CAPÍTULO VI

LA DANZA DE LOS BISONTES

Al oír aquellas palabras, Nube Roja, Ojo Blanco y los demás ancianos del Consejo levantáronse de un salto, como fieras, echando mano a las formidables hachas que llevaban al cinto, y dirigieron al animoso vaquero miradas terribles, que revelaban la próxima explosión de su salvaje cólera.

Bennie permaneció impasible en la apariencia y sentado. Empero llevóse la mano al pecho, cogiendo la culata del revólver que llevaba escondido, a fin de estar pronto a defenderse. Con una rápida mirada aseguróse de que la puerta de la tienda estaba libre y de que, por consiguiente, no tenía cortada la retirada, pudiendo ver su corcel atado al poste como él lo había dejado.

—¡Mientes! —vociferó Nube Roja—. Cola Abigarrada es demasiado astuto y valeroso para dejarse prender por los guerreros pálidos. ¡Tenga cuidado mi hermano el Gran Cazador —añadió, haciendo un esfuerzo para sosegarse—, pues su cabellera podría correr serio peligro!

El vaquero sonrió desdeñosamente ante la amenaza.

—¡Cómo! —exclamó—. ¿Ya no respetan los Panzudos a sus huéspedes, aun después que han fumado en torno del fuego el kalumet de la paz?

Nube Roja no respondió. Miraba a los ancianos interrogativa y ansiosamente, esperando leer en sus ojos la sentencia de vida o muerte del vaquero. Su mano oprimía nerviosamente el puño de su machete, cual si se impacientara por no dar principio al combate.

Bennie se levantó; pero permaneció en actitud tranquila, que demostraba que no tenía miedo, por más que sabía muy bien que su vida pendía de un simple hilo, y aguardaba la respuesta del jefe. Sin embargo, estaba preparado para disparar sobre los indios y huir de la tienda. Por fin, Nube Roja, de acuerdo con los ancianos, respondió:

—No. Los Cuervos no faltarán a las leyes de la hospitalidad y respetarán al Gran Cazador, cuyo corazón es fuerte como el del oso gris.

Bennie respiró, pues no le seducía lo más mínimo la perspectiva de una lucha por demás arriesgada.

—Conozco hace tiempo a mi hermano Nube Roja, y sé que es leal. La mejor prueba de la confianza que me inspira la he dado viniendo aquí solo, en medio de doscientos guerreros decididos y valerosos.

El sakem, sensible a tal elogio, dejó en paz el puño de su machete y tornó a acurrucarse junto al fuego, diciendo:

—Siéntese el Gran Cazador y escúcheme.

—Mis orejas están abiertas.

—¿Dónde está Cola Abigarrada?

—En poder de los guerreros de la Gran Madre.

—¿Y qué harán con el valeroso guerrero?

—Matarle si no queda libre el prisionero de la piel blanca que tenéis atado al palo del tormento.

—¡Cola Abigarrada es uno de los mejores guerreros de la tribu!

—Lo sé.

—¡Y no quiero que muera!

—Libra al prisionero, y no morirá.

—¿Quién me lo asegura?

—Yo, el Gran Cazador, amigo de los hombres rojos.

—¿Es mi hermano el encargado del cambio?

—Sí, Nube Roja.

—Pues bien; esta tarde partirás escoltado con veinte guerreros.

—Con dos, basta.

—¿Y por qué no veinte?

—Así lo desean los guerreros de la Gran Madre, para evitar conflictos posibles. Ya sabe mi hermano que no siempre reina la mejor concordia entre blancos y rojos,

—Tienes razón. Median demasiados resentimientos entre ambas razas. Pero tú no podrás partir hasta después de la danza de los bisontes, que se efectuará esta noche después de la puesta del sol, porque he prometido que asistirá a esta solemne ceremonia el prisionero.

El vaquero frunció las cejas con inquietud, que no se le ocultó a Nube Roja.

—¡Oh! ¡El Gran Cazador no tiene nada que temer! Cuenta con la palabra de un gran jefe. Y, por otra parte, mi hermano debe saber que esa ceremonia no tiene otro objeto que anticipar el paso de las manadas de bisontes. Mi tribu casi carece de víveres; este invierno se ha comido la mayor parte de los perros que poseían: si los bisontes no se apresuran a venir, los Cuervos padecerán hambre.

—Cierto; el invierno ha sido muy frío este año; pero una vez hecha la danza —exclamó Bennie con sonrisa irónica—, los bisontes se apresurarán a venir para engordar a los guerreros Panzudos.

—Que mi hermano el Gran Cazador acepte la hospitalidad de un gran jefe y se digne descansar en mi tienda.

—¿Y el prisionero?

—Ahora mismo será desatado del palo y se le dará de comer.

—¡Gracias, jefe!

El sakem advirtió a los ancianos que el Consejo había terminado, y salió seguido de ellos para cuidar de los preparativos de la fiesta nocturna, que, según ellos, debía atraer a los bisontes para que ofreciesen sus deliciosos jamones a los pieles rojas.

Pocos minutos después, un indio joven entró en la tienda, llevando al vaquero, de parte del jefe, un buen trozo de pavo silvestre asado, algunas galletas de maíz, almendras tostadas, nabos indios, grandes y sabrosos, y media botella de whisky, o, como ellos dicen, agua del Diablo.

El vaquero, que había cabalgado casi todo el día y había comido muy poco desde que se desayunó en su campamento, cogió la comida con satisfacción y la devoró con excelente apetito. Luego encendió su pipa, se tendió sobre las pieles de bisonte y aguardó pacientemente la puesta del sol.

Apenas terminaba de fumar su segunda pipa, cuando oyó un aullido diabólico acompañado de un tamborileo estrepitoso y desagradable, producido con unas especies de odres que los indios tocan con las manos. Bennie se metió la pipa en el bolsillo, púsose en pie y salió de la tienda.

Las tinieblas se espesaban rápidamente, invadiendo el pinar; pero grandes faroles encendidos alrededor del campamento esparcían vivísima luz con sus mechas resinosas. Más de cuatrocientos indios hallábanse reunidos en vasto círculo, juntos con las mujeres y los niños.

Nube Roja, armado como para la guerra y con su gran manto de lana, estaba en medio del círculo, delante de cuatro indios que tocaban los odres con ritmo siempre igual y excesivamente monótono. Frente a él, a diez pasos, otro indio cubierto con una capa de piel de bisonte blanco, con gran penacho de plumas en la cabeza y enormes collares de dientes de oso, de colas de lobos y de perros y de ranas, que debía de ser el hechicero de la tribu, representaba en aquel momento a Noé salvado del Diluvio. Pues, aunque parezca raro, los pieles rojas, como tantas otras tribus salvajes, recuerdan tradicionalmente el gran cataclismo que narra el Génesis.

De pronto avanzaron, corriendo rápidamente, ocho indios, y se colocaron unos enfrente de otros. Representaban los bisontes: llevaban la cabeza adornada con cuernos de aquellos gigantescos animales y colas suspendidas al dorso; el cuerpo, desnudo y con extrañas pinturas: la cabeza, el tronco y los brazos, de color rojo vivo, blanco y negro con círculos concéntricos; una cabeza de niño en el pecho y un haz de ramas de sauce a la espalda.

A una señal del jefe, los ocho danzantes se pusieron a correr dando vueltas al círculo y manteniéndose encorvados; luego parecían perseguirse unos a otros, amenazándose mutuamente con los cuernos con prodigiosa agilidad. Después de haber danzado un cuarto de hora al son de aquella música monótona, se escondieron entre las altas hierbas, a la vez que penetraban en el círculo iluminado quince o veinte indios y una docena de chiquillos. Aquéllos representaban los animales, y los muchachos, los reptiles de la pradera. Todos, desnudos de cuerpo y pintados simbólicamente; los castores con larga cola, las serpientes como los reptiles, los carneros de la montaña con lanas, las gacelas con largo pelo, los osos cubiertos con mantos de pieles de baribal negrísimas.

Todos ellos pusiéronse a cantar desordenadamente; los tamboriles aceleraban el compás y los espectadores cantaban a grito pelado. Los bisontes salieron y se sumaron a ellos en confusión, resultando que las gacelas perseguían a los osos, los carneros a los bisontes, los castores a las serpientes, y éstas trataban de alcanzar a los antílopes.

Cuando el baile estaba en todo su apogeo, apareció de pronto un indio casi desnudo, pintado de negro con pequeñas manchas blancas y armado con un bastón que terminaba en una bola, especie de cachiporra. Era el espíritu del mal que trataba de apoderarse de los bisontes para hacer padecer hambre a los pobres pieles rojas.

Un alarido de furor surgió de todas las bocas a la vista del genio maléfico, y hasta los perros le ladraron. Las mujeres se lanzaron contra él, denostándole, injuriándole, tirándole puñados de fango y procurando arrebatarle el bastón. Todas le trataban, arañaban y mordían, amenazándole con despedazarle si no entregaba la cachiporra; pero el indio resistía bravamente, tratando de descargarla sobre los bisontes y de hacerlos huir.

Nube Roja y sus valerosos guerreros le amenazaban con sus armas, y el hechicero apareció ante él enarbolando el kalumet de la paz, a cuya vista el espíritu maléfico se decidió a batirse en retirada, soltando el bastón en las manos de una joven, aunque ya partido por la mitad.

La derrota del genio del mal fue saludada con alaridos de júbilo por toda la tribu, y las mujeres llevaron en triunfo a la joven que le había desarmado, la cual, por aquel solo hecho, tenía derecho de vida y muerte sobre todos, pues como «Madre de los Bisontes», podía a su voluntad hacerlos ir o impedirles el paso por el territorio de los Cuervos.

Mientras los danzantes se solazaban con sendos tragos de whisky, y las mujeres de la tribu regalaban a la doncella el traje más hermoso y bello que tenían, Nube Roja se acercó a Bennie, que había presenciado la fiesta en primera fila, y le dijo:

—El joven blanco está libre. Mi hermano el Gran Cazador puede llevárselo adonde quiera. Pero Nube Roja confía en que su hermano el blanco cumplirá la promesa de hacer soltar inmediatamente a Cola Abigarrada.

—Por supuesto. ¿Y dónde está el muchacho?

—Espera al Gran Cazador fuera del campo, con Ternero Blanco y Cuerno Hueco.

—Cuenta con mi palabra. Adiós, Nube Roja; espero volver a verte otra vez antes que la nieve cubra la pradera.

—El Gran Cazador es el amigo de los hombres rojos, y siempre será bien venido a mi wigwam.

Bennie montó en su caballo, que le presentaba un indio, no sin cerciorarse de que pendía del arzón su carabina como él la había dejado, saludó por última vez a Nube Roja y salió del campamento guiado por un muchacho.

En la linde del bosque aguardábanle, en efecto, Cuerno Hueco, Ternero Blanco y el joven blanco, completamente libre y montando un caballo que le prestaba Nube Roja. Aquellos dos indios eran de los más famosos guerreros de la tribu llamada de los Cuervos.

Al ver al vaquero, el muchacho se quitó la gorra, y dijo en finísimo inglés:

—¡Gracias, señor, por lo que ha hecho usted en favor mío!

—Es un deber ayudarse entre los hombres de la misma raza.

Hoy por ti, mañana por mí, dice el adagio. Pero apresurémonos, pues alguien te espera impaciente en mi campamento.

—¿Alguien a quien ha salvado usted también?

—Sí; un hombre alto, moreno, de barba negra.

—¡Mi tío!

—No sé; pero aseguro que es un valiente, y aunque le arrancaron la cabellera, vive y curará. No volverá a crecerle d pelo; pero ¡qué importa!

—¡Gran Dios! ¿Le han…?

—¡Qué hacerle! Los indios continúan con la maldita costumbre de adornarse con las cabelleras de los vencidos. ¡Ea! ¡Al galope! ¡Ya tendremos tiempo de hablar!

Los cuatro jinetes hicieron correr a sus corceles a todo escape. Bennie, que no se fiaba mucho de los guerreros de Nube Roja, comenzó a los pocos minutos a refrenar su caballo, dejándose pasar por los otros tres y manteniéndose a retaguardia. Quería vigilarlos y guardar las espaldas, pues recelaba un tanto de las buenas intenciones de Nube Roja y de sus protestas de amistad y afecto. Conocía mucho a los indios, y por eso, sin dejar de galopar, vigilaba atentamente los lugares por donde pasaban y a los dos pieles rojas.

—¡Hum! —murmuraba entre dientes—. ¡Si logro verme en mi campamento con mi cabellera intacta, me apresuraré mañana a levantar el campo y largarme con los compañeros y el ganado lo más lejos posible de estos lugares! ¡Aquí va a ser imposible respirar, y ya se encargará de demostrármelo Cola Abigarrada, si le doy tiempo!

Afortunadamente, por entonces, a lo menos, no se realizaron sus temores. Los cuatro atravesaron tranquilamente toda la región selvática de la orilla del lago, dieron un buen descanso a sus monturas, y a medianoche continuaron la marcha.

Más tranquilo cuanto más se acercaban al campamento, el vaquero se puso a la cabeza del destacamento, impaciente por reunirse con Back. A eso de la una distinguió, por fin, la cubierta del carro. Exhaló un suspiro de alivio.

—¡Por fin! —exclamó—. ¡Confiemos en que no haya habido novedad en mi ausencia!

A unos cien pasos del carro se detuvo, y dijo a los indios:

—Esperaréis aquí la llegada de Cola Abigarrada. Allá están los guerreros de la Gran Madre y no debéis entrar en su campo.

—¿Desconfía de nosotros el Gran Cazador? —objetó, enojado, Cuerno Hueco.

—No; pero así lo convinimos Nube Roja y yo.

—Está bien; pero no soltaremos al muchacho hasta que esté con nosotros Cola Abigarrada.

—Es muy justo. Esperadme.

Bennie adelantó el paso hacia el carro rodeado por los bueyes y los caballos. De pronto se alzó de entre las hierbas una forma humana, que le apuntó con el fusil, diciéndole con tono enérgico y resuelto:

—¡Alto! ¿Quién va?

—¡Soy yo, Back!

—¡Bennie!

—En carne y hueso.

—¿Y el prisionero?

—Salvado. ¿Duerme aún Cola Abigarrada?

—Así lo creo.

—Ve a despertarle y tráele aquí. De paso avisa al herido que le traigo su sobrino.

—Dentro de dos minutos estaré de vuelta.

—¡Una palabra! ¿No notaste nada sospechoso?

—Absolutamente nada; pero…

—¡Ah! ¿Hay un pero?

—Hace cosa de una hora oí aullar los lobos hacia el bosque; miré atentamente y vi pasar huyendo quince o veinte…

—¡Demonio! ¿Quién habrá espantado a los lobos? —exclamó frunciendo las cejas y mirando hacia el Norte con recelo—. ¡Hum! ¡Me huele a traición! ¡No importa! Apresúrate, y después engancha los caballos al carro y despierta al ganado.

—¿Quieres que marchemos de aquí?

—¡A todo escape! ¡Peligran mucho nuestras cabelleras!

El mejicano sabía ya bastante. Echó a correr, desató al piel roja y le despertó bruscamente, diciéndole al mismo tiempo que le sacudía:

—¡Ea! ¡Despierta, que vienen a buscarte tus amigos!

El indio despertó por fin, y después de restregarse los ojos, miró adelante, descubrió el grupo que aguardaba y se dirigió hacia él con toda calma y majestad.

Cuerno Hueco y Ternero Blanco al verle venir soltaron al muchacho, que saltó del caballo y se cruzó con Cola Abigarrada. Este, al llegar junto a sus amigos, montó en el corcel de Nube Roja. Una vez en la silla, volvióse hacia Bennie y le dijo por vía de saludo:

—¡Tendré tu cabellera!

Y soltando las riendas, partió su corcel en desenfrenada carrera, seguido de Ternero Blanco y Cuerno Hueco. Bennie se encogió de hombros y repuso:

—¡Si me encuentras!