«NUBE ROJA»
Un gran oso negro, un baribal, como le llaman en la América del Norte, de unos dos metros de largo, salía del matorral.
Magnífica pieza, pues estaba muy gordo, si bien dichos plantígrados suelen estar muy flacos en tal época, por tener la costumbre de pasarse todo el invierno, de cabo a rabo, bajo la nieve, en el hueco de un árbol o en alguna cavidad entre peñas en estado de semisomnolencia.
Los baribales, llamados también muskawa, abundan todavía en el territorio británico del Noroeste y se mantienen casi siempre en lo más espeso de los bosques. Era, pues, extraordinaria la aparición de uno de esos animales en aquel lugar.
Bennie sabía que los osos negros no son batalladores, y que sólo atacan al hombre cuando están heridos; pero sin embargo, manteníase a la defensiva. Así, al cabo de algunos minutos, y viendo que el plantígrado no se movía contentándose con mirar, saltó sobre la silla y aflojó las riendas al caballo, que dio un brinco y partió a galope, muy contento de alejarse de la fiera.
Esta debió de creer que la huida era efecto del miedo, y comenzó a perseguir al vaquero; mas, aunque bastante corredor a pesar de su mucha carne, gran peso y cortedad de piernas, no podía competir con un corcel de la pradera, y al cabo de un cuarto de milla se detuvo y se metió en otro matorral.
Libre Bennie de aquel testarudo, a quien ya no temía, dirigió la mirada hacia la costa occidental del lago, esperando distinguir alguna columna de humo que le revelase la presencia del jefe indio. Pero nada se veía en el límpido horizonte.
—¡Bah! —murmuró—. ¡Estoy seguro de que los encontraré!
El caballo seguía su galope, haciendo huir las bandadas de aves ocultas entre las altas hierbas. De cuando en cuando alzábase también algún cisne batiendo ruidosamente las alas para sostener en el aire su pesado corpachón, y se alejaba dejando oír un largo silbido, semejante a la nota sostenida de una vigorosa trompeta.
Ya serían las doce cuando el vaquero creyó distinguir un ligero y sutil hilo de humo que salía de un bosque de abetos y pinos.
—¡Allí están! —se dijo—. Dejemos que tome aliento Caribú, y de otro galope nos reuniremos a Nube Roja. No me conviene fatigar a este caballo, que con su ligereza puede salvar mi cabellera.
Puso su corcel al paso, contempló el tenue penacho de humo que la brisa empujaba hacia el lago, y se convenció de que el campamento indio estaba en aquel bosque.
—Están a cincuenta kilómetros de nuestro carro, es verdad; pero esa distancia pueden salvarla en una noche si se les antoja atacarnos. Veremos cómo lo toma Nube Roja, y, en último caso, con tomar las de Villadiego… ¿Has descansado ya, Caribú? ¡Vaya! ¡Otro galope, y descansarás otro poco, tal vez un buen rato, no poniéndonos en lo peor!
Continuaron la marcha. Aunque Bennie vigilaba atentamente el camino, temiendo alguna emboscada, no vio hasta llegar a su lado a un guerrero indio, que, armado con el hacha formidable y el Winchester, destacóse de un formidable pino, en cuyo tronco parecía haberse incrustado. Era un hombre de estatura elevada y complexión robustísima, cubierto con una capa de piel de bisonte con pinturas groseras que querían representar cabezas de oso y patas de gacela.
—¡Alto! —gritó el piel roja, apuntando con su fusil.
—¡Calla! —exclamó Bennie sin obedecerle—. ¡Si no me equivoco, es mi hermano Mato-o-Kenko! (Oso vivo).
—Y tú eres el Gran Cazador, Hace mucho tiempo que no te veía. ¿Adonde va mi hermano el Gran Cazador?
—A ver al gran sakem (jefe) Nube Roja.
—¿Y quién ha dicho al Gran Cazador que el sakem se hallaba aquí y no en otra parte? ¿Ha hallado mi hermano algún hermano rojo? ¿Quizá a Cola Abigarrada?
—No —respondió el vaquero—; no he visto a nadie.
—Creí que le habría encontrado mi hermano.
—¿A quién? ¿A Cola Abigarrada?
—Sí. ¿No lo ha encontrado por la orilla del lago el Gran Cazador?
—No; sólo encontré un baribal
—¿No tendrá la lengua engañadora mi hermano? —preguntó receloso el indio.
—Mi lengua dice siempre verdad.
—Bueno. ¿Y qué desea el Gran Cazador?
—Fumar el kalumet con Nube Roja.
—Mi hermano blanco lo ha fumado ya.
—Sí; pero necesito hablar con el sakem.
—¿Quiere mi hermano tener una conferencia con él?
—Sí.
—Pues sígame mi hermano el Gran Cazador.
El piel roja colgóse el fusil del hombro y echó a andar guiando al vaquero; pero, aunque aparentando tranquilidad e indiferencia, pues los indios tienen a gala ocultar su inquietud y su recela, se hacía a un lado mientras caminaba, para poder espiar de reojo a su hermano el rostro pálido. Así atravesaron aceleradamente una parte del bosque, y al llegar a un claro, volvióse y dijo:
—Este es el campamento.
Bennie, que sólo tenía en los indios una confianza muy limitada, habíase puesto el revólver en el pecho, oculto por la chaqueta abrochada, y colgado la carabina del arzón de la silla para demostrar que entraba en el campamento como amigo.
En la plazoleta, entre multitud de caballos que pastaban en libertad, se alzaban unas doce tiendas en círculo. Eran coniformes, formadas por altas pértigas puntiagudas y pieles de bisonte pintadas de rojo con figuras grotescas representando cabezas de animales, cuernos de bisonte, serpientes, etc., y con pedazos de tela burdamente cosidos para cerrarlas.
En medio de los wigwams, el vaquero vio un palo grueso plantado en el suelo, al cual estaba sólidamente atado un jovenzuelo de tez blanca y ojos negrísimos. Aquel infeliz, indudablemente el muchacho por quien suspiraba el herido, ignoraba quizá la terrible suerte que le esperaba, y parecía tranquilo, mirando con más curiosidad que temor a los guerreros indios que le rodeaban riendo y charlando alegremente.
Al ver al vaquero lanzó un grito de estupor y trató de desatarse. Bennie fingió no reparar en él, y se dirigió a una tienda más grande que las otras, en cuya cima ondeaba un pedazo de piel de castor con un pajarraco pintado, que quizá quería ser un cuervo. Era indudablemente el tótem, o sea el estandarte de la tribu.
Treinta o cuarenta indios se apresuraron a rodear al vaquero, exclamando:
—Sí; el Gran Cazador —respondió Bennie—, que viene a fumar la pipa de la paz con Nube Roja.
—¡Aquí está el sakem!
Un indio de estatura casi gigantesca había aparecido en el umbral de la tienda que ostentaba el tótem de la tribu. Era hombre de aspecto majestuoso y recia musculatura, que debía de desarrollar una fuerza hercúlea. Podría contar cuarenta años lo mismo que cincuenta, a juzgar por las arrugas de su rostro. De facciones angulosas, piel roja cobriza y tatuada, mirada penetrante, de expresión feroz, y dotado de cabellos largos y negros, llevaba sobre los hombros, como jefe de tribu, un manto amplio de lana de corderos de la montaña y de pelo de perro salvaje, estupendamente labrado en malla con dibujos complicados en colores y adornado con una franja, tal vez hecha con cabelleras de enemigos. Cubrían sus piernas calzones de piel de gamo ceñidos, y llevaba en la cabeza un penacho de plumas.
—¡Hola! —exclamó—. ¿Qué viene a buscar mi hermano el Gran Cazador a nuestro campo? ¿Le trae la esperanza de salvar del tormento al rostro pálido prisionero? Si es así, puede mi hermano volverse por donde ha venido.
La acogida no era muy alentadora que digamos; pero el vaquero conocía demasiado a los indios para desanimarse. Bajó, pues, tranquilamente del caballo, le sujetó por las riendas a un poste cercano a la tienda del jefe, y dijo con calma:
—El Gran Cazador saluda al gran sakem Nube Roja, y desea fumar con él el kalumet de la paz antes de explicar el objeto de su visita.
—¡Sea bien venido el Gran Cazador! Convocaré al Consejo de los Ancianos, pues veo que se trata de una conferencia. Sígame sin temor mi hermano blanco.
El vaquero aseguróse con rápida mirada de que no trataban de impedirle escapar en caso de peligro, y siguió al jefe al interior de la tienda, que cerraba una estrecha y pesada cortina de gruesa piel.
El wigwam estaba lleno de humo, pues los indios tienen la costumbre de guisar en medio de su tienda y ahumar la carne que quieren conservar. Bennie distinguió apenas entre las nubes de humo las pieles de bisonte que servían de lechos.
Nube Roja iba delante de él quitándole los estorbos del camino para que no tropezara, y, sentándose ante el fuego, le invitó con un ademán a hacer lo propio.
Inmediatamente entraron seis indios más, todos ancianos de rostro arrugadísimo, que saludaron lacónicamente al extranjero, y se sentaron en torno del fuego. Un joven guerrero trajo el kalumet, una pipa de tubo larguísimo con la cazoleta de tierra dura y negra esculpida con toscas figuras alegóricas, y con tres pies para sostenerla en el suelo.
Nube Roja la cargó de tabaco previamente bañado con aguardiente y apenas seco, fumó grave y majestuosamente, lanzando cuatro bocanadas de humo a los cuatro vientos. Tras pronunciar algunas palabras misteriosas, pasó el tubo al vaquero, que hizo lo mismo, pasando el tubo a su vez a su vecino. Así circuló; y cuando todos hubieron fumado y la pipa sagrada fue devuelta a la tienda de la medicina, Bennie tomó la palabra en medio del más profundo silencio.
—Mi hermano Nube Roja, a quien inspira el Gran Espíritu, ha adivinado el objeto de mi venida. Estoy aquí para apelar a los sentimientos generosos de los invencibles guerreros rojos y recordarles la promesa solemne hecha por ellos a los representantes de la Gran Madre de no atacar, torturar ni matar a los hombres blancos, enterrando para siempre el hacha de guerra conforme a los deseos del Gran Padre[5], y como han hecho ya las poderosas tribus del Sur. Mis hermanos han asaltado una caravana de pobres hombres blancos, los han matado, se han apoderado de sus cabelleras y han hecho prisionero al más joven para atarlo al poste del tormento. Pues bien; yo, el Gran Cazador, vengo a pediros la libertad del infeliz blanco, en nombre, de la Gran Madre.
Nube Roja y los ancianos de la tribu habían escuchado atentamente al cowboy con su característica impasibilidad. Cuando hubo terminado, el sakem escupió dos veces, se soltó el manto y habló:
—Mi hermano, el Gran Cazador, es muy elocuente, y nosotros le queremos y le respetamos; pero su lengua se ha descarriado esta vez del camino derecho. Ha dicho que los Cuervos asesinaron a los blancos, y es cierto; sin embargo, ha omitido decir que habían obrado bien. ¿Sabe mi hermano quiénes eran esos rostros pálidos y qué querían? Hubo un tiempo en que los Cuervos, como los Pies Negros y los Sioux y los Serpientes vivían tranquilos, disfrutando de sus territorios de caza para perseguir al bisonte, que constituía su alimento principal, y recorrían libres y felices la inmensa pradera que les legaron sus antepasados. Pero del país en que el sol se esconde y del país en que el sol aparece llegaron los hombres de la cara pálida, y han destruido y aniquilado las manadas de bisontes, quitando a los pobres guerreros rojos sus medios de subsistencia. ¿Qué más? Han constreñido a retirarse a los verdaderos propietarios del suelo, reduciendo considerablemente sus dominios hasta obligarles a cultivar la tierra como míseros esclavos. Pues bien; estas tierras pertenecen a la nación de los Cuervos; los blancos han comenzado a adueñarse de ellas, quitando a los propietarios legítimos los alimentos con el propósito de destruir su raza. ¿No está bien claro que tenemos el derecho de defendernos? ¿No es nuestro deber aniquilar a nuestros enemigos, conforme vayan llegando, antes de que acudan en tal número que nos aniquilen a nosotros?
—Mi hermano el gran sakem ha hablado bien; pero también su lengua le ha hecho traición. Los hombres blancos que han matado los Cuervos no eran colonos que venían a establecerse a la pradera, sino emigrantes del Oeste que se dirigían al gran lago Salado. Es más: afirmo que eran amigos de los pieles rojas.
—¡Amigos como los demás! ¿Ignora el cazador los grandes daños hechos por la raza blanca a la raza roja? Nuestros huesos cubren la pradera. Los rostros pálidos nos han sido fatales. Lo dije a los comisionados de la Gran Madre cuando fui a[6] verlos al fuerte Larami en compañía de Pie Negro, el gran sakem de los Cabezas Chatas, y de Diente de Oso. Nuestra raza va a desaparecer como la nieve en la cumbre de la montaña, deshecha al calor de los rayos del sol, pues el pueblo de los rostros pálidos es numeroso como los tallos de hierba de la pradera, y crece continuamente e invade nuestros territorios, persiguiéndonos a tiros como si fuéramos fieras. ¿Hemos de asistir impasibles al avance continuo de esa raza enemiga? Respetaremos al Gran Cazador, porque siempre fue nuestro amigo; pero mataremos a todos los demás que vengan a perseguir nuestros bisontes. ¡Invocaste a la Gran Madre! ¿Y qué ha hecho ella por los pieles rojas? Ni nos ha dado armas para cazar, ni nos ha protegido, ni la hemos visto siquiera. Que venga a escuchar las quejas de las tribus, que nos haga justicia, y entonces enterraremos para siempre el hacha de guerra. ¡He dicho!
La lógica del jefe indio era indestructible; pero Bennie no se desanimó, pues tenía como último cartucho a Cola Abigarrada.
—Reconozco que tiene razón el sakem —dijo—. No todos los hombres blancos son amigos de los hombres rojos; pero reflexione mi hermano Nube Roja, aparte de que estoy seguro, y lo afirmo solemnemente, de que los emigrantes asesinados eran vuestros amigos, que la Gran Madre tiene muchos guerreros valerosos, y podrían caer sobre los Cuervos y destruirlos para vengar a las víctimas blancas.
El jefe contestó con mirada fulgurante:
—Nube Roja reunirá sus guerreros, y no rehusará la lucha. Los Cuervos son valerosos, y aun en gran número. Si es preciso, morirán en defensa de sus territorios de caza; pero no sin haber hecho sufrir mil torturas a sus prisioneros, colgando sus cabelleras del tótem de la tribu. ¿He hablado bien, hombres poderosos? Conteste por todos, mi padre Ishtaska (Ojo Blanco), que es el más anciano de la nación.
—Las palabras del sakem son verdaderas —repuso el interrogado, después de consultar con la mirada a sus compañeros.
—El Gran Cazador ha oído —agregó el jefe—. Lleve, en consecuencia, a los guerreros pálidos la respuesta de los Cuervos. He dicho.
—¡Todavía no! —se apresuró a decir el vaquero—. Puesto que mi hermano Nube Roja no quiere soltar generosamente al prisionero, voy a proponerle un trueque, que no dudo aceptará.
—¿Qué trueque? —interrogó el jefe, mirándole atentamente, mientras arrugaba, caviloso, el entrecejo.
—¿No se ha percatado de la prolongada y sospechosa ausencia de uno de sus más valerosos guerreros, mi hermano el gran sakem?
—¡Cola Abigarrada! —exclamó el indio con cierta preocupación, que en vano trató de ocultar.
—El mismo —dijo Bennie.
—¿Y qué le ha sucedido a mi buen guerrero? —aulló el sakem con repentina explosión de furor.
—Está en poder de los guerreros de la Gran Madre.