«COLA ABIGARRADA»
Los dos vaqueros bajaron del carro, montaron en sus caballos, reunieron apresuradamente algunos animales que se habían diseminado por la pradera, obligándoles a juntarse con el resto del ganado, y partieron a galope hacia el bosque.
En quince minutos estaban junto al medio tumbado carromato, que se hallaba en el mismo estado, probando así que los indios no habían vuelto.
Los dos amigos buscaron en vano algún herido a quien socorrer, hallando pruebas fehacientes de lo recio de la lucha: varios indios muertos, caballos, cajas rotas, pedazos de lanza, no sólo junto al carro, sino hasta en el mismo bosque.
—La lucha ha sido recia, y temo que los lobos hayan completado la obra de los indios.
—Busquemos, Bennie. A veces los lobos, lo sabes mejor que yo, no se atreven a atacar a los heridos.
—Es verdad; pero oigo voces de socorro.
—¿Por qué no damos voces nosotros?
—Sería una imprudencia. ¿Quién nos asegura que no hay algún indio acechando?
—¿Lo crees así?
—Lo sospecho. ¡Ejem!
—¿Qué hay?
—¡El cadáver de un blanco!
—¿Dónde?
—¡Junto a aquel matorral!
Back se aproximó rápidamente al cadáver. Era el de un individuo aún joven, grueso y robusto. Yacía junto al matorral con las manos cubriéndose el rostro; también había sufrido el suplicio, la horrible mutilación capilar que el compañero salvado por los dos vaqueros. Pero, además, tenía dos heridas de lanza en el pecho y un balazo en el cuello.
—¿Muerto? —preguntó Bennie.
—Ya helado. En este pobre cuerpo los indios han hecho un verdadero destrozo.
—Monta, pues, y vamos a buscar a los otros.
—¿Y los dejaremos a los lobos?
—Si tenemos tiempo, volveremos a enterrarle. Pero, aun así, dudo que lo sustraigamos a los dientes de los ladrones de cuatro patas.
—¿Por qué, Bennie?
—¿Has olvidado al muchacho?
—¿El prisionero de los indios?
—El mismo.
—¿Quieres salvarle?
—A lo menos, intentarlo. ¡Arriba! ¡A caballo! ¡Ya hablaremos de esto luego!
Back se apresuró a obedecer, y los dos vaqueros continuaron su triste exploración, encontrando nuevos cadáveres de hombres blancos, hombres rojos y caballos. Los compañeros del mutilado tenían todos horribles heridas de tomahawk, la formidable hacha de guerra de los pieles rojas de la América septentrional.
Ya se disponían a regresar al campamento, convencidos de la triste suerte que había cabido a los emigrantes, cuando oyeron un grito angustioso que parecía el lamento de un niño.
—¿Qué es eso? —exclamó Back muy asombrado.
—Parece el grito del pájaro burlón —respondió Bennie—; pero también podría ser una señal.
—¡Una señal! ¿De quién?
—Aguarda un poco, amigo, y estáte preparado para luchar.
El canadiense se alzó sobre los estribos y registró atentamente con su perspicaz mirada el follaje de los árboles. Tras larga y concienzuda observación, logró distinguir un ave de pluma gris, patas largas y negras y de aspecto estúpido y adormilado.
—Ahí está, entre las ramas de aquella encina negra, un pájaro burlón; una avecilla que se divierte en imitar los cánticos de las demás aves, y también el sonido que acabamos de oír y que parecía surgir del suelo.
—¿Qué quieres decir?
—¡Hum! ¡Ni yo mismo lo sé! ¡Cuerno de bisonte!…
—¿Qué hay, Bennie?
—¿No ves agitarse imperceptiblemente las ramas de aquel matorral de zumaque?
—Sí.
—Allí hay alguien que trata de escaparse sin nuestro permiso. ¡Mucho ojo, y no te muevas!
—Apunta al matorral.
El canadiense bajó de la silla, y se tendió en el suelo, y apoyando una oreja en tierra, escuchó cosa de un minuto. Al levantarse, su faz, de ordinario tan tranquila, revelaba cierta inquietud.
—¡Back —susurró—, cuida de mi caballo y estate preparado! ¡Alguien se arrastra por allá!
El canadiense, conocedor de las costumbres de la pradera y los bosques, avezado a todas las astucias, dotado de agudísimo oído de cazador, no podía engañarse.
Encorvado para evitar más fácilmente alguna descarga imprevista, no ignorando que bastantes indios están provistos de excelentes fusiles de repetición, se dirigió silenciosamente hacia el bosquecillo de zumaque, el cual era bastante extenso.
Back no le perdía de vista y tenía preparada la carabina.
Al llegar muy cerca del matorral echóse en el suelo, arrastrándose con infinitas precauciones para no revelar su propia presencia.
Luego, de pronto, púsose en pie de un salto y apuntando al medio del bosquecillo, gritó:
—¡Ríndete, bribón! ¡Ríndete, o te alojo una bala en el cráneo!
A tal intimación, pronunciada con tono firme de resuelta amenaza, alzóse un hombre entre las ramas, diciendo con voz perfectamente tranquila:
—Mi hermano el rostro pálido, ¿no conoce ya a su hermano Cola Abigarrada?
El que así había hablado era un indio de buena estatura, como lo son generalmente todos los que pertenecen a la numerosa tribu de los Cuervos, llamados también los Panzudos, que se enseñoreaban desde las montañas de Columbia hasta el lago Atabasca, y aun más al Septentrión, disputando la primacía a los Pies Negros y a los Serpientes Alto, ancho de pecho, cuello grueso, musculatura potente, pómulos salientes, la faz tatuada de rojo, nariz aguileña, boca grande con labios delgados, ojos pequeños y algo cóncavos de pupila negrísima, no llevaba un pelo en la cara; según la costumbre india, se los arrancan con sumo cuidado; pero, en cambio, llevaba una cabellera negra, larga y lacia que contrastaba con el rojo color de su cara.
Aunque los indios sometidos al dominio de los Estados Unidos abandonaron casi del todo la pintoresca indumentaria nacional, sustituyendo la antigua diadema de plumas con un cilindro sin fondo y las calzas adornadas de cabelleras con pantalones de hiladillo, así como la capa de piel de bisonte con una manta de lana, aquel indio llevaba aún su penacho de plumas, su collar de monedas de plata mejicana y de dientes de animales, el moksiu, o sea calzones terminados en punta y adornados con uñas de oso gris colgantes, y una casaca de piel desconocida, pintarrajeada y provista de una cola de varios colores, tal vez para justificar su sobrenombre de Cola Abigarrada.
Bennie lanzó sobre el indio una viva mirada para cerciorarse de qué armas disponía tan peligroso hermano; pero no le vio ninguna ni en las manos ni tras de él.
El piel roja sostuvo impasible el examen, conservando ante la mirada dura y escrutadora del blanco el aspecto grave y majestuoso, peculiar a los de su tribu.
—¡Calle! —exclamó el vaquero afectando viva sorpresa—. ¡Si es mi hermano Cola Abigarrada! ¿Cómo le encuentro aquí escondido? Hacía mucho tiempo que no le veía, y creíale en el sendero de la guerra con Nube Roja, para vengar las ofensas hechas a su nación por los Pies Negros.
——En efecto; hace mucho que no veo a mi hermano el rostro pálido. La ultima vez que lo vi fue en la estación de las hojas cayentes.
—Cierto —repuso Bennie sin abandonar por un instante el fusil y vigilando a su interlocutor—. Mi hermano rojo, ¿buscaba quizá la huella de los Pies Negros?
—No; el ikkischota[3] no ha sonado aún para congregar a la tribu.
—¿Qué buscaba, pues, mi hermano?
—Acechaba la caza. Dentro de pocos días celebramos la danza del bisonte, y ya sabe mi hermano que este año está muy escasa la salvajina mayor.
—Pues yo creí que mi hermano seguía el sendero de la guerra.
—¿Y por qué creía tal cosa mi hermano, el rostro pálido?
—Porque he visto en la pradera, y no lejos de aquí, varios cadáveres.
El indio lanzó al vaquero una mirada centelleante, pero que duró menos que un relámpago, y replicó con su acostumbrada calma:
—¿Mi hermano ha visto cadáveres? Pues entonces debo apresurarme a volver a la tribu para advertir a Nube Roja. La gran madre de los blancos quiere que se respeten a sus súbditos y tenemos que vengarlos.
—¿Conoce mi hermano Cola Abigarrada a los asaltantes?
—Habrán sido los Pies Negros.
Bennie soltó la carcajada.
El indio le miró foscamente, y luego, cruzando los brazos, replicó irónico:
—Mi hermano, el rostro pálido, está alegre. Se conoce que tiene en su carro buena provisión de agua de fuego[4].
—No; no he tenido tiempo esta mañana de beber whisky. Me río porque mi hermano el piel roja me cree muy cándido.
—¿Qué quiere decir mi hermano?
—Sencillamente que conozco a los indios que han asesinado a los blancos.
—¡Hola! —exclamó el indio sin perder un átomo de calma—. Entonces mi hermano me lo dirá.
—Cierto.
—¿Quiénes fueron?
—Los Panzudos.
—¡Ah, perro! —aulló el piel roja, haciendo ademán de bajarse como para coger algo del suelo.
Pero el vaquero no le perdía de vista, y, apuntándole al pecho, dijo con amenazadora firmeza:
—¡Quieto, o mueres!
El indio comprendió que la más mínima resistencia le costaría la vida, y, enderezándose de nuevo, cruzóse otra vez de brazos, y repuso con su impasibilidad habitual, que sólo por medio minuto parecía haberle abandonado:
—¿Es la guerra lo que mi hermano blanco desea? ¿No sabe que Cola Abigarrada es un guerrero respetado en su tribu y que su muerte sería vengada?
—Lo sé —contestó el vaquero—; y ni deseo la guerra con los Panzudos ni tengo la menor intención de matar a mi hermano rojo. Sólo quiero que me siga al campo y que me sirva de rehén hasta que yo haya hablado con Nube Roja.
—¡Yo prisionero!
—Sí, querido; y te advierto que si te obstinas en no seguirme, me veré obligado a alojarte en el cuerpo la bala de mi carabina.
—¿Y qué hará conmigo mi hermano el rostro pálido?
—Absolutamente nada. Mi hermano comerá en mi mesa, fumará cuanto quiera, beberá whisky, que aún me queda algo, y nada más. ¿Ha comprendido mi hermano? La disyuntiva es ser mi huésped por unas horas o recibir un balazo en el corazón.
—¿Y cuándo podré, volver a mi tribu?
—Muy pronto, si Nube Roja es razonable.
—¿Y podré llevar mis armas conmigo?
—No; déjalas donde están, y vendrás a buscarlas cuando hayas dejado de ser mi huésped. El whisky puede trastornarte la cabeza, y en un momento de extravío podría inducirte a arrancarme la cabellera, cosa que no me place, pues por ahora conservo apego a mi cabello, atendiendo a que en la pradera no se encuentran las pelucas entre el buffalo-grass. ¡Ea! ¡Ya hemos hablado bastante por ahora! Venga mi hermano el piel roja a comer con nosotros. Después de todo, un buen pedazo de bisonte asado vale mucho más que una bala en el estómago.
El indio le miró en silencio con ojos de donde brotaba oscura llama, reveladora de su deseo de acabar con su hermano blanco; pero hizo un ademán con la cabeza, y dijo brevemente:
—¡Sea!
—Me alegro de que se haga razonable mi hermano Cola Abigarrada —contestó sonriendo Bennie—. Sal pues, de ese matorral y anda delante de nuestros caballos. Te serviremos de escolta de honor.
El Cuervo obedeció, aunque a regañadientes. Bennie le vigilaba con cuidado. Llegaron al lado de Back; el canadiense saltó a la silla de su caballo y salieron del bosque, internándose en la pradera.
El indio iba delante de los caballos al paso largo habitual en los pieles rojas, quienes, si son habilísimos y consumados jinetes, son también incansables andarines, capaces de recorrer una distancia de cien kilómetros en una noche.
No daba indicios de inquietud ni de miedo, pues los indios tienen a menos mostrar sus sentimientos a los adversarios, y se revisten de una máscara de impasibilidad e indiferencia para hacer ver que son valientes; pero sus ojos escrutaban los alrededores del camino con particular atención, y, fingiendo distracción, no perdía de vista un solo movimiento de los vaqueros, prontos a aprovechar cualquier descuido para escapar.
Pero Bennie conocía con quién tenía que habérselas, y si el piel roja le espiaba, él no separaba un segundo la vista del prisionero, con el fusil preparado por lo que pudiera acaecer. Por su parte, Back, mejicano, como sabemos, había preparado el lazo, una larga cuerda de piel trenzada, que manejan sus compatriotas con sin igual destreza para cazar a la carrera los potros salvajes y los bueyes, y que hubiera servido para capturar al indio si hubiera cometido la imprudencia de intentar la fuga.
Al llegar al carro oyeron al herido, que preguntó con voz aún débil:
—¿Sois vosotros, amigos?
Cola Abigarrada se detuvo bruscamente, y mirando con fijeza a los vaqueros, exclamó:
—¿Quién es el que está en vuestro campo?
—Un conocido tuyo —respondió sonriendo Bennie.
—¿Un rostro cálido?
—Sí.
—¿A quien yo conozco?
—Así lo creo.
El vaquero descendió del caballo, haciendo previamente señal a Back para recomendarle que vigilara al indio, y entró en el carro. Él mutilado se irguió para recibirle, e hizo un esfuerzo para sonreír. Trató en seguida de hablar, pero Bennie le interrumpió:
—¡No temas, amigo! El muchacho será pronto libre.
—¿Le habéis visto?
—No; pero antes que se oculte el sol habré visto a Nube Roja.
—¿Y lo consentirá?
—Así lo espero, aunque solo sea para salvar la vida de Cola Abigarrada. Hemos hecho una buena presa, que nos permitirá salvar al chiquillo.
—¡Ah!
—¡Déjame hacer, amigo! Prometo salvarle.
—¡Me temo que le hayan matado antes que puedas tratar con Nube Roja!
—Si se tratase de un hombre, no daría una sola pipada a estas horas por su pellejo; pero afortunadamente se trata de un muchacho, y los indios tienen la buena costumbre de adoptarlos en vez de matarlos. Descansa tranquilo; y si necesitas algo, pídelo.
—¡Gracias! —contestó el herido, tendiéndose de nuevo.
—¿Padeces todavía mucho?
—¡Oh, sí; bastante!
—Lo creo; pero no lo dudes; curarás.
El vaquero le acercó una cantimplora de agua con whisky, y le recomendó que no se moviera y bajó del carro.