CAPÍTULO XI

LAS PLANTAS DANZANTES

Durante la noche no ocurrió nada que justificase los temores de Bennie. Al día siguiente los dos vaqueros decidieron ir a la pradera en busca de la caja de Falcone, que también deseaban ya ellos poseer, y de paso ver si podían recobrar algún objeto de los de su pertenencia que dejaron en el carro.

Recomendando a Armando que cuidase de su tío y vigilase bien durante su ausencia, cabalgaron y exploraron el bosque para ver si hallaban al indio que había cortado las riendas, antes de ir a la pradera. La exploración no dio resultado alguno, y convencidos de que nadie espiaba por los alrededores del refugio que se habían asegurado, lanzáronse a la pradera, desierta desde que se retiraron los guerreros de Nube Roja.

No les fue difícil hallar las huellas que dejaron los pieles rojas en su desenfrenada carrera nocturna; la presencia de los lobos reunidos para devorar indistintamente los hombres y los caballos caídos en aquella furiosa persecución, indicaban bien a las claras que iban por la buena senda. Además, el carromato no debía de tardar en aparecer ante su vista. En efecto; media hora después lo divisaron; su blanco toldo destacábase sobre la verde mancha oscura de las gramíneas.

—¡Temí que los indios, que disponen de tantos animales, se lo hubiesen llevado! —comentó Back.

—Se preocuparon más de los bueyes que de los objetos encerrados en el carro.

—Entonces aún encontraremos la caja.

—Y algo más, Back, si no me equivoco.

No tardaron en llegar junto al carro, que se hallaba todavía en el mismo sitio donde lo habían abandonado. Como era de suponer, los pieles rojas lo registraron, quizá esperando encontrar en él armas, municiones y whisky. Habían sacado las cajas que yacían en el suelo abiertas, los barriles vacíos, y el toldo roto en parte. En cambio, la caja del herido hallábase intacta. Seguramente trataron de forzarla los indios; pero era fuerte y había resistido a los tomahawks de los guerreros rojos.

—¡Es una verdadera suerte! —exclamó Bennie—. ¡Hubiera sentido que se la hubiesen llevado!

—¿Y cómo haremos para llevarla hasta nuestro refugio? Es muy pesada.

—La abriremos y dividiremos su contenido en tres o cuatro cajitas para poder cargarlas en los caballos de reserva. Afortunadamente, aún tenemos seis hermosos animales.

—¿Y nuestras municiones? ¿Las habrán hallado?

—No lo creo.

El vaquero penetró en el carro, levantó una tabla que cerraba una trampilla situada entre las dos ruedas y lanzó un grito de júbilo.

—¿No las han tocado?

—¡No, Back! Tenemos quinientos cartuchos para las escopetas y doscientos para los revólveres, sin contar con los que llevamos encima. ¡Recojamos todo lo que nos pueda ser útil y volvamos cuanto antes al pino!

Registrando cajas y toneles, hallaron varias cosas que habían desdeñado, sin duda, los rapaces indios: dos pucheros de hierro, algunas galletas esparcidas acá y allá, varias latas de conservas que habían rodado entre las altas hierbas, grasa, té y prendas de ropa preciosas para ellos: almillas, mantas, zapatos, etc.

Recogido todo con gran cuidado, quitaron el toldo del carro, tela impermeable muy buena que podía servirles para armar una tienda; lo pusieron todo en cajas que suspendieron de las sillas de los caballos, y luego ataron con una sólida correa la caja del italiano mutilado para arrastrarla hasta su refugio.

Poco antes del mediodía se pusieron en marcha hacia el lago, no sin lanzar miradas de tristeza al carromato que por tanto tiempo les había servido de vivienda y que se veían forzados a abandonar.

El regreso se efectuó sin ningún incidente; pero les costó más de tres horas, a causa del peso de la caja, que los corceles tenían que arrastrar, y por las dificultades de hacerlo por la selva.

Durante su ausencia, Armando había vigilado; pero sin ver nada sospechoso, calmando así algo los temores de Bennie, que recelaba que algún indio rondase por los alrededores para descubrir su retiro.

Sin embargo, por la tarde, los vaqueros hicieron nueva excursión hacia el prado de los castores, mas no hallaron a nadie. Parecía que los pieles rojas se habían retirado definitivamente a su aldea de la ribera occidental del lago, renunciando a sus propósitos de venganza, tal vez persuadidos de que el Gran Cazador se había ausentado definitivamente de la pradera.

Al día siguiente y en los sucesivos los dos vaqueros y el joven se ocuparon en hacer los preparativos para el viaje, impacientes ya por llegar a aquel fabuloso placer de Alaska.

El herido curaba a ojos vistas, merced al reposo absoluto de que gozaba y favorecido por el buen tiempo. La enorme herida de la cabeza comenzaba a cicatrizar, y la piel, brutalmente arrancada por los indios, empezaba a renovarse, no tan pulida como antes, y sin cabellos, que no volverían a cubrir ya su mutilado cráneo.

Pocos días más, y el mecánico estaría en condiciones de emprender el viaje, resistir sus fatigas y afrontar sus azares.

Habían abierto la caja en la imposibilidad de ser transportada por un caballo a causa de su peso y dimensiones, y los picos, palas y azadones, el sluice, el mercurio y cuanto contenía fue dividido en cuatro cajones fáciles de cargar a lomo de caballo. Prepararon buena cantidad de carne salada, pues tuvieron la suerte de matar a otro oso lavador, varios castores y un cisne de treinta y cinco libras de peso.

El 18 de abril, o sea catorce días después de la pérdida del ganado, los dos vaqueros, el tío y el sobrino salieron de madrugada del pino gigantesco, y emprendieron el viaje a los distantes placeres de Klondyke.

El día prometía ser magnífico, tibio y agradable, y los caballos, bien comidos y descansados, hacían esperar una larga y rápida marcha.

Bennie y Armando, que se habían hecho inseparables, y que tenían el encargo de proveer de carne fresca a la caravana, abrían la marcha; tras ellos iban los dos caballos cargados con el equipaje, los víveres y las municiones, y a retaguardia, Back y Falcone.

Principiaron su jornada costeando la ribera oriental del lago para volver en dirección Noroeste y seguir las Montañas Pedregosas, que debían guiarlos hasta la frontera americana de Alaska. Iban todos alegres y ufanos, en especial los dos vaqueros, que ya contaban con recoger el oro a puñados en Klondyke.

Ni aun se acordaban de los indios. En su opinión, Nube Roja y sus guerreros no pensaban ya en ellos, y en cuanto a Cola Abigarrada, debía de haber sido devorado por los lobos muchos días antes.

Desgraciadamente, no tardaron en convencerse de que no había terminado aún su lucha con los pieles rojas. Apenas acababan de recorrer media milla y se preparaban a doblar el último ángulo del lago en dirección a Occidente, cuando Bennie vio tremolar en la linde del bosque una especie de bandera que parecía de cuero.

—¿Qué significa eso? —exclamó asombrado—. ¿Habrá cualquier cazador matado una pieza y puesto a secar la piel colgándola de una rama?

—¿No vienen por aquí algunos cazadores?

—Sí, en la buena estación; pero ahora es muy pronto.

—¡Eh, Bennie! —gritó Back, que seguía a retaguardia—. ¿Sabes lo que parece esa extraña bandera?

—¿Qué?

—El tótem de una tribu india.

—¡Cuerno de bisonte! Tienes razón, Back.

Espoleó a su caballo y se lanzó hacia aquella extraña bandera colgando de una rama de encina, pero puesta de modo que no pudiera menos de verla cualquier persona que costease la orilla septentrional del lago. Bennie y Armando se dieron muy pronto cuenta de que era una piel de castor no del todo seca todavía, y que en el revés llevaba pintada una cola de varios colores.

—¡Por cien mil osos lavadores! —exclamó el vaquero, palideciendo a pesar suyo—. ¿Estará aún vivo ese condenado bribón?

—¿Quién?

Cola Abigarrada.

—¿Por qué lo pregunta usted?

—Porque ésas son sus armas; como quien dice, su emblema, su bandera particular. ¿No ves pintada en la piel una cola abigarrada?

—Es verdad, señor Bennie.

—¡Caramba! —exclamó Back, que se había adelantado y llegaba junto a ellos—. ¡No me equivoqué! Esto quiere decir que nuestro enemigo vive aún y que no tardemos en tenerle delante o detrás, decidido a apoderarse de nuestras cabelleras.

—¡Pues va a darle bastante trabajo lograrlo!

—¿Crees que le seguirán algunos de su tribu?

—¡Quién sabe!

—Bennie, apretemos el paso.

—Sí —agregó el herido—. Una vez que pasemos aquel río, ya no tendremos que temer a ese Cola Abigarrada.

—Así lo creo —afirmó Bennie—. Dejemos la orilla del lago y dirijámonos transversalmente al Norte para llegar lo más pronto posible al río. Al otro lado es el territorio de los Cabezas Chatas, y los Panzudos no pueden violarlo sin previa declaración de guerra.

—¿Quiénes son esos Cabezas Chatas? —preguntó Armando.

—Indios; pero no tan rencorosos y vengativos como los de Nube Roja. Y espero que nos acojan bien. ¡Espoleemos a los caballos y alejémonos de estos lugares!

El grupo de viajeros, dejando de costear el lago, dirigióse decididamente hacia el Norte, reservándose para después de haber vadeado el Peace doblar hacia el Oeste, que era la verdadera dirección que tenían que tomar.

La región cambiaba de aspecto. A la gran pradera y a los bosques sucedían terrenos muy quebrados, ora cubiertos de hierba que podía ser explotada con mucho provecho por un ganadero, ora de matorrales o de grupos de pinos blancos, algunos de ellos enormes, de dos metros y hasta dos y medio de circunferencia en su base, y de treinta metros de altura, y de sauces de cuyas raíces extraen los indios un tinte rojo que emplean para sus pinturas. De cuando en cuando tropezaban con pantanos y estanques en que abundaban los peces y las aves acuáticas. Desde las ramas de los árboles miraban a los viajeros algunos grandes búhos, que abundan bastante por allí; grandes halcones pescadores, que para apoderarse de los míseros peces sueltan una especie de grasa que parece tener la propiedad de atontarlos.

De trecho en trecho estallaba el canto agudísimo de los tetraones o gallos del collar, aves exquisitas que seguramente Bennie no hubiera dejado en paz a no tener tanta prisa. La voz de estos bípedos óyese a tres y hasta cuatro millas de distancia en aquellas llanuras.

A mediodía, después de una marcha rapidísima y casi continua, acamparon en la falda de una colina sobre la cual crecían entre las altas hierbas plantadas bastante raras, unas especies de balones de dos metros de circunferencia que reposaban sobre un tronco demasiado delgado y débil a proporción.

Levantóse viento fuerte y frío, y Bennie se apresuró a armar la tienda para resguardarse de él, y especialmente a Falcone, aún no curado de su atroz mutilación. Encendieron fuego, cenaron con excelente apetito; y ya se disponían a encender las pipas, cuando oyeron relinchar con inquietud a los caballos.

—¿Oyes, Back? ¿Habrán olido los caballos la proximidad de algún oso gris? Parece que hay bastantes fieras de ésas por esta región.

—¡Bien venido sea —dijo Armando—; pues aseguran que su carne es sabrosísima!

—Sí; pero saben defenderla tan bien, que pierden la suya más de cuatro cazadores decididos y audaces, sucumbiendo…

No acabó la frase. Un alud, una masa pesada, cayó con gran ímpetu sobre la tienda, rompiéndola y haciendo rodar a Armando y al mejicano, que cayeron contra Bennie.

—¡Cuerno de bisonte! —aulló éste—. ¿Qué es esto?

—¡Caray! ¡Ni que nos hubiera caído encima un bisonte!

Los dos vaqueros, echando a un lado el toldo del carro que los envolvía, salieron al aire libre con sus fusiles, siguiéndolos Armando y su tío. Un espectáculo extraño, no nuevo para los vaqueros, pero sí para los italianos, se ofreció a su vista.

De la colina bajaban rodando y rebotando aquellos balones vegetales que habían visto antes en la cima, empujados como pajas, no obstante su peso, que debía de ser grande, por el viento impetuoso. Uno de ellos había caído sobre la tienda, y otro, siguiendo la misma dirección, amagaba caer sobre los viajeros.

—¡Al suelo! —gritó Bennie con voz imperiosa.

Los cuatro hombres se tendieron en tierra y los caballos los imitaron por instinto. El balón, que daba botes de seis y siete pies, sobre todo cuando encontraba algún obstáculo, pasó como una tromba sobre los animales, estropeando un tanto a las pobres bestias, y machacó y rodó sobre los hombres, amenazando arrastrarlos en su vertiginosa carrera. El herido, atacado en pleno, había sido impulsado hacia un matorral, que afortunadamente le detuvo; Bennie pudo agarrarse a un árbol y Armando y Back chocaron contra unas encinas a trescientos pasos de donde habían alzado la tienda.

—¡Cuerno de bisonte! —exclamó Bennie riéndose, a pesar de las magulladuras padecidas—. ¡Si dura un poco más, me deja inservible para continuar el viaje en muchos días! ¡Al diablo las plantas danzantes!

—¿Plantas danzantes? —exclamó Armando—. ¡Bombas podría usted decir mejor! ¿Qué especie de vegetales son ésos tan sumamente raros?

—Se llaman cyclotoma phatyphilum —explicó Falcone.

—¡Vaya un nombre para hacer estornudar a un perro! Nosotros las llamamos plantas danzantes, que es más gráfico —repuso Bennie—. Como has visto, son balones formados por una aglomeración de hilos vegetales y que se parecen a haces de heno hábilmente atados y redondeados. Hay muchos en esta región y también más al Sur, en la llanura de Arkansas.

—¿Y ha sido el viento el que los arrancó de sus tallos?

—Sí, amiguito. Probablemente el repentino frío ha secado sus tallos, que son muy débiles, y los balones, arrancados por el fuerte viento que sopla, han rodado impulsados por él, y aumentando su velocidad cada vez más.

—¡Ha sido un alud!

—Y muy peligroso si fuese algo más duradero. Más de cuatro han perdido la vida a causa de esos balones. Cuentan una curiosa historia acaecida a unos cazadores de bisontes.

—¡Cuéntela, señor Bennie!

—Cierto día, varios hombres que recorrían la pradera cazando bisontes estaban repechando una loma, cuando vieron caer entre nubes de polvo inmensas masas hacia el precipicio. Creyendo que eran bisontes, los cazadores formaron semicírculo y emprendieron contra ellos recio tiroteo. Con gran sorpresa suya, no vieron caer ningún animal, y las masas continuaban acercándose en carrera endiablada amenazando embestirlos. Asustados, trataron de huir adonde estaban sus caballos para librarse de las temibles cornadas de los poderosos rumiantes; pero fueron alcanzados, derribados, magullados y arrastrados por el torbellino. Como comprenderás, no se trataba de bisontes, sino de plantas danzantes iguales a las que nos han dado un poco que sentir hace un momento. Naturalmente, continuaron su carrera loca impulsados por el viento, dejando a los cazadores malparados, aturdidos, maltrechos y con un palmo de narices y algunas contusiones.

—¿Por ventura no eras tú uno de los cazadores? —preguntó Back, riendo.

El vaquero soltó la carcajada, y luego dijo:

—No lo recuerdo. ¡Me han sucedido tantas cosas en mi vida vagabunda y aventurera, que no diré que no me haya encontrado en alguna aventura semejante!