, mitad cenicientas oscuras y la otra mitad negras.
Los hermosísimos gallos, llamados por la antedicha razón «del collar», son animales soberbios, que pesan por lo menos dos kilogramos cada uno, audaces, belicosos y batalladores. Corrían dando vueltas por la plazoleta, agitando las alas y lanzando de vez en cuando sus gritos sonoros, como si antes de dar principio a la batalla quisieran asegurarse de la solidez del terreno y de las buenas condiciones del palenque elegido.
—¿Qué? ¿Te parecen hermosos?
—¡Soberbios, señor Bennie! Pero por lo menos hay doscientos.
—Sí; sin duda se han congregado todos los del distrito.
—¿Se burla usted? ¿Acaso tienen distritos?
—Por lo visto.
—¡Qué cosas más raras!
—Ahora va a empezar.
—¿La sesión?
—Sí; ya verás con cuánta seriedad y prosopopeya pronuncian sus discursos los oradores.
—¡Lástima que no podamos entenderlos!
—Asaremos la carne de los oradores y juzgaremos de su elocuencia y valor por su calidad.
Los tetraones, machos y hembras, se habían preparado para el mitin, como decía el vaquero, formando un vasto círculo, y el mayor silencio sucedió a la algarabía de momentos antes. El presidente les había impuesto, sin duda, aquel silencio. No quería que ninguno lo rompiese hasta comenzar la sesión al claror de la luna.
Por algunos instantes continuaron callados y casi inmóviles. De pronto, un magnífico gallo de cerca de dos pies y medio de altura se adelantó con majestuosidad cómica hacia el centro del círculo, inspeccionando recelosamente el terreno; luego miró a la luna con sus ojillos negros, circundados de una faja de color anaranjado, se detuvo y comenzó una «aria» discurso con varios tonos e hinchando bárbaramente el saquillo que le colgaba de la garganta.
La asamblea le escuchaba sin interrumpirle, conservando casi absoluta inmovilidad. Sólo de vez en cuando alguno de los oyentes movía la erguida cabeza con un signo de aprobación.
—¡Es ridícula esta escena! —murmuró Armando—. ¡Si al menos pudiéramos entenderlo! ¿Pero qué dirá?
—Probablemente elogiará la fortaleza de sus pies, lo acerado de sus espolones y la hermosura de su plumaje.
—O lo delicado y exquisito de su carne, previendo que estamos aquí dispuestos a cazarle para nuestro almuerzo.
—Puede que aciertes, señor burlón.
Terminado su canto, retiróse a un lado, y ocupó su lugar otro gallo, después un tercero; al terminar éste, un cuarto, y así varios, sucesivamente; todos haciendo gala del poder de su garganta y ensordeciendo a nuestros amigos con sus agudísimas notas y sus inverosímiles trinos. Cuando todos los machos hubieron pronunciado sus correspondientes discursos, dividiéronse los oradores en dos bandos, plantándose frente a frente con el cuello encogido, la cola tiesa y la garganta hinchada.
—¿Qué harán ahora? —preguntó el italiano.
—La danza de la guerra —respondió el vaquero.
—¿Vamos a ver alguna batalla?
—Sí, muchacho, y entonces será cuando intervendremos nosotros; un numerito con que no contaron al redactar el programa del espectáculo.
Los gallos empezaron su danza. Adelantaban unos contra otros balanceándose con gravedad cómica, agitando las alas y gritando como energúmenos; retrocedían después a saltos, sin volver la cabeza, y luego volvían a avanzar, provocándose mutuamente. De pronto, las dos falanges se precipitaron una contra otra dando saltos de dos y tres pies de altura, y procuraban herirse con el pico y los espolones, lanzando alaridos y unas carcajadas extrañas.
Era el momento aguardado por el vaquero, quien rápidamente tronchó dos grandes ramas del árbol, dio una a su compañero y se internó entre los combatientes, repartiendo tremendos estacazos a derecha e izquierda. Armando le imitó y secundó con la mejor voluntad del mundo.
Los gallos estaban tan concienzudamente absortos por la pelea, que no se dieron cuenta de la intervención de fuerzas humanas hasta algunos minutos después de la irrupción, cuando ya habían caído a palos varios de sus colegas. Pero ante la granizada de golpes se disipó su entusiasmo bélico y huyeron en todas direcciones, como ya habían huido los espectadores momentos antes.
Así y todo, quedaron en el palenque once muertos y seis lisiados, que se apresuró a rematar Armando, por temor de que huyeran al desaturdirse o recobrarse un poco.
—Estamos haciendo de jiferos; pero verás qué suculenta comida nos suministran estos animales. Son deliciosos, te lo aseguro, y muy buscados; por eso se pagan tanto en la ciudad.
—¿Y también ésos? —preguntó Armando, dando un salto atrás y dejando caer bruscamente las aves que tenía en la mano.
—¿Cuáles?
—¡Cuidado!
—¡Cuerno de bisonte! —exclamó Bennie, retrocediendo también—. ¡Una familia de osos! ¡A los fusiles, Armando!
En efecto; en la margen de la plazoleta, entre dos enormes pinos, habían aparecido unos osos, probablemente una familia, compuesta del padre, la madre y dos oseznos. Eran formidables, y muy poco inferiores en tamaño y aspecto al temible oso pardo de la América del Norte, que es el mayor de su especie; las crías no abultaban más que como carneros regulares.
Bennie comprendió inmediatamente que se trataba de unos osos de la pradera, que vulgarmente se denominan osos amarillos, pues su pelo tiene visos amarillentos; animales en extremo peligrosos, pues estaban dotados de una fuerza muscular prodigiosa, y que constituyen la clase más temible de los osos negros.
De dos saltos el vaquero y su acompañante llegaron al matorral donde habían dejado sus escopetas, y se pusieron a la defensiva en previsión de un ataque inminente. Pero parecía que la familia de los osos no tenía prisa alguna de habérselas con los cazadores, pues manifestaban más sorpresa que cólera por aquel encuentro. Continuaban inmóviles; el macho, corpulento y tranquilo, delante; tras él, la hembra, teniendo a su lado a los oseznos. Limitábase a mirar curiosamente a los cazadores y a los gallos tendidos en el campo.
—Paréceme que tienen miedo.
—¡No los conoces! ¿Miedo…? No juzgues por su aspecto. No son tan pacíficos como te figuras.
—De todos modos, tenemos nuestras escopetas, señor Bennie.
—Cierto; pero esos corpachones resisten muchas balas. ¡Te aseguro que es un mal encuentro!
—¿Y qué hacemos?
—Por lo pronto, esperar.
—¿Y si escapásemos al campamento?
—Nos seguirán, y como galopan a prisa, no tardarían en alcanzarnos.
—¡Diablo! ¡No es mucha suerte que digamos, señor Bennie, eso de venir a cazar gallos y toparse con cuatro osos!
—Que no tendrán el menor escrúpulo en comerse nuestra caza. ¡En guardia!
El oso, quizá irritado por la inmovilidad de los cazadores, dio algunos pasos adelante lanzando un sordo gruñido poco tranquilizador. Paróse luego mirando a la hembra, que le había seguido, dejando a los oseznos en la linde del bosque, y de improviso se precipitó como un torbellino contra los dos hombres. Daba miedo la feroz acometida de aquel monstruo, dotado de extraordinaria fuerza. Con la boca abierta, enseñando la blanca y poderosa dentadura, erizado el pelo y los ojos echando llamas, atravesaba rápidamente la explanada, dispuesto a ejercitar uñas y dientes en los cazadores. El vaquero le apuntó rápidamente, cuando la fiera se hallaba a unos diez metros, y dijo a Armando:
—¡No tires tú!
Por desgracia, la recomendación llegó demasiado tarde. El joven había apuntado a la hembra, y las detonaciones se confundieron en una sola. Al disiparse el humo, los cazadores vieron con terror, erguido, al formidable macho sobre sus patas traseras, y a la hembra, que había caído de costado y se estaba levantando.
No tenían tiempo para cargar de nuevo el fusil, y a una señal de Bennie, ambos se lanzaron hacia una enorme encina que tenían detrás y a poca distancia, agarrándose de común acuerdo a una rama baja y subiéndose sobre ella rápidamente a fuerza de puños.
Por desgracia, para izarse instintivamente y sin reflexionar, habían abandonado los fusiles.
—¡Cuerno de bisonte! —aulló el vaquero al darse cuenta de su imprudencia, ya demasiado tarde.
El oso se precipitó contra la encina, y los cazadores se apresuraron a remontarse de rama en rama a las más altas, poniéndose a caballo en una muy fuerte a más de treinta pies del suelo.
Furioso el oso al ver desaparecer su presa, lanzó un feroz gruñido, y clavaba las potentes uñas en el tronco, arrancando anchos pedazos de corteza. Entretanto, la hembra, tropezando y regando el suelo con su sangre, se acercó al macho. Parecía que la bala de Armando le había roto una pata. También el oso debía de estar herido, porque no tardó mucho en formarse bajo él un charco de sangré.
—¡Vaya una situación la nuestra, Armando! ¡Sin fusiles y con dos fieras irritadas y en pie ante nosotros!
—¿Nos sitiarán? —preguntó el italiano tranquilamente.
—Por lo menos, no se irán muy pronto; estos animales son muy tercos.
—¿Podrán trepar?
—No lo creo; el tronco es muy grueso y demasiado liso.
—De todos modos, si lo intentaran, nos opondríamos.
—¿Y cómo? Sólo nos quedan los cuchillos, armas que valen muy poco contra estos animaluchos.
El oso, cada vez más enfurecido, tal vez por causarle fuertes dolores su herida, atronaba la selva con sus aullidos, y trataba de alcanzar la primera rama para izarse. No estaba muy alta, como ya dijimos; pero el animal no llegaba.
La osa y los oseznos, que se le habían reunido, daban vueltas corriendo y gruñendo, como si se hubieran vuelto locos en torno de la encina que sostenía a los cazadores. Estos, empuñando los cuchillos, no perdían de vista al oso, temiendo que pudiera trepar.
Por suerte, después de muchos esfuerzos y de haber arrancado con las uñas casi toda la corteza a una altura de unos dos metros, la fiera se decidió a retirarse, sin dejar de gruñir furiosamente.
El oso fue a tenderse al pie de un pino próximo, y comenzó a lamerse el pecho ensangrentado por la herida que le produjo la bala del vaquero. La hembra le siguió y comenzó a lamerse la pata. Los oseznos, no teniendo herida alguna que lavarse con la lengua, despreocupados como inexpertos jovencillos, comenzaron a jugar, arañándose y mordiéndose como dos gatitos.
—¡Ya ha empezado el sitio!
—¡Ya lo veo, señor Bennie!
—¡Pasaremos una mala noche!
—¡Bah! Probablemente mañana…
—Mañana —interrumpió el vaquero— los encontraremos en la misma situación.
—¿No cree usted que se vayan al amanecer?
—No lo creo.
—Pero supongo, señor Bennie, que no van a estarse aquí toda una semana mirando nuestros jamones sin poder hincarles el diente. El hambre los obligará a irse, ¡qué diablo!
—Se relevarán. Además, son animales que se contentan con piñas y otras frutas que abundan en el bosque.
—¡Mala perspectiva para nosotros, que no poseemos ni una galleta! ¡Si a lo menos nos hubiéramos subido uno de esos gallos! ¡Me espanta la idea del ayuno!
—Pues como no nos socorran…
—Es posible que vengan Back y mi tío.
—Así lo creo. No viéndonos volver, temerán alguna desgracia.
—¿Estamos muy lejos del campamento?
—Unas cuatro millas.
—¡Es poco!
—Pero tienen que luchar con los osos. ¡Si pudiéramos coger los fusiles!…
—¿No tiene usted una cuerda?
—Sí; mi cinturón de piel.
—Cortémosle en tiras y probemos.
—¡No es mala idea, Armando! ¡Vamos a ver si podemos pescar un fusil!