MUTILADO POR LOS PIELES ROJAS
La inmensa pradera del Noroeste americano, lo mismo que la Pampa argentina, ofrece infinitos recursos a los ganaderos.
Aquellas inmensas llanuras, pobladas de altas gramíneas y de las suculentas hierbas llamadas por los yanquis buffalo-grass, son el verdadero paraíso de los caballos, bueyes y bisontes, que engordan rápidamente, casi sin gasto alguno para los propietarios.
Lejos, por lo general, de los centros de población, y de propiedad exclusiva de los indios, que la consideran como sus «territorios de caza», los grandes ganaderos han imitado a sus colegas de la América del Sur, los argentinos, que confían sus caballos y sus bueyes a los gauchos, caballeros indómitos de la Pampa y por eso los americanos del Norte han creado sus vaqueros. Unos y otros son «pastores de a caballo», audaces, batalladores, jinetes incansables, indómitos y de carácter altivo y violento.
Los vaqueros norteamericanos reciben en consignación una partida de ganado y un carro, que contiene provisiones para cinco o seis meses; se internan en la pradera, acampan donde les parece, sin preocuparse de si lo llevará a mal la tribu india que se cree propietaria de aquel territorio ni de si su cabellera irá a adornar más tarde o más temprano la tienda de algún guerrero rojo.
Son gente sin escrúpulos ni temores, dispuestos a todo, resueltos y audaces; a veces, cazadores de profesión, corredores de la pradera, aventureros; otras, hombres arruinados que han brillado en la sociedad más opulenta de alguna ciudad de la Unión; abogados, médicos llegados de ultramar y reducidos a la miseria; y hasta, de cuando en cuando, delincuentes que han sufrido condena, y aun escapados de presidio.
Siempre a caballo, jinetes admirables, o por lo menos incansables, sin otro cuidado que evitar que se extravíe el ganado que se les confía, sabiendo que cabeza que se aleja del rebaño pueden considerarla perdida, bien devorada por los lobos, que siguen pacientemente el ganado pronto a devorar los animales rezagados o los que, por las noches se alejan un tanto del campamento, los vaqueros acampan donde hay mejor hierba y agua próxima, y su enorme carro les sirve de casa.
Son hombres frugales; se contentan con poco, y fiambre; alguna vez se dan un festín con caza silvestre, que asan medio enterrándola en el suelo. No abandonan la pradera mientras dura la buena estación. Van avanzando por la inmensa llanura, por aquellas tierras vírgenes, luchando denodadamente contra todos los obstáculos, batallando sin cesar con los indios, que los odian, y con las fieras, que codician el ganado. Cuando las primeras nieves caen, emigran, se vuelven. ¿Se vuelven?… No todos, en verdad. Son muchos los que dejan sus Huesos en aquellos campos, y algunos animales pasan de su poder al de los pieles rojas; pero ¿qué importa? Son incidentes insignificantes que no desalientan a los demás vaqueros ni a los propietarios del ganado.
Para asemejarse más a sus colegas continentales del Sur, los gauchos, los vaqueros, en cuanto regresan a las poblaciones, se gastan en orgías desenfrenadas la paga que reciben; pero tan pronto como se acerca la buena estación, ya están dispuestos a montar a caballo y volver a la pradera. Aquella vida libre, aventurera, llena de peligros, parece seducirlos, fascinarlos.
Bennie y Back eran también vaqueros; el primero, ya veterano, canadiense de origen, fue antes cazador de profesión; luego, minero en las minas de plata del Colorado, y después, perdidas todas sus ganancias, y renegando de la civilización, se hizo vaquero. Era un hombre hermoso, el prototipo de los aventureros de la pradera: alto, musculoso, de fuertes brazos, ancho de pecho, enérgica cabeza, cubierta de espesa y larga cabellera negra no rizada, y con ojos oscuros de mirada penetrante y barba partida.
No había dejado el pintoresco traje de los cazadores de la pradera. En vez del sombrero de alas anchas usado por los vaqueros, usaba el gorro de piel de coatí con la cola colgante a guisa de borla por un costado; llevaba el cuerpo cubierto por una zamarra de paño grueso azul oscuro, cinturón ancho de cuero con gran cartuchera, y del cual pendía uno de esos grandes y fuertes machetes que los yanquis llaman bowie-knife, calzones de piel sin curtir y altas botas fuertes con espuelas mejicanas.
En cambio, su compañero, Back, mucho más joven, tal vez diez o doce años menor, muy moreno, de barba incipiente y ojos negrísimos, tenía todo el tipo del hispanoamericano. Mejicano de origen, ávido de emociones y deseoso de correr aventuras, emigró muy joven y trasladóse a la parte occidental de los Estados Unidos atacado por la fiebre del oro.
Después de haber sido minero en Nevada y en el Colorado, con poca suerte a causa de su juventud e inexperiencia, se asoció, o mejor dicho, se juntó con Bennie para compartir sus peligros. Unido con él en la ciudad, quiso acompañarle también en la pradera, con la esperanza de medrar más en el oficio de vaquero.
Llegaron a hacerse inseparables, y ejercitaron sus rudas faenas durante dos estaciones seguidas en la falda de las Montañas Pedregosas al servicio de un gran propietario de Lytton, y después habían pasado a prestar sus servicios al señor Harris, el más opulento ganadero de Alberta.
Salieron, pues, de Edmonton, ciudad pequeña junto al río Saskatchewan del Norte, con otros dos compañeros, al cuidado de doscientos bueyes y veinticuatro caballos, a primeros de marzo de 1897, y ya habían atravesado el río Atabasca en dirección al lago de los Esclavos, a fin de pasar la estación en aquella hermosa parte de la pradera; pero en un encuentro con los indios, cayó muerto uno de sus compañeros, y el otro tuvo que retirarse más que a prisa al próximo poblado para curarse de una grave herida. Pocos días después acampaban en el sitio donde los hemos encontrado.
Al oír al herido, que ellos de buena fe creyeron muerto, pedir agua, refrenaron los caballos y se quedaron contemplándole estupefactos.
—¡Cuerno de bisonte! ¿Me engañó el oído o soy víctima de alguna pesadilla? ¿Será posible que un hombre que ha sufrido tan espantosa mutilación, después de tres o cuatro horas dé todavía señales de vida? ¡Es el caso más extraordinario que he visto en mi vida!
—Pero ¿será él el que ha hablado? —preguntó Back con viva emoción.
—Tu pregunta me prueba que mis oídos funcionan bien, que no estoy soñando, puesto que también lo has oído. Tenme el caballo, Back, que voy a ver este milagro.
Dicho esto, Bennie entregó las riendas a su compañero y saltó a tierra, aunque sin abandonar su carabina. Con paso rápido, pero mirando atentamente alrededor y pronto a la defensiva, se aproximó al mutilado y se inclinó para examinarle.
El infeliz, después‘de haber pronunciado aquellas dos palabras y hecho el gesto que sorprendieron nuestros amigos, cual si tales esfuerzos le hubiesen extenuado por completo, indudablemente parecía muerto.
—¡Diablo! —murmuró el vaquero—. ¡Creo que ya no necesita nada! Pero…
Y desnudando su machete, puso la límpida hoja ante la boca del supuesto cadáver. Al cabo de un instante el acero se empañó ligeramente con el débil aliento del herido.
—¿Qué? —preguntó con ansiedad Back—. ¿Vive aún?
—Sí —respondió Bennie—. ¡Cuerno de bisonte! ¡Ya me parecía a mí imposible que un hombre tan fornido y que no parecía haber recibido otra herida, hubiera muerto tan súbitamente! Back, amigo mío; quizá podamos salvarle.
—¿Lo crees así?
—El hombre es robusto, sólido, fuerte…
—Bueno, ¿y qué tenemos que hacer?
—Subirle a uno de nuestros caballos y llevárnoslo al campamento.
—Tal vez haya algún otro herido más.
—Por ahora cuidémonos sólo de éste. ¡Alza! ¡Ayúdame!
Back saltó a tierra, trabó una con otra las bridas de los dos caballos, y llegóse a auxiliar a su compañero.
El herido fue delicadamente alzado, viéndose entonces que era un hombre fornido, de constitución robustísima, mucho más todavía que el propio canadiense; de anchos hombros, rostro audaz, ligeramente bronceado; miembros musculosos, de unos cuarenta años, y con barba larga, negrísima y poblada. Podía ser un hispanoamericano o un europeo de las regiones meridionales.
Bennie y Back, aunando sus fuerzas, le llevaron hasta el caballo más próximo y le colocaron en la silla, sujetándole convenientemente para que no cayese.
El herido no dio signo de vida durante la operación: lívido más que pálido, y con los ojos medio cerrados, parecía un cadáver.
—¡Pronto! ¡Al campamento! —ordenó Bennie—. ¡Afortunadamente, este desgraciado no ha recibido ni un balazo ni una herida de arma blanca o de flecha!
Pusiéronse en marcha al paso para evitar al herido el traqueteo consiguiente, y sin incidentes y sin que el herido hubiera vuelto en sí, llegaron al campamento. Una vez allí, subieron al infeliz con mil precauciones al carro y le depositaron en un colchón a cubierto.
—Back —dijo Bennie—. El señor Harris debe de habernos provisto de antisépticos, si no me engaño.
—Hay algodón fenicado, creo —repuso el joven.
—¡Dámelo pronto! ¿Hay también una esponja?
—Debe de haberla.
—Empápala bien con agua y tráela. Trataremos de calmar la inflamación.
Poco después el vaquero llevaba a su camarada cuanto le había pedido, más varios pedazos de tela.
Bennie pasó delicadamente la esponja por el desnudo cráneo para arrastrar la sangre coagulada que lo cubría. Repitió una y otra vez la operación, y a la cuarta el desdichado lanzó un suspiro y se estremeció violentamente.
—¡Bueno; nuestro hombre quiere volver en sí!
Limpiado el cráneo, lo cubrió con algodón fenicado, y luego vendó con mano hábil la cabeza. No podía hacer más, por carecer de otros recursos. Luego colocó al herido en buena postura, procurando que la cabeza quedase más alta que el cuerpo, y esperó a que recobrase el conocimiento.
No habían transcurrido tres minutos, cuando el mutilado suspiró por segunda vez e hizo un ademán con ambos brazos como si rechazara o apartara algo.
—¡Vuelve en sí! —exclamó Bennie, que le observaba atentamente.
—¡Desgraciado! ¡Quizá sufra dolores espantosos!
—Así lo creo; pero curará; te lo aseguro.
En aquel instante, de los labios del herido salió un sonido ronco. Parecía hacer esfuerzos para despegar la lengua, a fin de pronunciar alguna palabra.
—¿Quieres beber? —preguntó Bennie, inclinándose hacia él.
Al oír la oferta, el mutilado hizo un esfuerzo y abrió los ojos, grandes, de pupilas negrísimas, y miró con estupor al vaquero, en silencio por algunos instantes. Luego abrió los labios y pudo decir, no sin trabajo:
—¡Agua!
Bennie cogió una botella con agua mezclada con whisky, y la introdujo por el cuello en la boca del herido. Este bebió ávidamente varios sorbos, sonrió, y con un ademán dio las gracias a los vaqueros.
—¿Puedes hablar? —interrogó Bennie.
El mutilado hizo un gesto afirmativo.
—¿Os asaltaron los indios?
—Sí —repuso el herido.
—¿Erais muchos?
—Cinco.
—¿Fueron muertos todos tus compañeros?
El desdichado negó enérgicamente con la mano, y luego tartamudeó un nombre.
—Ar… man… do.
—¿Qué significa eso? ¿Es un nombre extranjero?
—Sí.
—¿Han matado al que lleva ese nombre?
—¡No…, no! —repuso el herido con gran energía.
—¿Ha sido hecho prisionero por los indios?
—¡Sí…, sí!
—¡Cuerno de bisonte! —exclamó el vaquero frunciendo el ceño—. ¿Y es un hombre ese Armando?
—Niño.
—¿Un muchacho?
—Sí.
—¿Y los indios le han robado?
—Sí.
—¡Bandidos! ¿Estaba herido?
—No.
—¿Y tus compañeros? ¿Fueron muertos todos?
—Lo supongo.
—Back —dijo el canadiense—, necesitamos volver de nuevo a la ribera. Tal vez haya algún otro herido.
—Vamos al bosque —le dijo— para ver si alguno de tus compañeros necesita socorro. No temas nada. Los indios, a lo menos por ahora, no vendrán aquí; estáte seguro de ello. Además que nuestra ausencia será breve.
El infeliz hizo un gesto de asentimiento, y con un tono de voz en que se sentía vibrar la angustia, murmuró:
—¡Armando!
—Sí, lo comprendo: estás inquieto por él; pero te prometo que no le abandonaremos. Nube Roja me conoce, y tal vez me teme.
—¡Gracias! —contestó el herido.
—¡Vamos, Back! Veremos cómo acaba esta triste aventura.