A TRAVÉS DE LA PRADERA
Cuando Bennie volvió junto a sus compañeros, halló al indio en cuclillas, gravitando todo el peso de su cuerpo sobre los talones. Back estaba encendiendo fuego en una especie de fogón cavado en el suelo y despojado de hierba, para evitar uno de esos espantosos incendios, tan frecuentes en la inmensa pradera, y que causan verdaderos desastres, pues no sólo destruyen incontable número de salvajina, bueyes y caballos, sino también, a veces, tribus enteras de indios y convoyes de emigrantes.
Viendo tan tranquilo al indio, y como resignado con su suerte, Bennie se apresuró a ayudar a su compañero en la preparación del almuerzo; tanto más cuanto que el aire fresco de la mañana le había excitado el apetito.
Cuando estuvo dispuesto, sentáronse junto al indio y le invitaron a acompañarlos. Cola Abigarrada no se hizo rogar. Quizá en toda su vida no había disfrutado de una comida tan espléndida y abundante, pues hoy día los pobres guerreros de la pradera siempre andan luchando con el hambre a causa de la escasez de la caza, cada vez mayor, y sobre todo a causa de la casi total desaparición de los inmensos rebaños de bisontes.
Aunque en su interior estuviese muy enojado por hallarse prisionero, comió con excelente apetito, acaso demasiado, y bebió repetidos y largos tragos de un botellón de whisky que Bennie había bajado del carro.
El veterano vaquero mostraba extraordinaria amabilidad; se libró mucho de moderar el entusiasmo del piel roja por la bebida alcohólica, y hasta fue a buscar otra. No contento con esto, ofreció al indio una buena pipa de tabaco, no para embriagarle, puesto que los pieles rojas están acostumbrados a fumar un tabaco fortísimo, que suelen rociar con aguardiente, sino para excitarle a beber más. Tenía su plan.
Cola Abigarrada se aprovechaba. Fumaba como un árabe y bebía como un salvaje. Se había echado al coleto la primera botella, y la emprendió animosamente con la segunda. Aquel excelente whisky desataba su lengua, y de taciturno se convirtió en locuaz extremado, narrando sus hechos de armas, los combates en que había tomado parte, las tremendas luchas de su tribu con los Pies Negros, sus enemigos tradicionales y seculares, y las atroces torturas que hacían impasiblemente a los prisioneros de guerra.
Al oírle hablar del ataque nocturno a los emigrantes de la orilla del Atabasca, Bennie le interrumpió, preguntándole a quemarropa:
—¿Fueron muertos todos esos pobres diablos?
—Todos menos uno —contestó el jefe indio.
—¿Y por qué esa excepción?
—Porque se trataba de un niño, incapaz de defenderse.
—¿Le reservasteis quizá para el suplicio?
—No; era demasiado joven para resistir dignamente la tortura del palo.
—Entonces le habréis hecho vuestro esclavo.
—Sí; esclavo de Nube Roja. Con el tiempo acaso llegue a ser un gran guerrero. Los rostros pálidos robados de niños y criados entre los guerreros rojos llegan a hacerse jefes famosos.
—Lo sé; he conocido algunos en el Canadá. Así, pues, ¿eres que aún estará vivo?
—Hace tres horas vivía aún.
—¿Tiene alguna herida?
—Ninguna.
—¿Y crees que Nube Roja tendrá mucho empeño en quedarse con él?
—Es probable.
—¿Lo cambiaría por alguno de sus guerreros?
—Lo ignoro.
—¿Está lejos vuestro campamento?
—En la orilla occidental del lago.
—¿Lleva muchos guerreros Nube Roja?
—Más de cien. Esperan la llegada de los bisontes, que deben bajar del Norte.
—¡Ah! ¿Están de caza?
—Sí.
—¿Y qué hacía en el bosque mi hermano Cola Abigarrada, tan lejos de los suyos?
—Estaba encargado de vigilar…
—Sigue.
—¡Ya no me acuerdo! —repuso el piel roja, algo confuso.
—Beba mi hermano el guerrero rojo otro trago de agua de fuego y recobrará la memoria.
El indio cogió la botella y bebió un buen trago. Pero en vez de despegar los labios cayó cuan largo era, y permaneció inmóvil, como atacado de un síncope.
—¡Buena memoria te dé Dios! —exclamó Back, no pudiendo contener la risa—. ¡Lo que ha logrado es perderla del todo!
—Eso quería yo —contestó risueño Bennie—. Ahora podemos obrar libremente, sin temor de que este borrachín nos dé que hacer, o que durante nuestra ausencia remate al herido. Amigo Back, sé ya bastante, y te aseguro que no se respira por estos contornos un aire muy saludable, para nosotros por lo menos. Cola Abigarrada nos vigilaba a nosotros para sorprendernos. Te lo asegura un veterano corredor de la pradera. ¡Ah! Nube Roja quiere hacerse con nuestra piel; pero no sabe que la nuestra es demasiado dura, y en un caso desesperado tendría que contentarse con la de nuestro ganado. ¡Ea! Coge el lazo, Back, y ata a conciencia a ese borracho.
—Será inútil, Bennie. No abrirá los ojos antes de veinticuatro horas.
—Verdad es; pero, sin embargo, vale más no fiarse de estos demonios. Atale bien piernas y brazos, mientras voy a comunicar al herido nuestro plan.
Al oír el mutilado que el vaquero subía nuevamente al carro, no obstante los agudos dolores que debía de sentir, se incorporó. Quizá su instinto le advertía que se trataba del adolescente prisionero.
—¿Os vais? —preguntó con cierta ansiedad.
—Sí; vamos a hablar con Nube Roja.
Un relámpago de júbilo brilló en los ojos del mutilado.
—¡Sois muy buenos! —murmuró—. ¿Cómo podré pagaros tantas pruebas de amistad?
—¡Bah! En la pradera todos los blancos son hermanos, y se deben unos a otros protección contra los pieles rojas.
El herido le miró unos instantes en silencio, y dijo como hablando para sí:
—¡Con razón es el país del oro!
—¿Qué dices, amigo? —preguntó el vaquero, sobresaltado por aquella palabra que despertaba su antigua pasión de minero—. ¿Hablas de oro?
—Sí.
—¡Cuerno de bisonte! Es una palabra mágica que aguza los oídos. ¿Conoces algún país donde el precioso metal abunde?
—¡Silencio por ahora! Hablaremos más tarde. Quizá ahora tengáis prisa por marchar.
—Es verdad, porque el campo de Nube Roja no está cerca.
—¿Cuándo volveréis?
—Esta noche. No me fío ni gota de la hospitalidad de los pieles rojas.
—¿Me dejáis solo?
—Esa era mi intención; pero ahora he cambiado de idea. Si algún indio ve que Back y yo abandonamos el campamento y que nos alejamos, podría aprovechar la ocasión para matarte y libertar a Cola Abigarrada. Y eso no nos conviene, porque si perdemos el prisionero, perdemos también la esperanza de salvar al muchacho. Se quedará, pues, mi compañero. Tranquilízate y ten confianza en mis gestiones. ¡Adiós!
—¡Gracias!
El mejicano tenía ya ensillados los caballos y colgados del arzón unos saquitos con provisiones de boca, pues no es posible contar con la caza de salvajina, especialmente hoy día en que las grandes compañías norteamericanas están a punto de exterminarla. Bennie le impidió con un ademán que montara.
—No, amigo Back —le dijo—. Íbamos a cometer una barbaridad mayúscula marchándonos los dos.
—¿Por qué?
—¡Cuerno de bisonte! ¿Crees que Cola Abigarrada estaría solo? Sospecho que había con él algún otro que ha podido escapar sin ser visto por nosotros.
—Es posible.
—¿Y si nos espía?
—Al vernos abandonar el campamento vendría a libertad a su compañero.
—Ya ves que hace falta que te quedes. ¿Tienes miedo de quedarte solo?
—No tan solo, pues queda conmigo el mutilado, que, herido y todo, es capaz de ayudarme en caso de apuro.
—Cierto.
—Por el contrario, eres tú quién tiene mucho que temer.
—¡Bah! No me dejaré prender; te lo aseguro. Mi caballo es ligero como el viento. ¡Bueno; me voy! Si hueles algo sospechoso, encastillate en el carro y no ahorres municiones. Dentro de doce o quince horas, lo más tarde, estaré de vuelta.
—¡Adiós, Bennie, y sé prudente!
El vaquero, como hombre que sabe lo que puede costar un accidente cualquiera, examinó cuidadosamente la cincha, la silla y las bridas, la carabina y las municiones. Luego montó de un salto y se marchó, despidiéndose de Back con un gesto.
El caballo partió a galope por la verde llanura que se extendía hasta perderse de vista. Llevaba el fusil atravesado en la delantera de la silla, y en el cinto, el revólver, arma preciosa en un combate cuerpo a cuerpo. Echóse a la boca un trozo de tabaco, y mientras galopaba su corcel, o escudriñaba cada ondulación del terreno, cada matorral, bosquecillo o grupo de plantas capaz de servir de escondite a un enemigo.
—¡Todo va bien por ahora! —decía, satisfecho de su examen—. Si el. diablo no se mete por medio, dentro de cuatro o cinco horas fumaré el calumet en el wigwam de Nube Roja.
Volvió la cabeza y miró atrás.
Entre el verde esmeralda de la pradera destacábase netamente el gigantesco carro con su blanca cubierta de tela, que el sol iluminaba de lleno. Alrededor, por pequeños grupos, pastaban los bueyes y los caballos, y entre ellos, montado en su morcillo, se veía a Back, cuya mirada seguía cariñosamente al amigo que se alejaba.
—¡A la gracia de Dios! —murmuró Bennie—. ¡Si dejo la cabellera en manos de los Panzudos, querrá decir que llegó la hora de irme al otro mundo!
El caballo continuaba su galope; fogoso hijo de la pradera, de piernas de acero, ágil e incansable, sostenía su carrera hollando con firmeza y seguridad las grasosas y resbaladizas hierbas, con la crin y la larga cola al viento, cual si hubiera vuelto a su libertad.
De cuando en cuando volvía la cabeza hacia el jinete, como para ver si estaba satisfecho de lo rápido de su galope o para reclamar alguna caricia, que no se hacía esperar; luego proseguía con nuevo ímpetu su carrera, lanzando un breve relincho.
La pradera no cambiaba de aspecto. Las suaves ondulaciones del terreno semejaban el mar en calma, un océano verde, por las altas hierbas y el césped que lo cubrían. Había gramíneas que alcanzaban la altura de un hombre, pasto preferido por los bueyes y los bisontes; vastos campos de menta y otras plantas de aromas agudos y vivificantes, anchas zonas de sapindáceas y sapotáceas, grasas y suculentas para el ganado mayor y menor.
De cuando en cuando, el rápido corcel pasaba junto a los bosquecillos de rododendros, ya cargados de flores blancas, rosadas y purpúreas, en la sima de alguna ondulación o junto a alguna encina negra que crecía aislada, como perdida entre aquel océano de hierbas, o bordeando cualquier pequeño grupo de ramosos cedros enanos.
Al aproximarse el jinete, bandadas de urracas o de cuervos alzábanse de entre los matorrales batiendo estruendosamente el aire con sus alas hasta que el caballo había pasado y volvían a descender a tierra. A lo mejor aparecía y huía como una exhalación tal cual gacela, animal esbelto y elegante, grande como un ternero, de pelaje leonado en el lomo y casi blanco en el vientre y la graciosa cabeza armada de dos cuernos agudos, peligrosos en un encuentro. También los lobos, pacientemente al acecho de caza, huían ante el caballo lanzando breves aullidos y agitando la vellosa cola, si bien a los treinta o cuarenta pasos deteníanse a contemplar con ojos brillantes al jinete que se alejaba.
Bennie lo observaba todo atentamente, masticando con lentitud y fruición el tabaco. Habilísimo jinete, no dejaba de dirigir por un instante su cabalgadura, y de trecho en trecho se alzaba sobre los estribos para descubrir mayor horizonte con la vista.
La pradera parecía tranquila; pero no se fiaba del todo. Conocía demasiado bien la astucia de los pieles rojas para confiar por completo.
Hacía una hora que galopaba en línea, recta al Noroeste, cuando al extremo límite de la pradera distinguió una faja gris verdusca que parecía cortar buena parte del horizonte.
—¡Bravo! —murmuró—. ¡Dentro de veinte minutos llegaré a la orilla occidental del lago!
Miró al sol para orientarse sin necesidad de recurrir a la brújula que llevaba en el bolsillo, y dirigió su caballo hacia aquella faja oscura, que debía ser la linde de un bosque.
—¡Arre, Caribú! —dijo—. ¡De prisa, que aún nos queda bastante camino que recorrer!
El caballo, que se había dado un momento de respiro, comenzó de nuevo su carrera rapidísima sin dar muestras de cansancio, a pesar de haber recorrido ya quince kilómetros. Veinte minutos después, como calculara el vaquero, llegaban al bosque, formado por cedros, pinos que producen enormes piñas, romazas pletóricas de flores blancas y sauces.
Bennie detuvo su caballo, escuchó atentamente algunos minutos, y se internó en el bosque, atravesándolo a galope. Entonces hallóse ante una gran extensión de agua, centelleante bajo los rayos del sol, y que se extendía hacia el Norte. Era el lago de los Esclavos; el pequeño, que no hay que confundir con el otro, y el grande, mucho más al Septentrión, a 160° de latitud, en el territorio de los indios Dené; pero aun así, es un lago considerable, de unos cien kilómetros de largo por veinticinco o treinta de ancho. Desagua en el río Atabasca, al cual se halla unido por una especie de canal navegable para las canoas indias que lo surcan frecuentemente.
Después de examinar los alrededores, Bennie desmontó para dar descanso al caballo, y para matar el tiempo púsose a registrar los matorrales, recogiendo frambuesas y mirmos. Seguro de no tener malos encuentros, ni aun tomó la precaución de descolgar del arzón el fusil. Además, contaba con no alejarse mucho de su cabalgadura.
Hallábase en un matorral, cuando de pronto oyó un gruñido sordo y vio aparecer ante él una gran cabeza negra con hocico largo y agudo, armado con blanquísimos dientes, lo suficientemente recios y puntiagudos para asustar al más bravo corredor de la pradera.
—¡Cuerno de bisonte! —exclamó Bennie, poniéndose pálido—. ¡Un baribal!
La enorme cabeza negra, cubierta de pelo corto y reluciente, estaba inmóvil; sólo sus ojos negrísimos miraban atentamente al vaquero, más con inquietud que amenazadores. El inesperado encuentro sorprendió de tal modo a Bennie, que no pensó ni en retirarse.
Hombre y animal se contemplaron algunos instantes, inmóviles; luego el primero dio un paso atrás, aunque sin apartar los ojos de los de su adversario, y sacó su bowie-knife, retrocediendo siempre hasta que logró salir del matorral. Entonces volvió la espalda, corrió hasta llegar a su caballo, y apoderóse, satisfecho, de su carabina.
—¡Uf! —exclamó respirando libremente—. ¡Creo que me salvé en una tabla! ¡Mi querido oso, si quieres probar tus dientes en mi carne, te prometo que vas a pasar un mal rato!
El caballo venteó la proximidad de la fiera y relinchó de inquietud.
—¡No temas! —le dijo el vaquero—. ¡Aquí estoy yo para defenderte! ¡Aquí viene! ¡No parece muy enojado el pobre!