CAPÍTULO X

LA CAZA DE LOS CASTORES

Dos horas antes que el astro diurno terminase su evolución desapareciendo por Occidente, Bennie y Armando, que no habían satisfecho bastante su apetito con los piñones y las galletas, se alejaron del islote con la esperanza de encontrar cena más sustanciosa y suculenta.

Dioles Back las indicaciones necesarias para que hallasen el riachuelo en cuya vecindad se habían establecido los castores, y ensillando sus caballos, ya bien descansados y alimentados, montaron y se dirigieron hacia el sur del lago. En menos de media hora llegaron a un claro del bosque.

—Aquí hay huellas de los castores —exclamó Bennie a su joven compañero, después de haber examinado el sitio con su experta y escrutadora mirada.

Descabalgaron, ataron ambos cuadrúpedos a una encina negra, y siguieron costeando a pie la margen de la corriente, procurando mantenerse ocultos entre las altas hierbas que crecían abundantes a ambas orillas del riachuelo. De cuenca poco profunda, tenía un recorrido de media milla escasa, y parecía habitado únicamente por aves acuáticas que nadaban majestuosamente y se dejaban ver a distancia que hacía difícil el tiro.

Bennie y Armando, procediendo con cautela y conociendo cuán desconfiados son los castores, llegaron al vallecillo que les indicó Back, muy cerca de la desembocadura del arroyuelo, y de pronto, oyeron un estruendo ensordecedor que parecía producido por la brusca caída de un gran árbol en el agua.

—¿Son los indios? —preguntó el joven preparando presuroso su escopeta.

—No —repuso sonriente el vaquero—. Han sido los castores.

—¿Esos animalitos pueden producir tamaños ruidos?

—Es que han derribado algún enorme pino.

—¿Los castores? Pero ¿cómo, siendo tan pequeños? —preguntó Armando, estupefacto.

—¿Te sorprende?

—¿No lo cree usted también prodigioso?

—No. Es que no conoces a los castores ni has visto los admirables diques que construyen esos pequeños ingenieros.

—¿Diques?

—Sí; diques que parecen construidos por hombres, muchacho. Esos maravillosos animales, para conseguir la tranquilidad del agua y precaverse de las crecidas, que podrían inundar sus admirables habitaciones, construyen diques de increíble solidez que desvían el curso de las aguas en caso de una crecida inesperada.

—¿Con qué materiales?

—Con los árboles que derriban, o, mejor dicho, hacen caer minándolos por su base, y que luego empujan por la corriente hasta el lugar que les conviene.

—¡Es increíble lo que me cuenta usted, señor Bennie!

—Quizá te lo parezca, pero no tardarás en convencerte de ello.

Realmente, al ver aquellos diques, que a veces son larguísimos, se resiste uno a creerlos obra de animales tan pequeños; pero no hay otro remedio que convencerse de ello. Aunque parezca increíble, en estos territorios, y aun en otros más septentrionales, los castores han transformado con sus diques de una manera extraordinaria el terreno primitivo, inundando florestas inmensas, creando lagos y canales, derribando multitud de árboles, modificando el curso de los anchos ríos y convirtiendo tierras palustres en prados hermosísimos. Calcúlase que han sumergido la mitad del suelo de las márgenes de la bahía de Hudson con sus barreras.

—¿Y son grandes esos diques?

—Los hay que miden media milla.

—Cavando tanto, los castores deben de causar grandes perjuicios.

—Así es; pero encarnizadamente perseguidos por los cazadores, la especie va desapareciendo con rapidez. Como la piel de estos animalitos es muy estimada, los cazadores de la bahía de Hudson y los de la Compañía Americana de Alaska hacen verdaderos estragos.

—Y dígame, señor Bennie: ¿es verdad que los castores se hacen ellos mismos verdaderas casitas?

—¡Ya lo creo! No tardarás en verlo. Son de forma redonda, sólidamente construidas con madera ligera, por lo general de sauce o aliso, y cubiertas de una especie de estuco impermeable.

—¿Y cómo hacen para cubrirlas con ese estuco?

—Para ello se sirven de su larga cola.

—¿Como los albañiles se sirven de la llana?

—Exactamente, mocito. ¡Ah, ya hemos llegado!

En efecto; hallábanse en el límite del valle, ante un estanque de unos cuatrocientos metros de circunferencia, rodeado de abetos, sauces y alisos, y que por medio de un canal bastante ancho comunicaba con un riachuelo que parecía desembocar en el lago. Lo primero que vio Armando fue un sólido y simétrico dique hecho con troncos de árboles plantados en el lecho del estanque, obra de unos sesenta metros de largo y dispuesto de modo que obstruía el ingreso en el canal.

—¿De veras que lo han construido los castores, señor Bennie?

—Sí; y, como ves, tiene por objeto impedir que aumente el caudal del estanque con el agua que el canal recibe del río.

—¡Pero si es prodigioso!

—No digo que no.

—¿Y dónde están los castores?

—Allí; mira. ¿No ves surgir del agua una cosita redonda? Lo menos son tres docenas.

—Sí; los veo.

—Obsérvalos. Están trabajando. ¿No los ves nadar alrededor de ese inmenso aliso que flota en el estanque, y parece llevado lentamente por las aguas hacia el dique? Aún conserva sus ramas, porque acaban de hacerlo caer; pero los dientes de los castores comenzarán muy en breve a podarlo, y lo alisarán por completo.

Armando miró en la dirección que su compañero le indicaba, y vio un gran árbol flotando sobre las aguas, y en torno de él, una porción de animalillos que bullían.

—¡Bueno; a cazarlos! ¡Se me hace la boca agua al pensar en el asado que nos espera!

—¿Y no teme usted que los disparos de nuestras escopetas atraigan a los indios?

—¡Bah! ¡Ya estarán en la ribera occidental del lago!

—¿Se dejarán atrapar los castores?

—Ven y verás. Vamos a sorprenderlos en su faena. Pero hay que procurar mantenernos siempre a sotavento y no hacer ruido. Démonos prisa, pues no es prudente dejar mucho rato solos a los caballos por estos parajes. Hay por aquí bastantes osos negros.

Resguardados por los árboles que se erguían en las márgenes del estanque, adelantaron en silencio, como había dicho Bennie, para que no denunciase el aire su presencia, llevando su olor a los pequeños constructores, que tienen olfato delicado. Habían avanzado doscientos pasos, cuando el vaquero se detuvo de pronto y susurró casi al oído de Armando:

—¡Creo que vamos a tener un asado bastante mejor que de castor!

—¿Qué ha visto usted?

—Mira de frente a la orilla del estanque.

Hízolo así el joven, y vio un animal sentado que parecía ocuparse en misteriosa faena. Iluminado de lleno por la luz de la luna, Armando pudo examinarlo atentamente. Parecía un oso pequeño, pero tenía algo de topo, de topo enorme, a juzgar por el hocico. Tenía como medio metro de largo, con una cola de veinticinco o treinta centímetros, pelo gris amarillento y con manchas negras.

Completamente tranquilizado por el silencio que reinaba en la selva, y no teniendo nada que temer de los castores, se había sentado plácidamente al margen del estanque, sumergiendo de vez en cuando las patas posteriores en el agua, de la cual parecía sacar algo que después de restregarlo dejaba a su lado en tierra.

—¿Qué hace? —preguntó asombrado el italiano—. ¡Cualquiera creería que está lavando o pescando!

—Y así es; está lavando su comida.

—¿Qué dice usted?

—Que antes de cenar, como animal limpio y aseado, lava las castañas, larvas, moluscos, cosas que constituyen su alimento.

—¿Se burla usted?

—No, amiguito. El racoon, o, si prefieres llamarlo de otro modo, el oso lavador, tiene esa pulcra costumbre. Mira con qué seriedad y conciencia lava lo que espera comerse muy luego plácidamente.

—Veo, señor Bennie, que es una desgracia andar escaso de víveres.

—Así es; pero te advierto que la carne de racoon es exquisita.

Y dicho esto, apuntó cuidadosamente y disparó. El animal continuaba plácido y feliz su faena a unos ochenta pasos. La detonación repercutió en la selva, haciendo huir a los castores, y el pobre animal, suspendido bruscamente en su faena por la bala del cazador, cayó de cabeza al agua. Bennie y Armando corrieron para pescarlo antes de que se lo llevase la corriente.

—¡Pobre bestia! ¡La ha matado usted cuando se disponía a cenar!

—¡Así es el mundo! En cambio, nos servirá a nosotros de cena y de almuerzo para mañana. Es un oso muy gordo. ¡Ya lo pesqué! Ahora volvámonos, porque comienzo a oír ladrar a los coyotes y aullar a los lobos.

Se cargó el racoon al hombro y se pusieron en marcha a buen paso hacia donde habían dejado los caballos.

La noche era espléndida, pura y tranquila. La luna brillaba en todo su esplendor, iluminando la pradera de los castores y la selva como en pleno día y mirándose en el espejo de las aguas del estanque. A su alrededor parpadeaban millones y millones de estrellas. La fresca brisa, saturada de los penetrantes aromas del ajenjo y la menta, oreaba con soplo intermitente las hojas de los alisos, sauces, abetos y encinas negras. En lontananza chirriaban los grillos, coreados por el ladrido de los coyotes y tal cual aullido de los lobos grises.

Bennie y Armando apresurábanse, algo inquietos por la suerte de sus caballos, que habían dejado en el valle atados al tronco de un árbol. Una vez que traspusieron la pradera de los castores y treparon por la loma, oyeron claramente el relincho receloso de sus corceles. Temiendo el vaquero que los pobres animales hubieran sido atacados por los lobos y por algún oso, se apresuró a trasponer las rocas, y de pronto se detuvo estupefacto al ver a los dos caballos sueltos y caracoleando a la entrada del bosque.

—¿Qué significa esto? —dijo preparando su fusil—. No puede ser que hayan tenido bastante fuerza para romper las bridas. ¡Muchacho, atención; prepara tu fusil!

Silbó, y los inteligentes animales acudieron alegremente a su silbido.

—¡Vamos a ver! —murmuró receloso y mirando a un lado y a otro, cual si temiese alguna emboscada—. ¡Ya decía yo!

Arrancóle esta exclamación el examen de las bridas, pues halló que habían sido cortadas por un cuchillo por la mitad.

—¿Las han roto? —preguntó Armando.

—No; han sido cortadas con un cuchillo o machete. ¿Qué misterio es éste? —añadió arrugando la frente.

—¿Y por quién?

—Ese es el problema. Que yo sepa, ningún animal es capaz de cortar limpiamente una correa así de recia.

—¿Está usted seguro de no equivocarse?

—Segurísimo. Han sido cortadas con arma blanca.

—Entonces es que ha venido alguien.

—¡Naturalmente!

—¿Y quién puede haber venido?

—¿Quién? ¿Quién? ¡Lléveme el diablo si lo sé!

—¿Acaso algún indio?

—Es lo más probable.

—¿Y por qué no se los ha llevado?

—Por la sencilla razón de que le habrá faltado tiempo.

—Entonces no puede estar lejos.

—Tan poco lejos, que indudablemente nos está espiando.

—¿Y qué hacemos?

—Montar inmediatamente a caballo y escapar a todo galope.

Montaron de un salto. Bennie se puso delante el oso lavador, que no quería abandonar por nada del mundo, y después de dirigir escrutadoras miradas hacia el bosque, partieron a todo escape de sus corceles. Atravesaron el brazo de agua y llegaron frente a la entrada del refugio que les servía de vivienda, hallando a Back ocupado en atar los otros caballos a una rama del árbol que les servía de refugio.

—¿Nada de nuevo? —preguntó Bennie.

—Absolutamente nada —repuso el mejicano.

—¿No habéis visto ningún indio?

—No. ¿Por qué lo preguntas? Pareces inquieto, Bennie.

—Lo estoy, realmente; alguien trata de descubrir nuestro asilo.

—Vigilaremos atentamente.

—Mientras tanto, aquí tienes un hermoso racoon, que nos proporcionará una deliciosa cena.

—¡Bien venido! ¡El fuego le aguarda!