LA FUGA
Cuando el vaquero llegó al campamento, ya Back había despertado a trallazos el ganado y enganchado los caballos al enorme carro, pues tenía la costumbre de obedecer siempre a su compañero, en quien reconocía suma prudencia y previsión.
Bennie dejó que el adolescente cuidara de su tío, y se puso a ayudar febrilmente al mejicano, ansioso por escapar lo más pronto posible, pues con su infalible instinto presentía una inminente y muy desagradable sorpresa.
La amenaza de Cola Abigarrada, la inexplicable huida de los lobos y la rapaz avidez de los indios, unida a su espíritu vengativo, eran motivos más que suficientes para hacerle sospechar una irrupción de Nube Roja, que no debía de haberse resignado tan aína a perder un prisionero sentenciado a morir en el tormento.
Bastaron diez minutos para prepararlo todo, y ya Bennie se disponía a dar la señal de marcha, cuando se le acercó el recién libertado prisionero y le dijo:
—¿Os preparáis para marchar de aquí, por lo que veo?
—Tratamos de evitar que nos encuentren los indios, si, como creo, vienen a atacarnos.
—¿Adonde os dirigís?
—Por ahora, a la orilla del lago.
—¿Pasaréis por cerca de nuestro carro?
—¿Necesitáis algo?
—Hay allí una caja que quizá no pudieran romper los indios, y que podría ser para nosotros, y hasta para vosotros, de gran utilidad si os decidís a acompañarnos.
—¿Qué diablo puede contener? He oído a tu tío hablar de tesoros fabulosos.
—Lo ignoro. Pero mi tío me ha encargado que os ruegue que no quede abandonada en la pradera.
—Bueno; ya que lo desea, pasaremos por allí, cogeremos la caja y cargaremos con ella. ¿Y cómo está tu tío?
—Se queja de agudos dolores; pero es fuerte, de vigor y robustez excepcionales, y me ha dicho que en caso de peligro podéis contar con él.
—Contaremos con él a su tiempo, muchacho.
—¿Corremos algún peligro?
—Así lo temo.
—Disponed de mi vida.
—Trataremos de conservarla. ¡Cuerno de bisonte! ¡No valdría la pena de habernos burlado de Nube Roja y Cola Abigarrada para salvarte, si ahora…! ¡Bueno; sube al carro y guía los caballos, mientras nosotros atendemos al rebaño! ¡A propósito! ¿Cómo te llamas?
—Armando Falcone.
—Muy bien, Armando. Pues a tu puesto, ¡y a escape!
El vaquero dio un silbido y los seis caballos se pusieron en marcha, arrastrando el carro. Back, armado de un látigo, cuya correa no mediría menos de cinco metros, se esforzaba por enfilar al ganado tras el pesado armatoste rodante. Una vez el convoy en marcha, Bennie tomó la delantera y galopó a vanguardia y a distancia de unos cien metros, con objeto de guiar y explorar el camino, evitando sorpresas.
Se había ocultado la luna, y dominaba la mayor oscuridad en la pradera. Brillaban parpadeantes las estrellas en el límpido azul del firmamento, pero su luz, velada por sutil niebla, no era suficiente para disipar las tinieblas. El vaquero era todo ojos y oídos; como de costumbre, llevaba su carabina en la parte delantera de la silla y la cartuchera al descubierto sobre la faja para poder recargar más rápidamente su arma.
El carro, guiado por Armando, avanzaba tambaleándose a causa de la desigualdad del terreno, y tras él marchaba el ganado, hostigado por los latigazos de Back. De vez en cuando, alguna vaquillona antojadiza y tal cual ternero caprichoso abandonaban el grupo compacto para rumiar las hierbas a la izquierda o a la derecha; pero el mejicano, que no perdía de vista una sola cabeza, las obligaba inmediatamente con sus trallazos a entrar en filas. Cuando llegó cerca del carro de los emigrantes, Bennie volvió y preguntó a Armando:
—Ya estamos. ¿Será pesada la caja?
—Supongo que sí.
—¿Crees que sea verdaderamente necesaria a tu tío? Porque siento mucho perder tiempo en estas circunstancias.
—Me ha recomendado mucho no abandonarla.
—¿Contendrá realmente algún tesoro?
—Lo dudo; pero sus razones tendrá mi tío para insistir tanto en su empeño de no dejarla.
—Así debe de ser. Pero di me: ¿no eres americano?
—No, señor.
—Lo comprendí en la manera como estropeas la lengua inglesa —dijo Bennie sonriendo*
—Somos emigrantes italianos.
—¡Ah, italianos! ¿Y de dónde venís?
—De Battleford, donde tío Guillermo dirigía una oficina mecánica, que se incendió.
—¿Y adonde ibais?
—A Alaska.
—¡Cuerno de bisonte! ¿Adonde has dicho?
—A Alaska.
—¡Eso está muy lejos, muchacho! ¿Y habéis tenido valor para emprender semejante viaje? ¿No sabéis que se necesitan más de dos meses para llegar a la frontera de los territorios ingleses?
—Lo sabíamos, y contábamos llegar allá a mediados de junio, o sea a principios de la buena estación, salvo acontecimientos imprevistos. Estamos a primeros de abril; conque…
—¡Silencio, Armando!
—¿Qué hay?
—¡Cuerno de bisonte! ¡Otra manada de lobos que huye! ¿Qué puede haber espantado a estos bandidos de cuatro patas? ¡Hum! ¡Este misterio me inquieta! Ocúpate de la caja; pero en cuanto oigas un disparo, no dejes de cortar las correas del carro y de coger un caballo para ti y dar otro a tu tío.
—Cuente usted con que lo haré así.
Bennie salió a galope, dejó atrás el carro de los emigrantes y se metió en el bosque, parándose a escuchar. Tranquilizado por el silencio que reinaba en la selva, avanzó algunos pasos examinando los matorrales. Poco después le pareció oír un crujido de hojas secas, y se detuvo otra vez. El silencio era absoluto.
—¿Habrá sido alguna salvajina? —se dijo—. ¡Bah! Así y todo, no cometeré la imprudencia de aventurarme en el bosque de noche. Quedaremos en la pradera hasta el alba.
Volvió atrás. Back y Armando transportaban al carro una caja de encina como de un metro, y que parecía muy pesada.
—¿Es ésa? —preguntó.
—Sí, señor —respondió Armando.
—¿Puedes con ella?
—El chico es fuerte —contestó el mejicano—. Vigila bien y déjanos a nosotros.
Bennie volvió al bosque, curioso por saber si el ruido de hojas secas que había oído lo causó un animal o un hombre. Hallábase bastante inquieto por la ausencia absoluta de coyotes, que solían abundar por aquellos parajes. Avanzó, pues, un poco más bajo los árboles, examinando con ojo escrutador los alrededores, y de pronto le pareció oír en dirección del lago un sordo rumor que indudablemente era producido por el galope acompasado de muchos animales.
—¿Serán bisontes?
Echóse a tierra, acercó una oreja al suelo, y escuchó atentamente con bastante ansiedad. Su caballo relinchó.
—Son caballos —dijo levantándose—. ¡Caribú tiene buen oído!
Montó de un salto, corrió hacia sus compañeros, que habían cargado la caja y se preparaban a continuar la marcha, y les gritó:
—¡A escape! ¡Cortad las correas de los caballos y dejad el carro! ¡Huyamos! ¡Los indios vienen a toda brida seguro para atacarnos!
Back se precipitó hacia los seis caballos, y Armando subió apresuradamente al carro para advertir a su tío del peligro.
El herido, no obstante sus dolores, se apresuró a bajar, diciendo con voz firme:
—¡Dadme un fusil!
—¿Puedes montar a caballo? —le preguntó Bennie, que estaba ya junto al carro.
—¡Sí!
—¡Back, un fusil y una cartuchera al amigo!
—¡Ya está, Bennie!
—¿Y tú, Armando?
—¡Yo ya estoy armado!
—¡Pues, entonces, a galope, si estimáis en algo vuestra vida!
—¿Y la caja? —preguntó con tristeza el mutilado—. Será vuestra fortuna.
—Ya volveremos a buscarla, si tenemos ocasión. ¡Ahora, a escape, y dejad que los caballos del carro corran por su cuenta! No nos abandonarán; tenedlo por seguro.
Los cuatro jinetes corrieron a toda la marcha de sus caballos, y seguidos por los otros cuatro corceles, que arrastraban aún las cortadas correas.
Bennie y Back, que montaban los mejores animales, iban a retaguardia para proteger la retirada. El ganado, al verse suelto, diseminóse por la pradera, corriendo algunos bueyes como locos y cual si fueran perseguidos por una manada de coyotes.
—¿Vienen? —preguntó Back, galopando al lado de su compañero.
—Dentro de pocos minutos los tendremos a la vista.
—¿Son muchos?
—No lo sé, no los vi; pero no creo que Nube Roja y Cola Abigarrada sean tan locos que vengan a perseguirnos con una docena de guerreros.
—Así, pues, ¿crees que serán muchos?
—Me lo figuro.
—¿Y crees que podremos escapar?
—Todo depende de la resistencia de nuestros caballos y del herido. Ese hombre es un prodigio de fuerza de voluntad; si puede resistir las desordenadas sacudidas de su caballo hasta la orilla del lago, podremos reírnos del furor de Nube Roja.
—¿Cómo?
—Conozco un escondite que nos pondrá a salvo de sus ataques.
—Bueno; salvaremos el pellejo, pero perderemos el ganado.
—Eso atañe al señor Harris. Nosotros seguiremos a ese extranjero que parece haber descubierto una mina prodigiosa. ¡Ahí están!
El mejicano volvió la cabeza atrás, y vio salir del bosque, en medio de las tinieblas, a cuarenta o cincuenta jinetes, que se lanzaron por la pradera con fantástica rapidez. Sus corceles, vivamente aguijoneados, galopaban furiosamente a través de las altas hierbas, sentando apenas los cascos en el suelo.
—¡Cuerno de bisonte! —exclamó Bennie—. Son demasiados; mas seguramente sus caballos no pueden estar más descansados que los nuestros. ¡Corre, Back! ¡Los indios son malos tiradores, pero guarda tu cabeza!
—Procuraré mantenerme fuera del alcance de sus winchesters; pero sus cuchillos no me dan miedo.
—¿Bromitas? ¡Buena señal! ¡Eh, Caribú; amiguito, alarga un poco el paso si no quieres recibir una descarga en la grupa! ¡Hip, hip! ¡Así! ¡Ahora, Nube Roja, ten por seguro que vamos a hacerte correr un poco!
—¿Resistirá el herido mucho tiempo esta carrera desenfrenada?
—¡Cuerno de bisonte! —gruñó Bennie, cuyo entusiasmo se desvaneció de repente—. ¡No había pensado en ese pobre hombre! ¡No; es absolutamente imposible que pueda resistir una larga carrera en las condiciones en que se encuentra!
—Y entonces, ¿qué?
—¡Entonces, nos hallamos en un buen pantano!
—¡Si se desmayase por efecto de las bruscas sacudidas!…
—Tienes razón; es enérgico, robusto, sin duda; pero…
—¿Qué hacemos?
—Hay que tomar una decisión extrema antes que apunte el alba y los indios se acerquen.
—Pero ¿cuál?
El vaquero, sin responder, volvió atrás la cabeza. Los indios, que venían antes en doble fila, habían formado a la sazón un amplio semicírculo, y aceleraban la marcha; pero aún se hallaban a respetable distancia. Cerca de una milla separaba a perseguidos y perseguidores.
Bennie miró en torno suyo, y a unos quinientos pasos distinguió un altozano que se extendía hacia el lago.
—¡Podríamos aprovecharnos! —murmuró.
Y se volvió hacia su compañero, preguntándole:
—¿Conoces bien la orilla del lago, Back?
—Sí.
—¿Sabes dónde está la ensenada de los Zorros?
—La he visitado hará cosa de dos semanas. Está detrás de los picos gigantes.
—¿Has visto aquel árbol gigantesco que se alza unos ochentas metros sobre el islote, y que es tan grueso que puede contener dentro del tronco veinte o treinta personas?
—Sí; más de una vez he admirado ese coloso vegetal.
—¿Sabes que el tronco está hueco por su base, y que por el lago hay un agujero capaz para permitir la entrada a un hombre? Pues bien; apenas atravesemos esa altura, tú y el mutilado os internaréis en el bosque; llegaréis a la orilla del lago y buscaréis un refugio en ese tronco. No es a ti, ni menos al mutilado, que ya sin cabellera carece de todo valor para los indios, a quienes tiene empeño en coger Nube Roja. Así, pues, fácilmente podéis salvaros.
—¿Y tú?
—Armando y yo nos haremos seguir por los pieles rojas, y te aseguro que les daremos un poco que hacer, alejándonos de estos parajes.
—¿Podréis resistir a tantos hombres?
—Nuestros caballos son incansables; y, además, para un apuro, tenemos de repuesto los del carro, que continúan siguiéndonos, y que se acercarán al primer silbido. Luego nos reuniremos con vosotros. Haz lo que te digo, y déjanos el cuidado de hacer correr a Nube Roja y sus guerreros.
—¡No me atrevo a dejarte, Bennie! —objetó Back, conmovidísimo.
—¿Quieres entregar a los indios el mutilado y su sobrino? Ya que los hemos salvado, es nuestro deber protegerlos. ¡Cuerno de bisonte! ¡Seamos hombres, Back! ¡Aquí está el altozano! Galopemos un rato más juntos y luego separémonos. ¡Corre, Caribú! ¡Hip, hip, hip, hurra!