CAPÍTULO IX

EN LA RIBERA DEL PEQUEÑO LAGO

Media hora después de aquella encarnizada persecución de la cual escaparon por milagro, Bennie y Armando llegaban a la ribera del lago, a un lugar resguardado por pinos y abetos negros que elevaban sus copas a cincuenta y hasta a sesenta metros.

Como estaban muy fatigados, resolvieron descansar un buen rato, dando con ello lugar a los indios para retirarse, pues temían que, de no darles el tiempo suficiente, habían de hallar alguna otra banda en la ribera del lago.

Bennie y Armando se proveyeron de frambuesas, se repartieron fraternalmente tres galletas que hallaron por fortuna en los bolsillos, y se sentaron entre las altas hierbas, preparándose a comer mientras vigilaban a los caballos, que se habían puesto a pastar. El lugar parecía absolutamente desierto: no se veía por los alrededores ni una sola cabaña, ni surcaba las aguas plácidas del lago la menor canoa. Ni siquiera había caza; algunos cuervos estaban guarecidos en las copas de los árboles, y palomas silvestres volaban de rama en rama; entre los cañaverales tal cual pareja de aves acuáticas… y nada más.

El vaquero y su joven acompañante descansaron poco más de media hora con el oído atento y ojo avizor, recelando una vuelta ofensiva dé los indios, y luego montaron de nuevo a caballo y continuaron su carrera.

—Vamos a reunimos con nuestros compañeros, que deben de estar bastante inquietos por nuestra ausencia. ¡Quién sabe si no creen que hemos sido muertos por los indios!

—¿Cree usted que habrán podido llegar sin novedad al refugio?

—No hemos oído tiros por aquella parte, lo que es buena señal; pero…

—¿Qué?

—¿Sabes que me atormenta una idea?

—¿Cuál?

—La de que hice mal en no cerciorarme de si estaba bien muerto Cola Abigarrada. Generalmente, no fallo el tiro; pero no estoy del todo seguro de haber matado a ese bandido.

—Aunque así sea, creo que no ha de quedarle ninguna esperanza de apoderarse de nosotros.

—Los indios son tenaces e incansables para su venganza. Además, tienen siete vidas como los gatos.

—¿Quiere usted un consejo, señor Bennie?

—Habla.

—Véngase con nosotros a Alaska.

—No me asusta el viaje, te lo aseguro, aunque es muy largo; pero quisiera saber qué Íbamos a hacer allí.

—Mi tío se lo dirá.

—En resumidas cuentas, tanto me da estar aquí como en el infierno, con tal de ganar unos dólares para gastarlos alegremente y sin sujetarme a la policía de las ciudades. Me gusta la vida libre e independiente, sin cortapisas ni trabas convencionales, y no renunciaré a ella por nada del mundo.

—En Alaska no hay ciudades.

—¡Me alegro!

—¿Vendrá usted con nosotros?

—¡Eh! No digo que no; una vez que el ganado se ha perdido, no tengo malditas las ganas de escuchar las recriminaciones del señor Harris, que es tan avaro como rico.

—Creo que no perderá usted en el cambio. Se trata de recoger oro a paletadas.

—¡Cuerno de bisonte! ¡Esa palabra mágica, «oro», hace aguzar todos los oídos, pero más aún los de un mísero como yo! ¿Estás seguro de lo que dices?

—Oiga usted a mi tío.

—Me has puesto en gran curiosidad ¡Eh, Lomonegro, aviva un poco el trote, compañero!

El caballo, como si hubiese comprendido, aceleró su carrera, seguido del de Armando y de los otros del carro.

Esta segunda carrera duró media hora larga, sin que aquellos caballos sin igual dieran la más mínima muestra de cansancio, aunque habían estado galopando diez horas con cortas interrupciones. De pronto, Bennie, que cabalgaba en silencio examinando con gran atención el bosque, exclamó:

—¡Mira, Armando!

—¿Adonde?

—Allí, frente a nosotros, cerca de la orilla del lago, aquel islote…

—¿Donde está aquel enorme pico?

—Eso es; allí están Back y tu tío.

—¡Ya deseo abrazarlos!

—¡Pues otra galopada, y llegaremos!

Hiciéronlo como decía el vaquero, reemprendiendo el galope, pero con el fusil en las manos, no fiándose del todo de la aparente tranquilidad que reinaba en la pradera.

Comenzaban a verse algunos animales, por lo general coyotes, que huían a la proximidad de los caballos, y de vez en cuando un lobo gris, fiera peligrosa cuando va acompañada de varias de su especie, pues se atreve a atacar al hombre armado.

El gigantesco árbol aparecía cada vez más colosal a la vista de los viajeros. Era uno de esos enormes vegetales que los naturalistas llaman pinus albertina, bastante frecuentes en la parte occidental de la América del Norte, especialmente en las faldas y estribaciones de Sierra Nevada, Nueva California y Montañas Pedregosas. Son colosos que pueden equipararse al eucaliptos ámygdalina de la Australia, árbol que alcanza alturas increíbles, hasta cuatrocientos pies, o sea ciento veinte metros[8]; pero el pino norteamericano, si no le llega en altura, le supera en circunferencia, acaso mayor que la del famoso baobab africano. Sobre todo en su base son tan enormes, que cuarenta hombres con los brazos abiertos y formando corro no alcanzan a veces a abrazarlos, y se ha hallado alguno en cuyo interior han podido danzar cómodamente quince y dieciséis parejas.

El que debía servir como asilo al mejicano y al herido no era de los mayores; sin embargo, alzaba su copa a unos ochenta metros del suelo, y su hueco en la base permitía cómodo alojamiento a diez hombres y otros tantos caballos. Hallábase en un islote a unos doce metros de la orilla, ocupándolo casi todo.

A unos doscientos pasos del lago vio Bennie dos caballos que pastaban libremente en las márgenes del bosque, y los reconoció como los que montaban sus compañeros.

—¡Buen indicio, Armando!

Apenas acababa de pronunciar tales palabras, cuando vieron aparecer en el islote al mejicano, que les gritó con voz gozosa:

—¡Bien venidos! ¡Ya hace cuatro horas que me estaba devorando la ansiedad! ¿Y los indios?

—Tuvieron que marcharse.

—¿Y Cola Abigarrada?

—Muerto. Por lo menos, así lo espero. ¿No se ha acercado ninguno de esos perros a esta orilla?

—¿Y mi tío? —preguntó Armando impaciente.

—Bien; descansa tranquilo en un buen lecho de hojas secas. Dejad los caballos, y venid.

Ambos desmontaron, libraron a los animales de sillas y frenos, cogieron sus fusiles y revólveres, y se apresuraron a atravesar el pequeño canal que los separaba de la isleta. Las aguas no subían mucho más de medio metro, y la tarea fue facilísima para llegar allá.

Back les dio sendos apretones de manos, y dando vuelta al árbol colosal, los llevó hasta una abertura de unos dos pies escasos de anchura, pero bastante alta.

—Pasad y honrad mi casa —dijo festivamente el mejicano.

—La conozco bien —repuso sonriente el vaquero.

Penetraron los tres en una especie de caverna que podría contener quince personas. En un lado, cómodamente tendido en un lecho de hojas, hallábase el mutilado, que se incorporó al ver a Bennie y le tendió la diestra, diciéndole:

—¡Me alegro mucho de volver a verle!

—¡Y yo, señor Falcone!

—¿Qué ha sido de Armando?

—¡Aquí estoy, tío!

—¡Puede usted estar orgulloso de tener un sobrino así! Se lo dice un viejo aventurero. ¡Cuerno de bisonte! ¡Con un compañero así, voy hasta el fin del mundo!

—¡Exagera usted, señor Bennie! —exclamó el muchacho modestamente.

—¡Lo dicho, dicho! Nosotros los vaqueros no exageramos, ni mentimos, ni adulamos.

—Sé que mi sobrino es valiente —exclamó ufano Falco-ne—. Pero ¿y los indios? ¿Se han retirado?

—Sospecho que Nube Roja se ha resignado a dejarnos en paz. Tanto más, cuanto que, en compensación de no haber logrado su venganza, él, que tanto temía el hambre para su tribu, ha tenido un buen hallazgo. ¡Diablo! ¡Doscientas cabezas de ganado valen tanto por lo menos como cien bisontes! ¡Y nos los han robado!

—¡Qué ruina para ustedes! ¡Y todo por salvarnos!

—Nada hemos perdido nosotros, amigo. Como decía hace poco a su sobrino, el propietario del ganado es riquísimo, y no hará mella en su gran fortuna semejante pérdida.

—Sin embargo, lo siento infinito por la caja…

—Pero ¿le es a usted indispensable esa caja para ir hasta Alaska?

—Me es en extremo necesaria.

—Pues volveremos a buscarla. Supongo que no se la habrán comido los pieles rojas.

—En vuestro interés y en el nuestro está que lo hagamos así. Esa caja nos será de inmensa utilidad en Alaska, si queremos recoger mucho oro y muy pronto.

—¡Oro! ¡Atiende, Back! El señor nos promete mucho oro. ¿Se han descubierto filones en Alaska?

—Muchos, y de riqueza fabulosa.

—¡Calle, calle! Me parece haber oído hablar en Edmonton de minas descubiertas en territorio ruso, pero nadie lo creía: se figuraban que eran noticias inventadas para llevar colonos a esas tierras.

—Es verdad —afirmó Back.

—No, amigos —contestó el herido—; las noticias son ciertas, y yo tuve confirmación de ellas por un irlandés a quien salvé la vida. Aquel hombre volvía de Alaska, donde en cuatro meses había logrado reunir ciento sesenta kilogramos de oro puro. Y me afirmaba que él fue el menos afortunado de todos los que trabajaron en aquel placer.

—¡Cuernos de Satanás! ¡Ciento sesenta kilos de oro! —exclamaron casi a dúo los dos vaqueros.

—Recogidos en unos cuarenta y cinco días de trabajo.

—¿Y dónde se hallan esos placeres fabulosos? —preguntó Bennie.

—En el valle del Klondyke, río que nace en las montañas de San Elias.

—No lo conozco, pues nunca he traspasado la frontera de la antigua colonia rusa; pero he recorrido los territorios del Noroeste y de la Columbia británica, y si ese río maravilloso existe… ¡cuerno de bisonte, lo encontraremos!

—Su existencia no puede ponerse en duda, porque ese río es uno de los más grandes de Alaska.

—Entonces iremos con ustedes. Back y yo sabemos algo de placeres y clanes, pues ambos hemos trabajado en las minas argentíferas del Colorado, y, además, yo he buscado algún tiempo pepitas de oro en el Fraser de Columbia.

—¡Dos valiosas ayudas halladas providencialmente! —dijo el italiano—. Dentro de tres meses podremos haber llegado a Alaska, y llegaremos en la estación más propicia para la cosecha del oro. Pero necesitamos la caja.

—¿Nos dirá usted de una vez qué es lo que contiene?

—Objetos de utilidad inmensa que seguramente no podremos adquirir en los campos auríferos del Klondyke. Por ejemplo, y entre otras cosas, un sluci para el lavado de la arena, y herramientas de trabajo, y buena cantidad de mercurio necesario para purificar pronto el precioso metal.

—¡Un sluci y mercurio! ¡No podemos perderlo! ¡Son cosas demasiado útiles para abandonarlas en la pradera! Mañana iremos Back y yo a recuperarlos.

—¿Y los indios?

—¡Bah! Habrán vuelto a su aldea para celebrar un festín con la carne del señor Harris.

—¿Y creen ustedes poder traer también el carro?

—Paréceme que para tan largo viaje servirá, más que de utilidad, de impedimenta, y sería preferible que se sirviera usted de nuestros caballos. ¿Es usted buen jinete?

—Sí, lo soy; pero la herida no está todavía cerrada y aún me produce dolores horribles.

—Aguardaremos a que se cure. Mientras tanto cazaremos y secaremos parte de la carne para pertrecharnos de víveres, que casi no tenemos.

—Creo que será cuestión de unos diez días.

—Esa es también mi opinión. ¡Eh, Back! ¿No tienes nada que ofrecernos? Armando y yo estamos muertos de hambre.

—No tengo más que galletas, piñas y whisky.

—Nos contentaremos con el alcohol, los piñones y el bizcocho por ahora; ¿verdad, Armando? Mañana trataremos de cazar alguna buena pieza; un topo de la pradera, por ejemplo. Esos animales, amiguito, abundan mucho por estos contornos.

—Hay algo mejor, Bennie —díjole su compañero.

—¿Qué has descubierto?

—Una colonia de castores.

—¿Dónde?

—Ahí cerca: en la desembocadura de un riachuelo que desagua en el lago.

—¡Magnífico! Entonces, quizá esta noche pueda ofreceros asado de castor. ¿Quieres, Armando?

—Disponga usted de mí, señor Bennie.

—Comamos ahora un poco, echemos un sueñecito reparador, y antes de oscurecer iremos a buscar a esos inteligentísimos animalitos.