Así quedó interrumpida mi comunicación con el mundo exterior. Alexander me abandonó en manos de la hermana «Cara de luna», y durante una infinidad de horas estuvieron todos completamente olvidados de mí. Mi mente había quedado revuelta y agitada. Estuve nervioso, desasosegado. Pedí un reloj para poder contar el tiempo. Me lo negaron. Vigilé el romboide de sol que la ventana arrojaba sobre la cama y lo vi estrecharse y retroceder lentamente hasta que se cayó al suelo. Luego supe que era mediodía porque me entraron la comida. Me dieron vino generoso y en vez de tonificarme me excité. Pregunté a gritos si Jasper y Alexander habían regresado ya al convento. Me dijeron que el primero no se había movido de él en todo el día, y que incluso comía y dormía allí. Vociferé que viniera a verme inmediatamente. Tuve que calmarme solo. Mareé en lo que pude a «Luna llena», haciéndole bajar y alzar las almohadas sucesivamente. La ropa de la cama se me iba por un lado; se me enfriaba una pierna; las migajas del pan me invadían el pecho y se me clavaban en todo lo que se llama «plano posterior»; la camisa se me adhería al cuerpo como si fuera esparadrapo. Otro malestar más lógico y normal se sumó a éstos. Me empeñé tenazmente en que la hermana se fuera unos instantes y me dejara obrar por mí mismo. Luego me caí sobre la alfombra cuan largo era; me fue imposible levantarme y tuve que llamar. Entró la «Cara de luna», a pesar de que yo había pedido que fuera Jasper. No sé cómo se las compuso. De pronto estuve estirado sobre la cama sin ninguna angustia, con un camisón limpio y las sábanas cambiadas. Me dormí como un tronco.
Me desperté porque me noté el estetoscopio aplicado sobre el corazón. No era Jasper quien me auscultaba. Se trataba de un viejecito enhiesto, cuyos cabellos y barba a contraluz parecían un nimbo blanco.
—¡Doctor Garrett!
Sonrió; puso su mano sobre mi mejilla y sentí frescor como si me rozara la suave hoja de un árbol.
—¡Mi querido muchacho! —dijo—. ¡Cómo haces el ridículo! ¿No sabes que los médicos no deben enfermar? ¡Qué mal ejemplo, cielo santo! Cuando te tenía en el South London Hospital debí prohibírtelo, del mismo modo que te prohibí traer perros heridos al quirófano.
—Ése era Alexander, doctor Garrett.
—Pero tú los operabas.
—Sólo una vez.
—¡Dos! ¡Y qué bien lo hacías, bribón!… Te hiere los ojos tanta luz, ¿verdad?
Asentí con un pestañeo que me hizo resbalar las lágrimas. El anciano entornó los postigos apresuradamente. Lloraba como yo. Dijo que también le dañaba la claridad, y así quedamos justificados.
—¿Por qué no vino a verme más pronto, doctor Garrett?
—No empecemos con reproches, Barker. Llevo dos horas a tu lado y por todo saludo has estado dedicándome una salva de ronquidos… Respiras muy fatigosamente; ¿te duele el pecho?
—No.
—¿Roncas de ordinario?
Negué. Nadie se atribuye el ronquido nocturno, aunque lo sospeche.
Me quitó una manta y me dió de beber antes de que yo le dijera que tenía calor y sed. Siempre sabía de antemano lo que un enfermo necesitaba. A veces me pregunto si no se enteraba de ello por telepatía.
Se sentó y cruzó los brazos.
—¡Hasta dónde se nos eleva Jasper Sidney, eh! ¡Bendito muchacho! ¡Aún le veo triturando una probeta graduada con el puño apretado! ¡Era una fiera cuando le gastaban bromas con Mary Mason!… Hace un par de años me dijo que estudiaba un método antidiftérico y cometí la vulgaridad de no entusiasmarme.
El anciano se mostraba hondamente conmovido y orgulloso, como si Jasper fuera hijo suyo. Años atrás, en el centenario de la fundación de la Escuela de Cirugía de Milner, nos había dirigido un discurso en el cual nos llamaba «hijos míos» a todos los estudiantes, como un párroco hace con sus feligreses.
Hablamos por espacio de media hora del trabajo de Jasper. De pronto se interrumpió para preguntar:
—¿Y tú, Barker? Dijeron que habías llevado a cabo la amputación de un pie encaramado en una escalera de bomberos. ¿Qué hay de cierto en ello?
—Todo menos eso de la escalera de bomberos. Era una escalera corriente.
Y dedicamos media hora más a la cirugía, a mis posibilidades y a mis ideas acerca de la regeneración de los huesos.
Nos interrumpió la «Cara de luna» para advertir que en la planta baja requerían la presencia del anciano doctor inmediatamente. Una muchachita recién operada, en un estado palpable de gravedad, hacía desesperados signos para que le trajeran algo y nadie podía comprender el qué. Jasper le había dado un lápiz y un papel, pero la muchachita ni lo había podido coger ni tenía trazas de saber escribir; Alexander le había acercado un crucifijo y le había puesto delante al reverendo Mushins. Las enfermeras se rompían la cabeza tratando de descifrar el enigma. Sólo el doctor Garrett sería capaz de interpretar aquellas incesantes gesticulaciones.
Me quedé solo aguardando los resultados.
El crepúsculo enrojecía el cielo y dejaba en sombra la pequeña y austera celda.
No tardó en reaparecer la «hermana azul» con un candil que le iluminaba sólo el lado derecho de la cara como si fuera cuarto menguante.
—¿Qué es lo que quería la muchacha? —pregunté.
—Un espejo y una cinta para el pelo.
Jasper y Alexander entraron un momento por puro compromiso. El primero exclamó agriamente:
—Me han dicho que esta mañana te has portado como un párvulo, Len.
—En efecto —repuse sin pestañear—. Pero pudiste venir a comprobarlo por ti mismo. De paso me habrías contado ciento veinte pulsaciones rítmicas. Para alardear de interés en que me avive, me dejáis muy a la buena de Dios.
—Me doy cuenta de que te han entrado muchas ganas de hablar.
Tuvo el sarcasmo y la parsimonia de contarme ochenta pulsaciones en voz alta. Pegó el oído a mi pecho, directamente, sin entretenerse en desplegar el estetoscopio, y acto seguido me abandonaron sin más.
***
A la mañana siguiente, en cuanto desperté, la «hermana azul» salió disparada de la habitación. A los cinco minutos entró Alexander a toda prisa.
—¡Buenos días, Len! ¿Cómo te encuentras? Animado, ¿verdad? ¿Quieres desayunar antes?
—¿Antes de qué?
Sacó del bolsillo un paquete largo y estrecho atado con un bramante y empezó a luchar con el nudo. De repente se rompió el papel y cayeron varios objetos al suelo. Alexander los recogió presuroso y los depositó sobre la mesilla de noche. Se trataba de mi navaja de afeitar, mi brocha y mi barra de jabón.
—Más tarde, Alexander… aún estoy adormilado…
—Déjame que te afeite, hombre.
—¿Por qué tanta prisa?
—Es probable que… que llegue tu familia, y…
—¿Están ya aquí?
—No, no, pero…
—Tráeme un espejo.
—Deja que te afeite primero.
—¿Muy mala facha, Alexander?
—Afeitado, mejorarás.
Le así del brazo fuertemente.
—Mi padre es viejo y muy impresionable.
—Estarás mejor cuando te afeite.
Se puso de manos a la obra, nervioso, sonrojado.
Tuve la convicción de que mi padre y mi hermano aguardaban detrás de la puerta.
Alexander, aparte de la prisa que llevaba, no tenía temperamento de barbero. Me secó el jabón que me había metido en las fosas nasales y en los canales auditivos, tomó aliento y cogió la navaja. Cerré los ojos. Pudo terminar peor. Fueron varios cortes, pero no precisamente en mi cara, sino en sus dedos. Se quedó mirándome un rato, mudo, ceñudo.
—Dame el espejo.
Concentrado en su trabajo, cogió un frasco de colonia y una toalla y me friccionó la cara. Dio dos pasos atrás y me contempló.
—¡Dame el espejo!
Con el entrecejo fruncido me remojó los cabellos y me los peinó.
—¡¡Dame el espejo!!
Bruscamente me lo puso delante.
Me eché hacia atrás y me quedé sin respirar. Todos los espectros del sanatorio de tuberculosos de Woodley acudieron a mi mente.
—¡Que no entre mi padre!
—No está aquí aún…; además, podemos prepararle, Leonard.
—¡¡Que no entre!!
Arrojé el espejo a los pies de la cama y me cubrí los ojos para que Alexander no me viera llorar. Sentí su mano sobre el brazo.
—No te apures —susurró—. No está aquí todavía, de veras.
Unos nudillos golpearon la puerta. Al instante, ésta se abrió y asomóse la cabeza de Jasper.
—Tienes visita, Len. ¿Se puede pasar?
Unió el hecho a la palabra. El corazón me dio un vuelco. En el umbral apareció la señorita Greene.
Pestañeé una y otra vez, pero la esbelta figura vestida de negro seguía siendo real. Lentamente fue acercándose. Me encogí dentro de las sábanas deseando taparme la cabeza. Una fragancia de «Extrait de Nard» invadió la habitación acumulándose en mi cerebro e intentando transportarme a un mundo quimérico…; pero me así a la realidad estrujando la ropa de la cama. Abrí los ojos forzándolos, reteniendo la luz del día que quería apagarse.
—¿Qué tal, doctor Barker?
Aquella voz fresca y clara tuvo el poder de disipar todas las sombras.
Intenté hablar, pero la señorita Greene sólo debió ver la nuez de mi garganta subir y bajar. La miré fijamente desde el fondo de mis horrendas cavidades orbiculares, extrañado de que no se espantara.
—¿Qué te sucede, Len? —dijo Jasper, tentándome el pulso, ajeno por completo a lo que cualquiera menos él habría captado.
—Está nervioso —repuso Alexander—; ha de venir a verle su padre y teme que se impresione al hallarle tan desmejorado.
Jasper le dio un golpazo, sonriendo.
—¿Y por su padre le has afeitado y relamido tanto?
Alexander enrojeció vivamente. Yo, no lo sé. Dudo que la sangre me llegara a la cabeza.
Las negras pestañas de la señorita Greene se bajaron rápidamente.
—No se preocupe por su padre, doctor Barker —murmuró sin mirarme—. Está usted muy delgado, pero no tiene mal aspecto.
Alexander le ofreció una silla y la joven se sentó a mi lado.
—Tal vez esté usted fatigado, doctor… Me iré en seguida.
Meneé la cabeza y tartamudeé:
—Celebro que esté usted aquí, señorita… Deseaba… deseaba… la última vez que la vi me llenó de inquietud y deseaba volver a verla tan…, tan bien.
Sonrió dulcemente.
—¡No sabe, doctor, la extraña impresión que me produjo usted aquella tarde! Por eso he venido… Tenía que venir. Su…
Fue terrible que en aquel momento la interrumpiera la «Cara de luna». Entró de puntillas y se deslizó en el mayor silencio para no importunar y pasar inadvertida; los cuatro volvimos la cabeza.
—Perdón —susurró—. Del laboratorio de Análisis Bacteriológicos preguntan por el doctor Jasper Sidney.
—Voy. Con su permiso, señorita.
Alexander le vio marchar y se revolvió intranquilo. No sé qué le dio. Sus cejas se fruncieron y farfulló algo incoherente.
—Yo también…; yo debería…; yo también…; el análisis… Con su permiso, señorita.
De sopetón se fue, dejándonos a la señorita Greene y a mí en un mundo de visiones. Me estremecí.
—Siga usted, señorita… ¿Decía…?
—Tenía que venir. Su rostro lívido y cansado me persiguió en todas mis pesadillas… Aquel recuerdo era imposible de borrar.
Su voz languideció, y vi sus hermosos ojos negros velados por las lágrimas. Buscó el pañuelo de encajes.
—¡Doctor Barker! ¡Aquella tarde lo adiviné! ¡Vi toda la verdad reflejada en su rostro!
La respiración se me entrecortó. ¿Qué iba a decir, Dios mío? No tuve fuerzas para seguir mirándola. Cerré los ojos atento a su voz, pendiente de cada una de sus palabras.
—En su expresión, en su mirada, en cada uno de sus rasgos lo llevaba dibujado… ¡Doctor!
Tragué saliva. Un tic me agitó la comisura de la boca y el repliegue del ojo. Entorné los párpados porque no podía estar sin mirarla, ni mirándola. Ella prosiguió, grave, emocionada.
—¡Doctor…! Tal vez no debería decírselo en estas circunstancias… Ya no parece oportuno, pero ha sido para mí una obsesión… —Su mano se acercó a la mía sin que osara tocármela—. ¡En aquel momento vi que usted estaba enfermo! ¡Le ensombrecía la misma enfermedad que marchitó el semblante de Gibbie! ¡Todo en usted lo revelaba! ¡No había duda alguna!… ¡Comprendí que estábamos perdiendo a uno de aquellos magníficos hombres que lo cedían todo: su juventud, su fuerza, su vida!… Cuando tras largas, infinitas horas de espera vino el doctor Jasper Sidney, me dio miedo preguntarle por usted… presentía con demasiada fuerza que no me había equivocado. Entonces, él mismo me lo notificó. —Se calló y trató de sonreír—. En fin, doctor Barker, se ha disipado ya el peligro y no hay por qué recordarlo.
Jasper y Alexander regresaron en ese preciso instante y ya me hallaron perfectamente situado en el mundo de las realidades.
La señorita Greene desplegó una revista que llevaba enrollada debajo del brazo y exclamó:
—Le traigo un semanario francés, para cuando pueda leer. Hay unas interesantes declaraciones del doctor Robert Koch sobre la curación de la tuberculosis… —miró a Jasper y sonrió tiernamente—, y otras interesantes declaraciones del doctor Jasper Sidney sobre la terapéutica de la difteria.
Siguió hablando. Progresivamente fue perdiendo aquella ternura, para adquirir de nuevo su aire casi altivo. Habló del suero, de sus poderes antitóxicos, de las posibles inoculaciones preventivas… Profundizó en la materia con inteligencia y agudeza. Jasper fruncía las cejas y respondía a sus objeciones de un modo complicado y metódico, para confundirla. Alexander se apresuraba a aclarar todos los puntos y a cambiar los nombres científicos por los vulgares. Yo escuchaba admirado, contemplando aquel plato de terciopelo negro que había atado a su cabeza con una ancha cinta. Pendía un velo en su espalda. Vestía de luto riguroso. Las solapas de su abrigo, tiesas hasta rozarle la cara; el peinado tirante hacia arriba, liso, brusco… Pero con la austeridad del traje seguían contrastando la fragilidad, el eterno perfume y el pañuelo de encajes.
De pronto me di cuenta de que se ponía de pie y se despedía de mí. Mostraba sus hermosos dientes en franca sonrisa, agitaba una mano, la embutía en el manguito, se volvía, caminaba hacia la puerta… Jasper y Alexander la seguían. Desparecieron de pronto los tres. Se hizo el silencio. Quedé quieto, paralizado en el lecho. Sólo mi corazón galopaba sin cesar.
—¡Que no! ¡Que no entre mi padre! ¡Que se vaya!
—¡Ya se ha ido, cálmate, Len, por Dios!
—¡Es mentira, está aquí aún! ¡Quiere entrar!
—¡Te juro que no!
Jasper y Alexander me sujetaban para impedir que siguiera brincando. Mis rodillas subían y bajaban sacudiendo el cubrecama y la colcha. Alexander atrajo mi cabeza hacia su pecho. Jasper me arremangó. Sentí el pinchazo de la inyección.
—¡Suelta! ¡Me haces daño! ¡Quita!
—Pero si no puede dolerte, Len…
—¡La frente! ¡Me duele la frente!
Alexander aflojó la presión que ejercía sobre mi cabeza y debió de verme marcado en la sien el botón de su camisa.
Me recostaron suavemente en la almohada; Jasper me frotó la cabeza igual que si acariciara a Penique. Alexander no sabía qué hacer, y me contemplaba con expresión resignada y paciente, con todos los cabellos sobre la frente, tal como mi garra se los había dejado.
Yo me daba cuenta de mi calentura y de mi excitación, pero no podía refrenarme. El pensamiento de mi padre se me clavaba en el cerebro como una cuña. Le recordaba en el pueblo, fumando su pipa, sentado en el banco que había en el portal de la fundición. Mi hermano, que entonces contaba cinco años, yacía en sus brazos, demacrado, esquelético; acababa de salvarse milagrosamente de una infección intestinal; no podía tenerse derecho y su cabeza pendía inerte. Mi padre le abrazaba con infinita ternura, pero no podía mirarle. Mantenía fijos los ojos en el horizonte, apretando entre sus dientes la pipa. Cuando alguna vez, involuntariamente, le veía, empezaba a besarle desesperadamente, frotándole el enorme bigote por la flaca carita, hasta que el pequeño se echaba a llorar. Lloraban los dos.
—¡Que no entre, por Dios, os lo suplico!
Un peso terrible en el pecho me impidió seguir hablando. Lentamente me llevé la mano al corazón. Jasper me la apartó.
—Descansa, Leonard.
Cerré los ojos, fatigado.
Sentí el estetoscopio arriba, abajo… de las aurículas a los ventrículos… arriba… abajo… a derecha… a izquierda… arriba… abajo…
Amaneció otra vez. Llevaba despierto desde que apuntó el día. Estaba sosegado, respiraba bien; el pecho ligero, la frente fresca, las pulsaciones normales.
Jasper vino temprano. Apenas el sol rozaba la ventana y las ramas del eucalipto. Me hizo un reconocimiento metódico. Me tomó la temperatura y la anotó en la gráfica.
—Déjame verla —dije.
—No tienes fiebre.
—Ya lo sé, pero déjame ver la gráfica.
—No te preocupes de eso ahora.
—¿Encuentras muy extraño que a pesar de todo me preocupe? —dije con todo el sarcasmo de que fui capaz.
—Oye, Len: no confundas tu profesión con tu situación. Has de saber actuar de paciente cuando lo eres.
—Dame la gráfica.
—Pareces un chiquillo.
—Lo pareces tú. ¿Es que piensas ocultarme que ayer me dio un berrinche? ¿Qué es lo que no puedo ver? ¿El registro de la crisis máxima?
—Te lo diré, Len: llegaste a la ebullición. Esterilizábamos el material de cura sobre tu abdomen.
Con toda calma sacó el estuche de inyectables, cargó la jeringa, me frotó el brazo y clavó la aguja. Tranquilamente me dejó una bola de líquido debajo de la piel.
—Me voy. Me espera un montón de trabajo. Si en mi ausencia me echas de menos, puedes patalear y vociferar; quizá esta vez consigas los cuarenta grados de temperatura.
—Jasper… ¿Cómo lo tomó ayer mi padre?
—Pudo creer que te despellejábamos vivo, pero le hicimos marchar a tiempo.
—¿Con qué pretexto?
—Con el de que dormías como un lirón. ¿Quieres verle hoy?
—No. Que se vuelva al pueblo. Yo iré allá en cuanto me levante. Díselo así… Está con él Charles, ¿verdad?
—Sí. Tu hermano me preguntó al oído si estabas mutilado. Vas a dar pie a muchas deducciones.
—Diles eso del corazón francamente. Que lo tengo débil, que el alborozo me perjudica; que la emoción me produce taquicardia o tal vez arritmia… no sabrán qué es ni una cosa ni otra.
—Tu hermano me preguntó si padecías atrofia hiperplásmica o degeneración cérea y granulograsosa.
Me quedé de una pieza.
—Alexander habló largo rato con tu padre. Debió ponerle en autos de tu facha.
—¿Qué le dijo?
—No lo sé. —Miró su reloj—. En seguida vendrá y te lo dirá él mismo. Yo tengo que irme.
Me dejó y me quedé sin otro recurso que el de aguardar a Alexander.
¿Oíste cómo dijo que vendría en seguida? Va para ti la pregunta, lector. Pues eso mismo creía entender yo.
Se presentó alrededor de las doce del mediodía.
—¡No hay derecho, hombre! ¿Te importa un bledo el que me chinche toda la mañana esperándote? ¿Qué diablos puede fastidiarte una visita si cuando vienes te estás aquí dos segundos? ¿Acaso crees…?
Me callé en seco. Mi padre estaba detrás de él. Vi sus bigotes y su pipa. Sin darme tiempo de reaccionar, se acercó a la cama y me tendió la mano.
—¡Hola, hijo! ¡Así debieran verte todos los pacientes que sometes a dieta! —soltó una carcajada.
Quedé frío.
Acto seguido entró un muchacho, fuerte y cuadrado; era Charles, mi hermano. Corrió a mi lado y me trituró la mano entre las suyas de fundidor.
—¡Caray, señor doctor! ¡Qué lucido te has quedado! ¿No será la sangre de conejo que te introdujeron en el vientre? Se dice que te horadaron con una aguja del calibre de un cigarro puro. —Me echó abajo la ropa de la cama—. ¿Se puede ver el agujero?
—¡Quieto, Charles! —saltó mi padre—. ¡Déjale en paz! ¿Qué hay, Leonard? ¿Es cierto todo lo que dicen los diarios?
—No hablemos de mí, padre, por favor. Siéntate… ¿Qué tal tu fundición? ¿Es de veras que vas a ampliarla?
Era su punto flaco. Inmediatamente se puso a hablar. Charló a borbotones; me enseñó una libreta atestada de dibujos y planos hechos por él mismo. Me contó la disposición de los hornos, el crisol que debía cambiar, el… en fin, no me acuerdo. Charles también metía baza. A veces exponían sus ideas los dos a un tiempo. Yo les escuchaba sonriente, aun a sabiendas de que tarde o temprano me daría jaqueca.
Alexander se había alejado del grupo familiar, como si temiera ser un intruso. Estaba recostado en el antepecho de la ventana; parecía muy solo.
Mi hermano, que en nada se me parecía salvo en el modo de arrugar la nariz al sonreír, se había refinado y urbanizado bastante. Ni siquiera vestía ya al estilo pueblerino como mi padre. Y sobre todo había perdido aquel aire bravucón tan común en los adolescentes dotados de un vigor de toro. Cuando se me dirigía, trataba de mostrarse chirigotero como siempre; pero, en el fondo, mi ascendiente de hermano mayor le infundía respeto. En realidad habíamos cambiado los dos. Nuestra intimidad se había roto cuando entré en el Colegio de Médicos de Londres. Había transcurrido desde entonces mucho tiempo de separación; la profesión y el ambiente habían sido demasiado distintos y ya era imposible que nos compenetrásemos. En aquel mismo momento, a pesar de quererle, a pesar de alegrarme con su presencia, en lo profundo me confesaba que mi verdadero, mi auténtico hermano era Alexander.
Éste seguía aparte, junto a la ventana, creyéndose olvidado. Mi padre me desconcertaba. Físicamente era idéntico al de quince años atrás; no quiero decir con esto que no envejeciera, sino que quince años atrás, cuando murió mi madre, él ya se había quedado viejo. Seguía con su calva, su gran bigote y sus largas patillas. Pero en el carácter me parecía más pueril, más aniñado… en algunos momentos ridículo. Muchos viejos son ridículos y me guardaré bien de criticarle. No obstante, mi padre se chanceó, se rió y se comportó como un fresco delante de un esqueleto que era hijo suyo como aquel que años atrás le hizo morder la pipa.
Por fin decidieron marcharse… Es decir, Alexander les decidió a ello cuando la cabeza ya me daba vueltas y los oídos me zumbaban.
Charles me palmoteó el hombro rudamente y se fue charlando con Alexander. Mi padre volvió a alargarme la mano.
—¿Cuándo regresaréis al pueblo? —le pregunté.
—Mañana o pasado mañana.
—Iré a veros yo luego.
—Eso es, Leonard. ¿Sabes?, te traje una botella de «Noyau». La dejé en tu casa.
—Gracias, padre.
—Adiós, Leonard.
Cogió el tirador de la puerta, pero se acercó de nuevo.
—Escucha, hijo… Si no te disgustara…; en fin, tu hermano y yo nos iríamos esta misma tarde.
—Cuando quieras, padre.
—Hay mucho que hacer allí… y tú… pareces animado…
—Sí, sí.
—¿No te duele, Leonard?
—¿El qué?
—Que nos vayamos. Ahora ya te hemos visto, y…
—Naturalmente. Ya iré a veros yo.
De repente mudó de expresión. Se le cayó la máscara ridícula. Sus viejos ojos recorrieron mis facciones. Se tambaleó; creí que se caía. Sentí su áspero bigote frotándome las mejillas. Sus labios me besaban desesperadamente una y otra vez.
***
—No te vayas, Jasper…, ni tú, Alexander. Sentaos. Aquí, junto a la cama.
Obedecieron. Me incorporé. Jasper frunció el ceño.
—Sigue tendido, Len.
—¡Al diablo!
Después de una pausa empecé, lleno de hiel:
—Llevo ocho días mirando las paredes de esta fosforera. Me encuentro bien. Fuerte, regulado, ajustado. Ayer pedí mis ropas y me fueron denegadas. No puedo levantarme sin órdenes facultativas. ¿Qué significa esto?
Alexander ponía cara de aburrido. Jasper bostezó.
—¿Qué significa esto? —grité.
—Te traeremos la ropa. Prueba si las piernas te aguantan.
Sonreí maléficamente.
—¿Quieres saber un secreto, señor facultativo?
—Lo sé. Llevas toda la mañana paseándote en camisa por la habitación.
—¿Me denunció la «Cara de luna»?
—Te hemos estado mirando desde el patio de abajo. Cada vez que te asomabas por la ventana redoblábamos las apuestas a favor de la pulmonía.
Me pasé la mano por la cara.
—¿Y de la escasez y la fugacidad de vuestras visitas? ¿Se puede saber algo?
—No sé cómo dices eso. Venimos normalmente. Debe de ser una alucinación producida por el aburrimiento. Cuentas las horas vacías y las demás te pasan inadvertidas.
Estuvo a punto de convencerme.
—No es eso, Jasper. Escatimáis adrede las entrevistas y rehuís mis preguntas.
—¿Qué preguntas, Len?
Me quedé confuso, indeciso.
—A veces… no sé… estamos hablando y de pronto, inopinadamente, se os hace tarde y os vais.
—Por eso, porque se nos hace tarde.
—O porque la conversación rueda en torno de algo que queréis evitar…
Jasper cambió de postura tranquilamente; giró la silla y se puso a horcajadas, apoyando los codos en el respaldo.
—Está bien —dijo perezosamente—; es posible esto que dices. Eludimos todo lo que pueda emocionarte. Sabes de sobra que cualquier choque de esta índole te conduce al colapso. Estás hecho un cacharro.
—Ahora ya no.
—De acuerdo. A partir de este momento, no disimularemos nada; ni siquiera que a diario pregunta por ti una madame de habla chapurreada y con quien, según afirma ella misma, a espaldas de su marido te entretuviste…
—¡Eh!
—… en limarle una sortija. Hay un montón de gente interesada por ti, Len; desde el guapetón del barrio al reverendo Mushins, y desde el inspector Wyatt al propio… A propósito, a ver cómo te sienta esta noticia: Martino se nos fue con rumbo a Dinamarca.
Me quedé mirándole como si no comprendiera.
—¿Cuándo? —exclamé por fin, incrédulo.
—Hace muy poco. El pasaporte le caducaba y no podía arriesgarse a renovarlo. Cogió el tren para Yarmouth el viernes. Le acompañamos a la estación; surgían agentes de policía por todas partes. Fueron unas horas pésimas. Cuando por fin supimos a ciencia cierta que el Amter había zarpado llevándoselo a bordo, lanzamos un suspiro como el de los que acaban de nacer.
Me quedé callado, quieto, respirando sosegadamente, con una extraña sensación… como si me hubieran librado de un rancajo largo tiempo hundido en la carne a cuyo dolor casi me hubiera habituado y que ahora, a pesar de saber que estaría mejor sin él, la extracción me hubiese mortificado. Alexander también parecía aturdido. Se levantó y fue distraídamente a contemplar el patio desde la ventana. No había despegado los labios y no llevaba trazas de hacerlo. Siempre que hablábamos de Martino se ponía sombrío. ¿Acaso había fracasado en su intento de depuración? Era algo que no me atrevía a preguntarle.
A Jasper, por el contrario, se le notaba que se había quitado un peso de encima.
—¿Escribirá alguna vez? —pregunté.
—Le he dicho que no lo haga. Quiero resumir su recuerdo al paréntesis de estas cinco semanas.
—¿Estaba… cambiado?
—Parecía un hombre distinto. Es curioso, Len… —bajó mucho la voz, de modo que sólo le oyera yo—, su expresión me recordaba a Alexander.
Se me ensanchó el corazón. Pensativo, comenté:
—Entonces es cierto que la bondad también se contagia.
Me recosté en la almohada y crucé los brazos.
—¿Qué hará en Dinamarca, Jasper?
—Sabe trabajar de curtidor y buscará colocación.
—¿Habla danés?
—No.
—¿O sueco?
—Nada de esto; no conoce ningún idioma.
—Será difícil entonces…
—Está dispuesto a luchar y saldrá adelante limpiamente.
Me erguí, atormentado.
—¿Tendrás la certeza de eso algún día?
Desde la ventana resonó, clara y segura, la voz de Alexander.
—Sí, Leonard —dijo simplemente.
***
Cuando me puse en pie me dio la sensación de que mis piernas eran de manteca y mi cabeza de hierro colado. Alexander me abrochó el chaleco porque yo, en mi emoción, no daba con los ojales. En cuanto estuvo, me deshice de su brazo y me precipité hacia la puerta. Eché mano al tirador y abrí con vigoroso empuje.
—¡Alto! —me gritó Jasper.
Acababa de disponer junto a la ventana un sillón con dos almohadas y una manta.
—¿Dónde vas, Len?
—¡No pretenderás que me vista de pies a cabeza y me abrigue con camisetas y calzoncillos de lana para quedarme ahí sentado!
—Yo sólo pregunto que adónde vas.
—Abajo, al patio; a tomar el sol, a respirar aire puro, a fortalecerme el cuerpo, a ensancharme los pulmones. Lo que tú y lo que yo recetamos a diario.
—De acuerdo. ¿Te damos el brazo?
—¡Qué ocurrencia!
Traspuse el umbral, erguido, sacando el pecho.
Me hallé en un pasillo amplio, atestado de puertecillas iguales a la mía. Seguí hacia la derecha, ávido de caminar. Jasper y Alexander me siguieron pisándome los talones. Vi una puerta negra y gruesa. Así la manija del cerrojo y di un tirón colosal. De resultas, me quedé sentado en las losas. La puerta no se había movido.
—¿Alguna dificultad, Len?
—Está cerrado con llave.
Jasper cogió la barreta de hierro con dos dedos y tiró suavemente. La puerta quedó abierta de par en par.
Me alzaron y me sacudieron el polvo del pantalón.
El golpazo me había repercutido a lo largo de la espina dorsal. Busqué el brazo de Alexander y proseguí. Caminábamos por un claustro sin fin. Las columnas se sucedían ininterrumpidamente. Cuando a mí ya no me quedasen piernas, en la galería aún quedarían columnas. Era un trecho de pesadilla.. Los intradós de las macizas arcadas caían aplastados sobre los capiteles. Mi cabeza no soportaba peso de tanta piedra y se doblaba sobre el pecho. Me agarraba a Jasper y a Alexander como una lapa. No me di cuenta de que habíamos llegado a la escalera y continué caminando. Instantáneamente quedó iniciada la vuelta de campana, pero cuatro manos se me soldaron al cuerpo y tiraron de mí. Luego, el descenso fue sencillísimo: me alzaron por las axilas y aunque mis pies se movieron voluntariosos, ni siquiera rozaron los peldaños.
Llegamos al patio lleno de sol. Vagaban alrededor de los eucaliptos algunos esqueletos infantiles.
Jasper me depositó en un banco de granito cerca de unos rosales que serían hermosos dentro de cinco meses. Desenlacé los brazos de su cuello y me quedé jadeando como un azogado.
—¿Estás bien, Leonard?
Asentí.
El sol se me metía a través de las pestañas y me quemaba las pupilas. Me hice pantalla con la mano y la vi tan translúcida y afilada que volví a bajarla aterrado. Alexander extendió la suya. El aire me ponía la piel de gallina y tiritaba de pies a cabeza.
—¿Nos volvemos arriba, Len?
—Bueno —dije.
El gigantón me pasó los brazos por debajo de los muslos, me así a su cuello y emprendimos el regreso.
***
Hasta las seis de la tarde estuve jugando al chaquete, sentado en el sillón de los almohadones, junto a la ventana. Mi contrincante era la «Cara de luna». Ella no conocía el juego. Yo tampoco. A esa hora perdí la paciencia y aparté de mi vista el tablero de las fichas.
—¿Quiere acostarse ya, doctor?
Al oírme llamar «doctor» me invadió una oleada tibia. Recordé que lo era. Mi sangre empezó a circular vigorosamente y el corazón repicó como una campana en día de fiesta.
—No, no quiero acostarme todavía. Desearía tomar algo… café, por ejemplo. Súbame una taza, por favor.
Se fue presurosa. No tardé dos minutos en salir del cuarto a mi vez.
Pegué el oído a una de las múltiples puertas del pasillo. Llamé con los nudillos… di vuelta al tirador… asomé la cabeza. Vi un lecho blanco con una forma tendida. Me acerqué.
Era una mujer de mediana edad. Estaba dormida. Su seno subía y bajaba acompasadamente, pero no aspiraba el aire ni por la boca ni por la nariz, sino por la cánula que emergía de su cuello. Le tenté el pulso. Toqué su frente. Ya no me daban miedo los enfermos; volvía a quererlos profundamente, más profundamente que antes.
Sobre la mesilla de noche había apósitos de gasa, unas pinzas y algunos instrumentos más, preparados para proceder al escobillado de la cánula. Suavemente, con el mayor cuidado, deshice la «corbata de Trousseau», extraje el tubo de plata con suma facilidad y cubrí la herida con un apósito. La enferma se revolvió inquieta, pestañeó e hizo una mueca de incomodidad. Pero siguió respirando por sí sola, lenta, apaciblemente. Permanecí tenso, observándola. Transcurrieron alrededor de veinte minutos. De pronto abrió los ojos y lanzó un profundo suspiro de satisfacción. Suspiré a mi vez, experimentando el mismo bienestar; dejé la cánula sobre la mesilla. Ya era innecesaria.
La mujer notó el ruido y ladeó la cabeza. Al ver mis facciones demacradas, por poco se le saltan los ojos de las órbitas. Retrocedí azorado.
Se habían vuelto las tornas. Ahora era yo quien espantaba a los enfermos.
Regresé a mi cuarto. En cuanto entré, la mano de Jasper se empotró en mi hombro dejándome inmovilizado frente a él. Sus ojos claros como el agua se hundieron en los míos furiosamente.
—¿Dónde has estado?
Me rodearon Alexander, el doctor Garrett, el doctor Lee, la «Cara de luna» y tres monjas francesas.
—La paciente del cuarto de al lado puede prescindir de la cánula —tartamudeé.
—No salgas más hasta que yo lo disponga, ¿entiendes?
El corro de gente fue disgregándose. Todos iban con las blusas blancas puestas y se veía algún objeto de cura entre sus dedos. Habían interrumpido sus tareas para buscarme y volvían a ellas, visiblemente molestos. Hubiérase dicho que sólo el anciano doctor Garrett me perdonaba. Al cerrar la puerta tras de sí me largó una mirada que parecía decir: «¡Bravo!».
Sólo quedaron conmigo Alexander y Jasper. Éste abrió la cama de modo brusco y ablandó las almohadas a puñetazos.
—Está muy enfadado —me dijo Alexander al oído.
Me solté el cinturón; los pantalones cayeron por sí solos. Empecé a quitarme camisetas de lana. Jasper se impacientaba y daba vueltas por la estancia. Se paró ante la mesilla y de un manotazo echó a rodar las fichas del chaquete. Alexander se le acercó y le dijo dulcemente:
—La brutalidad quita fuerza a la razón, Jasper.
Consiguió que el aludido derribara una silla de una patada.
Me acosté sin poderle quitar ojo de encima, obsesionado por su figura gigantesca y rabiosa. Hubiera jurado que no provocaba yo toda su ira. Algo más le pasaba.
Se plantó a mi lado y con rudeza me puso el termómetro en la boca. Me asió la muñeca y sacó su reloj. Temblaba. Temblaba tanto que escondió la mano.
Le miré a la cara fijamente. Bajó los ojos. Su boca se curvaba hacia abajo; los tensos músculos de la cara trazaban un surco en sus quijadas. Sufría. Soportaba una viva tortura y no podía ocultarlo. Era un dolor físico, como si por sus venas corriera sangre ardiente; como si sus nervios tirantes como cables fueran mordidos y desgarrados.
Le así fuertemente por la blusa blanca y exclamé ronco:
—¿Qué tienes? ¿Qué te pasa?
La mole de granito se estremeció y se encogió. Quedóse de rodillas, caída su rojiza cabeza sobre mi pecho, como si me auscultara… En realidad, se había derrumbado.
Alexander acudió.
—¡Jasper! —dijo—. ¿Te sientes enfermo?
El aludido negó; con un esfuerzo balbució, humillado:
—Es ridículo… Vais a reíros de mí, pero ya no puedo luchar más. ¡Ella me ha ganado!
Lentamente fui comprendiendo. Muy lentamente, porque yo mismo trataba de engañarme. Me dio frío…, un frío capaz de congelarme el alma.
Tenía a Jasper tan cerca que la explicación llegaba hasta mí, tenue, silenciosa, por el olor que despedía su cabello, su ropa, su persona misma… Era una sutil fragancia de «Extrait de Nard».
De pronto revelaba que era humano. Había querido aletargarse, ignorar la vida… y la vida misma le sacudía y le despertaba. Aquella dulce droga a que había cerrado los ojos obstinadamente, lleno de soberbia, ahora le envenenaba y le abrasaba el cuerpo y el alma. ¡Pobre Jasper!
Alexander, sin adivinar, me interrogó con la mirada. Hice un esfuerzo y sonreí.
—Se nos ha enamorado.
Traté de llevarme una mano al pecho, pero hallé la cabeza de Jasper, y mis afilados dedos se hundieron en su pelo. Primero, suavemente; después apreté hasta hacerle daño.
***
Apagaron la luz y ambos se fueron de puntillas, cerrando la puerta con cuidado.
Se habían quedado perplejos al ver que tan de improviso me había hundido en aquel profundo sueño. «Está fatigado», dijeron. Y era una justificación.
En cuanto hubieron desaparecido, abrí los ojos y seguí el proceso del anochecer. Quieto, plano como un muerto, con la única diferencia de que los muertos no piensan.
Un sudor frío resbalaba por mi cara y me cosquilleaba en las comisuras de los labios. Mi aliento arrastraba un silbido que nacía en el pecho. Seguía sintiendo cargada sobre el corazón la cabeza de Jasper. Me aplastaba. Apreté la base del cráneo en la almohada, clavé los talones en el colchón y arqueé el cuerpo hacia arriba, desperezándome, intentando librarme de aquel peso. Pero inmediatamente volví a quedar postrado.
Las cortinillas de la ventana estaban recogidas hacia arriba, prendidas en el postigo abierto, tal como yo las había dejado a media tarde para que me diera el sol. Ahora dejaban paso a la luz de la noche. Era plenilunio. El cielo invernal, como un cristal moteado de estrellas, parecía empañado por el frío. La primavera tardaría aún en iniciarse, y en las ramas del eucalipto no se posaba ni uno solo de aquellos pájaros que no faltan nunca en las noches de melancolía. Fijé los ojos en la vacía y desolada inmensidad. Dejé que transcurrieran las horas, sin esforzarme en dormir, ni en velar… ni en pensar.
La luna, en su pausada vuelta alrededor del mundo adormilado, pasó sigilosa por delante de mi ventana. Su esfera fosforescente, suspendida en el vacío, cautivó mis pupilas igual que si se tratara del reloj de plata de un hipnotizador. La luz se tornó refulgente y me cegó. Batí las pestañas como si fueran alas… dejé que volara la voluntad.
El sopor cataléptico me envolvía.
Me hallé en un páramo devastado. Todo era cielo. La luna en medio, como un enorme farol. En su tez clara había infinidad de pupilas que me escudriñaban.
—¿Qué haces aquí? —me dijo.
—No lo sé. Creo que esto es un sueño.
—¡Un sueño! —repitió riendo—. ¿Y en qué se distingue de la realidad? En una y en otra forma, yo estoy sola y tú también.
Su carcajada retumbó en el espacio hueco.
—¿Y eso te mueve a risa? —exclamé indignado.
—Tú has llorado, ¿verdad? Te brillan hilos de lágrimas en las mejillas.
—Es sudor.
—No mientas.
Bajé la cabeza. No sólo mentía, sino que seguía llorando. La luna se compadeció y habló cariñosamente:
—¿Qué es lo que te duele tanto? ¿Acaso es motivo de pena el que tu amigo haya renunciado a su austeridad casi bárbara? ¿Acaso la mujer que ha escogido no es digna de él? Sabes de sobra que la arrogante emperatriz y el gigante irritable se amarán con toda la fuerza de que son capaces aunque sus soberbios temperamentos choquen y echen chispas a diario. ¿Querías un hombre vulgar para ella?, ¿un pelele sin inteligencia que no supiera de dónde sacar diez libras mensuales? Tu amigo se está encaramando ya en la cúspide de la fama y pronto doblará el montón de dinero rancio que Sir William Greene tiene guardado en su palacio. Te das cuenta de todo esto, ¿verdad? Entonces, ¿qué es lo que te aflige, pobre muchacho? Ni siquiera sabes si estás despierto o estás soñando.
Me había quedado embobado escuchándola y sentí que me caía un lagrimón.
—No sigas llorando como un niño —reprochó la luna—. Tienes cerca de treinta años.
Cabizbajo y desorientado, farfullé:
—¿Qué te parece que haga?
—Vuélvete a la cama y procura tranquilizarte. Ya les has mareado bastante con tu corazón. ¿No te das cuenta de que les tienes sobre ascuas? Obedece en todo a tu médico y no le apures más. Si te mueres, al menos que no haya sido por descuido tuyo.
—Es muy fácil que me muera, ¿verdad?
—No pienses ni un minuto en la muerte. Intenta una convalecencia sosegada y te pondrás como un roble otra vez.
—Nunca he sido como un roble. De niño me daban vahídos.
—Entonces tu amigo estuvo en lo cierto cuando dijo que ya padecías del corazón antes de contraer la enfermedad.
—Pero no me había enterado. De pequeño jamás fui al médico. La primera vez que se aplicó un estetoscopio a mi pecho fue en el South London Hospital siendo ya estudiante. El que me auscultaba era otro estudiante. Debió de percibir un ruido anómalo y preguntó si me había enamorado. Negué, y no me creyó. Luego no se preocupó más. Yo tampoco.
—¡Fue una lástima!
—No, no. He estado mejor sin saber nada.
—Quiero decir que fue una lástima que no te hubieras enamorado. Había infinidad de muchachas lindas en el hospital. Era el momento.
—Te parezco viejo ahora, ¿verdad?
—¡Vamos, hombre! ¡Jasper te lleva cinco años y acaba de enamorarse como un estudiante! ¡Para eso hay tiempo siempre! ¿Pero por qué me has hecho esta pregunta? ¿Piensas casarte?
—¿Con quién?
—Eso lo sabrás tú. Yo sólo pregunto si piensas casarte. Me quedé pensativo, sumido en profundas reflexiones.
Lentamente moví la cabeza.
—No —dije con firmeza.
La luna soltó una carcajada.
—¡Entonces serás joven hasta los ochenta!
—Si no me he muerto.
—No vuelvas a eso. Vete a la cama.
—Jasper no me lo dice, pero sé que la lesión cardíaca me quedará para toda la vida.
—Quizá te equivoques…
—No soy un médico excepcional, pero nunca he errado un pronóstico.
—Alguna vez tiene que ser la primera.
—Es absurdo que trates de consolarme; no estoy desconsolado, ni me asusta la idea de la muerte.
—Vete a dormir.
—A pesar de la estrecha vigilancia, ayer logré pillar el estetoscopio y escuché los ruidos que produce mi corazón.
—Mal hecho. Va contra tu carácter. ¿No dices siempre que prefieres ignorar lo que ya no puede remediarse?
—Tienes razón.
—Vete a dormir.
—Tienes razón.
Me volví y miré alrededor: estepa pelada, infinita, de confuso horizonte.
—¡Cielos! ¡Si no sé dónde estoy!
—¡Muévete, cocea, patalea!
—Tengo trabados los pies.
—Esfuérzate. Trata de dar un brinco.
Lo di y pasé de un mundo a otro. Bruscamente me quedé agarrado al colchón, palpitando y jadeando.
Miré al cielo. Las estrellas seguían allí, congeladas, pero mi pícara interlocutora se había ido. Sólo dejaba un rastro de platino que bañaba la copa del eucalipto y la pared de la habitación.
La ventana estaba mal cerrada y un hálito frío agitaba las cortinas. Si no me decidía a cerrar me enfriaría, y si me decidía a hacerlo, posiblemente también. Aparté la ropa, saqué las piernas fuera del lecho y busqué las zapatillas. No había alfombra y los dedos de los pies rozaron unas losas tan heladas como el mármol.
En medio de la habitación distinguí un pequeño ser negro que se movía. Era un escarabajo. Se arrastraba difícilmente, como si padeciera ciática. Metía gran ruido; hubiérase dicho que usaba polacas de tacón. ¿Adónde demonios iría con el frío que hacía? Pasé por su lado, asqueado, sin mirarle.
Los dientes me rechinaban y la cama caliente me aguardaba; era cuestión de cerrar la ventana y virar en redondo sin perder un segundo. Pero no pude vencer la tentación: pegué la nariz al cristal y miré de reojo hasta que los músculos abductores me dolieron.
Alcancé a verla: redonda y lívida se deslizaba por el firmamento, perseguida por la aurora.
—¡Embrollona! —susurré—. ¡Aún no me has dicho si estaba despierto o dormido!
Siguió su camino impávida, muda, lúcida como la bola de cristal de una pitonisa… al acecho de otras ventanas abiertas, de otras mentes supersensibles a quienes aletargar con el fluido magnético de sus rayos.
Y aquí estaba el misterio: ¿había sido natural mi sueño o se trataba simplemente de un diálogo sostenido conmigo mismo en estado de sonambulismo?
Estremecido de frío y de miedo di media vuelta. Algo se chafó bajo mi pie con un crujido. ¡Válgame Dios, el escarabajo! Miré aterrado. No, no era el escarabajo. Se trataba de una ficha del chaquete.
Corrí hacia la cama, me eché en ella y me tapé hasta la nariz.
En el silencio de la noche oí claramente las polacas de tacón. Abrí un ojo y vi al bicharraco tratando de introducirse por debajo de la puerta. Pero no pasaba; su casaca negra tenía demasiado vuelo. Me dormí antes de que a él se le acabara la paciencia.
A la mañana siguiente tuvieron que quitarlo con una escoba. Ya no se movía. Había sucumbido en su empeño.
Me senté en la cama y me desperecé. Eran las nueve. La «hermana azul» acudió con la toalla, la palangana y la colonia. Me lavé y me desayuné.
—Hoy hace un día magnífico, doctor. No se mueve ni una sola hoja. Podrá vestirse y pasear por el patio.
—Lo haré si al doctor Jasper Sidney le parece bien.
—¿No se siente con ánimos, doctor?
—Sí; pero aguardaré a que él lo disponga.
—Desde luego —dijo, cariacontecida.
Rondó por el cuarto sin hacer nada definitivo, como siempre. Era un modo de invitarme a que pidiera algo; estaba allí para prestarme el menor servicio. Cambió de sitio un montón de periódicos que Alexander me traía y ella me leía con tonillo y voz nasal, y exclamó:
—Aquí hay un semanario francés que nunca hemos leído. ¿Quiere que intente descifrarlo?
—Me lo sé de memoria.
Recordé a la señorita Greene ofreciéndomelo, gentil: «Para cuando pueda leer…». Pude en seguida. A pesar de lo cansados que tenía los ojos, a pesar de que se me nublaban cuando los mantenía fijos. Y había repetido la hazaña cada vez que me quedaba a solas, como si en aquellas páginas fuese a hallar alguna reliquia. Y verdaderamente, la había: al volver las hojas, el «Extrait de Nard» volaba tenuemente, embalsamando el aire que yo absorbía.
«Todo cuanto la roza huele a nardo…»
Y volvía a sentir apretada sobre el pecho la revuelta cabeza de mi amigo.
De sopetón se abrió la puerta del cuarto y el gigante rubio apareció en el umbral. Nos quedamos mirándonos como si llevásemos años sin habernos visto. Lentamente se acercó esbozando una débil sonrisa. Estaba dolorido aún por su ruda caída en la servidumbre del amor. Cogió una silla y se sentó pesadamente, haciendo crujir los listones. Me miraba los labios, recelosos, temerosos de que apareciera en ellos una risita socarrona. No los despegué. Fue tranquilizándose paulatinamente. Y de pronto recordó que había venido como médico. Me tocó la frente. Su mano ardía.
—Estás frío, Len. —Me tentó los pies, y se volvió hacia la «Cara de luna»—. ¿No hay otra manta?
—Entregamos media docena a los desinfectadores, pero iré a ver, doctor.
Salió, presurosa.
—¿No te fastidiará, verdad, Len?
—No lo creo.
—¿No tienes ganas de levantarte hoy?
—¿Puedo?
—Naturalmente. Son las diez y media; si te parece, aguarda hasta las once. ¿Te sientes resfriado?
—No, no; estoy bien.
—El patio está caldeado… no es necesario que te pongas tantas camisetas.
—Se me caerán los pantalones.
—Te he traído unos tirantes.
—Me pondré las de franela y suprimiré la de Alexander, ¿qué te parece?
—Me parece bien.
—La lana es un poco áspera, ¿sabes?
—Pica, ¿eh?
—Es por ser nueva.
—Y ordinaria.
—Lavada se ablandará.
—Quizá.
—Veremos.
Se produjo un silencio, pesado, embarazado, horrible. Pero era mejor que el asunto de las camisetas.
De pronto resonó en el cuarto una voz extraña, desconocida, sumamente pausada y serena. Era la mía.
—¿Cómo ocurrió, Romeo? ¿Quieres contármelo ya o prefieres seguir versando sobre la calidad de las prendas interiores?
Sonrió, confuso. Pero habló inmediatamente, a borbotones, satisfecho.
—¡Es extraordinario, Len! Ni yo mismo me lo explico. Iba a diario, mientras estaba enferma. Seguí yendo en la convalecencia. Días y días. Fastidiado por tanto perfume, con enojo, con rabia. Días y días. De sopetón me pregunté por qué iba si ya estaba curada. Me irrité y no volví más. Eso fue después de la visita que te hizo. Cinco días sin verla. Y no me acordaba de ella, te lo juro. Ayer tarde me urgía ir al laboratorio de Análisis; salí apresurado, corría por el camino. Y no sé cómo fue, te lo juro: me hallé llamando en casa de los Greene. Estaba irritado. Me introdujeron en el salón. Apareció ella, altiva, enfadada. El nardo aumentó mi furor. «¿Cómo está usted?» «Perfectamente, doctor, gracias.» No recuerdo, te lo juro, no recuerdo quién se acercó el primero. De golpe y porrazo estaba en mis brazos y yo la besaba una y otra vez sin saber siquiera cómo se hacía.
Sus ojos grises, casi azules, despedían llamas.
—¿Sabes desde cuándo la amaba? ¡Santo Dios, Len! ¡Ahora me doy perfecta cuenta! ¡Desde que me pidió el suero! ¡Me dio un retruque ahí dentro!… Quisiera casarme con ella inmediatamente. Pero me da frío hablar con su padre.
—Nunca en la vida te habías acobardado ante nada.
—No me comprendes, Len. Temo dar ese paso porque sé de cierto que voy a hundirle la mandíbula de un puñetazo.
—¡No pierdas los estribos, por Dios!
—Me aborrece, me detesta.
—Aguántate. Antes de hablarle, completa tu trabajo, triunfa plenamente, sitúate. Preséntate ante él cuando puedas arrojarle un fajo de dinero a la cara.
—Me odiará más. No resiste que salga adelante. Le aterra que el suero dé buenos resultados, porque él no lo quiso para su hijo. Ésa es la causa.
No supe qué objetar. Yo mismo hubiera deseado hundir la mandíbula del ricacho.
Entró Alexander y notificó a Jasper que abajo preguntaba por él un ayudante del profesor Todd, del laboratorio de Análisis. Al parecer, desde el día anterior le estaban aguardando con un cultivo del Bacterium difteriae expuesto en el microscopio.
Por el rostro de Jasper pasó una gama de colores. Se fue sin decir ni pío.
Alexander se apoyó en los pies de la cama y me enfocó sus ojos limpios. Estuvo contemplándome sin trazas de despegar los labios hasta que me puse nervioso.
Siguió callado. Sus espesas cejas negras se encogían lentamente.
—¿Qué es lo que estás pensando?
No replicó.
Poco a poco fui incorporándome, obsesionado por aquellas pupilas que mansamente socavaban, penetrando en todas partes.
—Alexander… habla… ¿Qué piensas? ¿Qué estás pensando?
Quedé arrodillado sobre la cama. Le así por el brazo. Apreté los dedos con toda la fuerza que me permitía mi estado. Debí de hacerle daño. Pero siguió imperturbable.
Le solté. Quedé rendido, con la cabeza caída sobre el pecho y los ojos bajos.
—Está bien —dije al fin—. Por lo menos, no la perdí por no ir bien afeitado y bien relamido. Te lo agradecí mucho, Alexander.
No le veía; sólo sentí que me daba palmaditas en la base del cráneo. Luego me tiró de la camisa para que me estirara. No hubo más palabras.
***
Tres niños, dos adolescentes, un hombre de mediana edad y yo, paseábamos por el patio como muertos ambulantes. Buscábamos alternativamente la sombra y el sol, según nos entraba calor o frío. Me senté en el banco de granito rodeado de rosales sin hojas y sin flores. Al poco rato se acercó el doctor Lee llevando en brazos a una jovencita que colocó a mi lado.
—Buenos días, amigo Barker. Tiene usted mejor aspecto, ¿eh? Dejo aquí a esta chica para que le acompañe. Es la más bonita que he hallado.
Rió campechanamente. En un tono distinto, añadió:
—En seguida bajará una hermana.
Preguntó a la jovencita si estaba bien y aguardó la respuesta durante un buen rato. Como no llegara, alzó los hombros.
—Es que tiene frío y la deslumbra el sol —dije yo, anudándole la bufanda y poniendo la mano de pantalla.
Lee sonrió.
—Tiene usted algo de nuestro anciano Garrett —dijo—. Comprende a los enfermos con sólo mirarlos.
Nos dejó en aquel macizo banco de granito que parecía una burla a nuestro peso mezquino.
La jovencita no sabía qué hacer de su cabeza de plomo. Apoyé el codo en el respaldo para que ella pudiera recostarse en mi brazo. Lo hizo así dirigiéndome una aturdida mirada de agradecimiento. Vi unas pestañas espesas como un fino cepillo y unos ojos verdes y grandes, muy desproporcionados para su carita flaca y pequeña como la mano cerrada. El pelo, de color de espliego seco, estaba cortado a tijeretazos; tan corto, que se le ponía tieso y arremolinado como el de un rapazuelo. No sé quién cometió aquel desastre. Por el cogote le pendía una cinta que había rodeado la cabeza en un intento de darle aire femenino. Iba embutida en un abrigo apolillado que tuvo las solapas de piel y ahora quedaban medio peladas como un cuero cabelludo enfermo. Allí hubieran caído bien unos tijeretazos.
—¿No se te pasa el frío, pequeña?
Negó, aturdida. Tiritaba y escondía ambas manos en un solo bolsillo medio descosido, apuntado con imperdibles. Le tomé la diestra y la metí dentro de mi chaqueta, junto a mi chaleco de lana.
—Abrígala ahí.
Subieron las pesadas pestañas y recibí otra mirada de agradecimiento.
—¿Cómo te llamas, pequeña?
—Loretta.
—¿Cuántos años tienes?
—Veintidós.
Me quedé de una pieza. Su cabeza sobre mi brazo y su mano junto a mi chaleco me hicieron sonrojar; me moví inquieto tratando de apartarme un poco, pero ella, aturdida y creyendo que quería acogerla más, pasó la cabeza por debajo de mi brazo y se me recostó en el pecho apretujándose, estremecida. ¡Pobrecilla Loretta!
Temí que llegara la hermana y echara a volar el pensamiento. Mantuve el brazo tieso para no abrazarla y alcé la barbilla a fin de no rozarle la frente. Su pelo corto me cosquilleaba el cuello. Se arrimó más. Hurgó dentro de mi chaqueta y, ¡madre mía!, sentí sus brazos rodeándome la cintura. Luego vino la tercera mirada de agradecimiento. Los ojos verdes semivelados chisporrotearon. Me quedé atontado. Pobrecillo Len.
Desenrollé los flacos brazos que ceñían mi flaco cuerpo y devolví aquellas manos al bolsillo de los imperdibles; amontoné sobre el banco de granito el conjunto de huesos embutidos en el abrigo pelado y me alejé vigilando con el rabillo del ojo que la débil cabeza de rapazuelo no se viniera abajo antes de que la «hermana azul» llegara para prestarle apoyo.
Busqué la sombra de un eucalipto, junto a la pequeña gruta artificial donde un rollizo niño de piedra, con las mejillas hinchadas y los labios en bocina, escupía un hilo de agua transparente como el vidrio.
Vi que en los botones de la bocamanga se me había quedado prendida la cinta de Loretta. Mientras la desenredaba, el anciano doctor Garrett me palmoteó la espalda.
—¿Qué es eso, Barker? ¿Una cinta de mujer? ¡Malo!
Sonreí. El viejecillo era capaz de gastar una broma tras otra sin que su pensamiento dudara nunca de nadie. Se sentó a mi lado con el blanco cabello alborotado, como un halo, y recogió un botón de mi bocamanga, que acababa de salir disparado.
—¿Cómo se lió tan bien, Barker?
Reí.
—La tuve abrazada.
—Vi desde arriba cómo te asustabas.
Se me heló la risa.
—Haces bien en guardarte de esa lagartija, muchacho. ¡Ya la verás cuando tenga veinte años!
—Me dijo que tenía veintidós.
—Se añadió seis. Es un caso de coquetería precoz. Cuando acababan de operarla pidió un espejo y un lazo para adornarse. Hoy le han lavado la cara y han salido polvos, colorete y demás mejunjes. Nadie sabe de dónde los saca.
Seguimos hablando durante un rato. De pronto me notificó que se iba de Saint-Constantine.
—Aquí la epidemia toca a su fin, y a mí me queda mucho que hacer todavía.
—¿Sigue en su clínica de Londres?
—Seguía. No volveré allí.
Hurgó en el bolsillo y sacó un The Times doblado. Me lo alargó con la uña del pulgar clavada en un encabezamiento.
Fiebre amarilla en Bogotá. Más de mil casos diarios. El doctor Fichte, víctima de la enfermedad, fallece en su hospital de Girardot, rodeado de ciento quince atacados.
Alcé los ojos impresionado. La arrugada cara del anciano resplandecía; el halo de su cabello y de su barba le llenaba de claridad.
Contaba setenta y ocho años y se iba a Colombia, al otro lado del mundo, a través de aquel mar de las Antillas que había transmitido el veneno de sus costas hasta Bogotá y hasta las venas del malogrado doctor Fichte.
—¡Logró morir entre ellos! —susurraron los viejos labios.
Y entonces comprendí con qué esperanza perseguía las epidemias. Y comprendí que alguna vez se cumpliría su afán. Con paso inseguro se acercó un chiquillo convaleciente y se quedó subyugado mirando al gordinflón de piedra que echaba agua por la boca, en el surtidor. Debió de darle vértigo tanta lozanía. Se tambaleó; sus piernas de palo se doblaron por el prominente nudo de la rodilla y se cayó. Se echó a llorar desconsolado, mirándose las palmas de las manos raspadas por la gravilla. Traté de acudir en su ayuda, pero el anciano, mucho más ágil que yo, le cogió en brazos y se lo llevó susurrándole festivas palabras y soplándole la piel mortificada. Seguí sentado en el mismo rincón. La mañana se deslizaba lentamente. Se me acercó una joven religiosa francesa llevando una bandeja; me ofreció una infusión de olorosas hierbas. Cogí una taza y le di las gracias. Se alejó con su toca de paloma y su hábito negro. Era una figura alta y austera.
Cogí un guijarro redondo y lo arrojé al surtidor para oír el «gloc» del agua. No oí el «gloc» porque erré la puntería. Volvió a mi mente la figura alta y austera, pero ya no llevaba la toca de paloma, sino un sombrero de terciopelo negro en forma de plato; pendía un velo a su espalda… ¿Es que iba a recordármela cualquier forma de mujer?
Me pasé la mano por la frente una y otra vez.
—¿No se borra el pensamiento, Leonard?
La voz de Alexander había sonado casi en mi oído. Me volví y le vi detrás de mí, recostado en el eucalipto.
—¿Estás espiándome?
Afirmó sonriendo. Luego, se sonrojó. Tomó asiento a mi lado y empezó a buscarse algo en los bolsillos.
—¡Es curioso! El inspector Wyatt me ha dado un cigarro puro para ti, y lo he perdido.
—¡Tanto mejor!
—Se interesa por tu estado mucha gente, Len… El otro día, precisamente, fui por una micrografía a la clínica de nuestro querido colega el doctor Pressburger, y me salió al paso una enfermera blanca y almidonada, con unos ojos muy azules. Me preguntó ansiosamente si ya habías salido de peligro. Bonita, Len.
Capté su buena intención y guardé silencio.
Jugueteé con el botón que se me había caído de la bocamanga y exclamé:
—Deberías traerme la otra chaqueta. Ésta se cae de vieja.
Bajó la cabeza con un bochorno inexplicable.
Cogió un guijarro y lo echó al agua nerviosamente: «¡Gloc!».
—Verás, Len… la otra chaqueta… en resumen: ya no tienes otra chaqueta.
Le miré sin comprender.
—¿Y la que me desinfectaron?
—Ni chaqueta, ni pantalones, ni chaleco, ni camisa, ni ropa interior, ni zapatos, ni calcetines, ni capa, ni sombrero. Sólo abrigo. Te queda el abrigo y lo que llevas puesto. Lo demás… hazte cargo, Len… Martino no podía irse desnudo.
Pestañeé atónito.
—Pero ¿y lo vuestro, Alexander?
—Yo le di unos puños y Jasper una corbata.
—Ya entiendo. Estabais convencidos de que no me sería posible reclamarlo, ¿eh?
—¡Calla!
Su mano me tapó la boca rudamente. Tan rudamente que mis labios dieron contra los dientes y noté sabor de sangre. Alexander no se dio cuenta de que me había hecho daño.
—No pude darle lo mío —dijo a media voz— porque sólo tengo lo que llevo puesto. En cuanto a lo de Jasper, le venía grande de un modo ridículo.
—¿Os fue posible proporcionarle algún dinero?
—Muy poco. Óyeme, Len: Honora vendrá a verte esta tarde. Quiere traerte una torta de anís. No vino antes porque…
—Porque están sus nietos aquí y la vuelven loca. Me lo dijiste. Dime: ¿tienes reparo en seguir hablando de Martino?
Sus negras cejas se encaramaron en su centro.
—Quisiera, Len, que los tres nos olvidáramos completamente de él. En realidad, Martino ha dejado de existir… Para nosotros sólo debe tener vida Ptolemy Dean.
—Debisteis advertirle que no fuera por el lado de Svenborg. Creo que le quedaba algún pariente por allá.
Sonrió apagadamente.
—Si se zafaba de todo el Cuerpo de Policía, sabrá zafarse de algún pariente.
Ensimismado, me miré las marcadas articulaciones de los dedos.
—¿Se quedó tan ahilado como yo?
—No tanto —reconoció de mala gana.
Imaginé a Martino a bordo del barco, delgadísimo, amarillento, con las inmensas ojeras formando oscura mancha en el rostro, calado mi sombrero y flotante mi vieja capa. Debió de asustar a los pasajeros como si se tratara de la estampa de la muerte.
—Ni en el mejor de los casos podía hallarse en condiciones de hacer la travesía, Alexander.
—La caducidad del pasaporte se impuso. Valía la pena arriesgarse.
Sonreí sin humor:
—Por otra parte, habría sido una verdadera lástima que Ptolemy Dean tocara el acordeón durante tantos años para que, al fin, no pudiera aprovecharse nadie.
Mi propia broma me disgustó. Me levanté cabizbajo.
—Demos una vuelta, Alexander. Llevo tanto tiempo sentado…
Seguimos a lo largo de la tapia forrada de plantas trepadoras. Casi rodeamos el edificio por completo; nos detuvimos en un rincón cercado de boj, donde había una pila de piedra empotrada en el muro: era una pequeña fuente casi perdida en la exuberancia de la hiedra. El repiqueteo del agua invitaba a beber. Me incliné y la absorbí afanosamente. Era fría como si procediera de un manantial. Tan fría que me quemó los labios. Por la barbilla y el cuello se escurrió un hilo helado que me estremeció de pies a cabeza con una sensación casi de agrado.
—¿Tienes un pañuelo, Alexander?
Hurgó en los bolsillos y salió inesperadamente el cigarro puro del inspector Wyatt. Luego me alargó el pañuelo. Iba a secarme, cuando me lo arrebató de la mano otra vez.
—¡Está sucio, Len!
Quiso esconderlo tan rápidamente que se le cayó. Vi unos manchones rosados y llegó a mi olfato un tufillo a colorete barato.
—¡Hola! —exclamé boquiabierto.
Alexander se sofocó hasta la raíz del cabello.
—Lavé la cara de una chiquilla que se pintarrajeaba.
—No me debes explicación alguna, te lo aseguro —le dije para martirizarle.
Al instante me arrepentí. Alexander no merecía ese tono reticente.
Sonrió a pesar suyo y metió la cabeza entre la hiedra para refrescarse la garganta en la fuente.
—Es curioso, Len —dijo enjugándose con el revés de la mano—; si no se embadurnara podría pasar por un muchacho.
—Porque lleva el pelo cortado.
—Hoy la he visto sentada… —se interrumpió reflexionando—. Sí que lleva el pelo cortado. ¿Cómo lo sabes, Len?
—Se llama Loretta y tiene dieciséis años, aunque a los ingenuos les dice veintidós… y se lo creen.
Se quedó mirándome, pasmado, con los ojos muy abiertos.
—Ven —me dijo taciturno, sentándose en un parterre sin darse cuenta de que chafaba los geranios—. Siéntate, Leonard… Anoche me ocurrió una cosa horrorosa.
Le vi tan serio que le pregunté casi al oído:
—¿Te abrazó?
Bajó la cabeza torturado.
—Peor, Len: ¡la abracé yo!
Me quedé sentado sobre las flores, de improviso.
—¿Qué quieres dar a entender, Alexander?
—Ni más ni menos —bajó los ojos—. Te explicaré. Salimos Jasper y yo de tu cuarto. Él entró a ver a la mujer aquella a quien quitaste la cánula. Yo me dirigí abajo. Estaba a mitad del corredor cuando oí que alguien me llamaba y vi asomada la cabeza de un muchacho. «Entre —dijo—; me siento muy mal.» Estaba en camisón, agazapado, agarrado a la puerta porque no se tenía en pie. Le cogí en brazos y le acosté. «¿Qué tienes?» Se echó a llorar. Me tendió los brazos desolado. Traté de consolarle. Me senté al borde de la cama, le rodeé los hombros. Me daba pena. Se acurrucó y lo abracé. Me ciñó el cuello fuertemente… «¡No me dejes! —hipó—. ¡Me siento tan sola!»
La voz de Alexander se quebró en ese punto. Tragó saliva y reemprendió:
—¿Te das cuenta, Len? ¡Era una mujer!
Contuve las ganas de reír.
—¿Y qué hiciste, Alexander?
Me miró anonadado.
—Me daba pena —susurró.
—Desde luego, pero…
—Seguí abrazándola. No había mal en ello. En efecto: llevaba razón.
—Entonces —dije—, ¿cuál es la cosa horrorosa que te ocurrió anoche?
Se levantó nervioso y se volvió de espaldas a mí.
—Entró la monja.
***
Nos dirigimos los dos a la galería. Todo el mundo se retiraba del patio. Era la hora de comer. Las hermanas llevaban cogidos de la mano a los niños; el anciano doctor Garrett acompañaba a un mozo. Era el contraste de la vejez y la juventud, con el vigor invertido.
Jasper, recostado en la balaustrada, nos vio llegar.
—¿Cómo ha ido la mañana, Len?
—Pronto podrás darme de alta —exclamé.
Pasó por nuestro lado el doctor Lee con Loretta en brazos. La muchacha era como un paquete de ropa arrugada, con unos delgados tobillos y unos pies muertos que colgaban por un extremo.
—¡Pobre coqueta precoz! —murmuré.
—¿Sabes algo de esa chicuela? —me preguntó Jasper.
—Si te halla descuidado se te mete dentro de la chaqueta.
—No me refiero a eso… ¿Has entablado conversación con ella? ¿Te ha dicho algo?
—El nombre de pila y la edad. ¿Por qué, Jasper?
Sus dedos repiquetearon sobre la piedra de la baranda.
—Es un caso raro: nadie la reclama y ella no dice ni de dónde viene ni adónde va. La he interrogado mil veces, y adquiere una mudez animal.
—¿Pero cómo es que está aquí?
—Una noche la trajo a cuestas un muchacho harapiento y desaliñado que dijo ser su hermano. Pero no ha vuelto para verla ni para saber de ella.
—Escucha, Jasper —intervino Alexander con las cejas fruncidas—; esta mañana he sabido quién era.
Le miramos estupefactos. Habló de mala gana, como si lamentara tenerlo que decir:
—Se llama Anna Loretta. No tiene apellidos. Hace dos meses se fugó del asilo de la señora Massey y se refugió en una de las cabañas de hojalata del vertedero de basuras, en compañía de un pilluelo.
—¿Cómo has averiguado eso? —preguntó Jasper sorprendido.
—He estado hablando por espacio de dos horas con el inspector Wyatt. Me he topado con él en el puente de Cragget; me ha dado un cigarro para Len y, con enojo, ha confesado que de un tiempo a esta parte la tierra se tragaba a la gente que él quería detener. Me ha hablado de la chica y le he preguntado cómo era: «La cabeza rapada —me ha dicho—; allá van todas así; el color del pelo es de un rubio gris».
Jasper quedó satisfecho.
—¿Entonces vendrán por ella, Alexander?
—No he dicho que estuviera aquí.
Sentí frío en la nuca.
—No tendrás intención de encubrirla, ¿eh? —le dije, apurado.
—No puede ser —contestó—, porque se trata de una mujer.
«¡Gracias, Dios mío, por no haberla hecho varón!»
—Pero lamento que tengan que llevarla allí. —Inclinó la cabeza preocupado—. Yo estuve en un asilo, ¿sabéis? Llevé la cabeza rapada y paseé en fila por el patio asfaltado rodeado de una tapia gris.
Rarísimas veces hablaba de su niñez. Cuando lo hacía, a Jasper se le revolvía el estómago y le quería más. Años atrás, cuando estudiábamos en la Escuela de Bacteriología, Jasper le había roto las narices a un chismoso que comentaba la procedencia de Alexander.
—¿Cuándo te sacaron? —le preguntó encogido.
—A los seis años. Querían un niño más pequeño, pero ella… mi madre… me vio y le dijo a mi padre: «Que sea éste, John».
Me imaginé los ojos de Alexander en un niño de seis años y comprendí.
Jasper le pasó el brazo sobre los hombros y andando hacia el interior del convento le dijo:
—Veremos lo que hacemos en favor de Anna Loretta.
Por la tarde vino a verme Honora.
Yo estaba sentado junto a la ventana leyendo Los tres mosqueteros, que así era como nos habían definido varias veces en el South London Hospital.
La vieja entró preparada, convencida de que vería a un muerto resucitado. En cuanto me tuvo delante no supo qué decirme. Le alargué la mano sonriendo y ella insinuó una especie de genuflexión con matices de veneración religiosa.
—Le traigo una torta —dijo por fin.
—¡Magnífico! ¡Las tortas de anís me traen loco!
—Ésta es de avellana.
Pestañeé. ¿No es cierto, lector, que Alexander me había dicho que sería de anís?
—Siéntate, Honora.
Hubo un silencio largo, largo.
—¿Cómo se le ocurrió traer a los nietos?
—Mi yerno me escribió, doctor. En Yarmouth empezaba la escarlatina y aquí se terminaba el crup.
Otro silencio.
—Y bien, Honora, pensaba usted ver al doctor Barker y se encuentra con una lombriz, ¿no es así?
Se echó a llorar.
—Estaba convencida de que no le vería más, doctor. ¡Cómo les trajo de preocupados! ¡El doctor Jasper Sidney ni comía, ni dormía, ni siquiera me gritaba! ¡Aún le veo a usted con aquel aspecto de moribundo! Le bajaban por la escalera, estirado, blanco, con las cuencas hondas, como el Señor del Sepulcro. ¡Encendí todos los cirios! Cuando le subieron en la ambulancia, por más que le llevaban con gran cuidado, se le quedó la almohada llena de sangre.
Carraspeé con el corazón en la garganta.
—Todo eso ya pasó, mujer. ¿Y… y qué tal los nietos?
—Fui a buscarlos en seguida. Me alegré de tenerlos. Me hicieron mucha compañía. Sola, por las noches, no podía dormir. Se me representaba continuamente aquella cara torturada que al menor traqueteo echaba sangre por la boca y las orejas… ¡Y el otro! ¡Cielo santo, el otro!
—¿Qué otro?
—El huésped del cuarto de arriba. Que me fui a poner la lamparilla a San Roque, y le vi tieso como un muerto, mirando hacia el techo con los ojos blancos, que ya no parecía de este mundo. El doctor Alexander le velaba y le susurraba cosas al oído. ¡Que ya me temía yo que el crup había cogido al pobrecito y que me engañaban ustedes para que estuviera tranquila! ¡Con los gemidos y los gritos que me habían llegado al oído mientras cosía!
—Pero todo pasó.
—El gato trataba una y otra vez de saltar sobre el lecho y…
—¡Todo pasó, Honora!
Sugerí que probásemos la torta de avellana. La hermana «Cara de luna» nos trajo servilletas y un cuchillo. Hicimos que nos acompañase y los tres merendamos opíparamente. Honora empezó a ensalzar a sus nietos, y la «Cara de luna», destinada a no ser abuela en toda su vida, la escuchó embebecida. Acabé la tarde aburrido, muerto de tedio, leyendo Los tres mosqueteros. Las dos mujeres seguían charlando de lo lindo.
Honora, cada cinco minutos había dicho: «¡Cielo santo, les dejo! ¡Con el trabajo que tengo!». Y por fin fue cierto. La acompañé hasta la escalera, con ganas de estirar las piernas entumecidas.
Una vez solo, rondé por los claustros distraído, dando rienda suelta a todos los pensamientos. Atardecía. La semioscuridad de las pétreas galerías se me hundía en el pecho. Sentía la quietud y la soledad del convento dentro de mí. Me paré ante un grabado al aguafuerte donde la Caridad, vigorosa y lozana, amparaba a los niños. «Está delgada como una anguila», pensé, esbozando una sonrisa.
No sé cuánto tiempo permanecí allí. De pronto, una mano blanca, alargada y fina, se apoyó sobre mi brazo. No era ninguna alucinación. Me volví lentamente, temiendo asustarla…
Rozó mi cara una toca almidonada y vi a la religiosa alta y austera.
—Retírese —me dijo en francés—; es tarde y hace frío, doctor.
Obedecí sin pronunciar ni una palabra.
Por el camino fui observando algunas celdas abiertas de par en par, con las camas desarmadas y las sillas, las mesillas de noche y los palanganeros amontonados en el centro. En un ángulo del corredor había un aparato formógeno, y en el ambiente volaba el olor del gas sulfuroso.
Se iniciaba la desinfección definitiva de aquellas cámaras; sus ocupantes habían cruzado el umbral del convento sanos y salvos, o el umbral de la Vida, vencidos por la Destrucción. Pero ahora ya no quedaban otros enfermos para ocupar sus sitios.
Al abrir la puerta de mi cuarto oí un oscuro ronroneo como si alguien cantara por lo bajo. Eran Jasper y Alexander. Les hallé repantigados sobre mi cama, aprovechando el último pedazo de torta de avellana, con un vaso de vino generoso cada uno.
Me acerqué admirado.
Las dos cabezas y las cuatro piernas colgaban por los lados.
Al darse cuenta de mi presencia intensificaron el canto. Parecía una plegaria india monótona y pesada. Sus voces hacían pensar en los lejanos y temblorosos truenos que anuncian la tempestad.
—¿Qué sucede?
Hicieron caso omiso de mi pregunta. Ni siquiera movieron un dedo. Alexander perdió la tonada y recibió un puntapié en las canillas.
Me cansé de aguardar el acorde final. Ellos también se asombraban de que no llegara. Empecé a sospechar que se producía el círculo vicioso.
Les asesté un golpe rápido en el diafragma. Se oyó un doble hipo. Acto seguido, el silencio.
Inesperadamente Jasper se incorporó en la cama y vociferó:
—¡Debías estar acostado ya, maldito bicho!
Se me echó encima, me quitó la chaqueta y la camisa en una fracción de segundo; me cogió por la cintura y por las piernas, me puso horizontal y lanzó un silbido a Alexander.
Éste se levantó de un salto y empezó a tirarme de las camisetas como si despellejara a un conejo. Mi ropa salió disparada en todas direcciones. Los botones del chaleco me pillaron los cabellos y se me restregó la nariz contra su pechera; un tenue olor de nardo me penetró hasta el fondo del cerebro y cerré los ojos. La broma duró varios minutos. Me sentía relajado y dolorido. Por fin me machacaron en la cama y me arroparon hasta la cabeza. Soplaron el candil y se fueron.
A los cinco minutos se abrió la puerta y entró un fósforo encendido. Las sombras de todos los muebles se convirtieron en gigantes y se encaramaron por las paredes.
—Hermana… —susurré.
—Soy Alexander.
Miré detrás del fósforo y le vi pacífico y sosegado.
—Venía a preguntarte si habías tomado el reconstituyente y las píldoras, y si habías cenado.
Le dije que no.
Volvió a encender el candil y me bajó la colcha, que me ahogaba.
—¡Qué le vamos a hacer! —exclamó meneando la cabeza—. Esta noche, Jasper estaba contento.
Me dio los mejunjes y me dijo que avisaría a la hermana para la cena.
—Yo me voy, Len. No necesitas nada más, ¿verdad?
—Sí —aventuré tímidamente—. ¿Te molestaría quitarme los zapatos?
***
A la mañana siguiente entró la «hermana azul» con una enorme caja de cartón. Dentro había un traje nuevo.
—¿Quién lo ha pagado? —pregunté al ver a Jasper.
—Los ingresos del consultorio de esta semana. ¿Tú sabes lo que es ponerse de moda? Tendremos que empapelar y poner otra decoración; también habrá que aumentar el precio de la consulta. Los elegantes no se sienten curados pagando sólo tres chelines… ¿Quieres que te afeite?
—Ya lo haré yo.
Pero mi pulso andaba muy lejos de estar firme y el trabajo de navaja preferí confiárselo a él.
—¿De veras aumenta la clientela, Jasper?
—Por lo menos de categoría. Ayer atendimos al dignísimo señor Timmis.
¿Timmis? ¿Dignísimo señor Timmis?… ¡Ah! ¡Ya caigo! ¡El de la vena cortada!
—¿Quién es ese Timmis, Jasper? —pregunté.
—Aquel a quien sangraste.
—Ya lo sé; me refiero a quién es personalmente. Qué hace. En qué se ocupa. Qué cargo tiene en la ciudad. Qué misión desempeña en la vida.
—¡Pero, Len! ¿Es que no lo sabes?
Negué humillado.
—¿De veras, Len? ¡Qué plancha! ¡Si lo conoce todo el mundo!
—Ya lo sé, pero yo no.
—¡No!
—No.
Jasper se me acercó y bajó la voz:
—¡Qué plancha, Len! ¡Confiaba en que tú me lo dirías! ¡Yo tampoco sé nada de él y me da vergüenza preguntarlo!
Me puse el traje.
—Te sobra algo, pero en seguida lo rellenarás.
Me miré al espejo del palanganero. Ya no causaba ninguna mala impresión a pesar de que la blancura de la camisa que Honora me había almidonado dejaba mi rostro de color de azufre. Los pómulos recortados, los ojos hundidos en las cuencas, la nariz afilada y la espesa mata de pelo que casi asomaba por debajo de las orejas, me daban cierto aire de trasnochador, algo así como un hombre que está dilapidando su juventud en jolgorios.
Jasper me contempló unos instantes. Luego exclamó:
—¿Qué te parece si mañana nos fuésemos a casa?
Asentí inmediatamente. Él notó mi emoción y sonrió.
—Pero en plan de convaleciente, Len. No lo olvides.
Me acompañó al patio y se fue.
Entre los eucaliptos vagaba la monja alta y austera con su bandeja de infusiones aromáticas. Los niños amontonaban la gravilla y arrancaban lamentablemente los geranios del parterre para colocarlos sobre sus pequeños montículos; una «hermana azul» se dio cuenta y cariñosamente les hizo modificar el juego. El chicuelo flaco del día anterior seguía obsesionado ante la gorda figura infantil de la cascada. Recostados en la tapia, donde el sol daba de lleno, había dos mozos; uno de ellos se mareó y lo acompañaron arriba; mirándole estuve muy cerca de marearme yo. Hacia las doce bajaron a Loretta y la colocaron en el banco de granito; estábamos muy distantes, pero sus ojos verdes me hallaron en seguida.
Eché a andar lentamente; di la vuelta en busca de la pila de piedra y el agua de nieve. Me recosté en el brocal y contemplé por espacio de mucho tiempo las burbujitas que motivaba el delgado y transparente hilo. Era imposible vencer la tentación de acercar los labios. Con tiento, procurando no mojarme el traje nuevo, incliné la cabeza. Mientras bebía vi de refilón la silueta de la esbelta religiosa que se acercaba. Saqué la cabeza de entre la hiedra y me volví. Me hallé inesperadamente ante la señorita Greene.
—Buenos días, doctor Barker.
Me quedé mirándola, sin hablar. Un suave airecillo revolvía el «Extrait de Nard» y yo lo percibía a rachas.
No sé hasta cuándo se habría prolongado mi mudez de no realizar un esfuerzo sobrehumano.
—Buenos días, señorita Greene.
Me tendió la mano sonriendo.
—¡Por fin le tengo, doctor! Incluso he mirado dentro del surtidor por si se había caído allí.
Repasó mis facciones y exclamó entusiasmada:
—¡Tiene usted un aspecto magnífico! ¡Ha perdido por completo aquella terrible palidez!
¡Dios mío, debía de estar rojo hasta las orejas!
—Es porque he paseado por el sol… Muy pronto volveré a quedarme amarillo como el azufre.
Estuvimos unos instantes sonriendo los dos sin saber qué decir. Por fin ella comentó la belleza de la fuente escondida en los colgajos de hiedra.
—… Parece una pila bautismal, ¿no es cierto? Todo tiene un aire religioso aquí. ¿Quién construyó este convento?
Tuve que confesar que no lo sabía, a pesar de lo ridículo que resulta para un hombre ignorar lo que le pregunta una mujer.
Su larga mano, más fina y cérea que la de la monja, se acercó al chorrillo de agua y lo quebró.
—Basta tocarla para que entre frío —dijo estremeciéndose.
Salimos del sombreado rincón y buscamos el sol.
—Antes de utilizar este edificio como hospital, era ocupado por ancianos y huérfanos, ¿no es eso, doctor?
—En efecto.
Hablamos del convento hasta llegar a los eucaliptos. Cuando me preguntó si los dentículos de la cornisa eran jónicos, tuve que decir que no lo sabía, y cuando me preguntó qué comunidad religiosa había habitado Saint-Constantine en la antigüedad, hube de reconocer que tampoco lo sabía. De este modo conservé mucho rato el calorcillo que me había dado el sol.
Durante el paseo mantuve continuamente los ojos fijos en el suelo, mirando nuestras sombras. Aparecíamos tan alargados que movíamos a risa. Ella parecía una de aquellas lánguidas siluetas que dibujan en las revistas de modas femeninas; yo, un palo vestido. De vez en cuando, el aire arremolinaba el velo negro que ella llevaba y a mí me alzaba un penacho sobre la frente. Me daba prisa en aplastarlo; temía que, poco a poco, mi cabeza cargada de cabello fuera adquiriendo trazas de plumero.
La invité a sentarse junto a la cascada.
—Unos minutos tan sólo, doctor. Es muy tarde; mamá se habrá levantado y se preguntará adónde he ido.
—¿Se halla indispuesta su señora madre?
—No, no; se levanta siempre a esta hora. En casa yo soy la más madrugadora. A veces ya estoy en pie a las once de la mañana.
Vimos pasar a Jasper por los claustros del primer piso. Iba con la blusa blanca y llevaba el estetoscopio colgado al cuello. Conducía cuidadosamente al mozo que se había mareado y ambos desaparecieron por la galería.
La señorita Greene y yo le seguimos con los ojos y, al perderle de vista, nos quedamos sin saber adónde mirar. Ella se echó atrás el velo negro con un altivo movimiento de cabeza; pero me dio la impresión de que había intentado alejar el rubor que teñía sus mejillas. Nunca la había visto sonrojada; no formaba parte de su temperamento. Era un detalle desconcertante, como su perfume y su pañuelo de encajes.
Se alisó la falda y murmuró:
—Jasper me ha dicho que mañana podrá usted ir ya a su casa.
Oír que llamaba a mi amigo por su nombre de pila me produjo una sensación indefinible. Ella se quedó mirándome fijamente, bailoteándole la risa en los ojos, como si se hubiera revelado aquella intimidad adrede. Me quedé azorado leyendo su pensamiento con toda claridad: «¿Qué aguarda para felicitarme? ¿Acaso la presentación oficial?».
Pero me fue imposible articular una sola palabra.
La señorita Greene bajó los ojos defraudada y en un tono casi seco exclamó:
—Jasper me habla siempre de usted. ¿No le ha hablado de mí alguna vez?
Su velo negro ondeó ante mis ojos y creí que me hundía en la oscuridad de una pesadilla.
—Sí; me habló de usted… pero no era necesario… El nardo se prendió en su ropa y supe que la había abrazado.
La señorita Greene se puso en pie rígida. Automáticamente, también me levanté. Estuvimos mirándonos por espacio de mucho tiempo. Sus oscuras pupilas se hundían en las mías y sus finas cejas se arqueaban.
Lentamente, muy lentamente, dije:
—Ahora adivina, ¿no es eso? Ahora ve la verdad reflejada en mi rostro, como aquella tarde en que fui a visitarla…
Sentí una opresión dolorosa en el pecho. Los eucaliptos empezaron a girar a mi alrededor.
—En mi expresión, en mi mirada, en cada uno de mis rasgos lo llevo dibujado…
Conturbada, perpleja, asintió.
—¡Señorita Greene! Tal vez no debería decírselo en estas circunstancias… pero no puedo ocultarlo… —apreté los dientes—. No puedo ocultar que me siento muy mal… que estoy al borde de un colapso cardíaco, que hago inauditos esfuerzos para atenderla, pero no puedo… Ni siquiera sé lo que digo… No puedo más. Perdóneme.
Huí hacia la escalera tambaleándome. La señorita Greene, desconcertada, corrió a mi lado y me cogió del brazo para ayudarme a subir.
—¡Jasper! —gritó—. ¡Jasper!
Estridentes silbidos me ensordecieron. La escalera dio una vuelta y perdí pie. Me agarré a la balaustrada, encerrando, sin querer, a la señorita Greene entre mis brazos. Su corazón palpitó tumultuosamente junto al mío y su velo negro me envolvió el rostro.
El intenso perfume de nardo me quitó las últimas fuerzas que me quedaban.
***
Abrí los ojos casi instantáneamente. Sólo vi la bóveda claustral sobre mí. Los fuertes brazos de Jasper me sostenían y el traqueteo de sus firmes pisadas sacudían mis miembros desfallecidos. Una mano fría y suave me sujetaba la cabeza para que no me colgara.
Se abrieron puertas y se percibieron pisadas rápidas y crujidos de hábitos.
Me dejaron sobre el lecho de mi cuarto. Quedé inmóvil, jadeando como si hubiera corrido, mirándoles a todos y sin poder decir palabra.
La hermana «Cara de luna» cargaba una jeringuilla apresuradamente. Jasper me desabrochaba la ropa y me aflojaba el cinturón. La señorita Greene me echaba atrás el penacho de cabellos.
—¿Se te pasa ya, Len? —dijo Jasper. Me hizo incorporar cuidadosamente y añadió—: Echa atrás el brazo. Voy a quitarte la chaqueta.
—¿Te ayudo, Jasper? —murmuró quedamente la señorita Greene.
—Tira de la manga.
Las céreas manos manipularon con delicadeza. Luego Jasper me arremangó la camisa y me puso la inyección en el brazo.
—Descansa un poco ahora.
Me quitó los zapatos, me echó una manta a los pies y entornó los postigos. Cogió del brazo a la señorita Greene y le dijo:
—Vámonos, Deborah.
«Se llama Deborah… se llama Deborah… se llama Deborah…»
***
Alexander entró de puntillas.
—No te apures, estoy despierto.
—¿Qué ha sido, Len?
—Nada. Me mareé. Abre los postigos.
Me senté en la cama y me abroché el cinturón.
—Acércame la chaqueta. ¿Qué te ha dicho Jasper? ¿No me dejará ir a casa?
Me puse los zapatos y me acerqué al espejo.
—¿Tú me ves de muy mal aspecto? ¿No dices nada, Alexander?
Me volví, extrañado de su silencio. Estaba inmóvil en medio del cuarto; cogía mi chaqueta y la acercaba paulatinamente a su nariz. El color iba desapareciendo de su cara, resaltándose las fruncidas cejas negras.
Sonreí.
—¿Huele a nardo, Alexander?
Me alargó la chaqueta rápidamente, envuelto en la mayor confusión. Me acerqué a él y le puse ambas manos sobre los hombros.
—¿Qué sospechas? ¿Que le quito la novia a Jasper?
Toda la sangre le afluyó al rostro.
—Ya sé que no —dijo. Volvióse y exclamó—: ¿Sabes que el doctor Garrett nos deja?
Me puse delante de él.
—Iba a caerme en la escalera y ella me sostuvo hasta que llegó Jasper.
Esbozó una avergonzada sonrisa y siguió hablando del doctor Garrett.
Fuimos al encuentro de Jasper para suplicarle que no modificara el plan de llevarme a casa al día siguiente. Por el camino le dije a Alexander:
—¿Sabes quién es ese dignísimo señor Timmis que ayer fue a nuestro consultorio?
—No le hagas esa pregunta a nadie, Len. Te tomarán por un ser rústico.
—Ya, ya; pero, ¿quién es?
—Lo siento; yo soy un ser rústico.
En adelante no nos preocuparemos más del señor Timmis, lector. Haríamos el ridículo.
Preguntamos por Jasper a la hermana portera después de haberle buscado por todos los departamentos de la casa.
—Está en el despacho —nos dijo—. Unos señores han preguntado por él.
A través de la puerta del despacho se percibía la enérgica conversación que sostenían, mas no podía entenderse una sola palabra. Me picó la curiosidad y, casi al oído, le pregunté a la portera qué nombre habían dado los señores. La vieja hermana me miró por encima de las gafas y, con voz de trompeta, de modo que incluso debieron de oírla los visitantes, exclamó:
—La señora Massey, del asilo Massey, y su señor hermano.
—Vendrán a por Loretta —dijo Alexander—. Jasper les escribió.
En aquel instante, la lánguida figura de la chicuela de ojos verdes apareció por la escalera, acompañada de la monja que ya nunca la desamparaba. Bajó con pie inseguro, vacilante. Pasó con la cabeza gacha, abrumada como si la llevaran al cadalso. La monja la empujó hacia el despacho.
Cuando se hubo cerrado la puerta tras ellas, me di cuenta de que a Alexander se lo había tragado la tierra. Di una vuelta, desconcertado.
—Estoy aquí, Len.
La voz provenía de detrás de una pilastra. No supe si se escondía por Loretta o por la monja, pero no pregunté nada.
—¿Tú crees que ya se la llevarán, Len?
—Dejarán que se restablezca; será sólo para identificarla.
En aquel momento, dentro del despacho se desencadenó un llanto convulso, desesperado.
El rostro de Alexander se relajó como si todos los músculos hubieran perdido la vitalidad. Entreabrió los labios, pero no emitió palabra alguna. Lentamente traspuso el desnudo vestíbulo y salió por galería. Le seguí. Vi que se recostaba en la balaustrada. Unía las manos y miraba por encima de las copas de los eucaliptos… Guardaba la misma actitud que cuando se arrodillaba ante el San Roque de su cabecera.
Lo dejé solo.
***
El día siguiente llegó. Me desperté temprano, aguijoneado por la idea de la marcha.
Jasper no estaba en el convento, pero había dejado órdenes concretas al doctor Lee y a la «Cara de luna». Entre ambos, y con no poco ruido, introdujeron un enorme barreño en el cuarto. Lo llenaron de agua hirviente y me indicaron que me metiera en él, según las reglas de desinfección prescritas por mí en unos folletos repartidos entre los ciudadanos, donde constaba que todo convaleciente de enfermedad transmisible debía darse un baño jabonoso antes de abandonar el hospital.
Me quemé un pie y lancé un alarido. Lee agitó el agua con la mano, tranquilamente.
—No quema, Barker, se lo aseguro. Está tibia.
—¡Está hirviendo! ¡Me va a provocar un ataque!
—¡No sea ridículo! ¡Podríamos bañar en ella a un niño de dos meses!
—¡Meta el termómetro y que se sepa!
Vigilé cómo lo hacía, agazapado detrás del barreño. Treinta y dos grados. Fue preciso echar cubos de agua caliente hasta hacerla subir a los treinta y siete. Limpio y aseado, desayuné. Poco a poco iba ganando en «belleza física». La hermana «Cara de luna» rondaba continuamente a mi alrededor. Casi me abrumaba. Cogió un diario y lo plegó y desplegó tres veces; recogió la toalla y la camisa de dormir y no supo qué hacer con todo ello; quitó las fundas sucias de las almohadas y, distraída, las volvió a poner. Finalmente, sacó un pañuelo y se sonó. Hubiera jurado que hacía pucheros.
Miré el reloj. Las once. Dentro de una hora vendrían a buscarme con un coche.
Abrí la estrecha ventana de par en par y me asomé respirando aire a pleno pulmón. Me estremecí de frío y volví a cerrar. Los eucaliptos temblaban de pies a cabeza. El cielo estaba cubierto de nubes. No seducía la idea de bajar al patio.
—Haría mejor en aguardar a mañana para irse, doctor. El tiempo no es a propósito.
—Ya lo veo —refunfuñé—, pero no se le ocurra decir eso delante de Jasper.
—¿Tantas ganas tiene de dejarnos, doctor?
Ahora, claramente, sin embozo ni disimulo, el gesto que precede al llanto le torcía las comisuras.
—¡Vamos, hermana! Estoy magníficamente aquí, pero anhelo sustraerme a la idea de que estoy enfermo; en casa pasaré la convalecencia sin darme cuenta.
La puerta se abrió de golpe, empujada por un pie mal educado. Era el mozo desinfectador, con su larga blusa, su gorro, su bigote y su cara de estúpido. Venía arrastrando un aparato formógeno.
—¡Eh! ¡Eh! —gritó la hermana, poniéndose delante de él—. ¿Adónde va usted? ¿No ve que aún está ocupada la habitación?
—Es igual —intervine—; me iré abajo.
Pero el mozo incivil me miró de pies a cabeza y sin decir ni pío se fue a reculones con la música a otra parte.
Di una vuelta buscando al doctor Garrett para despedirme de él. La «Cara de luna» me ayudó fervorosamente en la tarea.
Hallé al anciano cortándole las uñas a un desgraciado que aún lucía la «corbata de Trousseau». Miré al enfermo, consternado. Era Howells. Es posible que no te acuerdes ya de Howells, lector. Por poco tampoco me acuerdo yo. Era el agradecido padre de un niño que yo había salvado operándole con el mismo cuidado y la misma agilidad con que había operado a otros muchachos que ya estaban enterrados. Me reconoció inmediatamente y me saludó jubilosamente con la mano. Le palmoteé el hombro. Empezó a señalarme con insistencia e hizo un gesto que no comprendí. El anciano doctor Garrett murmuró:
—Te dice que estás muy delgado.
Sonreí.
—He estado enfermo, Howells. También tuve crup.
Los ojillos del hombre, despoblados de pestañas, quedaron arrasados en lágrimas y su rostro se volvió terroso. Su intensa emoción casi me turbó.
Me despedí de él cariñosamente y salí al corredor con Garrett. La «Cara de luna» aún correteaba por allí, desmoralizada, como un alma en pena.
—Bien, bien —murmuró el anciano, antes de que yo hablara—. Te vas a casa, ¿eh, Barker?
—¿Se lo dijo Jasper?
—No, no; me lo dicen tus ojos. Estás cansado de estar aquí como paciente, ¿no es eso? Y te vas aunque el día se haya puesto gris y sea una imprudencia moverse del cuarto. Pero, en fin. En tu casa tienes mucho que hacer; y contra las órdenes de Jasper Sidney, y contra los consejos míos, y contra los preceptos que debe guardar un convaleciente, y contra toda sensatez y contra viento y marea, trabajarás y trabajarás, ¿no es eso, Barker?
—Le aseguro…
—No me asegures nada. No cumplirás ni una palabra, ni una promesa, ni un juramento. ¡Si te conoceré! ¡Harás de las tuyas! ¡Aunque te hagas cisco el corazón! ¡Aunque tengan que volverte a Saint-Constantine estirado en otra camilla!
—Procuraré…
—¡Y qué vas a procurar, Barker! ¡Si te conoceré! ¡Trabajar y trabajar! —y me dio un codazo y agregó bajando el tono—: ¡Así debe ser, muchacho!
***
Me paseaba por el amplio vestíbulo, nerviosamente. Eran las doce y cinco y Jasper y Alexander no daban señales de vida. De pronto las estrechas vidrieras retemblaron; se había detenido un coche. Sonó la campanilla y la hermana portera fue a abrir. Aguardé, tenso.
No eran ellos. Se trataba del encargado del Servicio de Desinfección.
A pesar de los nubarrones, salí al patio.
Rondé entre los árboles y me detuve ante la cascada artificial. El niño de piedra no se cansaba de impeler agua a fuerza de soplar; parecía imposible que no le dolieran los músculos buccinadores. El hilillo de cristal se torcía con el viento y salpicaba los bordes de la fuente. Me pregunté qué sería lo que subyugaba al diminuto convaleciente que cada mañana se quedaba allí parado. Era un detalle ínfimo cuyo secreto residía en aquella mente infantil. Yo no lo sabría nunca; ni siquiera me acordaría más de ello. Pronto perdería de vista al chiquillo de las piernas de palo, a la monja esbelta, a la coqueta del pelo corto de color de espliego seco y a todos los rostros de Saint-Constantine. Irremisiblemente se confundirían en aquel mundo inmenso en donde cada día surgían y se esfumaban nuevas caras, nuevas historias y nuevos misterios… Unos no me dejarían recuerdo; de otros querría no acordarme; otros gozaría recordándolos…
De pronto me hallé recostado en el brocal de la pila de las hiedras, mirando las burbujas que surgían continuamente y continuamente se esfumaban. El chorro de agua nunca se detenía, cayendo con monotonía fatigosa. Así era yo. Volvería al consultorio, a mi viejo trabajo, a la rutina cotidiana… a esa rutina que no deja huella, que no marca anales en la vida, que lentamente adormece las aspiraciones y empaña los ánimos.
De pronto golpeé el agua de la pila con la mano. Mis pensamientos se rompieron.
¿Acaso tenía derecho a desalentarme y a perder la esperanza de emprender un rumbo más brillante? ¿Acaso podía saber qué sería de mi vida en realidad? ¿Acaso Jasper no se había desbordado para formar cascadas y ríos cuando ya desesperaba de sí mismo?
Pensé en mi amigo detenidamente. Había dejado de ser la mera fuentecilla insípida. Había hallado un camino rutilante. Ya no divagaría como Alexander y como yo, cuyo futuro quedaba en suspenso. El de Jasper era fácil de adivinar. Fácil incluso en los menores detalles. Me recreé pensando en su porvenir, imaginándole colérico, pellizcándose el cuello con la camisa almidonada del día de la boda, estrujando la pechera dura como un cartón. Alexander y yo nos romperíamos las uñas abrochándosela para evitar que se presentara en la iglesia con la camisa cotidiana. Imaginé el altar lleno de cirios y de flores… un olor de cera y de azahar haría temblar las aletas de la nariz del gigantón… La nave llena de gente, una muchedumbre aristócrata compuesta de lores y ladies y todos los retoños de los Bonaparte… Alexander y yo, elegantes hasta el lazo de la corbata, con la chistera y los guantes de cabritilla, erguidos, guapos, serios, carcomidos por el recelo de que Jasper nos olvidara…
Y los resultados terapéuticos en el tratamiento de la difteria expuestos en el Congreso Internacional de Medicina de Londres. Expectación. Revolución en todas las sociedades científicas. Jasper impugnado y discutido. Jasper vencedor. Triunfa en el Congreso de Higiene de Budapest. Obtiene premios. Miles de francos concedidos por las Academias de Medicina y de Ciencias de París… No había que mirar la cara de su suegro.
Mis pensamientos me hacían sonreír. Me incliné más sobre el brocal y rocé con los labios el agua resbaladiza.
¿Me equivocaba respecto al porvenir de Jasper? Los años me han contestado que no. La vida fluyó recta, ascendente, delante de él. Si alguna vez se torcía, Jasper le asestaba un puñetazo y la vida se enderezaba rápidamente. Sólo le falló un propósito: quería muchos hijos y no vino más que Randal, el cual tampoco hubiera llegado sin mi intervención. El paquetito de carne inanimada era estrujado por mis manos desesperadamente. «Déjale —me dijo Jasper—, no intentes nada más, ¿no ves que está muerto?» Y en aquel momento sonó un chillido de protesta y Randal agitó piernas y bracitos dándome la razón a mí. Por poco se me cae. Desde entonces también me siento autor de él. Por eso le he querido tanto.
Pero esto es un avance que te he hecho en un exceso de confianza, lector; no cuenta en mi narración, que ha de terminar con el regreso a mi casa. Después de este día se acaban mis memorias penosas, que escribo para dejarlas olvidadas en el papel; las largas horas de cinco semanas que me tuvieron en capilla… y que siempre en capilla me habían de dejar. Tú lo verás.
Pero puesto que he empezado, puesto que para ti quedaría un interrogante ante muchas cosas que a mí ya me ha descifrado el tiempo, lee:
***
Alexander también halló su camino. Tardó algunos años: fue poco después de su merecido ingreso en el Instituto Huxley como colaborador de Jasper en sus observaciones acerca de la fagocitosis.
Ocurrió que una madrugada llamaron a la puerta. Fui a abrir y un cochero me preguntó si era yo el cirujano Leonard Barker: afirmé y me llevó con él a toda prisa. Apenas me di cuenta de adónde me conducía. Entré en una casa lúgubre que olía muy mal. La dueña me recibió casi hostilmente. Yo ya la conocía. Se trataba de una comadrona de clientela misteriosa, que exhibía unos pendientes de piedras auténticas, gentileza del caballero del landó verde por un sencillo servicio prestado a la linda Nettie de la calle de Malhaud, número siete. Sin embargo, aquélla era la primera ocasión en que la cínica mujer recurría a mi habilidad de cirujano. Y sólo acudí pensando en la víctima que habría caído en sus garras… No me refiero a la futura madre, sino al futuro hijo. Vi en un jergón a una joven desvanecida. Tenía cubierta la cabeza con una toalla mojada y sólo asomaba su lívido rostro de moribunda. Le puse una inyección de alcanfor y pestañeó débilmente. Los finos cepillos de sus párpados se entornaron y vi unos ojos verdes. Oprimido, alcé la toalla de la cabeza; el pelo era de un rubio gris. Ella no alcanzó a verme.
No pude hacer nada por Loretta. Sólo firmar el certificado de defunción.
—¿Y la niña que ha dejado? —pregunté con un nudo en la garganta, mirando el quieto rollo de pañales.
—No se apure, doctor —repuso la hosca comadrona—. Su madre se fugó dejando sitio en un asilo que la está reclamando.
Alexander lo supo todo en seguida. Su rostro se alteró como aquella mañana en Saint-Constantine cuando oyó llorar a la muchacha. A partir de entonces reveló una constante preocupación que pareció ensombrecer la misma frente de San Roque. La pesadumbre duró meses y meses. Por fin un día cesó. Compareció sonriente llevando de la mano a una niñita rubia como el espliego seco. «Me quedo con ella, Len.» Había tenido que reconocerla como hija suya para lograrla. Le dio el apellido que a él también le habían dado, y quedó convertido en padre ante el mundo. Algunos, los que más le conocían, se admiraron. Muchos no lo entendieron. Los más, sonrieron socarronamente. Él no se preocupó ni de unos ni de otros. Era puro delante de Dios. La niña creció pacíficamente, atareada con las ratas blancas y las palomas, sustituyendo a aquella diminuta Jennie que Alexander había perdido en los comienzos de la epidemia.
Fue el motivo de su vida. Su camino. Lo llenó todo.
En cuanto a mí, aún estoy aguardando. Es que no doy con mi meta por más que me afane. Sin esposa, sin hijos, sin una vocación tan firme como la del anciano doctor Garrett… Me he asomado a los vicios y a las virtudes con ese tiento del que no es perverso ni es santo. Ni tan escondido como la fuente de la hiedra, ni tan abierto como una cascada, he tenido temporadas de sosiego y temporadas de revolución. Hubiera llegado probablemente a ser cirujano del Hospital Real de Edimburgo si mi salud me hubiese permitido trabajar más. Así, famosas intervenciones quirúrgicas me han encumbrado y largas etapas de descanso obligado me han sumergido nuevamente en el olvido. Nunca he descuidado los suburbios, a pesar de que también he permanecido en cabeceras principescas. Por ejemplo: practiqué no hace muchos años una gastrectomía a la famosa y desordenada condesa de K., parienta del rey de Prusia. Ha sido curioso observar que a unos los mata la pobreza y a otros la riqueza. Ambos males son terribles y no hay remedio para combatirlos.
No sé hasta qué punto he dejado huella de mi paso… Tal vez exista una delicada y notable danzarina, ni virtuosa ni pervertida, como yo, que aún no me ha olvidado… Yo pienso alguna vez en ella, aunque sólo me hace sonreír. Se lastimó el tobillo bailando «Les Sylphides», el último ballet de la temporada. Fue una simple torcedura, pero necesité dieciocho visitas para curarla. Ni una más. Se fue a América del Sur. La última vez que estuve en su camarín la hallé atareada amontonando trajes y llenando baúles. Me senté junto al tocador lleno de pelucas de plata, flores artificiales, botes de crema y barras de pintura. Alrededor del espejo había retratos de Nijinsky, de Massine, de la Karsavina y de otros muchos bailarines que yo no conocía. También aparecía, en el mismo montón, el rostro de un joven coreógrafo español que nada tenía que ver con los componentes del ballet ruso… pero sí en la vida de la delicada danzarina, aunque ella apenas lo admitía. Medité durante mucho tiempo. Una diminuta zapatilla fue a parar a mi alcance y la retuve. «¿Por qué no dices nada?», me preguntó de pronto la sílfide. Siguió mi mirada y vio al coreógrafo. Soltó el montón de vestidos que revolvía y se echó en mis brazos ardorosamente. Pero no pudo retenerme mucho tiempo. «Perderás el barco», le dije resuelto. Y se fue. Aún guardo su zapatilla. A veces, removiendo trastos en el desván, me viene a las manos; no parece la misma: la seda se ha requemado con los años. Así debe de estar también su dueña.
Y poco más he probado en amores. No he tenido paciencia para malgastar el tiempo.
Donde he dejado recuerdos verdaderamente bellos ha sido en un pueblecito de Francia, en la terrible guerra del 1914, operando en un hospital de campaña. Operando sin cesar durante horas y horas y días y días. Hice verdaderos milagros con el bisturí. Mis extraordinarias manos salvaron a infinidad de soldados. Algunos, a la fuerza se acordarán de mí.
Una enfermera menuda, morena y eficiente me ayudó a cubrir con una bandera internacional de neutralidad el improvisado quirófano de lona. Mientras tanto, a nuestro alrededor caía una lluvia de cascos de granada y metralla. Los hombres se derrumbaban como árboles cortados de raíz. Ella y yo nos mantuvimos en pie sólo porque Dios lo quiso. Fueron instantes largos como siglos, pero cuando cesaron sobrevino una paz infinita. Era como si el mundo entero hubiera dejado de palpitar y sólo la enfermera y yo quedáramos con vida. La fuerza de la tragedia nos acercó. Dividimos nuestros caminos cuando llegó el tren de socorro. Cargamos todos los heridos y ella se fue. Yo me quedé en el hospital de sangre hasta que llegó el relevo. No volvimos a encontrarnos nunca, seguramente porque ni uno ni otro nos lo propusimos.
Estuve poquísimo tiempo en campaña, dado el estado precario de mi organismo. Obtuve una medalla y un rasguño en la rodilla. Me sirve mucho más esto último para recordar las jornadas del 1914. Me lo impuso una bala enemiga en premio a que curaba sus propios heridos.
Pero ni rebosando humanidad, ni en nada… En sesenta años no he hallado mi camino. Es posible, no obstante, que ahora lo tenga al alcance de la mano. Sesenta años no significan nada para Alexander y menos para Jasper, que los ha rebasado y cada vez se hace más fuerte y robusto, como si se tratara de un árbol. Para mí es una edad avanzada. Me siento infinitamente viejo. Mi pelo oscuro se ha vuelto cano. Algunos dicen que me asemeja al anciano doctor Garrett, y, en secreto, me enorgullece. Pero no alcanzaré los noventa y cinco como él. La lesión de mi corazón no curó nunca. He pasado temporadas tranquilas, incluso me he creído curado, pero al cabo ha vuelto la opresión y el dolor. Deborah, la señora Sidney, la esposa de Jasper, a la que en mi interior he seguido llamando «señorita Greene», me ha atendido bondadosa y solícita cada vez que he sido huésped en su hogar. A Alexander y a mí nos ha tomado un cariño entrañable. El día en que se nos adueñó por completo de Jasper, confieso que, despechados, dimos por disgregado el «trío milagroso». Pero sufrimos un error. Ella ha constituido un nuevo miembro, un nuevo amigo. Con Jasper discute y pelea a menudo; no ceden nunca ninguno de los dos. Alexander y yo siempre les damos la razón por partes iguales, sin favoritismos. Cuando la riña llega a su grado máximo, los dejamos solos. Sabemos de buena fuente que, luego, un abrazo pone fin a todo. Lo que no sabemos es cuál ha sido el que se ha acercado primero… Pero esto tampoco lo saben ellos.
Jasper ha luchado sin cesar para evitar mis terribles recaídas. Parece ignorar que cuanto más enfermo, más me acerco a la meta definitiva. Tampoco ha sabido nunca que los momentos más angustiosos son aquellos en que he vuelto a sentir su rojiza cabeza apretada sobre el corazón. Sólo Alexander lo ha adivinado siempre. Cuando me ve postrado, murmura: «Alguna vez no dolerá, Len; espera…».
Y espero.
***
Todo esto tan simple, tan normal, es lo que me intrigaba aquella mañana, mientras aguardaba a que Alexander y Jasper vinieran a buscarme para llevarme a casa. Pero no pude saberlo; no tuve a nadie que me lo anticipara como yo he hecho contigo. Fue mejor. Cabía la posibilidad de que me hubiera decepcionado como tal vez te ha ocurrido a ti. ¿O no? Volvamos al brocal de la fuente.
***
Los nubarrones reventaron de pronto y soltaron el agua a cántaros. Por entre los colgajos de hiedra bajaron chorros continuos, más fríos que la misma nieve.
Eché a correr hacia los eucaliptos soltando una palabrota por primera vez en la vida.
El surtidor estaba turbio y agitado y el gordezuelo niño de piedra se había vuelto de un gris reluciente.
A través del velo de lluvia vi la vaga silueta de una hermana que corría por los claustros blandiendo un paraguas. Alcancé la escalera resbalando. Subí como una exhalación. Llegué a la galería sin aliento. La hermana, que, naturalmente, era la de «Cara de luna», me dio el paraguas cuando ya estaba a cubierto. Contemplamos mi facha. Estaba mojado como un pez.
—¡En un minuto! —exclamé amargado.
—¡Qué desgracia, doctor!
—Debería secarme en seguida; antes de que Jasper me vea así. Me va a castigar con otra semana de convento.
—Venga a la cocina, junto al horno.
Cruzamos corredores y estancias como dos estrellas fugaces. Por poco atropellamos a la monja esbelta, que nos salió al paso con su bandeja y sus tacitas de infusiones aromáticas. «Debemos de estar ya cerca de la cocina», me dije. Bajamos unas escaleras, traspusimos dos piezas, recorrimos un pasadizo, torcimos a la derecha. Otra monja, con una bandeja llena de platos con lechuga. «Debemos de estar ya cerca de la cocina», me dije. Un claustro, un corredor, una sala inmensa y vi la puerta de la calle. ¿Qué había pasado? Estábamos en el vestíbulo.
—Es que hemos tenido que dar la vuelta, doctor. Nos hallábamos al otro lado y no pudimos cruzar el patio.
Emprendimos la ruta nuevamente.
—Aquí —dijo la «Cara de luna» viendo que yo pasaba de largo.
Entré en la cocina y me quedé de una pieza. Jasper se secaba la ropa junto al horno. Estaba calado de pies a cabeza.
—¿De dónde vienes tú? —me dijo.
—Estaba en el patio.
—Es mejor que te acuestes.
—Tengo la cama desmontada, la ventana calafateada, la habitación llena de gas y la puerta sellada.
Dirigí una rápida mirada a la «Cara de luna» y, aun en contra de su voluntad, salió presurosa a avisar al mozo desinfectador para que hiciera lo que yo había dicho. Jasper me escudriñó de cabo a rabo. Escondí las manos, que se me habían puesto azuladas.
—Estás congelado, ¿eh? Ponte aquí donde estoy yo. Quítate la chaqueta. Escúrrete el cabello. Sécate la cara. Siéntate. Bébete este tazón de café. Pon los pies ahí encima. Acerca las manos al horno.
Se asaban patatas rellenas de carne que nadaban en un jugo muy oloroso.
—Cuando viste que amanecía sin sol, pudiste suponer que no nos iríamos. Duerme en el cuarto donde he dormido yo estos días.
Irrumpió Alexander en la cocina.
—¡Buenos días! ¿Estáis secos ya? El coche aguarda. Te traigo el abrigo, Len. Hace un día de…
Iba a decir de «perros», pero al ver la cara de perros que ponía Jasper se calló en seco.
Transcurrieron los segundos uno a uno, palpables. La tensión se intensificó. Las patatas del horno hervían nerviosamente. Jasper estaba a punto de estallar.
Entró la «Cara de luna». Vio el cuadro, se hizo cargo de la situación, y con voz mortificada, rota, me prestó el último servicio.
—Ahora no llueve… Si quieren aprovechar el momento… Creo que va a salir el sol.
Jasper se irguió en toda su altura, hinchó el pecho y tronó:
—¡Ponte el abrigo, Len!
El coche se puso en marcha.
No habíamos llegado a la esquina cuando se desencadenó una lluvia torrencial. El agua golpeaba fieramente el delgado techo. El ruido atronaba. Era algo como para inspirar pánico.
Jasper sonreía sardónicamente. Alexander y yo, encogidos, recibíamos el chubasco en el alma.
Era imposible ver las calles a través de la ventanilla. Parecíamos encerrados en un cajón depositado debajo de las cataratas del Niágara. Alexander dijo algo, pero nadie le entendió. El coche dejó de moverse y supusimos que se había parado. Supusimos también que el cochero quería decirnos algo, puesto que sus nudillos se volvían amarillos repicando una y otra vez contra el vidrio. Debió convencerse de que era inútil toda comunicación y desistió. El coche volvió a cobrar movimiento. Por las junturas de las portezuelas rezumaba el agua empapando el almohadillado. Daba la sensación de que se estaba reblandeciendo la carrocería como si fuera de cartón. Jasper seguía sonriendo.
El temporal nos ensordeció durante quince minutos. Luego cesó de pronto, inesperadamente, dejándonos el vacío en los oídos. Los vidrios se hicieron transparentes y vimos las remojadas calles.
Entrábamos ya en Spick.
No me había sido posible recrear la vista en nada céntrico y espacioso. Acerqué la nariz al cristal para ver cómo iba de agua el arroyo, pero un bache por poco me hace dejar los dientes sobre el marco de la ventanilla.
Paredes oscuras llenas de regajos de verdete; ventanucas con persianas despedazadas; alcantarillas taponadas por montones de inmundicia; canalones que arrojaban seroja y ratas ahogadas… De una reja que había a ras de tierra emergía el agua espumosa y llena de paja; en ella nadaban infinidad de tapones de corcho y pedazos de barril. En Spick la lluvia lo vertía todo al arroyo, desde la suciedad de las azoteas hasta la porquería de los sótanos inundados.
Las ruedas de nuestro coche se hundían en las inmensas charcas de barro. Bruscamente quedamos atascados. El caballo relinchó enojado. Los tres sacamos la cabeza para ver el desastre: un simple hoyo. Algunas cáscaras de huevo flotaban tranquilamente.
Frente a nosotros había un bar cerrado. Era el que había pertenecido a Edna Basehart, la vieja asesinada por Martino. Resurgió en mi mente de modo repentino aquella terrible noche en que descubrí su cadáver. En vivos colores vi el mantel a cuadros azules colgado por un lado de la mesa, la cabeza desgreñada teñida de rubio, la sangre empapando el delantal, el mango del cuchillo, vertical, firme…
Ahuyenté el pensamiento con la mano como si fuera un tábano.
Se oyó el silbido de la fusta de correa y el restallar sobre las ancas del caballo. Alexander apretó los dientes y cerró los ojos como si hubiera sentido el dolor.
Un tirón, un traqueteo, un chapuceo de cascos y el arranque impetuoso del coche.
Atravesamos el solar de las latas de conserva, por donde yo había corrido como un loco perseguido por un fantasma que resultó ser Jasper. La basura mojada había adquirido gran peso y quedaba aplastada contra el suelo. Nacían gatuñas aquí y allá. Asomó el sol débilmente y arrancó destellos a todas las ramitas cargadas de gotas. Fue la única visión atrayente.
Cruzamos el puente de Cragget. El agua fangosa había subido de nivel hasta dejar tendidas en el suelo las plantas de la orilla y descubiertas las raíces de los chopos. El puente, que algún día se iría abajo sin previo aviso, crujió bajo los cascos del caballo y las ruedas del coche. Instintivamente nos erguimos todos como si con ello aliviáramos el peso.
Una vez en terreno firme, divisamos ya nuestra calle recta y limpia. «La calle de los médicos», la llamaban los vecinos. Y nos paramos ante nuestra casa gris, húmeda, como un panteón de dos pisos.
Junto a la placa de la puerta estaba colocado el siguiente rótulo:
El consultorio del doctor Leonard Barker será atendido provisionalmente por el doctor Alexander O’Donnell, bajo el mismo horario.
Cuando subí los peldaños del zaguán me di cuenta de lo débil que estaba todavía. O tal vez era el viaje, que me había relajado. Las piernas no me aguantaban.
—¿Estás mareado? —me preguntó Jasper.
Negué con la cabeza, pero vomité allí mismo. Honora abrió la puerta en aquel instante y no supo si darme la bienvenida.
—¡Si me encuentro bien! —me defendí cuando me entraban cogiéndome por los brazos como si estuviera inválido.
Me llevaron al comedor y me sentaron junto a la chimenea encendida, en un sillón previamente preparado con almohadones para la cabeza y para los pies. No había tenido tiempo de reponerme de tantos cuidados, cuando ya me ofrecían una copa de «Noyau». El olor agridulzón me recordó poderosamente a Martino agazapado en la despensa, con la ropa empapada en licor; con los pantalones que se le caían, desnudo de cuerpo, blasfemando y agitándose… Vi su cabeza bamboleándose por la escalera cuando Jasper lo llevaba… Ahuyenté el pensamiento con la mano como si fuera un tábano.
Honora ponía la mesa, y de la cocina llegaban efluvios de pava asada.
De pronto entró Penique balanceándose, con su andar estudiado. Le llamé. Se detuvo, aplanó las orejas y me enfocó sus ojos color de aceite. No quiso darme importancia, pero se acercó para que le cogiera. Lo alcé en vilo por la piel del cuello y lo abracé. Su corpachón blando y caliente pesaba como el de un niño pequeño. No sé hasta dónde llega la memoria de los gatos; pero Penique me recordaba y se alegraba de volverme a ver. A pesar de su carácter grave, me frotó la barbilla festivamente con su enorme cabeza.
—Me echabas de menos, ¿eh?
No pudo contestar; estaba emocionado y empezó un ronroneo vehemente, poderoso, que resonó en los ámbitos del comedor.
—¿Podrás comer pava, Len? ¿Pasó el mareo del viaje?
—Del todo. Quisiera saber cómo le fue a Martino, que en mis mismas condiciones tuvo que cruzar el mar del Norte.
Jasper se sentó frente a mí y me puso una mano sobre la rodilla.
—Len —cuchicheó—, te pido por favor que no lo nombres nunca más.
¡Si no quería nombrarlo! ¡Si desde que salí de Saint-Constantine trataba de apartármelo de la mente! ¡Si su recuerdo me daba escalofríos! Nunca supuse que al enfrentarme de nuevo con el escenario de unos hechos enterrados, resucitaran con aquel vigor.
Nos sentamos alrededor de la mesa con tres expresiones distintas: Jasper abrumado, Alexander apacible, yo asombrado. Asombrado por causa de ellos. Nunca había sucedido que al hablar de Martino fuera Alexander el sereno y Jasper el conturbado. Este cambio de papeles ponía de relieve la fe que paulatinamente adquiría el primero en el futuro de Martino y el recelo que, por el contrario, iba invadiendo al segundo. Interiormente sentí una profunda satisfacción. Para Alexander, la paz de la conciencia; para Jasper, un poco de inquietud le venía muy merecida. ¿Y para mí?… ¿Y para ti, lector? Imaginemos a Martino en Dinamarca, vestido con mi traje, buscando trabajo de curtidor, deseando ser honrado, ambicionando poseer aquella fortaleza de Alexander y de Benjamín Moore, el condenado inocente. ¿Olvidaremos la palabra «asesino»? ¿Lo recuerdas en su lecho de agonía? Nueve horas. Nueve horas gimiendo, sangrando por la nariz, con los ojos en blanco, bañado en sudor. ¿Había sido aquello realmente una expiación? ¿Había nacido de aquel dolor un ser depurado, nuevo? ¿Había rozado tanto el extremo de la vida que ya había vislumbrado la luz del Misericordioso? Sí, sí. Tenía que ser así.
Honora puso una flamante botella de champán sobre la mesa. Rara vez ocurría esto. Era para celebrar mi vuelta al hogar. Salió el corcho disparado como un cohete. Penique bufó, valentón, y, de paso, se escondió. Se llenaron las copas y se manchó el mantel. Alexander se acercó la espumosa bebida, la miró detenidamente, olió, sorbió, arrugó la nariz.
—Ácido tártrico y bicarbonato de sosa; vino blanco y azúcar.
Acabé con la pava. Vinieron buñuelos de crema. Acabé con los buñuelos de crema. Coñac. El coñac acabó conmigo. Jasper y Alexander me sugirieron una siesta y se ofrecieron para llevarme a la cama en una hamaca improvisada mediante una manta. Tuve la prudencia de no aceptar, en bien de mi digestión.
—Cerca del fuego —dije.
Cerca del fuego me pusieron, horrorosamente atentos. Quedé rodeado de periódicos, revistas, libros, barajas y dados.
Jasper se fue a Saint-Constantine, y Alexander al laboratorio. Inmediatamente empecé a bostezar y a dar cabezadas. Pero Penique no me dejó tranquilo. Se frotaba contra mis piernas, me saltaba sobre las rodillas, volvía a bajar, subía a la mesilla, pasaba a mis hombros, me husmeaba los cabellos, se me deslizaba por el pecho cogiéndose con las uñas para no resbalar y pinchándome de lo lindo. ¡En fin!
Me levanté y fui al laboratorio.
—¿Qué haces, Alexander?
Apartó el ojo del microscopio.
—Sigo el proceso de los virus atenuados.
—Déjame ver.
Meneó la cabeza enérgicamente.
—De ninguna manera, Len. Está prohibido incluso que entres aquí. Si no te retiras en seguida tendré que denunciarte. ¿Es que te has cansado de hacer solitarios?
En mi pensamiento se desparramó una baraja. Cartas en el suelo y en el cubrecama. «Vengo haciendo solitarios a diario desde hace cinco años. Podría hacerlos con los ojos cerrados.»
Ahuyenté el pensamiento con la mano como si fuera un tábano.
—Vete arriba, Len; échate un rato; te has puesto pálido.
Arriba… la escalera… Me así a la barandilla y miré la escalera de arriba abajo. El tragaluz vertía una claridad amarillenta, irreal… ¿Cómo no oía los cantos?, ¿cómo no veía los cirios y la gente apiñada?, ¿cómo no bajaban el féretro?… Empecé a subir lentamente, obsesionado. Mi manga rozó las flores de papel del macetero y me detuve como si me hubiera tocado un fantasma. Tragué saliva y proseguí. Miré la puerta cerrada del cuarto de Marino… Volvía el tábano… Agité la mano y me cubrí los ojos desesperadamente. Sonó la campanilla de la calle. Sacudí la cabeza y miré a mi alrededor. Estaba despierto; realmente, estaba despierto. Abajo resonaron los tacones de Honora y se oyó abrir la puerta.
—Buenas tardes.
—Buenas tardes. Pase; es usted el primero. El doctor le atenderá en seguida.
Las tres. La consulta.
Acabé de subir y pasé ante aquella puerta cerrada. No era ya el cuarto de Martino. Volvía a ser el de Jasper.
Con paso firme me dirigí a mi dormitorio. La cama de Alexander ya estaba fuera y me habían devuelto la mesilla de noche, el lavabo y la percha. Me tendí pesadamente. Todo era igual que antes. Que antes de todo. Pero Alexander se había olvidado sus trastos de afeitar en mi lavabo, su toalla, sus zapatillas, su… ¿Pero es que hacía uso de mi cuarto todavía? Su ropa estaba colgada en mi percha, ¡y con qué desbarajuste, madre mía! Me levanté atónito; él jamás había sido desordenado. Salí, abrí su dormitorio y me asomé. El lecho, en su sitio, bajo la capillita de San Roque. Todo escrupulosamente ordenado. Las zapatillas, la ropa, los útiles de afeitar…
El que se había instalado en mi habitación era Jasper. ¿Por qué? ¿Le repugnaba ocupar el lecho de…? ¿O le imponía?
Miré la puerta que ponía en comunicación las dos alcobas: estaba cerrada y tenía una silla delante.
¿Qué les ocurría con aquel cuarto? Ni Alexander ni Jasper eran tan niños como para cogerle miedo a cuatro paredes vacías. Me acerqué, aparté la silla y moví el tirador. Estaba cerrado con llave. Salí al corredor. Probé en la otra puerta y obtuve el mismo resultado. Regresé al cuarto de Alexander y abrí su mesilla de noche. Lo revolví todo sin hallar llave alguna. Fui a mi habitación. Miré todos los cajones, busqué en los bolsillos de Jasper… Necesitaba abrir el cuarto de Martino. ¡Saber qué era lo que impresionaba a Jasper y a Alexander!
Sacudí toda la ropa que hallé para hacer saltar la llave. Pero fue imposible. No estaba allí. Por fin la vi sobre el antepecho de la ventana. La así temblando; la miré temiendo que no fuera aquélla. No cabía duda, y aún dudaba cuando la introduje en la cerradura. Lo hice con gran trabajo porque el pulso me fallaba. Sentía las venas del cuello latir con fuerza. Me palpé el corazón y me apreté el pecho. Temía un colapso. Cualquier impresión me producía un colapso. ¿Pero qué es lo que me había de impresionar? ¿Qué esperaba hallar? Di vuelta a la llave y luego al tirador. Abrí de golpe.
Sufrí una decepción. Todo olía a formaldehído. La cama, limpia y blanca; las paredes del cuarto, lavadas; los muebles, recién barnizados. Nada de particular.
El intenso olor del desinfectante perduraba porque todavía no se había establecido una ventilación activa. Nadie había ocupado el cuarto.
Me quedé en medio del recinto, inmóvil, aturdido.
Penique se escurrió entre mis piernas y saltó sobre la cama. Husmeó anonadado. No quedaba rastro alguno de su amigo, como si nunca hubiese estado allí… o como si hubiera muerto. De aquel modo quedaban los dormitorios cuando sus ocupantes habían dejado de existir.
Penique irguió mucho la cabeza, se estiró, lanzó un maullido escalofriante y raspó la sábana con las uñas como si astillara el féretro de mis pesadillas. Me estremecí de pies a cabeza y salí al corredor. Quedé agarrado a la barandilla de la escalera, atontado, aterrado. Veía ante mí la cara desfigurada de Martino, las sábanas manchadas de sangre, aquella mano crispada abriéndose espasmódicamente y dejando escapar la medalla del Sagrado Corazón de Jesús. ¡Yo acababa de matarle! ¡Yo le había abierto la tráquea con pulso inseguro y enfermo, y le había quitado la vida cuando el suero ya le curaba! ¡Por eso Jasper y Alexander evitaban hablarme de él! ¡Evitaban mis preguntas! ¡Evitaban incluso visitarme… hasta que decidieron el engaño! Alexander se turbaba porque le era difícil mentir; amaba demasiado la verdad. Jasper lo tramó todo; intentó mantener incluso que Martino se había salvado gracias a la operación, acusándose de haberme inoculado el suero a mí sin ninguna garantía. Alexander no lo había soportado: «¡Basta! ¡Eso, menos aún!». Menos aún que la verdad… «Prefieres decir la verdad… nada te importa que a Len le dé un colapso…» Y entonces habían hecho el último intento en favor de mi corazón: «Martino se fue con rumbo a Dinamarca», y no faltaba un solo detalle: «El pasaporte le caducaba… cogió el tren para Yarmouth… le acompañamos a la estación… Le he dicho que no escriba…». Pero todo lo había contado Jasper. Alexander callaba; sólo cuando pregunté si podríamos tener la certeza algún día de que el asesino había emprendido un camino limpio, él había dicho con firmeza: «Sí, Leonard»… El camino que le ofrecería la Misericordia infinita… «En su rostro fue reflejándose una gran tranquilidad… Nunca había visto sus facciones tan apacibles… Parecía como si por primera vez en la vida alcanzara la fortuna… Pasé catorce horas velándole… notaba el cambio de temperatura de su mano…» Honora le había sorprendido en el velorio: «El doctor Alexander le susurraba cosas al oído»… Rezaba, le asistía en la muerte a través de sus oraciones…
De pronto chocó en mi mente el rostro de Alexander bajo los sombrajos de los eucaliptos: «No tienes ni chaqueta, ni pantalones, ni calcetines, ni zapatos, ni capa, ni sombrero… Yo le di unos puños y Jasper una corbata». Si en realidad Martino había muerto, ¿cómo Alexander se había atrevido a llevar la farsa hasta ese punto? «No pude darle lo mío porque sólo tengo lo que llevo puesto; en cuanto a lo de Jasper, le venía grande de un modo ridículo.» ¿No era esto muy veraz, muy real? ¿Podía la ingenuidad de Alexander tramar estos astutos detalles? No, no podía. Martino vivía. Martino estaba en Dinamarca. «Cuando, por fin, supimos a ciencia cierta que el Amter había zarpado llevándoselo a bordo, lanzamos un suspiro como el de los que acaban de nacer… Parecía un hombre distinto… su expresión recordaba a Alexander»; Jasper jamás habría sabido inventar una expresión… «No habla danés… no habla sueco.» De ser todo una farsa, con decirme que conocía algún idioma de la rama escandinava me hubieran dejado más tranquilo. «Sabe trabajar de curtidor.» A mí me había dicho el inspector Wyatt que su padre era curtidor; ¿quién sino Martino se lo había dicho a ellos? «Buscará empleo… está dispuesto a luchar.» ¡Martino vivía! De no ser así, Alexander no hubiera podido decir: «Se creía muerto y me tomaba por San Roque». Él no sabía que se parecía a la figurilla de yeso. Sólo Martino pudo decírselo… o tal vez yo mismo en mis desvaríos… «Tú también estuviste una noche entera rezándome el credo»… ¡Podían haberlo falseado todo hasta ese extremo! Podían haberle enterrado con mis ropas; podían haber comprobado si el Amter verdaderamente zarpaba para Dinamarca; podían haber leído en los diarios que era curtidor… «Olvídate de Martino, ¿oyes? Olvídate de Martino…. Len; te pido por favor que no le nombres nunca más…»
Me apreté las sienes. El pecho se me encogía, me ahogaba. Bajé las escaleras tambaleándome, asiéndome en todas partes. Llegué al gabinete. La clientela me miró asombrada. Me escurrí hacia el consultorio apoyándome en la pared. Abrí la puerta y me eché en el sillón más cercano. Alexander corrió a mi lado.
—¡Len!
En seguida se volvió hacia el paciente al que estaba atendiendo.
—Aguarde ahí al lado, en el laboratorio, por favor.
Me alzó la cabeza.
—¿Qué ha sido, Leonard?
Sus ojos angustiados examinaban mis facciones. Le miré fijamente. Ahora sería incapaz de engañarme. En su rostro resplandecía la bondad y la nobleza. Me sacaría de la terrible incertidumbre, me aclararía la verdad… «La verdad, siempre la verdad, ¿no es eso, Alexander?» A Jasper no se lo preguntaría nunca; antes de contestarme tendría presente mi lesión cardíaca y mi hipersensibilidad.
—¿Qué te ha ocurrido, Len? ¿Ha vuelto una pesadilla?
Atontado, temblequeando, pestañeé. Luego afirmé con la cabeza.
—Una pesadilla… —repetí quedamente.
Mis párpados se cerraron. No dije nada más. Dejé que me pusiera la mano sobre los ojos. Aquella mano fresca que infundía calma. No pregunté. Ya no quería preguntar. De pronto había perdido el deseo de saber. Preferí ignorar lo que ya no podía remediarse.
***
Y sigo creyendo que Martino emprendió una vida nueva en Dinamarca. Tal vez sea verdad.
FIN