EL LAZO DE LOS PIELES ROJAS
Los cuatro corceles montados, seguidos de cerca por los otros cuatro del carro, que no abandonaban a sus amos aunque estaban en completé libertad, subieron la colina sin amenguar su rápida carrera, y la atravesaron como una bandada de cuervos, ganando la vertiente opuesta, que forma lo que los yanquis llaman rolling prairie o pradera ondulada, extendiéndose hacia el Norte.
Una vez a cubierto de las miradas de los indios, y muy cerca del bosque que flanquea la orilla oriental del lago, decidieron separarse.
—¡No hay remedio, Back! Si no aprovechamos estos instantes, los indios nos darán caza. ¡Marcha por la izquierda con el herido, intérnate en el bosque, y al árbol que te he dicho! ¡No tengas cuidado por nosotros! Haremos lo que podamos. Guillermo, ¿podrías resistir aún media hora?
—Confío en que sí —repuso el mutilado.
—Sigue, pues, a mi compañero.
—¿Y mi sobrino? —preguntó el mecánico con cierta inquietud.
—Va en mi compañía. ¡No temas! Tenemos seis caballos a nuestra disposición, y, con tantas patas, malo será que no nos burlemos de los pieles rojas.
—¡Gracias por haber pensado en mí! —exclamó Armando—. ¡Es una prueba de confianza que me enorgullece!
—¡Bueno; no perdamos el tiempo! ¡Marchad!
—¡Que Dios os proteja! —dijeron Back y Guillermo, separándose de Bennie y Armando.
—¡Adelante, muchacho! —ordenó el vaquero.
Los dos jinetes continuaron por la pradera a rienda suelta. Los caballos del carro les siguieron. Back y Guillermo se internaron en el bosque.
No había recorrido los primeros quinientos metros, cuando oyeron un gran grito a sus espaldas; volviéronse, y vieron que eran los indios que bajaban en grupo compacto la vertiente de la colina. Aún distaban de ellos un kilómetro largo, y no debían de haber advertido la ausencia de los dos compañeros a causa de la distancia y de la oscuridad.
Una vez en la llanura, los indios extendiéronse de nuevo en semicírculo, ocupando un espacio lo menos de quinientos metros y adelantando bastante los extremos de sus alas.
—¡Hola! —murmuró Bennie—. ¡Quieren cogernos en el centro! ¡No está mal pensado! ¡Sólo falta que puedan rodearnos!
Luego, dirigiéndose a Armando, que galopaba a su izquierda y empuñaba nerviosamente el fusil, le dijo:
—¿No tienes miedo?
—¡Oh, no! Mi tío me ha acostumbrado al peligro.
—¡Bravo tío! ¿Y sabes manejar bien el fusil?
—Soy un buen rifleman, como ustedes dicen. Antes de unirme a mi tío serví dos años a un indian-agent[7] como cazador.
—Ya no me extraña que seas tan buen jinete. ¡La pradera es buena escuela de equitación!
—Cierto, señor Bennie.
—¡Oh! —exclamó el vaquero, que se había vuelto para vigilar a los indios—. Comienzan a acercársenos, lo que quiere decir que corren más que nosotros.
—¿Espoleamos a los caballos?
—Todavía no. Dejémosles que se acerquen algo más, y tratemos de matar dos pájaros de un tiro. De todos modos, tenemos cuatro caballos de repuesto.
—Lo que me sorprende es que nos hayan seguido hasta aquí los del carro.
—Están acostumbrados a seguirme, y no huirán ni aun cuando empiece el tiroteo. Prepara tu carabina para en cuanto comience a romper el alba.
—Ya principia.
—Pues dentro de media hora daremos noticias nuestras a Nube Roja.
En tanto que así charlaban con toda tranquilidad, y como si estuviesen dando un simple paseo por deporte, los indios espoleaban más y más a sus caballos, forzando la marcha para ganarles terreno. Sin embargo, los que se acercaban a ellos eran los de las alas, y no los del centro, los cuales parecían no querer fatigar a sus caballos para no verse imposibilitados luego de continuar la caza.
Intrépidos jinetes, criados en la silla de los rápidos corceles de la pradera, muy superiores a los mejores de la generalidad de los vaqueros, y que cabalgan días enteros sin necesidad de estribos ni de silla, ni de espuelas, conocen demasiado la resistencia de sus caballos para fatigarlos inútilmente o fuera de sazón. Así, pues, por lo pronto, el centro contentábase con mantener la distancia, dejando a las alas el cuidado de estrechar más y más a los fugitivos.
Pero Bennie contaba como triunfo decisivo de su juego con los caballos de repuesto, y dejaba que las alas indias acortaran la distancia, dispuesto a abandonar su Caribú al menor indicio de flaqueza y saltar a lomos de uno de los caballos que corrían a su lado.
Mientras tanto surgía el alba disipando las tinieblas y difundiendo su rosada luz por la vasta pradera. No debía de tardar en dorar las hierbas el primer rayo del sol De pronto llegó hasta ellos un estridente aullido de furor lanzado por los indios.
—¡Hola! —exclamó el vaquero—. ¡Ahora se han dado cuenta de la ausencia de Back! ¡Pues a estas horas, amigos míos, está a salvo, y os desafío a encontrarle!
—¿Cree usted que habrán llegado ya al refugio?
—Apuesto una carabina de repetición contra un puñado de tabaco a que a estas horas están desayunándose con el mejor apetito.
—¿No los descubrirán?
—¡No temas! Nadie sabe que el árbol gigante está hueco, y yo mismo lo descubrí por una casualidad. ¿Estás dispuesto a darles un golpe?
—Sólo espero sus órdenes, señor Bennie.
—¡Bravo, joven!
Detuvo violentamente a Caribú, y se volvió a mirar a los indios. Los del ala derecha, mucho más avanzados que los de la izquierda, hallábanse sólo a unos cuatrocientos metros, y aguijoneaban a sus caballos para acercarse todavía más.
—Es un tiro difícil, pero podemos probar —murmuró—. Vamos a disparar; yo, contra aquel jefe que monta aquel hermoso isabelino; tú, contra el segundo, montado en el morcillo de larga cola. ¿Lo ves bien?
—Lo veo.
—Pues apunta con cuidado, y ¡fuego!
Al pararse ambos jinetes, los cuatro caballos sueltos se detuvieron, y aprovecharon el descanso para comer algunas hierbas próximas. Al verse apuntados, los indios empuñaron sus rifles; pero sonaron dos disparos casi simultáneos.
El indio del isabelino, herido por la bala del Gran Cazador, abrió los brazos, soltó el arma y cayó al suelo; el morcillo, herido gravemente por Armando, dio un brusco salto de carnero y cayó, arrastrando en su caída al jinete.
Los pieles rojas lanzaron aullidos estridentes de furor; mientras Bennie y el muchacho reanudaban un rápido galope, espoleando a sus corceles. Su retirada fue saludada con una descarga; pero ni una bala los rozó, pues, por lo general, los indios son pésimos tiradores. Sólo uno de los caballos del carro debió de ser rozado por alguna de las balas, pues emprendió una carrera loca, relinchando de dolor.
—¡Bravo, mocito! —exclamó el vaquero regocijado.
—Erré el tiro, pues apunté al jinete.
—¡Bah! ¡Es lo mismo! Matando al caballo, has puesto fuera de combate al jinete, que no podrá seguir a sus compañeros. Has colocado un buen tiro; te lo aseguro.
—¿Seguimos?
—Más tarde; ahora trataremos de cansarles un poco.
Los caballos, excitados vivamente por los fugitivos, emprendieron de nuevo la marcha rápida por aquel terreno quebrado; pero el de Bennie no tardó mucho en dar muestras de cansancio.
Aunque los de los indios no parecían hallarse en mucha mejor situación, los dos corceles, después de haber hecho un supremo esfuerzo y ganar terreno a sus perseguidores, comenzaban otra vez a perderlo, adelantándose también los del centro, que formaban a la sazón un ángulo agudo, cuyo vértice era el propio Cola Abigarrada.
La caza continuó media hora más, durante la cual los indios dispararon varios tiros, que no hicieron blanco. Bennie, que sentía extenuado a Caribú, iba a mandar un cambio de monturas, cuando de pronto su corcel se desplomó, lanzando un relincho de dolor. La imprevista y repentina caída hizo rodar al jinete, arrojado de cabeza por lo brusco de la parada.
—¡Señor Bennie! —gritó Armando, parando con mano fuerte su caballo y disponiéndose a desmontar para auxiliar a su compañero.
En esto vio surgir de entre las altas hierbas, entre las cuales había caído rodando el vaquero, dos indios armados de fusiles. Pronto como el rayo, el joven disparó su carabina y mató a uno de ellos; pero el otro le apuntaba a treinta pasos, y la urgencia del caso no daba tiempo para volver a cargar. Entonces no halló otro recurso que encabritar a su caballo, y la bala del piel roja mató al animal Armando cayó con su corcel, y aunque un tanto aturdido por el golpe, intentó levantarse para luchar con su enemigo, que supuso se precipitaría contra él. Oyóse un tercer disparo.
—¡Y van cuatro! ¡Si vamos despachándolos así, por parejas —dijo la voz burlona del vaquero—, muy en breve vamos a dar cuenta de nuestros perseguidores!
—¿Es usted, Bennie? —preguntó con júbilo el muchacho, levantándose.
—¡En cuerpo y alma! Me desaturdí y levanté a tiempo para admirar tu serenidad y poder enviar a hacer compañía al Gran Espíritu a ese piel roja, que quizá contaba ya con nuestras cabelleras.
—¿Está usted herido?
—Sólo algo magullado; pero no perdamos tiempo. ¡A caballo, Armando! Los indios continúan adelantando.
Los cuatro caballos se habían detenido junto a Caribú, que hacía esfuerzos desesperados por levantarse, sin conseguirlo.
—¡Cuerno de bisonte! —gritó Bennie con acento de dolor mezclado con ira—. ¡Mi pobre caballo se ha roto una pata! ¡Lo siento, porque era un animal admirable!
Rápidamente le quitó la silla y se la puso a otro de los caballos de refresco, mientras Armando hacía lo mismo, y ambos montaron.
—¡Aguarda! —dijo de pronto el vaquero cuando iban a espolear a sus cabalgaduras—. ¿No ves una cuerda tirante cerca del suelo ante nosotros?
—Sí.
—¡Bandidos! ¡Nos habían armado esa trampa para apoderarse de nuestras cabelleras!
—¿Nos tendrán preparados otros lazos más adelante?
—¡Sábelo Dios! ¡No hay más que abrir bien los ojos!
—Pero ¿cómo han hecho esos dos pieles rojas para adelantársenos? Eso es lo que no me explico.
—Indudablemente partieron mucho antes que los otros. ¡Ah! ¿No ves huir sus caballos a través de la pradera? ¡Ahí los tenían escondidos entre la hierba! ¡Bueno, espoleemos a los corceles sin compasión para recobrar el tiempo perdido! ¡Hacia la orilla del lago!
Los animales, aguijoneados por los jinetes, partieron a todo escape, ganando en pocos minutos una ventaja de más de cincuenta pasos sobre los pieles rojas, cuyas cabalgaduras estaban casi extenuadas. Los otros dos del carro continuaban al lado de ellos unas veces y adelantándolos otras, pero siempre lo bastante cerca para sustituir a sus compañeros en un momento dado.
De todos los indios, ya sólo diez o doce resistían dos millas más allá; los demás tuvieron que detenerse, imposibilitados para proseguir aquella caza humana.
—¡Bravo! —exclamó el vaquero alegremente—. ¡Ahora son doce, y dentro de media hora apenas si quedarán un par de ellos en disposición de continuar persiguiéndonos! ¡Entonces les enviaremos el último mensaje con nuestras carabinas! ¿Estás cansado?
—Un poco; lo confieso, señor Bennie.
—Dentro de media hora podrás descansar; pierde cuidado.
—¿Ganamos terreno aún?
—Sí; ya les llevamos más de mil metros de ventaja.
—¡Qué magníficos caballos son éstos!
—Los escogí yo mismo con gran cuidado. ¡Diablo! ¡En la pradera la salvación del vaquero depende casi siempre de la ligereza y resistencia de su caballo! ¡Cuánto siento haber perdido a Caribú! Era un animal incomparable, que difícilmente podré sustituir. ¡En fin! ¡Que el demonio se lleve a esos malditos pieles rojas! ¡Yo aseguro que me las pagará Cola Abigarrada! ¡Palabra!
Los cuatro corceles seguían devorando el espacio por la ondulante pradera, cual si tuvieran alas en vez de patas. El terreno comenzaba a cambiar. A las altas gramíneas, a los matorrales de salvia, de ajenjo y de siemprevivas silvestres, a las saponáceas y al buffalo-grass sucedían los bosquecillos de avellanos silvestres, de girasoles magníficos, con sus grandes flores amarillas, de zumaques, de sauces rojos y de algodoneros del Canadá, que los yanquis llaman cotonwood, y cuya presencia indica siempre proximidad de estanques, lagunas o ríos. Acá y allá divisábanse grandes manchas negras que denunciaban algún incendio reciente, casi siempre producido por la imprevisión de los indios, que cuidan poco de evitar que se quemen varias millas cuadradas de vegetales, y hasta un bosque entero.
—Estamos cerca del lago —explicó Bennie—. Sin darnos cuenta hemos descrito en nuestra fuga un semicírculo que nos llevó otra vez a la ribera oriental.
Volvióse para mirar a los indios. Ya sólo eran tres los que continuaban la persecución. Los restantes se habían rezagado, y seguramente se replegaron con el grueso de la banda, renunciando a las dos cabelleras de los blancos.
—¡Hola! ¡Parece que decidieron a volverse atrás!
—¿Y esos tres?
—De esos tres nos encargaremos ahora; tanto más, cuanto que uno de ellos, si no me engaño, es Cola Abigarrada. Ese maldito no renunciará a su venganza, estoy seguro; ¡pero no cuenta con la huéspeda! Ya les hemos probado que somos buenos tiradores, ¿verdad, Armando? Pasemos ese altozano y los aguardaremos en la llanura. ¡Vaya! ¡Un esfuerzo más, caballito!
Los cuatro animales subieron una colina cubierta de césped, la atravesaron sin disminuir la velocidad de su marcha, y bajaron al llano, deteniéndose ante un grupo de encinas negras que crecían en la margen de un estanque. Allí desmontaron ambos y prepararon sus fusiles, aguardando a los indios.
—¿Tiro a los hombres o a los caballos, señor Bennie?
—¡A los hombres, muchacho! Tenemos que acabar con los tres para que no sigan nuestra pista y den con nuestro escondite. ¡Atención! ¡Ahí están!
Un indio a caballo apareció en la cima de la colina, seguido de cerca por Cola Abigarrada y por otro guerrero. Sus cabalgaduras, blancas de espuma, parecían ya incapaces de seguir corriendo, y a cada paso amenazaban caer para no levantarse más.
Viendo desmontados a los blancos, los tres pieles rojas lanzaron estridentes gritos de triunfo.
Creían que su detención era a causa de la extenuación de sus caballos.
Cola Abigarrada empuñó el Winchester, mientras los otros dos guerreros, montados en los mejores caballos de la tribu, y armados sólo de lanzas y machetes, comenzaron, gozosos, a descender por el altozano.
Bennie y Armando avanzaron unos pasos, apuntaron e hicieron fuego cuando apenas distaban trescientos metros de ellos.
La bala del vaquero pareció haber herido al caballo y al jinete, pues ambos cayeron rodando; pero levantóse pronto el primero y escapó, abandonando a su amo, que quedó como muerto.
La del muchacho también hizo blanco. El segundo indio cayó de espaldas, lanzando un aullido de dolor.
Cola Abigarrada detuvo su caballo y comenzó a hacer fuego sobre los dos blancos, pero al quinto disparo se le vio vacilar, abrir los brazos y caer. Un segundo tiro del vaquero, tan certero como todos los suyos, le había herido.
—¡A caballo, muchacho! —exclamó Bennie—. ¡El lago está detrás de aquellos árboles!
Ambos saltaron sobre las sillas, y se alejaron a rienda suelta, sin oír una voz amenazadora que les gritó:
—¡Tendré vuestra cabellera!