Los médicos de los diferentes sectores empezaron a ponerse en acción. Hopkins, del hospital, y Lee, nos brindaron sus servicios; fueron inmediatamente aceptados, aunque no por ello se aligeró nuestro trabajo; en todo caso pudo atenderse a mayor número de enfermos. El doctor McHath llegó a interesarse por el suero de Jasper. Incluso lo propuso a Sir William Greene, el rico propietario del Voiturette Ford. El menor de sus hijos, de catorce años, presentaba indudables síntomas de contagio y, aunque se hallaba en las iniciaciones de la enfermedad, el padre insistió en que McHath nos llamara a consulta. Ante la visión del nuevo remedio palideció. También influyó nuestro traje gastado.
—¡Sin un éxito asegurado! —exclamó, enfurecido—. ¡Si al menos tuviera usted apoyo de algún instituto médico, o de alguna escuela de bacteriología! ¿Qué opina, doctor McHath?
El doctor McHath acabó por no opinar. Jasper también se quedó mudo. La madre del enfermo, una francesa terca y orgullosa, descendiente de los Bonaparte, no admitía lo apremiante de la situación.
—Aguardemos a mañana, William. No podemos precipitarnos; nuestro Gibbie es fuerte y está debidamente asistido.
Se refería sin duda a las dos enfermeras y al lujo de la habitación.
Jasper plegó el estetoscopio. Yo me levanté. En el barrio de Spick nos aguardaban montones de enfermos.
Sir William se había retirado a su aposento, preocupado por su hijo y por la baja de las acciones de la Aluminium Limited Company. La rígida señora se quedó a los pies de la cama aguardando el momento de ordenar al Cielo que salvara al muchacho. El atento doctor McHath no se atrevió a abandonar la cabecera. Salimos presurosos de la suntuosa alcoba, rodeados del mayor silencio y olvido. En otras circunstancias, el requerimiento de nuestra presencia en la casa más opulenta de la ciudad nos habría llenado de emoción. Ahora sentíamos una depresión infinita, un apremiante deseo de alejarnos de allí, de volver a las buhardillas y a las barracas.
Nos acompañó a la puerta un criado. Cruzamos el corredor encerado, bajamos la escalera de mármol, atravesamos el salón estilo Imperio, y, por fin, en el esplendoroso ropero del vestíbulo hallamos nuestros raídos abrigos.
***
—¡Aguarde un momento, doctor!
Volvimos la cabeza y vimos la alta y delgada silueta de una joven que avanzaba hacia nosotros arrastrando un cúmulo de pliegues de terciopelo verde. Al tenernos ante sí, se detuvo sorprendida.
—Perdón —murmuró—, creí que era el doctor McHath.
Con su presencia, el vestíbulo se había llenado de una sutil fragancia a «Extrait de Nard». Jasper no soportaba a las personas perfumadas y las aletas de su nariz temblaron de desagrado.
—El doctor McHath sigue arriba, señorita —dijo con una brusca reverencia de despedida. No sabía ser amable con las mujeres.
—¿Cómo sigue Gibbie? —preguntó la joven con gran inquietud—. Es decir, supongo que son ustedes colegas del doctor McHath… ¿Cómo sigue mi hermano? ¡Papá está tan intranquilo! ¡Es absurdo que no me dejen subir! No soy ninguna niña y sé muy bien las precauciones que debería tomar. Díganme ustedes francamente si Gibbie… ¡Oh, Dios mío! En realidad, ¿quién puede tener una certeza de lo que ocurrirá?
Y sin dejarnos decir nada siguió hablando enérgicamente moviendo de aquí para allá un pañuelo de encajes. El «Extrait de Nard» nos envolvía por completo. Jasper se contenía por puro milagro.
La joven reflejaba el mismo orgullo de su madre, pero tenía a su favor un extraño rostro que inducía a perdonarle los defectos: pómulos prominentes, mejillas hundidas, hermosos dientes y grandes ojos oscuros. El pelo, anudado bruscamente sobre la base del cráneo, no dejaba escapar un solo rizo, mostrando la blancura del cuello, de la nuca y de las orejas. Tal vez las líneas de su cuerpo eran excesivamente finas, dándole un aspecto quebradizo que contrastaba mucho con su pesado vestido de terciopelo y su arrogancia. Parecía una reina de cristal.
Su tono expresaba desdén hacia el doctor McHath, que ponía misterios en todas partes sin hablar nunca claro. De súbito se le quebró la voz y creí equivocadamente que rompía en llanto; se limitó a toser llevándose el fino pañuelo a los labios. Jasper le preguntó rápidamente si estaba acatarrada. La joven afirmó con la cabeza.
—Anteayer —explicó— vine en calesín desde Conway. El doctor McHath me impone vahos de eucalipto, pero es una verdadera tontería.
—Yo creo que ninguna tontería sobrepasa la de su excursión en coche descubierto, señorita.
La joven enrojeció.
—¡Fue por causa de Gibbie! ¡Tuve que traerle inmediatamente! ¡Papá no venía a buscarnos! ¡Allí no había otro carruaje!
—¿Le duele la garganta cuando grita así?
Las facciones de la joven se contrajeron. Quedóse muda, mirando fijamente a Jasper. Sus pupilas fueron dilatándose. Lentamente y en voz muy baja, dijo casi para sí:
—Gibbie se recostaba en mi hombro… nos tapábamos con la capa… respirábamos uno junto a otro…
Jasper la cogió por el brazo y, sin que ella ofreciera la menor resistencia, la condujo al salón. Les seguí maquinalmente. El criado se quedó junto a la puerta, petrificado, con la mano en el tirador y los ojos agrandados por el terror.
***
La señorita Greene se había repuesto de la primera impresión. Volvía a ser muy dueña de sí; sentada en el sofá frente al balcón que inundaba de luz su delgada figura, obedecía serenamente a Jasper. Éste exploraba con atención su garganta; luego me pidió que lo hiciera yo. En la amígdala vi la diminuta telilla blanquecina que había de adquirir la solidez de las falsas membranas.
Llamamos al doctor McHath y a Sir William. El primero se espantó; el segundo se enojó. No sabemos con quién. En cuanto le notificamos que su hija se había contagiado, se marchó dando un portazo que hizo temblar un retrato de Luciano Bonaparte. Recordé que precisamente la difteria había arrebatado un hijo a este notable antepasado de la dama. Posiblemente tal circunstancia daría un tono más distinguido a la horrible angina gangrenosa que inmolaba a tantas víctimas plebeyas.
Cuando dejamos la casa oímos la desesperada voz del ricacho. Parecía hablar solo, pero la maciza puerta de su despacho particular estaba entreabierta y le vimos gesticulando ante el aparato telefónico:
—¡No, señor mío! ¡Se trata de obligaciones y acciones emitidas en 1859!
Dediqué la mayor parte del día a visitar a los enfermos cuya gravedad impedía que fueran trasladados.
Al anochecer hallé a Jasper discutiendo con el viejo empresario de pompas fúnebres. Estaban parados en medio del bulevar, frente a la mansión de Sir William Greene. Alfie era simpático fuera de su oficio; dentro, tenía momentos tétricos; por ejemplo, en aquella ocasión recordaba los buitres que rondan a los señalados por la muerte.
Se quejaba de la escasez de ataúdes y del dinero que perdía en el arrabal de Spick. A él le interesaban entierros de primera clase, principalmente en aquella época del año, cuando nadie podía escandalizarse del precio de las flores de invernadero. Aguardaba algún acontecimiento sin poder disimular su inquietud. Le dejamos contratando a Ptolemy Dean, el danés del acordeón. Le faltaban empleados y recogía a cuantos se le ponían al paso.
Pregunté a Jasper cómo seguían los hermanos Greene. El estado del muchacho se había hecho crítico con rapidez y el acobardado doctor McHath había rogado a Jasper que no le dejase. Sir William Greene también insistió en ello. Deseaba que su hijo fuera atendido por McHath, por Jasper, por mí, por cuantos médicos fueran necesarios. Pero no podía oír hablar de operación. Que le abrieran la garganta a Gibbie en carne viva era algo que no podía permitir. Bastante tenía ya con soportar el cataclismo de la Aluminium Limited Company.
En cuanto a la señorita Greene, Jasper confesó que era la paciente más estoica que había conocido. No se negaba a hacer nada de cuanto le ordenaba, pero parecía serle absolutamente indiferente todo. O estaba muy segura de vivir, o muy segura de morir.
—Ha impregnado las sábanas con ese perfume. No me es posible auscultarla. El estetoscopio huele a nardo, el termómetro huele a nardo, todo cuanto la roza huele a nardo. Le he dicho que en adelante respire aire puro. Démonos prisa, Len; va a llover.
Me imaginé a la joven recostada en las almohadas como en un trono. Parecía imposible que la horrorosa enfermedad se atreviera a agarrotar su finísima garganta.
El nubarrón dejó gruesas gotas y se refrescaron mis pensamientos. Apretamos el paso. Cuando llegamos a Saint-Constantine, llovía a cántaros. Jasper se enjugó el rostro con el pañuelo y repentinamente asoció aquel movimiento a un revoloteo incesante de otro pañuelo que esparcía «Extrait de Nard». Y esta extraña paloma de encaje me persiguió durante el resto de la noche sin que la pudiera borrar ya ni el chorro de agua que una canal me vertió sobre la cabeza.
***
A las cuatro de la madrugada nos sacó de la cama una brusca llamada. Ante nuestra casa se había parado el coche de Sir William Greene; el mismo ricacho en persona nos condujo a su domicilio, suplicándonos que operásemos a su hijo.
Entramos en la espléndida casa. A media luz, el salón estilo Imperio parecía un palacio desierto. Subimos la escalinata y nuestras pisadas resonaron en el inmenso vacío. Arriba asomaba un criado que sostenía un candelabro en alto; el rostro del hombre era apergaminado y lívido. Parecía la misma Muerte disfrazada.
Se abrieron las puertas del dormitorio del hijo de Sir William, y antes de que pudiéramos entrar salió una anciana alta y delgada como todas las mujeres de la familia; su barbilla temblaba conteniendo el llanto y sin pronunciar una sola palabra se abrazó a Sir William. Éste palideció. Ante aquel terrible mensaje mudo acababa de comprender que el hombre nunca sería lo bastante rico. Se acercó a la regia cama de su hijo y no vio más que una figura de cera alargada, transparente. No reflejaba ni vanidad ni orgullo. Estaba investida con la solemne sencillez de la muerte.
Sin que nadie se diera cuenta, entró de puntillas una enfermera, se me acercó y me indicó que la siguiera. Lo mismo hizo con Jasper. Una vez en el corredor bisbiseó:
—La señorita Greene ha despertado y preguntado por su hermano, pero no me he atrevido a decirle la verdad. Para tranquilizarla le he comunicado que acababan de llegar ustedes. Entonces se ha incorporado excitadísima. Desea hablarles inmediatamente.
Los dos nos dirigimos a su alcoba presurosos.
Al entrar notamos el aroma de nardo. La joven nos aguardaba apoyada en un codo, con los negros y largos cabellos echados atrás obstinadamente, pero revueltos y enredados como si su cabeza hubiera rodado por la almohada infinidad de veces. Sus facciones habían perdido la vivacidad; sólo mantenía la entereza.
—Gibbie ha muerto, ¿verdad? —dijo al vernos. Su voz era afónica, casi imperceptible.
Jasper afirmó con la cabeza. Ella no quería ceder, pero los ojos se le llenaron de lágrimas. Tuvo que cubrirse el rostro con la mano. Se sobrepuso rápidamente, me miró con fijeza y luego a Jasper.
—Yo no quiero morir. —Se irguió, respiró profundamente y de un modo autoritario, brusco, inesperado, exclamó—: Deme su suero, doctor Sidney.
El silencio se hizo tan profundo que el tictac de un péndulo atronó la estancia.
Jasper, el hombre de hierro, quedó aturdido. Una contracción nerviosa le movía las comisuras de los labios y miraba incrédulo a la joven. Era un momento culminante para él: el primer paso de la fe hacia su trabajo. De súbito, recalcando las palabras, exclamó:
—Yo no puedo asegurarle el éxito.
—En todo caso —repuso la joven—, ésta habrá sido mi última voluntad.
Jasper quedóse perplejo, incapaz de concebir que una simple mujer impregnada de nardo tomara aquella resolución.
—Conforme —dijo, casi con frialdad—; volveré hacia el mediodía. —Saludó maquinalmente, dio media vuelta y salió del dormitorio con precipitación.
—Ha esperado demasiado este momento —murmuré excusándole.
Hice una reverencia cortés y salí en pos de él, aprisa, desazonado, nervioso.
Le alcancé en la escalera. Ambos dejamos la casa sin habernos despedido de la familia. Sin duda la familia se había olvidado de nosotros.
En la puerta de la calle nos cruzamos con Alfie, de las pompas fúnebres. Sombrero de copa, rostro grave y postura condolida. Nos saludó con voz de panteón.
Jasper anduvo calle abajo con tal ímpetu que por poco me deja atrás. Tomó por la avenida y le pregunté si se dirigía a Saint-Constantine. No me respondió. El viento agitaba su abrigo desabrochado; en la primera bocacalle le voló el sombrero. Tuve que recogérselo yo. Se lo alargué. No lo tomó. Le sujeté por el brazo y le obligué a detenerse.
—¿Qué es lo que te ocurre?
—¡Vete a casa, Len!
—Me parece que merezco otra contestación.
Apretó los labios y se pasó el envés de la mano por la frente. En un tono sordo, exclamó:
—¡Quiere la vida! ¿No lo has oído? ¡Me pide que le dé la vida! ¿Podré hacerlo?
—No admito que hayas perdido la seguridad.
—¡Pues así es, Len!
—¡No lo admito! ¡Es un pretexto que buscas para que no quede anulado el trabajo que te diste buscando un conejillo de Indias humano!
Se encaró conmigo furiosamente.
—Óyeme bien, Leonard: es muy probable que hoy todos deseen ya el suero. Evitaré proponerlo. No quiero inoculárselo a nadie más que a Martino. En la calle de Crookstone, de seis niños contagiados se ha salvado uno con la traqueotomía. Ignoro los que vivirían de haberles sometido a mi experimento. Quizá los seis… Pero podía ocurrir que matara al único que ha sobrevivido.
—Estás convenciéndote de que es un peligro…
—Por eso sólo puedo ensayarlo en un condenado.
—¡Todos los pacientes de Saint-Constantine están condenados!
—¡Pero ellos son inocentes! No tengo derecho a arriesgar una mínima posibilidad que tengan de salvación.
—En este caso destruye el suero y sigue colocando cánulas a ver si salvas dos enfermos más.
Me dio un empujón y siguió calle abajo dejándome plantado.
Pasé la mañana en Spick. De los enfermos cuya gravedad no había permitido que fueran trasladados, apenas alentaban ya la mitad. Durante la noche habían dejado de latir infinidad de corazones en busca de la más segura y definitiva paz. Ada también había muerto. ¿Recuerdas a Ada, lector? La pecosa criatura que habitaba el piso de los paraguas viejos. Encontré, su cadáver por pura casualidad, sin haber sabido siquiera de su enfermedad. A media mañana habían venido a buscarme para que socorriera a una borracha que acababa de beberse un sorbo de ácido sulfúrico creyendo que era aguardiente. Vivía en la misma casa que Ada y reconocí en ella a Daisy, la dueña del pekinés. Le presté los primeros auxilios en el comedor, en medio de los ladridos del perro y de los chillidos de un inválido que me amenazaba con su bastón desde una butaca. Me ayudó una mujer que al parecer acababa de levantarse. Parecía dormida aún. No había peligro de que se emocionara. Iba envuelta en una bata de lana encarnada que no se daba mucho trabajo en ceñirse: más de una vez me mostró el final de sus polacas con sus correspondientes rodillas. Le pedí que me indicara un dormitorio, cargué con el enorme peso de la señora Daisy y la trasladé para librarme del concierto que daban el pekinés y el paralítico. Pedí agua tibia en abundancia, dando gritos para despabilar a la de las polacas, y empecé a trabajar rápidamente en favor de la desdichada. Hice cuanto pude; permanecí con ella mientras fue necesario, a pesar de que en todas partes me aguardaban; la dejé cuando llegó su marido, a quien habían ido a buscar a las minas de hulla del Este. Salí del piso llevando al perro colgado de los cordones del borceguí. Traté de arrojarlo escaleras abajo, pero me hizo cambiar de táctica el miedo a precederle en la caída. Le encerré en su casa de un puntapié. Confío que ya habrá reventado de rabia.
Bajé desorientado y, sin saber cómo, me metí en la pieza de los paraguas. Nada avisaba dónde acababa el rellano y comenzaba ésta. Hasta aquel momento no recordé a Ada. Antaño la había confiado a la señora Daisy y ahora temía que no hubiera sido precisamente un acierto. Oí ruido en la estancia contigua y una extraña inspiración me hizo llamar a la muchacha. Nadie contestó, pero oí unas corridas como si varios animalillos pasearan rápidamente de un lado a otro. Me asomé a tiempo de ver varias ratas escondiéndose.
Por lo demás, allí sólo había un cadáver.
El alma de Ada se habría alejado casi al mismo tiempo en que lo había hecho la de Gibbie Greene. Las imaginé blancas, puras, completamente iguales las dos.
Fui a ver a Alfie. Yo no tenía dinero, pero él, generoso, me cedió gratis un ataúd sin recubrir. No tuvo necesidad de decirme que añadiría su importe a la cuenta de Sir William.
A causa de tanto tránsito el viejo no tenía bastante personal y en aquel momento no disponía de un solo mozo que pudiera cargar el ataúd y llevarlo a Spick. Nadie quería contratarse en tiempo de epidemia. Sólo podía confiar en gente similar a Ptomely Dean, el acordeonista ambulante, que necesitaba dinero para irse a Dinamarca y para comprarse ron.
De todas formas me prometió que por la tarde lo arreglaría todo y procuraría incluso que el sepulturero enterrara a la muchacha sin contar con la gratificación. Me encaminé a toda prisa hacia Saint-Constantine. Deseaba encontrar a Jasper. Era tarde y temía que se hubiera ido ya a casa.
En efecto, así fue. Sin entretenerme di media vuelta, y aunque me costó un rodeo, busqué la avenida para toparme con él en caso de que se dirigiera ya a la mansión de los Greene con el suero. Suponer esto era una verdadera idiotez; puesto que Jasper era muy capaz de estar enfadado conmigo; pero nunca hasta el extremo de no aguardarme para que presenciara la importante inoculación.
Durante el trayecto hirvieron infinitas inquietudes en mi cerebro. La pálida tez de la hija del ricacho se me representaba y oía su voz afónica pidiendo la vida. Luego veía una procesión de rostros amoratados, moribundos, cuyos labios apenas podían transmitir el mismo deseo… Y en el cementerio se cavaban las fosas de los pobres y se abrían los panteones de los ricos para alojar un mismo desecho humano, continuo y horrible testimonio de nuestro fracaso ante el poder de la destrucción.
Llegué a casa. Estaba puesta la mesa y nadie la ocupaba. Hallé una carta de mi hermano. Me escribía sólo cuando se aburría tanto que el dedicarme unos garabatos le resultaba un pasatiempo. Yo rara vez le contestaba. Sólo mandaba telegramas a mi casa cuando me hallaba en algún caso de sumo apuro monetario y cuando caía algún aniversario familiar, de cuyas fechas siempre se acordaba Alexander.
La carta, ingenua y festiva, me anunciaba que mi padre tenía proyectos de ampliar su fundición. No era ninguna sorpresa; durante toda su vida había estado proyectando lo mismo. Luego me decía que él cortejaba a la hija de Hughes y que me avisaría para la boda. No me impresioné. Era su tercera novia. Nunca he podido desentrañar si las dejaba plantadas o le dejaban plantado. Finalmente me recomendaba que si había epidemia, como decían los diarios, procurara cumplir con mi obligación sin olvidarme de escurrir el bulto cuando la cosa se pusiera difícil. En la India la peste había pillado a muchos médicos por tozudos.
La guardé sonriendo y entré en el cuarto de los animales. Alexander, sentado frente a las jaulas, tenía los brazos cubiertos de ratas blancas que subían y bajaban a placer. Pensé en las que había visto escapando del cuarto de Ada y me estremecí. Le pregunté si había llegado Jasper. No me contestó. Estaba absorto arreglando, con ayuda de unas pinzas, el nido de Pipe. No insistí y aguardé. Me impresionaba verle tratar a aquellos seres ínfimos con tanto miramiento. Una arruga le cruzaba la frente; parecía preocupado. Le contemplé por espacio de unos minutos. Pálido, delgado —desde que nos establecimos nos habíamos quedado pálidos y delgados los tres—, encorvado hacia la jaula… Daba la sensación de soportar sobre los hombros un peso enorme.
—Trabajas mucho, ¿verdad, Alexander?
Me miró asombrado.
—¿A qué viene esto?
Le di una palmada, asustando a todas las ratas.
—Cada día te impones nuevas tareas. Honora me dijo que saliste a hacer algunas visitas.
Se sonrojó. Hoy tiene sesenta años y aún se sonroja.
—Fui a dar una untura en los riñones de Keane y a ver a la vieja señorita Lorre.
—¿Está arriba Jasper?
Se sacudió todas las ratas, se puso en pie y me dijo gravemente:
—Oye, Len: ¿qué le ha sucedido esta mañana? Ha regresado a las once con un humor de perros. Por poco echa a Honora a la calle y…
Se interrumpió bruscamente.
—¿Qué más, Alexander?
Bajó la cabeza.
—Nos hemos peleado, Len.
—¿Por qué motivo?
—No estuve oportuno. Le dije cosas que debía haberme callado.
—¿Qué tienes en el labio?… ¡Alexander! ¿Te golpeó?
—No tiene importancia.
—¡Sí la tiene!
—¡Déjalo, Len!
—¿Qué pasó con Honora?
—Nada, una verdadera tontería. La vieja tenía encerrado a Penique en el retrete porque le ensució el ropero. Oí cómo Jasper la reprendía groseramente, intervine, le obligué a que me escuchara, le eché un sermón y me mandó a paseo de un porrazo… Óyeme, Len, lo siento: caí sobre tu globo terráqueo y lo rompí.
—¿Dónde está ahora?
—En el armario, envuelto en un papel.
—Me refiero a Jasper.
—Arriba. Hace tres horas que está arriba.
—¿Con Martino?
—No. En la azotea.
—¿Qué hace allí?
—No lo sé. Creo que nada. O tal vez trata de poner en orden sus ideas… ¿Adónde vas, Len? No te metas donde no te llaman. Yo ya lo hice… Óyeme, Len, escúchame, la comida está en la mesa… ¡óyeme!…
La puertecilla de la azotea estaba abierta. En cuanto subí el primer peldaño la oí golpear contra la pared y noté la corriente de aire. Llegué arriba sin aliento.
En el pequeño terrado lleno de claraboyas y desagües había dos sillones de mimbre renegridos y miserables, pues solíamos olvidarlos allí durante las cuatro estaciones del año. Sobre uno de ellos vi un ejemplar del The Times. Avancé. Jasper estaba recostado sobre la baranda, inmóvil como una pieza de granito. Procuré no hacer ruido a fin de observarle antes de que él me viera a mí, pero tropecé con un canalón desprendido y me quedé de hinojos. Me puse en pie de un salto. Jasper no dio muestras de haber notado nada. El viento agitaba sus cabellos rojizos y su cabeza parecía un flamero encendido.
Me situé a su lado. Permaneció sordo. Tenía fijos los ojos en un punto que no existía y sus puños estaban crispados. Me quedé quieto como él, hasta que me pareció absurda la situación. Tanto más cuanto que ya no tenía una idea muy precisa de lo que me había llevado a la azotea. El labio lastimado de Alexander me había llenado de coraje y acababa de quitármelo aquella montaña de piedra que de un momento a otro podía estallar hecha un volcán. No era un arranque violento contra mí lo que me asustaba; cierto que tenía miedo, pero miedo por aquella cabeza rubia cuyos cabellos se agitaban y ardían lo mismo que los pensamientos.
—Son las dos menos cuarto, Jasper.
Esperé una reacción.
El duro mentón perdió firmeza y las mandíbulas se aflojaron. Bajó la cabeza de pronto y se pasó la mano por la cara.
—¿Dónde está Alexander? —cuchicheó.
—Comiendo, sin duda.
—¿Qué te dijo, Len?
—Que lamentaba haber roto mi globo terráqueo.
Hubo una pausa larga durante la cual estuvimos recreándonos en la contemplación de los tejados, buhardillas y chiribitiles de Spick.
—¿Qué dice The Times? —pregunté.
—Que la violencia de esta epidemia sobrepasa la de 1880 y que no estaría por demás que los médicos nos ocupáramos en ella. Léelo, Len, hay muchas curiosidades: el número de enfermos, las defunciones diarias, el mal estado del hospital, el conflicto de los ataúdes y del personal de la funeraria… También trae un elogio de la clínica de nuestro querido colega el doctor Pressburger.
Puse una mano sobre su hombro.
—Se hace tarde, Jasper. La señorita Greene estará aguardándonos.
Las facciones se le endurecieron.
—Ahora iré —exclamó—. No es necesario que vengas, Len; tan sólo le notificaré que no puedo inocularle el suero antes de haber hecho el último ensayo.
Con un nudo en la garganta, murmuré:
—Mientras tengas en observación a Martino, la señorita Greene agonizará.
No se movió un solo músculo de su cara. Lentamente, muy lentamente, dijo:
—Si el resultado del experimento es contrario, no quiero haberla sacrificado a ella.
—¿Es que sólo cabe esa posibilidad? ¿Es que realmente dudas?
Se volvió en redondo y me cogió por ambos brazos.
—¡Dudo, dudo, dudo! ¿Y tú, Len? ¿Y tú? ¿Crees ciegamente en el éxito?
—¡Sí! —grité—. ¡Creo que el suero es lo único que hubiera salvado a Gibbie y lo único que salvará a su hermana!
—Probaré si tengo tiempo de darlo a Martino antes que a ella.
—¡Olvídate de ese hombre!
—Hice un trato con él…
—¡Procúrale un pasaporte, mándalo lejos, a cualquier parte del mundo! Igualmente tendrás que hacerlo después de haberle torturado.
Se cubrió los ojos con la mano. En voz baja murmuró:
—Hace ya tres horas que lleva en su organismo el bacilo diftérico.
Comimos en el más absoluto mutismo. Ninguno tenía ganas de hablar. Honora ponía una cara larga y sombría. A Penique no se le veía en parte alguna.
Dieron las tres en el gabinete. En la chimenea faltaban siete minutos. Yo tenía las tres y diez.
Jasper se fue a la mansión de los Greene.
Pasé media tarde recorriendo el arrabal, dentro del coche de ambulancia, recogiendo a los nuevos contagiados.
En el Establecimiento de Desinfección y bajo mis disposiciones, habían impreso unos folletos dando instrucciones a las personas que rodeaban a los enfermos y proporcionando fórmulas de los desinfectantes más sencillos y económicos. Yo llevaba un fajo de estos folletos, pero ni uno sólo me evitó el tener que facilitar una detallada explicación. La gente me escuchaba atenta, confiada, mirándome con la reverencia que sólo se tributa a un santo. Se había quitado de las camas todo atributo supersticioso para ser sometido a la cremación como presunto portador de gérmenes. En la célebre calle de St. Gudule se veían por doquier apartaderos llenos de lechada de cal, hombres blanqueando paredes y mujeres frotando los suelos con cepillos de baldeo. La higiene llegaba impelida por el terror.
Llevé los diftéricos a Saint-Constantine. Jasper me aguardaba para que practicara una traqueotomía. Coloqué otra «corbata de Trousseau», realicé escobillados de cánulas, lavé heridas traqueales, inyecté cafeína, cambié apósitos de gasa y por fin me senté, rendido, al lado de Jasper. Una «hermana azul» nos proporcionó una taza de té. El doctor Lee, que permanecía en Saint-Constantine casi toda la tarde, se nos reunió y nos habló largo rato de un caso de tuberculosis ósea que en aquel momento no nos interesaba lo más mínimo. Por fortuna, le llamaron y se fue.
Jasper me notificó que Sir William se había resistido a enterrar a su hijo antes de las veinticuatro horas. El doctor McHath parecía presto a hacer la vista gorda, pero Jasper exigió que se acataran las órdenes que hasta entonces nadie había vulnerado. Sir William intentó hacerle variar de parecer con cincuenta libras esterlinas. Jasper le dijo que era demasiado dinero y que si alguna vez decidía perder la seriedad profesional, lo haría de balde. Quedó perplejo el ricacho y accedió a dar sepultura a su hijo aquella misma noche a las ocho. La hora era intempestiva, pero prefería retribuir el doble al personal antes de separarse dos horas más temprano de su hijo. Además, Lord Ralph Crowley y su esposa, de Londres, y el diplomático francés monsieur Grégoire llegarían así a tiempo de acompañar el cadáver al panteón.
Le pregunté por la señorita Greene.
—La marcha de la enfermedad es lenta —dijo—. Incluso el bacilo de Kleb y Loeffler titubea ante aquella emperatriz.
Se bebió el té de un solo sorbo y añadió:
—Si no puedo darle el suero, desea que la operes tú.
Esto me conmovió íntimamente. Nos levantamos y recorrimos la desnuda galería con lentitud. Jasper se paró ante un grabado al aguafuerte y exclamó:
—Está delgada como una anguila.
Me detuve y miré el cuadro. Había una robusta mujer que representaba la Caridad; en su amplio regazo amparaba infinidad de niños y su pecho les nutría opíparamente. Dirigí una mirada de incomprensión a mi amigo.
—No, no, Len —murmuró—; me refiero a la señorita Greene.
Nos dirigimos hacia abajo. En el vestíbulo me puse el abrigo.
—¿Te vas ya? —me dijo Jasper.
—Deseo comprobar si el viejo Alfie ha mandado un ataúd que le he encargado esta mañana.
—Vete en el coche de la ambulancia y pasa por la clínica de nuestro querido colega el doctor Pressburger. Nos ceden veinticuatro sábanas, doce toallas, dos colchones y no sé qué más. Si lo cargamos esta noche podremos disponer en seguida otras dos habitaciones.
Subí al pescante con el conductor y en seguida me arrepentí de haberlo hecho; el viento helaba y tuve que taparme hasta la boca.
En la clínica me atendió la enfermera de los ojos azules, tan solícita, tan afable, tan complaciente. Me repasaba de pies a cabeza y se reía por cualquier motivo. Nunca me pareció tan necia. Creo que también le hicieron gracia los bajos de mis pantalones, deslucidos a fuerza de cepillar el barro. Nuestro querido colega el doctor Pressburger se dignó ponerme en conocimiento de la próxima llegada a la ciudad del doctor Garrett, de Londres. Según dijo, venía acompañado de dos enfermeras y de seis monjas francesas voluntarias.
La noticia me impresionó agradablemente. El doctor Garrett había pasado su juventud en Francia y había conocido a Armando Trousseau. En 1885, durante el cólera en España, combatió por sí solo la epidemia en una localidad y desde entonces acudía a todos los lugares donde las horrorosas plagas producían estragos, como si la experiencia sufrida, en vez de aterrarle, le hubiera cautivado. Yo le conocí en el South London Hospital y su sola presencia física me había impresionado profundamente. Contaba más de setenta años; la barba, las cejas y los cabellos intensamente blancos le daban una aureola de pureza. Su cuerpo ágil no parecía viejo y la humanidad de su mirada recordaba a Louis Pasteur. Amaba a los enfermos y les había consagrado todos los días y todas las noches de su vida. Una vez, cuando yo era estudiante y realizaba las prácticas en el hospital, le vi con los ojos llenos de lágrimas ante la imposibilidad de curar a un carbuncoso. Recuerdo que en aquel instante se reforzó mi vocación y pedí a Dios que me concediera el don de amar como el anciano.
Una vez los paquetes de ropa y los dos colchones estuvieron en el coche, le dije al conductor que diera un rodeo hacia Spick, y nos dirigimos al piso de los paraguas viejos.
Como había temido, el cadáver de la muchacha seguía en la casa, sin ataúd, a pesar de que para Ada nadie había pedido las veinticuatro horas de capilla ardiente.
Fuimos a la funeraria. Estaba cerrada. Llamé con los puños. El cochero me ayudó. No me explico cómo no hundimos la puerta. Por fin alguien gritó desde dentro. Se oyó gran ruido de cerrojos y la enorme puerta corredera se descorrió cinco pulgadas. Asomó el rostro mugriento y peludo de un hombre que mascaba chufas: era el danés Ptolemy Dean. Por primera vez no estaba borracho: no me hizo reverencia alguna y se limitó a empujar la puerta para que pudiéramos entrar.
¿No estaba Alfie? No había nadie. ¿Y el féretro sin recubrir que debía llevarse aquella tarde a Spick? No sabía de qué le hablaba. Era aquel del rincón ¿Por qué no lo cargaba ahora y lo llevaba? Tenía orden de no dejar el almacén; además, no había ningún coche fúnebre disponible… es decir, había dos coches, pero ningún caballo… Y ya no era hora de enterrar a nadie… Además, no debía enfadarme con él… no era más que un simple empleado… No le gustaba el trabajo, y eso que se ganaba muchas propinas. Prefería el acordeón. Muy pronto lo dejaría todo para irse a los prados de Dinamarca.
Fui hacia el rincón, seguido del cochero. Cargamos el ataúd, lo colocamos en el coche de la ambulancia y partimos, dejando a Ptolemy Dean mascando chufas.
***
De este modo mis funciones de médico traspasaron sus límites.
Sacrifiqué una de las veinticuatro sábanas para envolver a Ada en un sudario nuevo y blanco.
Levanté aquella figura envarada y me pareció una pesada muñeca que nunca hubiera tenido nada que ver con un ser humano. El hedor de las ropas de la cama hizo irrespirable la atmósfera. Sentí náuseas, las rodillas me flaquearon y me quedé postrado junto al féretro, con el rígido cuerpo en brazos, sin fuerzas para colocarlo dentro. El cochero había ido a buscar sublimado y serrín, y cuando regresó me encontró en aquella posición. Pálido y tembloroso, acudió en mi ayuda sin decir una sola palabra. Al deshacerme del cadáver sentí humedad en las manos y vi las mangas de mi chaqueta mojadas; me la quité rápidamente, la arrollé y la eché en un rincón. A toda prisa rellenamos el ataúd con el serrín impregnado en la solución antiséptica y cerramos la tapa sobre aquel rostro sin color, opaco como el de un ángel de mármol.
***
Aquel extraño entierro sin cura, sin cortejo ni flores ni lágrimas, atravesó la ciudad a toda prisa en dirección al cementerio.
Al llegar a la avenida, vimos una muchedumbre apostada en las aceras de ambos lados, inmóvil, silenciosa, poseída de esa reverencia que infunde la muerte…
Aguardaban el paso de la carroza que conducía los restos mortales del hijo de Sir William Greene.
Era cerca de medianoche cuando entré en casa. Había tenido que hacer tantas cosas, que aún me maravillaba llegar a aquella hora.
Al quitarme el abrigo me quedé en mangas de camisa y recordé que me había olvidado la chaqueta debajo de la camilla de la ambulancia.
Alexander no se acostaba hasta muy tarde y le hallé trabajando en el laboratorio.
—¿Estamos ya en verano? —me dijo al verme en chaleco.
Se lo expliqué todo; incluso que había amenazado al guardián del cementerio con un azadón, y que había abofeteado a un sepulturero, y que había arrojado por mi propia mano las paletadas de tierra en una fosa. Alexander me escuchó en silencio, sin hacer comentario alguno, dejando que se desinflamara mi estado de ánimo. Después me preguntó si me quedaba aliento para cenar. Negué con la cabeza y me dejé caer en una silla.
Le vi echar ácido fénico en una jofaina, le vi cargar la estufa, le vi cerrar todas las puertas, le vi arremangarse. Me desabrochó la ropa y empezó a quitármela arrojándola al suelo. Me dejó en calzoncillos. De pronto, empezó a pasarme rápidamente una toalla empapada por el cuerpo. Los dientes me castañetearon. Mojado, chorreante, con la piel resbaladiza y los cabellos adheridos a los ojos, busqué a mi alrededor algo con que secarme. Me cayó encima una manta de lana.
—Ahora vete a la cama, Len, no sea que te mate una pulmonía.
Arropado como un moro salí al gabinete. Una corriente de aire dio en mis pantorrillas desnudas y se me puso la piel de gallina. Vi abierta la puerta que daba al patio posterior. Oí unos pasos en aquella dirección y me detuve.
—¿Andas por ahí, Jasper? —pregunté.
—No ha llegado todavía —me gritó Alexander desde el laboratorio.
Me quedé unos instantes indeciso, envuelto en la manta, con una oreja descubierta para poder escuchar. De pronto, aunque el gas apenas alumbraba, vi la silueta de un hombre que avanzaba hacia mí. Era Martino. La sorpresa me dejó clavado como una estaca. El asesino pasó por mi lado tranquilamente; repasó mi indumentaria, subió la escalera y entró en su habitación.
Me reuní con Alexander en cuanto fui capaz de reaccionar.
—¿Cómo es que Martino anda suelto por la casa?
—Sólo lo hace en casos justificados, Len.
—Pero… ¿no está bajo llave?
—¿Para qué?
No se me ocurrió ninguna contestación y Alexander prosiguió:
—En cuanto se va Honora, él baja al laboratorio y trabaja conmigo.
—¿Hablas en serio?
—Naturalmente. No puede hacer gran cosa con una mano, pero algo es algo.
—¿Tanta necesidad tienes de ayuda?
Me miró a los ojos.
—Yo no, Len —exclamó.
—¡Vaya! ¡No me digas que necesita distracción! ¿Se ha cansado de hacer solitarios?
—No tienes caridad.
Se produjo un silencio grave. Alexander, siempre suave, me miraba ahora con reconvención. Fue la única vez que mi rostro se sonrojó y el suyo no.
—A pesar de todo, Len, a pesar de que ha perdido la humanidad, sigue poseyendo un cerebro que cuenta las horas. Tú y Jasper estáis fuera el día entero; no podéis daros cuenta de lo que representa convivir con él. No dice ni hace nada, pero piensa. Piensa que está en capilla desde hace quince días, pendiente de la absolución o de la ejecución.
Dicho esto se volvió de espaldas, se sentó y pegó un ojo al microscopio. Deseé explicar la acogida que tuvo mi ofrecimiento de libros, en la única visita que hice a Martino. Pero pensé que tampoco quedaría disculpado.
—Buenas noches —susurré.
—A propósito —dijo Alexander sin volver la cabeza—. ¿Te ha dicho Jasper que esta mañana le ha…?
—Sí.
—¿Y cuándo crees que…?
—No lo sé. No se puede determinar. Puede declararse bruscamente o en el plazo de unos días.
—La quemadura del brazo no cicatriza. Se le han formado flictenas llenas de serosidad oscura.
—¿Dolorosas?
—Al tacto.
—¿Lo ha visto Jasper?
—No lo creo. Mañana, antes de irte, échale una ojeada. Si se lo digo a Jasper, se le olvidará.
Al pasar ante el cuarto de Martino se abrió la puerta y apareció éste en el umbral. La luz era todavía más débil en el pasillo que abajo, y sólo pude ver unos ojos relucientes fijos en mí.
—Tome —exclamó hosco, alargándome un bulto de ropa.
Seguidamente desapareció tras la puerta. Palpé lo que me había dado y noté la felpa del batín. Me quedé bastante desconcertado y opté por meterme en mi habitación sin haber hallado sentido al incidente. Fue al quitarme la manta cuando caí en la cuenta de su significado: Martino había creído que me arropaba de aquel modo porque él usaba mi batín. Me quedé sorprendido. El miramiento y la solicitud no habían sido precisamente su adorno hasta entonces. Tal vez fuera una forma de disculpa… Quizás aceptaría unos libros…
Me puse la prenda y me calcé unas zapatillas. Estaba dispuesto a resolver aquella misma noche el asunto de las flictenas llenas de serosidad.
Salí de nuevo al pasillo y me paré ante la puerta del cuarto de Martino. Dudé entre llamar o entrar sin ceremonias. Opté por lo primero.
—¡Adelante! —oí.
Abrí la puerta. El cuarto estaba a oscuras.
—¿Se ha acostado ya? —pregunté.
—Sí.
Su afirmación fue tan seca y rotunda que por poco me quita las ganas de proseguir.
—Venía para examinar su mano; pero en este caso, aguardaré a mañana.
—Hágalo ahora. Tanto da.
Tan florida invitación fue aceptada. Entré y encendí el quinqué yo mismo. Martino se sentó en la cama. Iba equipado con un camisón que llevaba mis iniciales; la manga izquierda estaba descosida para dejar paso al brazo herido. Deshice el vendaje cuidadosamente y apareció la quemadura ante mis ojos por primera vez. Me pareció muy extensa; ocupaba la parte anterior del antebrazo hasta el codo de un modo superficial, pero en la mano, sobre el pulgar, donde la ropa no pudo prestar protección, había penetrado en la superficie papilar de la dermis ocasionando las fatídicas ampollas que inquietaban a Alexander.
Me imaginé a la vieja Basehart arrojando la sartén de aceite hirviente en un desesperado intento de defensa. Sentí un escalofrío.
—¿Le duele? —pregunté tocando con una gasa la mano asesina.
Negó con la cabeza.
La importancia de la herida hacía lentísima la curación, pero no había más que esperar la ulceración y la blanca y lustrosa cicatriz definitiva. De pronto me pregunté si aquella mano tendría tiempo de ostentar tal reliquia.
Rehíce el vendaje sin renovar la pomada antiséptica; no era necesario, pero además, el bote estaba abajo.
Observé que las sábanas se movían en un lado de la cama donde ni los pies ni las manos de Martino llegaban. Fruncí las cejas. Un bulto se escurrió hacia arriba y repentinamente surgió la cabeza de Penique con sus redondos ojos color de aceite y su hocico sonrosado.
—¿Qué haces ahí, Penique? —le pregunté asombrado.
No me contestó; se limitó a mirarme nervioso, aplastando las orejas contra la cabeza.
Martino sonrió; puso la mano sobre la cabeza del gato y la frotó suavemente. Me quedé pasmado. Por primera vez un signo de sensibilidad ahuyentaba las sombras de aquel semblante. Penique husmeó el brazo vendado arrugando su chata naricilla; estiróse y acercó su cara a la de Martino. Hombre y gato se fundieron en mutuas caricias. El primero se dejó caer sobre la almohada tirando de la cola del segundo, el cual le cogió al hombre la mano con todas las patas de que disponía, empezando un desenfrenado y gracioso pataleo.
Me dispuse a retirarme. Al levantarme lo deshice todo; el gato irguió la cabeza y se quedó quieto; la sonrisa de Martino se eclipsó.
—Si quiere —dije— me llevaré a Penique. Jasper le ha acostumbrado a dormir en la cama, pero es molesto.
—A mí me gusta.
—De acuerdo. Buenas noches.
Soplé la luz. Todo quedó oscuro. En la cama brillaron dos pupilas. Dicen que Mefistófeles tiene ojos fosforescentes…
—Oiga, doctor…
—¿Qué quiere? —pregunté mirando los dos puntos luminosos como si realmente le pertenecieran.
—¿Puedo perjudicar al gato teniéndolo a mi lado? Me refiero a la enfermedad que estoy empollando.
El sarcasmo de la realidad me dejó estupefacto. Nunca supuse que un homicida se inquietara por la salud de un gato. Farfullé algo acerca de la reproducción diftérica en los animales y huí.
Alexander acababa de meterse en la cama cuando entré en mi cuarto.
—Hay luz abajo —dije.
—Jasper está cenando.
Se tumbó de lado y me miró interrogante.
—Flictenas sanguíneas —expliqué—. Si no se van por sí solas, puedes despacharlas tú mismo. Cuida mucho el vendaje, Alexander; podrían formarse adherencias entre el dedo medio y el índice.
Eché el batín sobre una silla y cayó al suelo una moneda del tamaño de una guinea. Fue rodando hasta mis pies y la recogí. Al instante noté un tacto familiar y recordé la medalla que obtuve en la Universidad por ser el mejor estudiante de clínica médica.
La miré y quedé perplejo.
—¿Qué es? —me preguntó Alexander.
—Una medalla que pertenece a Martino.
Se la alargué y en cuanto la vio se incorporó bruscamente.
—¡Len! —exclamó—. ¡La insignia del Sagrado Corazón de Jesús!
***
Dormí mal. Soñé que Martino iba vestido con la sotana del párroco de St. Basil y me agredía con un cuchillo de cocina; yo trataba de empastarle la pomada antiséptica por la cara, pero al fin opté por echar a correr. Empezó a perseguirme y, naturalmente, yo tropezaba y me caía a cada paso mientras él ganaba terreno. Esperaba de un momento a otro la cuchillada en la espalda y en el paroxismo del horror me eché en los brazos rollizos de la Caridad. La maciza mujer me protegió, y cuando se iniciaba mi bienestar desperté.
Eran las ocho de la mañana. No lo supe por mi reloj, que se había parado, sino porque oí llegar a Honora. Me moría de calor, mientras a mi lado Alexander dormía convertido en una bola de mantas y colchas. Me levanté y abrí los postigos de la ventana. El día había amanecido gris y el viento azotaba los geranios que Honora tenía la paciencia de cultivar. Me puse el termómetro; me tomé el pulso. Todo normal.
Teníamos que asearnos en el cuarto donde dormía Jasper, desde que lo alteramos todo. Crucé el corredor y entré de puntillas para no despertarle, detalle que él nunca había observado conmigo. La estancia estaba inundada de luz, pues Jasper tenía por costumbre olvidarse de cerrar todo postigo, toda cortina y toda persiana. No di importancia al campo de Agramante que se ofreció a mi vista. Corbatas, calcetines, zapatos, tirantes, libros, papeles, periódicos, todo diseminado. Añádase a esa visión dos lavabos, dos mesillas de noche, dos perchas, una silla y un armario ropero. En el empapelado de la pared, en un tono más claro, quedaba señalado el lugar donde había estado la cama. En el suelo estaba el colchón. Allí, tendido, dormía Jasper, boca abajo, destapado hasta el confín del tronco, exhibiendo una camisa corta, y, por fortuna, nada más. Le tapé y le desperté.
—¿Qué ocurre? —gritó, dando un salto y mirando la puerta que le separaba de la alcoba de Martino.
—Nada todavía —exclamé.
Se puso en pie y dio de cabeza contra la peana que sostenía el San Roque de Alexander. Le miró airado, pero se suavizó instantáneamente. Aquel semblante de yeso, inocente y puro, no podía haber tenido arte ni parte en el coscorrón.
Me llené la cara de jabón de afeitar y, por asociación de barbas blancas, pensé en el doctor Garrett, de Londres. Notifiqué a Jasper que se hallaba camino de la ciudad, y se alegró.
—Podría sustituirte. Pareces un alma en pena.
Me volví de cara al espejo, abrí la boca, me apreté la lengua y me inspeccioné la garganta. Todo normal.
Busqué en el ropero y me puse una chaqueta de Alexander. La mía debía de seguir llena de microbios en la ambulancia. Ni aun después de sometida a los efectos aldehidofórmicos me vería con ánimos de ponérmela.
Abajo sonó la campanilla de la puerta con la pertinacia de un grito de socorro. Aunque Honora podía tomar el recado, Jasper se precipitó por la escalera sin haberse lavado, ni afeitado, ni acabado de vestir. Escuché, atento a mi vez. El silencio me enervó. Corrí al balcón y miré si frente a la casa estaba el Voiturette Ford de Sir William. Sólo vi dos transeúntes empujados por el viento.
Salí del cuarto y bajé la escalera. Jasper aguardaba en el último peldaño. En sus ojos brillaba una furia fría y sosegada.
—Hay un aviso para la calle de Malhaud, número siete —dijo—. Ve tú y dile a Nettie que estoy muerto y enterrado.
Le contemplé atentamente… Sin embargo, las puntas rubias de su mentón, las pupilas sagaces y el absoluto desaliño de su vigorosa persona le daban en aquel momento apariencia sensual. Sonreí pensando en la maldición que lanzó el día en que la linda Nettie le mandó llamar urgentísimamente para que le recetara algo contra el sarpullido que le producía el uso diario del colorete.
—Está bien —le dije, guiado por el gran afecto que siempre le he profesado—, iré yo.
Un efluvio de café llegó hasta mi nariz. Este síntoma de desayuno me llevó a la cocina.
Tomé un huevo y una taza de café con leche bajo la mirada insistente de Honora.
—¿Qué? —le dije de pronto—. ¿Tengo aspecto de alma en pena?
Lanzó un grito de protesta y exclamó:
—¡No, no! ¡Está usted muy guapo esta mañana, doctor! El tinte pálido le favorece.
Me notificó que llevaba pelo de gato en la chaqueta y me cepilló. Así estaba toda la ropa de Alexander. Luego me dio el sombrero y fue a buscar el maletín. Mientras tanto, me miré en el espejo del gabinete.
***
Antes de llegar al domicilio de Nettie, el inspector de policía Wyatt detuvo su landó y me llamó sonriente. Me estrujó la mano, insistió en que yo trabajaba demasiado, me dijo con buenas palabras que me encontraba cadavérico, me hundió un cigarro en la boca y me notificó que Martino había sido visto en el golfo de Wash, disfrazado de pescador.
Llamé al número siete de la calle de Malhaud.
Me abrió la madre de Nettie, a la que tomé por un papú de Nueva Guinea. Todavía trato de asimilar que la suprema fealdad pueda engendrar seres lindísimos.
—Nettie, mi niña, padece horriblemente, doctor.
Con un sobresalto, exclamé:
—¿La garganta?
Negó, señalando el estómago.
La seguí por un corredor que olía a rancio y entré en el cuarto de la enferma. Había cortinas en todas partes, y los muebles, tapizados con damascos que habrían sido hermosos daban a la pieza un coquetismo ajado. La muchacha yacía retorciéndose, gimiendo, empolvada, rizada, adornada. Al verme, calló en seco, irguió el busto y me miró con desencanto.
—¿Y el doctor Jasper Sidney?
La abrumadora seguridad de estar perdiendo el tiempo me desesperó.
—¿Qué es lo que le duele, señorita?
Echó atrás la cabeza consiguiendo extender los plateados cabellos sobre la almohada.
—Aquí, doctor —susurró, apartando la sábana y mostrándome una pechera azul celeste llena de encajes y cintas.
—¿Sobre este lazo?
Asintió con un quejido.
Me guardé muy bien de entrar a fondo en el examen.
—Bicarbonato sódico —receté en el acto.
Luego, exasperándome de mi propia parsimonia, desaté la cinta azul y aconsejé que no volviera a ser atada hasta transcurridas unas horas.
—¡Oh, doctor! —cuchicheó Nettie—. Me intimida su tono áspero. ¿Trata así a todos sus pacientes?
—Sí, señorita. Y ninguno se queja. Perdone, tengo que irme; me aguardan enfermos graves.
Sus radiantes ojos reflejaban juventud y no dejaba de sonreír para que yo reparara en los hoyuelos de sus mejillas. Y, en efecto, reparé. Su expresión era terrible. Di por sentado que era a causa de mi tinte pálido.
—Ustedes, los médicos, atareados con la muerte, olvidan la vida.
La cabeza me dio un tumbo. No era aquélla una frase estúpida aunque lo fuera quien la había formulado. Contemplé atentamente a la muchacha tendida en el lecho. Era una expresión latente de la vida, esa vida que nos llama con fuerza de ley natural… Sin embargo, yo acudía a los lechos de la agonía para luchar con la muerte; me empeñaba en vencerla, olvidando que la absoluta victoria sobre la destrucción radica precisamente en esta Naturaleza de inagotable fuente creadora.
—¿Por qué se ha quedado tan pensativo, doctor?
Olvidé darle una contestación. Retrocedí anonadado, salí a la calle y maquinalmente me dirigí a Saint-Constantine.
A medida que me acercaba al convento, mi paso se aflojaba. Aunque quería andar aprisa, no podía. Cuando volví la esquina y apareció frente a mí el gran edificio gris rodeado de una tapia por donde asomaban amarillentas copas de eucaliptos, me invadió una oleada de calor. Me detuve ante la verja respirando ávidamente la fría atmósfera. Los transeúntes pasaban por mi lado encogidos dentro de sus ropajes. El viento levantaba remolinos de arenilla y agitaba mi abrigo continuamente. Me vi precisado a avanzar. En el zaguán del convento volví a detenerme incapaz de tirar de la campanilla. Era imposible que desde allí se oyera la tos de los enfermos, y, no obstante, en mis oídos resonaban todos los chirridos agónicos de Saint-Constantine.
Bruscamente llamé. Me abrió el doctor Lee en persona. El viento penetró en la sala cerrando dos puertas de golpe.
—Le estaba esperando, doctor Barker. Venga en seguida, por favor; una de las «hermanas azules» presenta síntomas de contagio.
Me quedé clavado en el suelo.
Detrás de mí, la furiosa corriente de aire empujó con violencia la puerta del zaguán, encerrándome en el convento. Seguí al doctor Lee.
Pasamos junto a los carros de cura. Montones de gasas sucias, montones de ropa contaminada… El corazón me latía desenfrenado. Me arrimé a la pared. Cruzamos la sala de los recién operados. Todos, forzosamente mudos, fijaban en mí sus ojos dilatados por el espanto. Tuve que bajar la cabeza para no verlos. Los silbidos metálicos de sus laringes artificiales me siguieron hasta la celda donde yacía la «hermana azul».
El doctor Lee abrió el postigo de la ventana y entró la luz. Vi a la mujer tendida en la cama, vestida aún. En la mano apretaba un librito negro con una cruz. Estremeciéndome toqué su húmeda muñeca. Pulso rápido, fiebre, cefalalgia… y en la amígdala, la pequeña señal a manera de clara de huevo coagulada.
No supe qué decir ni qué hacer.
Tenía que irme urgentemente. Más tarde volvería.
Salí de Saint-Constantine a toda prisa. Anduve a lo largo de la calle, crucé la calzada, busqué el bulevar y me perdí en un remolino de gente que transitaba, palpitaba y vivía.
***
No sé cuánto tiempo llevaba sentado en aquella mesa del café Flowery. A mi derecha se movía un círculo de sombreros femeninos. Era un grupo de muchachas que tomaban dulce del paraíso. Las acompañaban dos chicos vestidos a la americana que resistían valientemente todas las bromas y todas las risas. A mi izquierda había un espejo con una amapola pintada al óleo. Junto al tallo de la ardorosa flor veía mi rostro descolorido. Las mejillas se me hundían y los ojos se me agrandaban. Ni mi gesto ni mi expresión pertenecían a un joven de veintinueve años. Había envejecido un siglo.
El camarero se me acercó. Temí que me preguntara si me sentía enfermo. Pero se limitó a ofrecerme una carta de aperitivos.
—¡Dulce del paraíso! —exclamé.
No me gustaba; no lo probé siquiera. Sólo había sido un grito espontáneo, como si intentara recuperar la juventud. Cuando no hubo nadie a mi alrededor, cuando las risas y las bromas me dejaron, me levanté y busqué la puerta de salida.
Anduve sin rumbo fijo. Creo que me dirigía a casa.
Las calles estaban desiertas; debía de ser la hora de comer. Busqué mi reloj de bolsillo y mi mano se detuvo un segundo sobre el corazón. No percibí latido alguno, a causa del chaleco. Llegué a Spick; me encorvé como si cada una de aquellas casuchas que dejaba atrás fueran cayéndome encima. Cerca de la calle de Rhode vino a mi encuentro una anciana desdentada, hablando continuamente y tan aprisa que no la pude entender. Era la madre de Moses MacDonald, sorda como una tapia, que en su desgracia se libraba de oír los estertores de su nuera. La joven se extinguía desde la noche anterior sin que hubiéramos podido hacer por ella nada en absoluto. Seguí a la vieja automáticamente.
Me quedé ante la joven enferma, en pie, como una estatua. No le tomé el pulso siquiera. Observé estático aquel pecho que subía y bajaba en una disnea precursora de la muerte. De vez en cuando un golpe de tos sacudía sus descarnados miembros. Había perdido la forma de mujer. La camisa empapada en sudor, desabrochada y arrollada al cuerpo como un harapo, dejaba ver sus huesos prominentes como si quisieran perforar la piel. De repente abrió la boca, se irguió y fijó sus febriles pupilas en mí. La expresión de su cara se me clavó en el cerebro como un cuchillo y brotó la imagen de Nettie, la sonrisa de sus labios, la exuberancia de su cuerpo. Retrocedí. Tropecé con un lío de ropa sucia, arrastré una media con el pie; la sacudí desesperadamente. No se desprendió; tuve que tirar de ella con los dedos. Froté la mano por la pared, hasta que comprendí que la misma pared estaba contaminada. Huí.
***
Llegué a casa exhausto. Llamé repetidas veces, sin acordarme que en el bolsillo llevaba la llave. Me abrió Honora.
—¿Qué tiene, doctor? ¿Qué le pasa? —dijo asustada.
No contesté nada; me enfrenté con el espejo y abrí la boca. No había buena luz.
—Abra, Honora… ¡Por Dios, abra la ventana!
Sin aguardar a que lo hiciera, me precipité hacia el gabinete, donde había otro espejo. Entré y me detuve sobresaltado. El cuarto estaba lleno de gente. Gente silenciosa, muda. ¿Qué ocurría?, ¿qué hacían allí congregados? Todos habían vuelto los ojos hacia mí y me contemplaban de arriba abajo. De pronto se abrió la puerta del consultorio y apareció la cabeza de Alexander.
—El siguiente —dijo.
Y recordé. Eran las tres de la tarde.
—¿Qué sucede, Len? —exclamó al verme.
Me introduje rápidamente en el consultorio atropellando al hombre a quien le tocaba el turno. Cerré de golpe, me eché en un sillón y me cubrí el rostro con ambas manos.
—¡No puedo! ¡No puedo continuar!
Alexander puso la mano sobre mi hombro.
—Leonard —cuchicheó—, cuéntame lo que te pasa, por favor.
—¡No sé lo que me pasa! ¡No te acerques! ¡No me toques! ¡Apártate, Alexander, por Dios!
Se arrodilló a mi lado, me asió por las muñecas y me obligó a levantar la cabeza.
—Te crees enfermo de difteria, ¿verdad?
Un silencio pesado siguió a estas palabras. Lentamente fui derrumbándome y mi frente cayó sobre su brazo.
—Sé que no tengo nada —balbucí—. Sólo miedo.
Esta confesión me arrancó un sollozo. Los pacíficos ojos de Alexander recorrían mis facciones, participando de aquella terrible angustia. Oprimí su mano y exclamé:
—Ya no puedo volver al lado de ningún enfermo, Alexander. Ya no soy capaz de hacer nada por ellos… ¡Me repugnan!… ¡Me espanta la muerte, me vuelve cobarde, loco! ¡Quince días luchando con ella! ¡Quince días viendo cómo carcome y destruye! ¡No puedo! ¡No puedo!
Mis palabras se tornaron incoherentes. Lloré y gemí como un niño. Apreté los puños, me hice daño, perdí el sentido de la realidad y me hundí en un desvarío.
Me sacó de él un poder casi hipnótico. La mano de Alexander tapaba mis ojos. Las venas de mi cuello y de mis sienes cesaron de palpitar y una extraña sensación de paz me dobló la cabeza sobre el pecho.
—Óyeme, Len…, ¿me oyes?… Tú no tienes miedo…, no tienes miedo…, es sólo cansancio… Eres fuerte y podrás vencerlo todo, pero ahora debes descansar… Vete arriba, échate en la cama… duerme. Mañana todo habrá pasado.
Y aunque él no creía lo que me decía consiguió que lo creyera yo.
La tremenda crisis nerviosa me impidió cerrar los ojos durante dieciséis horas seguidas. En el transcurso de este tiempo permanecí tendido en el lecho, mirando las cortinillas de la ventana, temblando de pies a cabeza. Hacia la madrugada, Alexander notó que no dormía y fue a buscarme narcotina. Quedé amodorrado.
Por la mañana, antes de que Jasper se fuera, noté vagamente que me tomaba el pulso y me tentaba los ganglios linfáticos. Advirtió que le miraba a través de las pestañas; me preguntó si tenía cosquillas, se echó a reír y me propinó un cachete. Nunca supo que su broma me costó un desmayo.
Hacia el mediodía me despertó Honora sin querer. Metió tanto ruido por la escalera con el cubo, la pala y la escoba, que me dejó completamente despejado. Abrió la puerta poco a poco, asomó la cabeza con tiento y seguidamente entró de puntillas.
—Es igual, Honora —susurré.
Me preguntó cómo me encontraba, y le notifiqué que si se iba del cuarto un momento me vestiría y podría comprobar si aún me aguantaba de pie. Obedeció. A través de la puerta me hizo saber que habían traído del hospital mi chaqueta desinfectada.
—Cuélguela en el armario —dije, poniéndome de nuevo la de Alexander.
Le di permiso para entrar y empezó a sacudir los colchones, repasándolos concienzudamente para ver si descubría otro batallón de chinches. De pronto suspendió la tarea, se puso las arrugadas manos en la cintura, y exclamó:
—El cuarto del huésped debe de estar hecho una pocilga, doctor.
—No, no tanto.
—¿No se cura el pobre de su picor?
—Al contrario, Honora. Creo… creo que hay para otra semana.
—El doctor Sidney me dijo que tenía granos hasta en las orejas.
—Sí, sí, en efecto.
—Pero no se los vi.
Sentí una punzada en la cabeza.
—¿Cómo dice, Honora?
—Que su rostro me pareció muy pálido y limpio.
—¿Le vio?
—¡Le juro que no entré en su habitación! ¡Le juro que sé cumplir las órdenes que me dan! Yo estaba lavando y él salió al patinillo para ir a… ¡Le juro que…!
Siguió jurando por espacio de unos minutos. Después dijo que el pobre muchacho parecía tísico y que si ella fuese médico le recetaría baños de sol. También me confió que al verle había pensado en… ¿No adivinas en quién, lector? Te pasa como a mí. ¡En el joven que vendía las papeletas de la rifa de los inválidos!
***
Bajé a la vez que llegaba Jasper, ceñudo y cansado.
—¿Se te pasó la difteria, Len? —me dijo.
En seguida se dio cuenta de que me había ofendido y me palmoteó la espalda consiguiendo indulgencia. Entró en el comedor, se dejó caer en un sillón de la chimenea y lanzó un profundo suspiro.
—¡Se está haciendo tarde! —murmuró, bajando la cabeza.
—¿Qué, Jasper?
—La señorita Greene ha entrado en el período de espasmo.
Se produjo un silencio sólo interrumpido por el fuego de la chimenea. La puerta del laboratorio se abrió y apareció Alexander. Se acercó lentamente, miró nuestros semblantes lívidos y palideció a su vez sin saber aún lo que sucedía. Jasper se lo dijo.
—… No sé cuánto tardará la obstrucción mecánica. Se ha iniciado el tiraje supraesternal.
—¿Sufre? —pregunté.
No me contestó. Se levantó y acercó la leña a la lumbre de un puntapié. Bruscamente inquirió:
—¿Y Martino?
—Se encuentra bien, supongo —dije.
—¡No pregunto lo que supones, sino lo que hay en concreto! ¿No le has hecho un reconocimiento? ¿He de venir yo cada quince minutos para examinarle de pies a cabeza?
—¿Has hallado alguna vez la difteria a las cuarenta y ocho horas de la exposición al contagio?
—¡Sí, sí! ¡Y tú también, Leonard! ¡Y a las treinta y seis, y a las veinticuatro!
Se golpeó la frente, frenético.
—¡No puedo esperar tanto; no puedo!
Fue hacia la escalera y subió los peldaños de dos en dos. Alexander y yo nos quedamos convertidos en estacas. A los pocos minutos resonó un portazo y le oímos bajar. Penetró en el comedor, vio los platos vacíos sobre la mesa y lanzó un rugido para que Honora sirviera la comida. Alexander, rojo como la grana, se le acercó y le preguntó suavemente.
—¿No han aparecido síntomas?
Obtuvo una negación como un trueno.
—Entonces —prosiguió—, ni gritándole así a todo el mundo conseguirás que aparezcan.
Honora entró encolerizada y empezó a escudillar el caldo con verdadera furia. Al volverse pisó la cola de Penique; bufidos, arañazos, chillidos, ruido de vajilla rota…
No recuerdo cuando sobrevino la calma.
Estuve mucho rato sentado ante el plato de caldo sin poder engullir una sola cucharada. Jasper lo notó y me preguntó de sopetón:
—¿Cuánto hace que tocaste un cadáver?
—Anteayer.
—¿Te duele la garganta?
Negué.
—¿Cómo está el vientre?
—Bien.
—¿Náuseas?
—No.
—¿Dolor de cabeza?
—Tampoco.
—¿Pues, qué?
Estrujé la servilleta.
—No lo sé.
Cogió la cuchara, se levantó y fue hasta la vidriera del patio.
—Ven aquí a la luz.
Obedecí. Me exploró la garganta y las fosas nasales.
—No tienes nada.
Volvimos a la mesa.
—Come.
Tragué una patata frita. Me dio hipo. Salí al patio corriendo. Alexander vino detrás de mí. Y Jasper también.
—¿Estás vomitando? —preguntó el primero.
—¿No ves que no? —replicó el segundo.
Me cogió del brazo, me condujo dentro y me hizo sentar junto a la chimenea. Estuvo contemplándome unos instantes y exclamó:
—Es peor que si te hubieras contagiado. Te ha entrado pánico y de eso no vas a morir…, pero tampoco vas a curar.
Debí quedarme blanco como el papel. Alexander se colocó a mi lado, como si quisiera prestarme refuerzo.
—Te he admirado mucho, Leonard —prosiguió Jasper—. Te he admirado incluso en tus generosas imprudencias porque siempre la intención ha superado la irreflexión. Pero ahora me decepcionas. Te has hundido por completo.
Hizo una pausa y añadió:
—Sé que mis palabras te suenan rudas; prefiero reprocharte a compadecerte, como hace Alexander.
Me levanté, me dirigí al ropero y descolgué el abrigo.
—¿Adónde vas?
—A Saint-Constantine.
—Saldrás de allí corriendo, como esta mañana.
Me retuvo por el brazo.
Solté el abrigo, subí a mi cuarto y me arrojé en el lecho sofocándome como si hubiera tenido realmente las falsas membranas atenazadas al cuello.
***
Debí de quedarme dormido.
No sé por qué motivo desperté. Fue como una sensación de que alguien velaba a mi lado, mirándome fijamente. Abrí los ojos. La habitación estaba sumida en la semioscuridad del crepúsculo, pero vi claramente a un hombre sentado junto a la cama. Era Martino. Me erguí como movido por un resorte.
—¿Qué le sucede? —grité.
Me mostró la mano, y murmuró:
—La venda floja.
Inspeccionándole con el rabillo del ojo para adivinar el verdadero motivo que le había llevado a mi cuarto, encendí el mechero.
—¿Es que ha notado…, ha sentido ya…?
—Nada.
Sus ojos oblicuos escrutaban mi rostro con inquietud y los labios le temblaban como si no se atreviera a formular una pregunta.
—¿Qué es lo que desea saber?
—¿No es de buen agüero que tarde tanto?
—El tiempo no influye para nada.
Pestañeó, bajó la cabeza, y dijo:
—Vi morir a un niño de eso.
Sentí frío.
—Hace tiempo —añadió—. Yo estaba con él; se quedó envarado con el vientre echado hacia delante. No podía apoyarse en el camastro más que por la nuca y los talones. Su boca estaba torcida en una sonrisa horrible y no podía dejar de sonreír. Cuando murió…
—Eso no era difteria. Ese niño falleció de tétanos.
—Cuando murió, los nervios del cuello le…
—¡Cállese! ¡Le digo que no era difteria!
Cruzamos una mirada de terror.
Lentamente cogí su mano herida y empecé a deshacer la venda para apretarla más. Temblábamos los dos.
Subió a mi olfato el aromático olor de un antiséptico.
—¿Quién le ha puesto salol en la mano?
—Nadie; yo, que lo he tocado. He pesado paquetes de dos gramos.
—¿Le gusta trabajar en el laboratorio?
—Me gusta hablar con Alexander. Me recuerda a Benjamín Moore.
—¿Quién es Benjamín Moore?
—Ya ha muerto.
Hubo un silencio largo, hasta que murmuró:
—Fue mi compañero de celda por muy poco tiempo. Le ahorcaron por un crimen que no había cometido.
Molesto, me levanté para ir a buscar gasas limpias. Martino me asió de la manga con fuerza.
—¿Adónde va?
Vi sus pupilas dilatadas, enormes. La mano que se engarfiaba a mi ropa tenía erizado el vello. Le cogí por la muñeca y sentí latidos frenéticos, como si el pulso fuera a estallar.
—Tranquilícese, no me voy —dije en voz baja, sentándome de nuevo.
Sabía ya que le había llevado a mi cuarto el terror a la soledad.
Permanecimos mudos por espacio de varios minutos. Él se entretenía tirando de los colgajos de piel de su antebrazo. Yo arrollaba la gasa por pura fórmula, puesto que estaba inservible. De vez en cuando nuestros ojos se topaban. Inopinadamente, dijo:
—¿Sigue usted creyendo en el remedio nuevo?
—Sí —repliqué sin vacilar.
—¿Y el doctor Jasper Sidney?
Me estremecí.
—¿Qué quiere usted decir?
—Sólo eso.
Me humedecí los labios y pausadamente dije:
—Tal vez ahora, llegado el momento, esté asustado.
—Pero un fracaso equivale… —sonrió, sarcástico.
—No es hombre como para asustarse.
—Ya sé. Horas de trabajo perdidas y montones de enfermos sin salvación.
—Algo más que esto, Martino. Si Jasper se equivoca, habrá cometido un crimen. Tal vez eso usted no lo entienda…, pero basta para asustar incluso a un hombre como él.
Por un instante se quedó cortado. Luego bajó las comisuras de los labios y dijo fríamente:
—No es un delito matar a una bestia, y yo no soy otra cosa para él.
La gasa se me cayó de las manos. Moví la cabeza conturbado, y me puse en pie. No podía soportar los ojos de Martino. Me volví hacia el quinqué y con dedos temblorosos quité la pavesa de la mecha consumida. Era muy fácil que me quemara. Y, en efecto, me quemé.
—Juzga mal a Jasper, Martino.
—En ese aspecto, ¿le juzga usted mejor?
La pregunta resonó en mi cerebro; como si en vez de hacérmela él fuera yo mismo quien me la dirigiera.
En aquel instante se abrió la puerta y apareció Alexander.
—Son las nueve —notificó—. Le he dejado la cena en su cuarto, Martino. Luego puede bajar al laboratorio; Honora se ha ido.
Martino se mordió los labios y se volvió de cara a la ventana.
—No tengo apetito —dijo.
Me acerqué a él. Apretaba las mandíbulas y los puños.
—Venga abajo, Martino. Le pondré una venda nueva, y… puede quedarse a cenar con nosotros.
***
Cuando Jasper llegó nos encontró en la mesa acompañados del asesino.
—¿Por qué? —dijo simplemente.
—Porque sí —repliqué yo.
—¿Alguna novedad?
—Nervios.
Vio todos los platos intactos.
—¿Me aguardabais?
—No, no; falta de apetito.
Se sentó en su sitio y llamó a Penique. El gato se mantuvo sordo al lado de Martino. En vista del chasco, Jasper se dedicó de lleno a las chuletas empanadas de diez peniques. Comió de un modo voraz, que fue una afrenta para los desganados. En aquel instante me pareció una potente, inteligente y fría máquina.
—¿Cómo sigue la señorita Greene? —susurré.
—Su fuerza de voluntad domina la infección, Len. Ella sabe de cierto que está enferma y no tiene miedo.
Enrojecí, y no dije nada más en el resto de la noche. Alexander comió lentamente, con los ojos fijos en el mantel. Martino realizaba esfuerzos inauditos para conservar el dominio, sus ojos inquietos y torvos se paraban una y otra vez en el cuchillo con que Jasper pelaba los huesos de la carne. Este detalle me crispó los nervios. De pronto cogió el suyo y lo hundió en la pulpa de la chuleta. Las sienes me latieron desenfrenadamente. Se llenó el vaso de cerveza, lo bebió de un sorbo y lo volvió a llenar. En lo sucesivo llevó a cabo esta operación con tanta frecuencia, que Alexander le advirtió que no bebiera más.
Una vez terminada la cena, Martino y Alexander recogieron las migas de pan y los residuos adecuados para las ratas. Los dos se fueron al cuarto de los animales.
Jasper se levantó, cogió el cubierto del asesino y fue a sumergirlo en agua hirviente con carbonato de sosa. Precaución innecesaria todavía, pero acusadora de la impaciencia.
Me acosté en seguida. Las sábanas estaban heladas. Me tapé la cabeza y empecé a respirar dentro, sin poder refrenar el castañeteo de dientes. Fueron unos minutos crudísimos, capaces de hacer que uno se arrepintiera de haberse desnudado. Me consta que no todos los hombres afrontan esta circunstancia. Alexander, por ejemplo, se acostaba con los calcetines puestos.
Sin haber advertido aún que ya me había dormido, me desperté de golpe creyendo que la cama daba una vuelta de campana. Me quedé agarrado al colchón mientras el corazón daba batacazos contra las paredes del pecho. A partir de esto soñé que me llamaba Benjamín Moore, que me sacaban de la celda de los condenados a muerte y me ahorcaban en la avenida, frente a la mansión de los Greene. Sobre mi pecho colocaron un letrero que rezaba: «Inocente». La señorita Greene, vestida… como la emperatriz Josefina, me arrojaba desde el balcón nardos húmedos de sus lágrimas.
Alexander me despertó y me preguntó por qué daba tantas vueltas sobre el lecho.
—Es que estoy suspendido de una soga.
Me tomó el pulso.
—¿Te subo un sedante?
—No.
A pesar de todo fue a buscarlo.
—Te he dicho que no lo quiero.
—Es para mí.
Me propuse no dormir, para no soñar. Mas de golpe y porrazo me encontré en la droguería de la calle de Durham ataviado como Napoleón Bonaparte. Insistía en que me vendieran un frasco de «Extrait de Nard». En cuanto lo tuve se me escapó de las manos y lo rompí.
Abrí los ojos de sopetón. La puerta del cuarto estaba abierta de par en par y la luz de una vela se movía por el corredor. Vi la cama de Alexander vacía. Salté del lecho y me clavé un vidrio en el talón. El tubo de cristal del quinqué se había roto, en lugar del frasco de perfume.
En el piso resonaban sordamente un batallón de pies descalzos. Me deslicé fuera del cuarto a toda prisa. Choqué con Alexander. Jasper chocó conmigo.
—¿Qué sucede? —pregunté.
—¡Martino ha desaparecido del mapa!
—¿Qué quieres decir?
—Que no está en ninguna parte.
Seguí sin comprender.
—Ni abajo, ni arriba, ni fuera; ni dentro. La aldaba de la puerta de la calle está echada. La cocina, el comedor, el consultorio, el laboratorio, el gabinete, el cuarto de los animales, el patio y el retrete están vacíos.
—¿Y el ropero?
—También hemos mirado el ropero.
—¿Y debajo de los muebles?
—¿Qué haría debajo de los muebles?
—Tal vez se cayera desmayado.
—Oye, Len: no des tantas ideas y búscale. Voy a subir a la azotea; si no está allí, no cabrá explicación.
Y Jasper, con el abrigo encima de su corta camisa, subió la escalera de la azotea mostrándonos sus fuertes pantorrillas. Alexander y yo aguardamos en silencio. Cuando se abrió la puertecilla de arriba, penetró una ráfaga helada; nos apagó la vela y nos hizo correr al cuarto tiritando. Busqué una prenda con que abrigarme. Tiré de la misma chaqueta que tiraba Alexander. Los dos la soltamos y fuimos a por otra cosa. Me calcé las zapatillas en chancleta y salí al corredor otra vez arrastrando el cubrecama por el suelo.
Jasper ya bajaba, mudo, contrariado. Empezó a encender el gas dejando la casa completamente iluminada.
—¡Vamos a mirar debajo de los muebles! —exclamó.
Me hallaba escudriñando el lavadero, quemándome las puntas de las uñas con un fósforo gastado. Resultaban absurdos los lugares donde ya mirábamos.
Repentinamente Alexander gritó:
—¡Sangre! ¡Un rastro de sangre!
Me estremecí de pies a cabeza. Tiré el fósforo y corrí al comedor. Alexander y Jasper, agazapados, seguían un hilo rojo que les conducía al patio, de donde yo venía.
De pronto todos los ojos toparon con mi pie. El corte producido por el cristal del quinqué manchaba el talón de la zapatilla que arrastraba.
Me senté en el sillón de la chimenea y removí las cenizas; no había una sola ascua, pero Alexander, de buena fe, se volvió de espaldas con la intención de calentarse los riñones. Jasper, taciturno, se apoyó en la mesa.
—No debí dejarle esta noche —dijo—. Se hallaba en un estado de nervios alarmante. Le oí pasear por su habitación hasta las dos de la madrugada. Entré a decirle que cesara de dar vueltas. Aún no se había desnudado. Comprendí que le excitaba la soledad y dejé abierta la puerta que comunica con mi aposento. Desde mi colchón le vi quitarse el cinturón y desabrocharse la camisa. De pronto apagó la luz. Creí que lo hacía para quitarse la ropa sin testigos, pero acto seguido quedó todo tan absolutamente silencioso que me llamó la atención. Le llamé y no me contestó. Encendí una vela y vi el cuarto vacío. Le supuse en un sitio; le aguardé por espacio de varios minutos y luego bajé a buscarle temiendo que le ocurriera algo. No le hallé, y volví a subir. Oí ruido en vuestro cuarto y me asomé… Por cierto Len ¿qué hacías con el tubo del quinqué?
—Se lo quería regalar a la emperatriz Josefina.
—Alexander y yo recorrimos la casa de cabo a rabo sin resultado alguno. Ya sólo cabe una posibilidad.
—¿Cuál? —exclamamos a un tiempo Alexander y yo.
—Que se haya suicidado arrojándose a la calle desde la azotea.
Alexander perdió el color.
—Iré a ver —cuchicheó.
Jasper le retuvo.
—¿No te das cuenta de que vas cubierto sólo con una colcha? Saldré yo.
Se fue arrastrando los cordones de los borceguíes. Alexander y yo aguardamos en el zaguán temblando de excitación y de frío. Oímos una maldición y asomamos la cabeza instantáneamente.
—¿Qué, Jasper?
—¡Este cordón del diablo!
Volvió la esquina, dio la vuelta por detrás del edificio y regresó sin novedad. Jamás nos sentimos tan desconcertados.
Eran alrededor de las cuatro de la madrugada. Alexander y yo fuimos a vestirnos. Cuando bajamos, Jasper acababa de encender una hoguera monstruosa.
—Trae algo para beber, si lo hay —me dijo.
Recordé la botella de «Noyau» que yo había comprado el día en que abastecimos la despensa; nadie la había descorchado, por falta de costumbre. Preparé tres copas, busqué el sacacorchos, fui a la despensa, abrí la pequeña puerta y retrocedí vivamente.
—¡Está aquí! —grité.
Dentro de aquella especie de armario de irrisorias dimensiones, agazapado, doblado sobre sí mismo, apretado contra los estantes, las garrafas y las cajas de harina, estaba Martino.
Su cabeza se alzó dificultosamente. Agarraba con fuerza la botella de «Noyau», rota por el cuello y vacía. Jasper y Alexander acudieron inmediatamente.
Cogí al asesino por las axilas y le arrastré fuera. Iba sin camisa, con los pantalones casi caídos y empapados en licor. Su rostro había perdido nuevamente la juventud. Las pupilas, contraídas por el alcohol, parecían ciegas. Se movían sin cesar y balbuceaba expresiones groseras.
Alexander, apiadado, se inclinó sobre él y le tapó la boca.
—¡Pobre! —cuchicheó.
Jasper le apartó bruscamente, cogió al borracho con sus potentes brazos, se lo cargó sobre el hombro como un fardo y se dirigió hacia la escalera con paso rápido.
—¡Sube el estetoscopio, Len! —gritó—. ¡Y una cucharada de sal! ¡Aprisa!
El traqueteo sacudía a Martino provocándole un violento hipo.
Cuando yo llegué arriba, la mitad del «Noyau» ingerido estaba ya sobre la alfombra; la otra mitad salió con el agua salada. Jasper lo había acostado elevándole la cabeza con dos almohadas. Alexander luchaba honestamente para impedir que con ese olvido de toda dignidad que acompaña a la embriaguez, Martino rechazara la poca ropa que le cubría.
Soportamos insolencias y ultrajes. Abominó de todo y de todos. Blasfemó del nombre que ningún mortal tiene derecho a profanar.
Alexander, lívido, se fue de la habitación.
A los pocos instantes el asesino se calló y los párpados le cayeron sobre los ojos pesadamente. Admirados de aquel inexplicable cambio, Jasper y yo cruzamos una mirada.
Eché una manta sobre el cuerpo medio desnudo del borracho.
—Otra almohada para la cabeza —susurró Jasper.
Entré en el cuarto contiguo, pero al ver allí a Alexander me contuve bruscamente. Estaba arrodillado ante su San Roque, con ambas manos cruzadas sobre los ojos.
***
Aunque parecía improbable que aquella noche tuviera también un amanecer, así fue.
A las siete de la mañana Jasper se bebió una exorbitante cantidad de café, se puso el abrigo y cogió el maletín.
—Iré contigo —murmuré.
—No, Len; no lo quiero. Quédate. Sé que te esforzarías, pero sufrirías más de lo que crees. Recuerda al doctor Bacchelli: quiso vencer su miedo al cólera durmiendo en un sillón junto a los coléricos… y no despertó. Además, te necesito aquí. No dejes a Martino. No le dejes un solo instante y mándame llamar al menor indicio de… Ya sabes. No olvides que estoy pendiente de ello.
Dio media vuelta, pero le detuve.
—Escúchame, Jasper… ¿Cómo consideras a Martino?
—Está agotado. Raya en la desesperación.
—No me refiero a eso.
—¿Pues a qué?
—¿Le estimas un hombre?
—Un condenado, Len —dijo, y se fue.
La irresistible necesidad de sueño que acompaña las borracheras mantuvo a Martino profundamente dormido durante toda la mañana. Lo velé dando continuas cabezadas. Penique entró en el cuarto, se subió a la cama y husmeó al asesino; le llamó con un profundo vozarrón, y en vista de que no obtenía respuesta, se dedicó a lamerle la barbilla. Su puosa lengua produjo un ruido peculiar al frotar la superficie rasurada.
Fue animándose y pellizcó la piel como si machacara una pulga. Este sistema lo practican todos los gatos, no sé si con algún resultado. Fui vigilándole y temí que se extralimitara en su entusiasmo; lo cogí y me lo puse sobre las rodillas. Repentinamente estiró la cabeza y me lamió la barbilla a mí. Me puse en pie de un salto arrojándole lejos, enjugándome y frotándome como si me hubiera transmitido todos los microbios que germinaban en el cuerpo de Martino.
Cuando Jasper regresó al mediodía, me notificó que el doctor Garrett, de Londres, me había sustituido. El venerable anciano empezó a trabajar en cuanto llegó para que yo pudiera descansar. Le acompañaba una joven enfermera llamada Morril quien, por cierto, fue rápida víctima de la difteria. La muerte la derrotó cuando apenas había entrado en el campo de batalla. Soldado sin gesta memorable, héroe en la intención.
—¿Y la hija de Sir William Greene, Jasper?
—Difícilmente resistirá cuarenta y ocho horas más.
Le así por ambos brazos.
—¿Y piensas aguardar? ¿Piensas aguardar? —repetí, como si le abofeteara el rostro.
Me empujó y me dejó sentado en un sillón. Permanecí allí en la inmovilidad del idiotismo, hasta que Alexander me condujo al comedor. No probé bocado. No fui el único. Honora retiró los platos intactos. Ni Jasper esta vez.
Fui arriba. Martino se había levantado. Le hallé recostado en la repisa de la ventana, con la frente apoyada en el cristal. Al verme se dejó caer en una silla.
—Se siente muy mal, ¿verdad?
—En adelante escondan todas las botellas.
—Sólo queda una de crema de limón; si le tienta, no creo que pase más allá del primer sorbo.
—Me duele la cabeza.
—Naturalmente.
Me miró interrogante.
—No, no, Martino; ahora puede presentarse una verdadera mezcolanza de síntomas falsos.
El color pálido que había adquirido con los años de reclusión estaba más acentuado y alrededor de sus ojos había reaparecido el cerco oscuro. Las pupilas se movían inquietas de un lado a otro. Tenía en desorden el cabello, y se había puesto la camisa al revés, sin cuello ni puños.
Honora tenía razón; parecía un tísico.
—Abríguese más y suba conmigo a la azotea. Tomaremos el sol.
—¿Anda suelta por la casa la vieja?
—No se preocupe por ella. Ya le vio en una ocasión y no le reconoció. Además, ahora está abriendo y cerrando la puerta a la clientela.
Me siguió a la azotea. Al darle el sol en los ojos se deslumbró y al mirar abajo le dio vértigo. Vencidos estos obstáculos, gozó del horrible panorama. Con los ojos fijos en el horizonte dijo:
—¿Qué hay más allá?
—¿Más allá de dónde?
—Del mar; ¿no es el mar aquella raya azul?
—Posiblemente. Yo no lo distingo.
—¿No ve bien?
—De tan lejos, no.
—¿Qué hay frente a nosotros?
—Los tejados, eso sí que lo veo.
—Me refiero al otro lado del mar.
—Las costas de Holanda.
—¿Y hacia allá?
—Alemania, Dinamarca, y, más al Norte, Noruega.
Le miré de reojo. Tenía levantada la cabeza; la luz chocaba contra su cara dispersando incluso las sombras del pensamiento. En aquellos momentos me pareció sumamente joven, apenas adulto, como realmente era. Miraba con avidez los puntos indicados, cruzando el mar con el deseo; escapando de todo, de la horca, de la enfermedad, de sí mismo…
—¿Dónde está Bucarest? —preguntó.
—En Rumania.
—¿Muy lejos?
—En la Europa oriental.
—Es donde nació Benjamín Moore.
Se oyó el ligero gemido de unos intestinos y no supe si habían sido los suyos o los míos.
—No ha comido nada aún, ¿verdad, Martino?
—Alexander olvidó subirme el almuerzo.
—Es que le supuso dormido.
Se volvió de cara a mí.
—¿No es cierto que Alexander cree en la Iglesia católica?
Asentí.
—Benjamín Moore también. El día antes de la ejecución pidió un cura y se confesó.
Lentamente me arriesgué a preguntar:
—¿Desearía hacer como él?
Se rió desdeñoso.
—¡Bah!
—Voy a la cocina a ver si hay algo preparado para usted. No se mueva, ya le llamaré.
Le vi abalanzarse sobre la baranda y mirar abajo fijamente.
—Es decir… venga conmigo, Martino.
Le hice aguardar en su habitación mientras yo bajaba a la despensa. Ésta olía a «Noyau» todavía. Llené una bandeja y a guisa de camarero me vi precisado a cruzar el gabinete donde aguardaban los pacientes de Alexander. Por fortuna sólo eran dos y ambos dormitaban. Alcancé la escalera de puntillas, y para dar idea del cuidado que puse en no llamar la atención, bastará con decir que en el rellano choqué con el macetero y se cayó el jarrón de las flores de papel.
Martino comió una rebanada de pan con queso y jamón y se dio por satisfecho. Yo sentía el estómago agarrotado y, aunque quise acompañarle, no pude dar fin a la manzana que empecé.
De pronto Martino comenzó a jugar con un cuchillo. Mis ojos toparon con la acerada hoja y él lo advirtió. Lo echó al aire y quedó clavado duramente en la mesa. Disimulé mi impresión, pero el asesino acercó su rostro hasta rozar el mío y susurró:
—¿Qué piensa?
No articulé palabra.
—¡Volvería a matarla! ¡Cien veces si tuviera cien vidas!
Se produjo un silencio violento. Al cabo añadió, en un sibilante cuchicheo:
—Durante cinco años preparé mi evasión sólo para matarla.
Me erguí. Algo más que sus palabras me había helado la sangre.
—¡Hable más alto, Martino! ¡Grite!
De su garganta escapó un lamento discordante, quebrado, como si una aguja le atravesara las cuerdas vocales.
El pánico me paralizó. Me quedé tenso, inmóvil como una estatua. Luego me levanté y fui retrocediendo poco a poco, hasta que choqué con la puerta. Las pupilas de Martino me perseguían azoradas. Su cara había perdido todo rastro de color. Sólo yo podía darme cuenta de su miedo. Se me acercó vacilante. Tenté el tirador y lo así con fuerza.
—¡No se vaya! —susurró con horrible ronquera.
Leí en sus ojos una sorda desesperación. Él debió de leer lo mismo en los míos. Nos quedamos escrutándonos mutuamente, buscando firmeza uno en otro.
Intervino Penique. Le oímos maullar y raspar la puerta con las uñas. Le abrí. Entró balanceándose, consciente de su importancia. Miró a Martino y le guiñó los ojos. Éste, muy lentamente, bajó la cabeza, se agachó, abrió los brazos, y el gato se alzó sobre las patas traseras encaramándose a su hombro.
—Ya volveré —le dije—. En seguida volveré.
Traspuse el umbral y me lancé escaleras abajo saltando los peldaños de dos en dos.
Alexander me vio entrar en el consultorio, demudado, perdida por completo la serenidad. No pude decir nada porque había un viejo bañándose un dedo en timol. Cogí a Alexander por el brazo y le hice entrar en el laboratorio.
—¡Se ha presentado la afonía! ¡Hay que ir a buscar a Jasper inmediatamente!
—¡Yo iré! ¡No dejes solo a Martino!
Lanzó su blusa blanca, salió por el gabinete y corrió al ropero en busca del abrigo.
—¡Se acabó la hora de visita, Honora! —le oí gritar—. ¡No deje entrar a nadie más!
Corrí detrás de él.
—¡Si no le encuentras en Saint-Constantine, ve a casa de los Greene!
Se precipitó a la calle.
—¿Ocurre algo malo, doctor? —me preguntó Honora, alarmada.
—Ese pobre muchacho… resulta que ese pobre muchacho sufre una… excitación revulsiva local producida por… por la violenta comezón de la urticaria.
Me fui escaleras arriba.
Encontré a Martino sentado en la cama cortando pedazos de queso para Penique. Me senté en un ángulo de la estancia sin decir nada. Así permanecimos por espacio de media hora. El gato nos hizo exhibiciones de pecho y panza frotándose la espalda por la alfombra, y nos enseñó a acribillar pulgas a golpes de pata. Le interrumpió un golpecito dado en la puerta del dormitorio. Martino y yo, con los nervios de punta, dimos un salto.
—Soy Honora, doctor.
Abrí la puerta lo justo para sacar la cabeza.
—¿Qué sucede?
—¿Le parece que le vende yo misma el dedo, doctor?
—¿Qué dedo?
—El del señor de abajo.
—Es mejor que vuelva mañana. No estoy ahora para eso.
—Es que no sabe si puede sacarlo ya del timol…
¡Válgame Dios! Corrí abajo y me hallé al viejo con el dedo en remojo. Treinta y cinco minutos de baño. Le vendé un anular blanco, arrugado, resbaladizo, como un espárrago hervido.
Cuando fui a abrirle la puerta de la calle, vi que se paraba un coche de alquiler. Se apeó Alexander.
—No he dado con Jasper; se fue de Saint-Constantine en la ambulancia y nadie sabe concretamente dónde puede estar. En casa de los Greene no le han visto desde esta mañana; les extraña enormemente que a esa hora no haya ido todavía.
Subí en el coche y le grité al cochero:
—¡Métase en el centro de Spick!
Recorrí todas las callejuelas sin hallar rastro de la ambulancia; incluso me aventuré a pasar por delante de la vivienda de Nettie, la de los hoyuelos. Luego me adentré en la ciudad. Di la vuelta hasta la clínica de nuestro querido colega y pasé por la avenida. De pronto me hallé frente a la mansión de los Greene. Hice detener el coche. Me apeé y me quedé parado, con los ojos fijos en el balcón del primer piso. Estuve así hasta que el cochero me miró de soslayo. Después subí las gradas del zaguán y llamé. Me abrió el criado de la cara de muerto y me hizo pasar en seguida. Al cruzar el salón estilo Imperio saludé con un movimiento de cabeza a cuatro personajes masculinos, vestidos de negro, con raya en medio y barba en punta, que permanecían en pie junto a la chimenea, inmóviles, sin decir palabra. No sé siquiera si me vieron. Subí la escalinata aprisa, adentrándome en aquel mundo de balaustradas y mármoles fríos, con un ansia vehemente de ver de nuevo a la reina de cristal. Cuando entré en su regia alcoba, un etéreo perfume de nardo me envolvió. La esposa de Sir William, enlutada hasta las piedras de sus pendientes, permanecía junto a la cabecera, ni tan rígida, ni tan orgullosa, ni tan confiada. En cuanto me vio movió los labios como si me saludara y se levantó para que pudiera acercarme a la enferma. Miré hacia la cama. Vi una lámina de ámbar en forma de mujer. Un rostro demacrado y torturado. Unos ojos hundidos en las cuencas. La boca entreabierta, las delgadas manos asidas a las sábanas. De aquellos hermosos cabellos negros quedaba un nudo húmedo, medio deshecho sobre la almohada.
El ruido errático de la respiración resonó en mi cerebro. Me quedé mirándola consternado. La madre tenía fijos en mí los ojos. Con un sobrehumano esfuerzo oculté mi impresión y tenté el pulso de la joven. Entonces me vio. Balbució algo imposible de entender; su voz se había extinguido por completo. Se llevó la mano a la cabeza, en un ademán de desesperación, y me indicó que no podía respirar.
—Ya lo sé —murmuré—. Serán unas horas malas, pero todo irá bien, se lo aseguro.
Sus ojos negros se clavaron en los míos con una fuerza capaz de descubrir toda mi angustia. Parpadeó repetidas veces, movió los labios y extendió las manos hacia mí. No supe lo que quería decir. Sus afilados dedos asieron la punta de mi chaleco y tiró de él, atrayéndome hacia ella. Me incliné y su índice me señaló insistente. La respiración anhelosa y entrecortada le contraía las facciones; de pronto echó atrás la cabeza emitiendo una sola palabra confusa, casi ininteligible:
—¡Gibbie!
Pestañeé, volví la cabeza y pregunté dónde estaba la enfermera.
—Yo soy la enfermera, doctor —me dijo la madre.
Vi brotar un raudal de lágrimas de aquellos ojos y comprendí que ya nunca más volverían a ser fríos.
Le pedí un vaso de agua.
Cuidadosamente levanté la cabeza de la señorita Greene y le acerqué una cucharilla a los labios. Los blancos dientes estaban apretados; el agua resbaló sobre ellos y cayó por las comisuras. Sus ojos seguían desmesurados. Aquella extraña mirada me oprimía. No pude vencer la tentación de bajarle los párpados. Sentí temblar bajo mis dedos las largas pestañas y no pude apartar la mano. Poco a poco recorrí sus martirizadas facciones con fervor, con unción, casi religiosamente, como si intentara el milagro de devolverle la belleza y el bienestar. Quedóse quieta. Creía que se había dormido, pero en sus labios fue asomando una leve sonrisa de agradecimiento.
Me fui lentamente.
Me despedí de la madre con unas palabras de aliento y salí de la alcoba.
Bajé la escalera y crucé el salón estilo Imperio. Los cuatro sujetos de la raya en medio y la barba en punta tomaban el té con Sir William y oí un charloteo de negocios. Saludé con una inclinación de cabeza; creo que no me vieron. Salí; subí al coche de alquiler y le dije al cochero que me llevara a casa. Estuve mirando aquel balcón del primer piso hasta que volvimos la esquina.
Cerca de la plazoleta de Sterne por poco nos embiste un carruaje desenfrenado que surgió de una bocacalle: era la ambulancia y Jasper mismo, sentado en el pescante, conducía los caballos. Me asomé perplejo y le grité que los parase. Lo consiguió media manzana más abajo, saltó del coche y corrió hacia mí, gritando:
—¿Qué ocurre?
—¡Ya, Jasper!
—¡Despide el coche y sube conmigo a la ambulancia!
Pregunté al cochero cuánto le debía, mientras me revolvía todos los bolsillos. Tuve que añadir a aquellos instantes de ansiedad el apuro de no llevar dinero. Pagó Jasper, sin serle posible dar propina. Ambos nos encaramamos al pescante de la ambulancia y como ni uno ni otro había tocado unas riendas en la vida, tuvimos que dar la vuelta por la plazoleta con el consiguiente rodeo, por no saber cómo indicar a los caballos que se volvieran en redondo.
—Hemos estado buscándote por todas partes, Jasper, ¿de dónde vienes?
—Del cementerio. He enterrado a un hombre por mi cuenta, Len.
—¿Quién era?
—Tocaba el acordeón en el bulevar y fue empleado de la funeraria. Anteayer dejó el trabajo para emprender la travesía hacia su tierra… pero la difteria le ha cambiado el pasaje.
***
—En efecto, la enfermedad está declarada —dijo Jasper—. La anomalía de la voz constituye un síntoma de difteria cuando ya se conocen los antecedentes. Puede cerrar la boca, Martino.
Caminó hacia la ventana seguido de todas las miradas.
—De todos modos —agregó— hay que aplicar el remedio en el momento en que el examen clínico permite establecer claramente un diagnóstico.
El asesino frunció las cejas sin entenderle.
—Quiero decir que tendremos que aguardar a que esté más enfermo, Martino. Ahora adivinamos que es difteria sólo porque sabemos de antemano que se la transmitimos; pero esos mismos signos podrían indicar unas simples anginas. La eficacia del remedio ha de comprobarse a partir del momento en que se pueda determinar el carácter y naturaleza de la dolencia.
—No estoy conforme, Jasper —intervine—. En época de epidemia basta un mareo para poder diagnosticar.
Adiviné que lamentaba mi intromisión.
—Son puntos de vista —dijo secamente.
No quise insistir, pero a mi juicio era temerario esperar. No obstante, en esa espera nos consumimos durante el resto de la tarde.
***
Jasper fue a devolver la ambulancia, pasó por la mansión de los Greene y regresó taciturno.
—McHath está con ella y vendrá a buscarnos cuando sea necesario. Lo tiene todo preparado para la operación.
Hacia las nueve de la noche, Martino sufrió un violento vómito. Esto le deprimió moralmente; quedóse azorado, casi humillado. Jasper le hizo acostar, colocó la pantalla del quinqué de modo que no le diera directamente la luz y le sugirió que tratase de dormir.
Ninguno de los tres quiso dejar el cuarto, pero a las once hubo un aviso urgente y, sin saber lo que hacía, tuve que ir a aplicar sinapismos en el pecho de un anciano que acababa de ser condenado a muerte por un ataque de apoplejía. Cuando regresé a casa, Alexander me dijo desde arriba:
—¡No eches la aldaba! ¡Jasper está fuera!
—¿La señorita Greene? —grité.
—No; la hija de Sawnie está asfixiándose.
—¿Cómo es posible? ¡Si se hallaba ya en la convalecencia!
—Sí, Len; pero se ha tragado el dedal.
Fuimos los dos a la cocina a por un bocadillo. Puse café en el molinillo y Alexander encendió el gas. Me notificó que Martino se había adormecido.
—… Sigue mareado y le duele mucho la cabeza. Crees que Jasper aguarda demasiado, ¿no es eso?
—Tiene que presentarse la angina —dije dando rápidas vueltas a la manija del molinillo para disimular mi inquietud.
—Estás haciéndolo al revés, Len. Me voy arriba. Cuando el café esté hecho, avísame.
Le di una palmada y murmuré:
—Todo irá bien, ya lo verás.
—Lo sé. Pero me da pena Martino.
—Si se salva hallará una recompensa sobrada.
Movió la cabeza.
—Tal vez si no se salva hallaría una recompensa mayor.
Y se fue cabizbajo, como si sus meditaciones se lo llevaran.
Le alcancé y le cogí del brazo:
—Dime, Alexander… ¿te ha dicho alguna vez por qué guarda una medalla del Sagrado Corazón de Jesús?
—Se la dio un preso que pudo haberle redimido, pero no tuvo tiempo; la justicia humana cometió el error de impedirlo.
Oímos la puerta de la calle e inmediatamente la voz de Jasper:
—¿Puedo echar la aldaba, o no ha llegado Len todavía?
Subimos los sillones de vaqueta del consultorio para pasar la noche más cómodamente en la habitación de Martino. Hacia las cuatro de la madrugada los vidrios de la ventana retemblaron y los tres alzamos la cabeza: ¡se acercaba un coche a toda prisa! Jasper y yo corrimos al balcón, apartamos las cortinillas y pegamos las narices al cristal. La nítida luna llena nos permitió ver un landó verde con la capota abierta, que pasó de largo y se internó por la estrecha calle de Malcom. Jasper se pasó la mano por la frente y suspiró. Cuando un coche cruzaba el puente de Cragget sólo era para detenerse delante de nuestra casa… o delante de casa de Nettier, si se trataba de un landó verde.
Transcurrieron las horas en absoluto silencio y ejemplar aguante por parte de todos. Martino se despertó y permaneció tranquilo, casi inexplicablemente tranquilo. De su rostro había desaparecido el miedo; le quedaba una expresión de profundo cansancio y una arruga en la frente producida por la cefalalgia. Tenía cerrados los ojos y de vez en cuando los abría para contemplarnos unos instantes.
—¿Le pone nervioso que permanezcamos los tres en el cuarto? —le preguntó Jasper.
Negó con la cabeza.
La tensión en que me mantuve yo fue espantosa. Aguardaba inclinado hacia delante, clavados los ojos en aquel cuerpo quieto que respiraba con un levísimo ruido inspiratorio como si estuviese resfriado. Entre tanto, el recuerdo de la gravedad de la señorita Greene me martilleaba la cabeza de un modo sordo y doloroso.
De repente, Martino se irguió y dijo:
—Está demasiado oscuro.
La voz sonaba velada.
Abrí los postigos y entró el sol.
—¿Es aún de día? —dijo desorientado. Estábamos en plena mañana.
Jasper le exploró las amígdalas y los ganglios linfáticos; sacó su reloj y le contó las pulsaciones. Hizo una mueca de disgusto y empezó a pasear por la estancia como un león enjaulado.
—¿Qué, Jasper? —susurró Alexander.
—¡Lento! ¡Lento! ¡Lento!
Salió al corredor, se fue abajo y le oí abrir la puerta de la calle. Asomé la cabeza por la ventana del pasillo para ver si se iba. Aguardó en el portal recibiendo el frío de la mañana, y en cuanto llegó Honora la mandó a Saint-Constantine para que avisara que le sería imposible ir. Volvió a subir, entró en el cuarto, pasó a la alcoba contigua y se echó sobre el colchón que tenía en el suelo. Se quedó inmóvil tal como había caído, como si su cuerpo pesara tanto que no pudiera modificar la posición. Alexander se le acercó lentamente.
—¿Por qué lo demoras tanto? —susurró—. Ten en cuenta que, a pesar de todo, cuanto más cerca del principio, mayor resultado puedes obtener.
—¡Yo sé lo que he de hacer!
Alexander se inclinó hasta rozarle la oreja y queda, pero firmemente, dijo:
—Quieres darle la misma desventaja que tiene la hija de Sir William y los perderás a los dos.
Jasper apretó las mandíbulas y no replicó.
Salí del cuarto nerviosamente. Temía sufrir un desmayo si permanecía respirando aquella atmósfera un minuto más. Bajé; rondé por la casa sin rumbo fijo. Fui al comedor; por la chimenea apagada se oían los bufidos del viento. Me estremecí de frío y entré en la cocina. Sobre la mesa estaban aún los tres cubiertos que Honora nos había preparado la noche anterior para cuando se nos ocurriera comer. En el armario vi croquetas, patatas fritas y jamón. Todo ello me dio náuseas. Penique aguardaba impaciente porque todos nos habíamos olvidado de él. En cuanto me vio empezó a frotarse la espalda contra mi pierna.
—No, Penique; déjame ahora, por favor.
Le alejé con discreción, pero se ofendió. Salió de la cocina sin volver la cabeza, con la cola erguida y tirante. Poco después nos encontramos en la escalera. Yo le llevaba una croqueta. Se la mostré y no quiso acercarse. Se la dejé sobre un peldaño y me fui arriba. Al momento olvidé a todos los gatos y todas las croquetas del mundo. Alexander y Jasper estaban exaltados mirando la amígdala de Martino. ¡Había aparecido el depósito opalino! Aquel horrendo síntoma nos animó. Nos tomamos una infusión de café concentrado y nos lavamos la cara con agua helada. Jasper y Alexander se fueron al laboratorio. Yo me senté en un rincón del cuarto de Martino escuchando el ligero silbido laríngeo que crecía paulatinamente. Oí que Honora ya estaba de vuelta. Comprobé mi reloj y me exasperó la parsimonia de Jasper y Alexander. Me asomé por la barandilla de la escalera y les pregunté qué era lo que hacían.
—¡Cállate! —gritó Jasper.
—Ya vamos —repuso Alexander.
A los cinco minutos entraron los dos en el cuarto, con las blusas blancas puestas; depositaron sobre la mesilla de noche un rollo de algodón hidrófilo, una jeringa de inyecciones de gran capacidad y un frasco tapado herméticamente con una cápsula de estaño.
Las piernas me flaquearon y tuve que apoyarme en la pared.
—¿Qué te pasa, Len? —Jasper me asió fuertemente del brazo—. Escucha: vete de aquí o acabarás por destemplarnos a todos. ¡Vete!
Me empujó fuera; quise protestar, pero me hallé de manos a boca contra la barandilla de la escalera. Me quedé allí anonadado.
Después de unos instantes, Jasper reapareció. Su cara había perdido dureza.
—Entra, hombre —dijo.
Alexander desplegaba el algodón nerviosamente y Jasper se lo quitó de las manos.
—No te apresures tanto; hay para rato. Sentaos. Sentaos los dos. No os mováis continuamente.
Y empezó a pasear arriba y abajo. Dieron las diez. Dieron las once.
Martino yacía aplanado en la cama con los ojos abiertos y agrandados, mirando hacia el techo. Respiraba peor a cada momento que pasaba. Repentinamente se incorporó. Dio un grito ronco y un golpe de tos sacudió su cuerpo con violencia.
Los tres nos precipitamos hacia la cama.
Vimos cómo su piel se cubría de sudor frío y cómo en un instante la camisa se le pegaba al cuerpo. Contraía angustiosamente los músculos inspiratorios a medida que el acceso de sofocación se intensificaba y sus ojos buscaban desesperadamente los de Alexander. Éste le asió de la mano y se la apretó fuertemente.
Jasper miró a contraluz el contenido del frasco y procedió a destaparlo.
—¡Vamos, Alexander!
El aludido cogió el algodón y lo mojó en una palangana. Bajó la sábana, apartó las ropas, dejó al desnudo el tórax de Martino y le lavó la región operatoria.
Entre tanto, el émbolo de la jeringa subía absorbiendo el suero sanguíneo de conejo.
La mano de Jasper empujó a Alexander, apartándolo; tentó el costado del enfermo y recogió la piel en un pliegue por debajo de las costillas…
Bruscamente introdujo la aguja. Martino no se dio cuenta. El transparente líquido fue penetrando con lentitud, formando una extraordinaria bola. Alexander no miraba la operación; tenía fijos los ojos en el rostro de Martino y sus labios se movían como si le hablara. Tal vez lo hacía, pues Martino parecía esforzarse en oírle a través del ruido errático de su respiración.
La jeringa quedó vacía. Jasper retiró la aguja y la cabeza del enfermo rodó hacia la derecha mientras un gesto de vivo dolor descubría sus dientes. Luego se quedó quieto, con la boca muy abierta, sorbiendo el aire fatigosamente.
Aguardamos los tres, inmóviles, petrificados. Jasper había desplegado el estetoscopio, pero no hacía nada con él.
La reacción producida por el suero no se hizo esperar. Fue casi instantánea. Vimos palidecer la faz de Martino intensamente y una expresión de asombro le desorbitó las pupilas.
Luego, de un modo pavoroso, empezó a oscurecérsele el cuerpo hasta adquirir un tinte pardo. Echó atrás la cabeza y de repente resbaló un raudal de sangre por su nariz. Alexander se cubrió los ojos aterrado. Arrebaté el estetoscopio de las manos de Jasper y lo apliqué al pecho de Martino. En mis oídos retumbó el sordo ruido del corazón caminando hacia el colapso.
—¡Está perdido! —cuchicheé.
—¡Cállate!
Y en un desesperado intento, Jasper le levantó la cabeza, aplicándole en la nuca una bola de algodón empapado en agua fría. La hemorragia disminuyó, pero la temperatura subía sin cesar. Aguardamos tensos, respirando profundamente, como si prestáramos aliento al moribundo.
—Trae una gasa y una toalla, Alexander. Acércate, Len. ¡Haz algo, hombre! Levántale el brazo derecho, aprisa… ¡La boca, que no cierre la boca! Introdúcele el mango de la cuchara, pronto… ¡Lávale la nariz; la sangre está ahogándole! ¡La gasa, Alexander!
El pecho de Martino se agitaba violentamente marcándole una depresión en el estómago. La cabeza se movía a sacudidas y la cara gesticulaba con incesantes contracciones de dolor.
Repentinamente, de un modo inesperado, su cuerpo perdió calor. Quedóse frío, quieto, alentando débilmente como si la vida optara por escaparse con el mayor sosiego y silencio.
Ante la imposibilidad de hacer nada por él, Jasper le palmoteó la mejilla. Ruda caricia que Martino ni siquiera notó… Dieron las ocho de la noche.
Me hallaba hundido en el sillón de vaqueta, con los brazos colgantes y la cabeza caída sobre el respaldo. Alexander, en la alcoba contigua, sofocaba su tormento de rodillas ante su santa figurilla. Jasper seguía en la cabecera del lecho. De vez en cuando, rompía el silencio un gemido mezclado con tos. Ninguna horca del mundo hubiera prolongado de aquel modo la agonía. ¡Nueve horas!
No teníamos noticia alguna de la señorita Greene. Hacia las cuatro de la tarde, Jasper había dicho que iría, pero aún permanecía obsesionado junto a Martino.
Al oír el reloj del gabinete, susurró:
—¿Tan tarde ya?
Luego se inclinó sobre Martino y su rostro se descompuso.
—¡Acércate, Len!
Tambaleándome corrí al lado de la cama. Vi un cuerpo convulso, extenuado, desconocido. Una disnea continua le asfixiaba. Había llegado el período de obstrucción mecánica prematuramente, con una rapidez monstruosa. ¡El suero le había acelerado la enfermedad!
—¡No podemos aguardar más! —grité fuera de mí.
Aparté las cortinillas de la ventana y entró la velada claridad del crepúsculo. Extendí las manos desesperadamente.
—¡Falta luz! ¡Más luz! ¡Ayúdame, Jasper! —le arrastré fuera del cuarto hacia la escalera—. ¡Apresúrate! ¡Sube todas las bujías que hay en la casa! ¡Voy a operarle!
—¿Te has vuelto loco?
—¡Sin duda! ¡Pero hay que hacer algo!
—Sólo lo que estamos haciendo: ¡aguardar!
—¿Para qué? ¿Es que todavía esperas una reacción? ¿Has puesto fe en el suero de pronto?
—¿Y tú, la has perdido?
—Yo sólo veo que se muere.
—¿Y si le matas con el bisturí?
—Habré hecho todo lo que estaba en mi mano. Habré luchado por su existencia hasta el último instante.
—¿Y qué es lo que sabrás? ¡Ni siquiera el verdadero resultado de lo que perseguimos! ¡Me niego a que le hagas la intervención! ¿Lo oyes? ¡Me niego a que nadie más que yo disponga lo que hay que hacer! Encubrí a un asesino con la condición de darle la vida o la muerte con el nuevo suero. ¡No permitiré que se salve o sucumba por otra causa! ¡No lo puedo permitir!
Acudió Alexander precipitadamente y se enfrentó con Jasper.
—¡Olvídate de todo! ¿Entiendes? —gritó—. ¡De todo! ¡Recuerda sólo que hay un ser humano debatiéndose con la muerte y que tú eres un médico!
Jasper se apoyó pesadamente en el pasamanos de la escalera. Después de un gran silencio, dijo en un tono apagado y cansado:
—No es ni la vida ni la muerte de este hombre lo que me importa, sino el medio que le proporcione una u otra cosa. Es posible que no aceptéis ahora un escrúpulo mío; pero aunque me hunda yo, si Martino se salva por otra circunstancia que la establecida, me veré obligado a entregarle a la justicia.
—¡Convertido en mártir! —grité.
—Lo que sufre no disculpa sus crímenes. Es un ardid desesperado para comprar su libertad. ¡Esa libertad que no merece, que me condena a mí, que mantendrá siempre en juego mi reputación! ¡Esa libertad que sólo la locura de un ensayo satisfactorio hubiera hecho tolerable!
Me acerqué a él y le dije entre dientes:
—Ya no pensabas proporcionársela… ¡Le inoculaste el suero porque creías que moriría! ¡Porque era un condenado!
Se quedó mirándome fijamente. Las aletas de su nariz temblaron. Se llevó la mano al bolsillo, sacó un pliego de papeles, me los echó por la cara y se fue escaleras abajo.
Era un pasaporte y una documentación a nombre de Ptolemy Dean… También había un pasaje para Dinamarca.
***
Perdí el aliento. Me quedé anonadado en un rincón de la escalera, convencido de que acababa de perder la amistad de Jasper. Un temblor anormal me agitaba y los papeles se me caían de las manos. Nunca me había arrepentido tanto haber hablado. Me mordí los labios fuertemente hasta que Alexander exclamó:
—Te estás haciendo daño.
Su voz hizo que me recobrase. Alcé los ojos y topé con los suyos. No vi reproche en ellos. Tal vez él también había dudado de Jasper. Me alargó un pañuelo.
—Sécate la boca, Len… Tienes sangre.
Las rodillas se me doblaron y me hubiera desplomado si su mano firme no me hubiese cogido.
—Tienes que operar a Martino.
Meneé la cabeza.
—Jasper no lo quiere, Alexander.
—Naturalmente. Pero eso no puede decidirlo él.
Me condujo abajo y me puso un quinqué en cada mano. Él recogió dos más y nos volvimos arriba. Un grito sofocado de Martino me estimuló. Inmediatamente le colocamos en la posición conveniente inmovilizándole las piernas por medio de una sábana, y atándole los brazos a los lados de la cama con vendas y tiras de gasa. No fue tarea difícil, puesto que el enfermo no intentó movimiento alguno; sus ojos abiertos no miraban a ninguna parte, no sabía ya qué ocurría a su alrededor.
—Ahora, Len, busca a Jasper y dile si quiere ser tu ayudante.
Obedecí mecánicamente.
Le hallé recostado en un sillón del comedor y me quedé detrás de él. No supe qué hacer. Aguardé unos segundos. Luego di la vuelta y me coloqué delante. Sus ojos eran de acero.
—Jasper… te ruego que subas… necesito que me ayudes.
Siguió inconmovible, frío. Pudo haberme aplastado contra la pared de una bofetada, pero no lo hizo… y me dolió más. Pestañeé y me fui.
Me vestí la blusa blanca esterilizada, me lavé las manos apresuradamente y me situé a la derecha de Martino, dispuesto a empezar.
—Cógele la cabeza y mantenla recta en extensión forzada, Alexander. No le sueltes, ocurra lo que ocurra, hasta terminada la intervención. Yo mismo cogeré el instrumental.
Alargué la mano buscando el bisturí y topé con otra mano que me lo tendía. Era la de Jasper. Le miré a los ojos y los desvió; serio, grave, maquinal.
Tomé el bisturí y me volví de cara a Martino. Un sudor frío empapó mi frente. Sentí la garganta reseca y áspera. Las manos me temblaban enfundadas en los guantes de goma; las estiré y las cerré repetidas veces para dominarlas, pero, contra todo mi prestigio, me fue imposible. Tenía la sensación de no ser el mismo de siempre, como si de repente me hallara dentro de un cuerpo pesado y torpe con una mente farragosa y unas manos flojas, sin tacto. Coloqué el índice izquierdo sobre el cuello palpitante, busqué el borde del cartílago y puse el bisturí vertical sobre él. De repente lo hundí. Martino se estremeció. Un hilo de sangre se escurrió rápido por su garganta. Mis manos empezaron a actuar vertiginosamente, por instinto, sin que las guiara el cerebro. No me daba cuenta de lo que hacía. Jasper secaba mi frente continuamente. Nunca sudé tanto. Alexander seguía sujetando la cabeza del enfermo: su papel era esencial, puesto que el menor movimiento podía dificultar peligrosamente mi trabajo. Busqué los anillos de la tráquea para cortarlos. Había llegado el momento más arduo para el enfermo y para mí. Asustado, miré a Jasper. No sonreía. Era la primera vez que me ayudaba a operar sin sonreír. Se echó sobre los brazos de Martino para impedir el más leve movimiento. Vacilé.
—¿Qué esperas? —dijo.
—No puedo…
—¡No te detengas ahora!
Corté. Se oyó un crujido. Martino emitió un chirrido extraño, se revolvió y empezó a toser. Su sangre lo salpicó todo. Vi sus puños golpeando el lecho frenéticamente.
—¡El dilatador! —gritó Jasper—. ¡No te detengas, Len!
Busqué el dilatador a ciegas. De súbito el puño de Martino cesó de golpear. Su mano se abrió espasmódicamente y dejó caer algo que rodó hasta mis pies. Era la medalla del Sagrado Corazón de Jesús.
Retrocedí aturdido. Jasper y Alexander me hablaban con precipitación, pero yo no les entendía. Sus voces sonaban confusas en mi cerebro. Las sábanas manchadas de sangre se alejaban de mí y las paredes giraban lentamente.
De sopetón se hundió el suelo y caí en un pozo de tinieblas.
***
Abrí los ojos al notar la frialdad de las baldosas. Estaba boca abajo, aplanado, incapaz de moverme. Junto a mi mejilla vi la pata de la cama. Entre mis piernas se movían los pies de Jasper y de soslayo le vi inclinado sobre las sábanas continuando mi trabajo interrumpido. Alexander seguía en su sitio. Cuando el sopor me volvía a la inconsciencia, se agarraron a mi garganta las hojas espinosas de un cardo. Empecé a toser convulsamente, contorsionándome por el suelo. Sentí que me cogían y me incorporaban. Los ojos de Jasper, agrandados por el asombro, recorrían mis facciones.
—¡Len! —gritó—. ¡Y yo me negué a creerlo!
***
Cerré los ojos, mortalmente cansado. Sentí que me trasladaban en brazos a mi cuarto. En seguida noté el vidrio del a termómetro debajo de la axila.
—¿Y Martino? —cuchicheé con voz discorde.
—Bien.
Abrí los ojos.
—Dime la verdad, Jasper.
—Ya te la digo. Tiene colocada la cánula y puede respirar.
—¿Y el corazón?
—Mejora.
—No le dejes.
—Alexander está con él. ¿A ver la garganta?
Me acercó un quinqué y me examinó con sumo cuidado. El pelo se le pegaba a la frente y por la barbilla le resbalaban las gotas de sudor.
—¿Sabes que en realidad esto empezó hace dos días, Len?
Se levantó y golpeó el respaldo de la silla frenéticamente.
—¡Y me negué a creerlo! ¡Estás en el período de espasmo, Leonard! ¡No comprendo cómo te has aguantado!
Un acceso de tos me agitó con brusquedad. Me incorporé ansioso, notando ya claramente la obstrucción de las vías respiratorias. Jasper me aflojó la ropa, me quitó los zapatos y empezó a desnudarme.
—Óyeme… —balbucía asiéndole del brazo—; óyeme bien… No aviséis a mi padre ni a mi hermano… no les digáis nada hasta… hasta que… que sepáis algún resultado… ¿Comprendes, Jasper?… No quiero… no quiero que me vean ahora… ¿Comprendes, Jasper?
—Claro que sí. No hables más; descansa.
Salió del cuarto y no tardó en reaparecer seguido de Alexander. Éste se acercó lívido como un muerto.
—¡Pésima broma, Len! —susurró.
Me alisó los cabellos y me inclinó la cabeza hacia la izquierda. Seguidamente sentí un paño mojado sobre los ojos y otros sobre el pecho. Me pareció oír como si una jeringa sorbiera líquido y quise apartar el lienzo para mirar, pero Alexander me lo impidió. No tuve tiempo de meditar nada. Un calor progresivo, rápido, intenso, me invadió el cuerpo. Terribles silbidos me ensordecieron por completo y perdí la noción de todo.
***
El mundo entero dio un tumbo. Fue una sacudida soberbia que me arrancó de la esfera terrestre arrojándome al vacío. No sé si descendí o me elevé… Quedé desprendido de todo y sentí terror de no hallar apoyo en nada. Vagaba por el espacio sin conciencia de adónde iba. No podía detenerme ni orientarme. Todo estaba envuelto en tinieblas… espesas tinieblas de ceguera. Apreté los párpados y surgieron círculos rojos, etéreos, escurridizos, que se agrandaron y se disolvieron en la sombra. La tupida negrura, bochornosa, sofocante, me impedía respirar, me taponaba la garganta produciéndome un ahogo lento, pero implacable. Mi lengua reseca se movía incesantemente tratando de humedecer los labios agrietados. De repente, el ruido de una cucharilla revolviéndose dentro de un vaso atronó mis oídos y caí sobre un lecho de un modo brusco y violento. Abrí los ojos. Vi el rostro de Alexander oscilando ante mí. Tenía la suprema bondad del de San Roque y me vertía un líquido fresco en la boca. Traté de deglutir, pero una astilla atravesada en el cuello me lo impidió. Empecé a toser hasta que el estómago me quedó agarrotado. Luego cerré los ojos, exhausto. Sentí los latidos del corazón, pastosos como si mi cuerpo estuviera relleno de suero de conejo. Incliné la cabeza e inmediatamente se vertió todo sobre la almohada. Pestañeé asustado, comprendiendo que me vaciaba… San Roque me acercó una medalla para que la besara, y aunque me esforcé en hacerlo, fui resbalando de nuevo hacia la terrible oscuridad. Un remolino lento, calmoso, me absorbió haciéndome girar en espirales cada vez más pequeñas, agitando mis cabellos y mis ropas de un modo pausado y monótono. Llegué al fondo y me quedé tendido, alargado sobre una superficie lisa y mojada, alumbrada tenuemente por una lucecita verdosa parecida a la del fósforo. Mi cuerpo empezó a destilar gota a gota todo el líquido que contenía. Se formó un charco a mi alrededor; creció, se ensanchó, subió su nivel, me cubrió y me ahogó. Intenté sacar la cabeza, agité los brazos desesperadamente; varias manos me asieron y me enderezaron. Parpadeé. Dos rostros borrosos se balanceaban sobre mí; se acercaban tanto que casi me rozaban. Movían los labios hablando continuamente, pero yo tenía aún las orejas llenas de mi propio exudado y sólo oía un rugido parecido al del oleaje. De pronto, me rodearon el tronco, me cogieron las piernas, me alzaron y me estiraron sobre una camilla. Una voz clara, timbrada, penetró en mi cerebro súbitamente.
—Yo llevaré la cabeza; tú coge los pies, Alexander pasa delante. Deberíamos ponerle un poco inclinado.
Noté un vaivén. Me dio vértigo. Sentí un desgarramiento, quise gritar, todos los cartílagos de la tráquea me saltaron, se desprendió la primera vértebra cervical y quedó mi cabeza suelta, separada del tronco. El que debía llevarla la cogió clavándome las uñas en la garganta y siguió a la comitiva de la camilla. Bajaron la escalera. El ramo de flores de papel del macetero me arañó la cara. Tuvieron que alzar mi cuerpo por encima de toda la clientela de la consulta que se apiñaba en los peldaños.
—¡Pobre, pobre doctor! —gritaba una vieja reseca, llorando y chillando.
—Cállese, por favor, Honora; váyase, se lo ruego; déjenos pasar…
Y la camilla seguía hacia abajo a empellones, llevando mi cuerpo descabezado. La gente empezó a cantar un responso y miles y miles de cirios se encendieron corroborando la solemnidad del momento. Me depositaron en el ataúd, juntaron mi cabeza con mi tronco, empezaron a echarme puñados de serrín y me rociaron con ácido fénico. Seguidamente colocaron la tapa. Se hizo la oscuridad, la horrible oscuridad. Floté nuevamente en el espacio…
—Apártate, Alexander; es inútil, ni siquiera nos oye. Apártate, le quitas el aire.
—Pero es que tú no le das importancia y la tiene, Jasper.
—Sí le doy importancia, pero ¿qué quieres? Espera. Espera y tal vez pueda comprenderte. No permanezcas ahí tieso como un palo; vete a dar una vuelta. Mira, vete a comprar pastas.
—¿Pastas?
—Sí; ahí en la esquina las he visto en un escaparate. Cómpralas y trae cerveza. Tengo el estómago vacío.
Vacío… vacío… seguía ondeando en el vacío… balanceándome en la luz fosforescente, cayendo suavemente con el camisón ondulante y los cabellos meciéndose de un lado a otro.
—Cierra la puerta.
No vi puerta alguna. Me incorporé y miré hacia el infinito. Me puse en pie tambaleándome y avancé por el camino sin fin. A cada lado había una hilera de cajas mortuorias destapadas; yo no las miraba, para no ver los muertos. Arrastraba colgado del cuello un hilo de alambre espinoso, y cada vez que sin querer pisaba su extremo, todas las púas se me hundían en la garganta. Al final vi la escalera. Otra vez la escalera. Siempre la escalera. Seguía la gente allí, apiñada en los rellanos con los cirios encendidos y las bocas abiertas, cantando a gritos. Jasper vociferaba que le dejaran pasar, alzando por sí solo el ataúd mientras se abría paso a puntapiés. Alexander le seguía, elevando los ojos al cielo, cargado de pastas y botellas de cerveza. De repente, Penique saltó sobre la caja lanzando un maullido escalofriante. Tenía el pelo del lomo erizado. Empezó a arañar fieramente la tapa; el féretro cayó dando tumbos por la escalera, agrietándose de arriba a abajo y dejando ver en su interior el cuerpo desfigurado de Martino. La gente huyó aterrorizada gritando: «¡El asesino! ¡El asesino!». Lanzaron los cirios y se desparramaron por la casa. Se prendió fuego en las cortinas del ropero. El humo no me dejaba respirar. Me cayó una chispa en el cuello y me produjo una quemadura tan viva y dolorosa que me erguí de un salto.
—¡Sujétalo! ¡No dejes que se me mueva!
—¿El corazón?
—Otra vez. Aparta eso. Inclínalo.
—¿Cafeína?
—Estricnina. Tú mismo, aprisa.
Dos dedos me pellizcaron el brazo. Me invadió un bienestar infinito, extraño, sobrenatural…
Comprendí que me moría.
No sentí ningún pesar, sólo un anhelo de descanso.
Miré a Alexander serenamente; estaba inclinado sobre mí y tenía arrasados en lágrimas los ojos. No era ningún engaño, puesto que el desvarío había cesado. Jasper me frotaba el pecho con la mano plana en un vano intento de favorecer la acción de mi corazón.
—Len… —cuchicheó Alexander.
Traté de expresar mi último deseo: verla a ella… No sabía su nombre, sólo podía llamarla «señorita Greene»… Mis labios se movieron sin emitir sonido alguno… Alexander esbozó una sonrisa.
—Sí, Leonard… en seguida estará a tu lado.
Se volvió lentamente y cuchicheó embargado por la emoción:
—Tenías razón, Jasper. Nos hemos comprendido… Está pidiendo un sacerdote.
Cerré los ojos aturdido. «¡Dios mío! ¡Perdóname! ¡Me había olvidado de Ti!… Señor mío, Jesucristo, Dios y Hombre verdadero… No sé nada más… no me acuerdo de nada más… ¡Perdóname! Creo en un Dios, Padre Todopoderoso… Nada más… no me acuerdo… Creo… creo… creo…»
Surgió una figura blanca, alargada, pura, con los brazos en cruz y la frente resplandeciente. Me dio la absolución in extremis.
***
Al principio pude ver un acordeón de plata suspendido en el intenso azul del cielo. Empezó a ondularse y a arquearse y sonó una musiquilla escandinava. Luego vi las verdes copas de los árboles de Dinamarca y quise respirar aire puro; me enderecé… un brazo me sostuvo… el acordeón se acercó, rozó mis labios y me vertió en la boca agua fresca. Una mano me alzó bruscamente la cabeza y me atraganté. Empecé a toser angustiosamente. El desasosiego me enloqueció. No me soltaban, la garganta me dolía… Contraje todos los músculos; siguieron echándome agua a la fuerza… se hizo imposible la deglución y la expulsé violentamente.
—¡Sigue así, Len! ¡Sigue así!
Algo se desprendía de mi garganta. Realicé esfuerzos sobrehumanos. Sentí un vivo desgarramiento y de súbito el aire penetró en mis pulmones libremente. Me estremecí de pies a cabeza. Lanzando un suspiro me dejé caer en brazos del hombre que me sostenía.
—Todo pasó, Leonard… —susurraba a mi oído—. Todo pasó… Estás curado.
Desplegué las alas y emprendí el vuelo. Revoloteé por el espacio riéndome y cantando, bañándome en la luz y en la brisa. El cuerpo no me pesaba más que una pluma y marchaba en la dirección que quería. Volé sobre los prados de Dinamarca y vi infinidad de pastores tocando el acordeón. Todos me saludaron con grandes reverencias como si yo fuera Su Majestad. En su entusiasmo echaron al aire puñados de chufas. Volando como un pájaro pasé cerca del suelo y la hierba fresca me rozó el tórax y el abdomen, produciéndome un escalofrío de placer. Volví a elevarme y volví a descender… Repetí lo mismo infinidad de veces, cuando de pronto me di cuenta de que estaba tiritando de frío. Quise emprender el vuelo hacia el sol, pero no me vi las alas en parte alguna. Eché a correr por aquella pradera húmeda. Todas las gotas de rocío centelleaban, cegándome y mareándome. Tenía los pies entumecidos y los dientes me castañeteaban.
—No puede, no tiene fuerza. Tócalo; está helado.
—Vete a dormir, Alexander. Ya me quedaré yo; no seas pesado.
—No tengo sueño.
—¡Tómate morfina, pero vete a dormir! ¿O piensas mantener todo el sistema nervioso en actividad constante durante otra semana?
Otra semana… otra semana… otra semana… Empezaron a caer copos de nieve sobre mi cuerpo… se formó una montaña que me apretó el pecho y me aplastó sobre el témpano de hielo.
***
Permanecí así indefinidamente. A veces abría los ojos y miraba un rato las mascarillas humanas que bailoteaban a mi alrededor. Pero todo era confuso y agrisado. Los sonidos también se congelaban y rebotaban por el espacio glacial.
Fue una cucharilla que a la fuerza me introducía un jugo caliente en la boca. Tuve que paladear… Tragué. Toda la sangre de mis venas empezó a circular vertiginosamente. Abrí los ojos. La cucharilla insistía y la mordí.
Me incorporaron y me acercaron un bol humeante, de jugo de carne. Sorbí ávida, frenéticamente. Me dio hipo y lo apartaron. Lancé un alarido y lo volvieron a acercar inmediatamente. Con los dientes cogí el borde y apuré hasta la última gota.
—¡Más! —balbucí—. ¡Más!
Vino una masa de crema y la deglutí en el acto.
—¡¡¡Más!!!
Alexander, consternado, quiso meterme una pasta en la boca. Jasper se lo impidió.
—¡Esconde eso! ¿Quieres rasparle la garganta de arriba a abajo? —Se arrodilló a mi lado—. Trata de dormir, Len.
—¡¡¡Más!!!
Sus ojos muy abiertos, de un gris casi azul, se arrasaron de lágrimas.
—No sigas pidiendo, te lo suplico… Ya sé que tienes hambre, pero no puedes comer de golpe; te haría daño…
—Démosle un poco de leche, Jasper.
—¡Cállate, demonio!
—¡¡Quiero leche!!
Me dieron leche. Todo sabía igual.
En seguida se me puso tenso el estómago. Me invadió una ola de calor. Empecé a sudar copiosamente. Alexander me dio aire con un abanico. Jasper me practicó una fricción. No recuerdo cómo acabó aquello.
Cuando desperté, vi frente a mí una ventana alta y estrecha que enmarcaba el cielo y la copa de un eucalipto; pestañeé repetidas veces.
—Estás en una celda de Saint-Constantine.
Volví los ojos hacia donde había sonado la voz. Jasper sonreía exhibiendo todos los dientes. Había adelgazado enormemente. La chaqueta le venía grande y la nuez del cuello amenazaba perforar la piel.
—¿Ya… ya… ya estás bueno? —balbucí desorientado.
Me dio una palmada en la mejilla.
Entró Alexander con la blusa blanca flotando alrededor de su figura desnutrida.
—El extracto de quina —dijo. Al ver que yo le miraba, sus pobladas cejas se elevaron—. ¡Se nos despertó!
Y salió corriendo. A poco reapareció con un enorme flan rodeado de natillas.
Empecé a temblar de emoción.
***
Tuve conciencia de que pasaban los días lentamente. Me hallaba sumergido en una grata somnolencia, olvidado de todo, pensando sólo en el momento de comer. Jasper y Alexander pasaban muchos ratos a mi lado, sin decir palabra, silenciosos, velando mi sopor. Yo notaba su presencia y me sentía bien.
Cuando se iban dejaban apostada una «hermana azul» con cara de luna, que no tardaba en dormirse. A veces sus ronquidos me desvelaban. Por las mañanas se sentía activa. No sé si hacía algo, pero iba continuamente de aquí para allá.
Una vez me encontró incorporado, apoyándome en el codo, y me preguntó si deseaba…
—No, no —repliqué—. Sólo sentarme. Sentarme en la cama; me duele todo de permanecer tendido tanto tiempo.
Me colocó dos almohadas y suspiré satisfecho.
—¿Qué hora es?
—Las nueve de la mañana, doctor.
—¿En qué día estamos? ¿Cuántos días llevo aquí?
Sonrió evocando la luna más vigorosamente.
—Parece que empieza a preocuparle lo que ocurre a su alrededor, ¿no es eso?
Cogió una palangana y una esponja y salió del cuarto. Me destapé las manos y me las miré. No sólo estaban delgadas, sino secas. Huesos envueltos en piel. Las uñas habían crecido. Pensativo, me froté la barbilla y de pronto sentí una rara impresión: mi cara estaba cubierta de pelo. Una barba de tres semanas por lo menos.
Se abrió la puerta y apareció Jasper.
—¿Qué significa esta barba? —exclamé.
—¿Te creías lampiño?
—¿Cuánto tiempo ha pasado?
Sonrió y se sentó a los pies de la cama.
—Ahora lloverán las preguntas, ¿eh? Para empezar, llevas veinticinco días justos aquí.
Fruncí las cejas.
—¿Por qué tanto?… El corazón, ¿verdad?
—Verdad.
—¿Qué clase de complicación?
—Ninguna. Lo tenías ya malo. De ínfima calidad, Len. Parecía un órgano comprado de viejo. Ahora marcha bien.
—Déjate de bromas; nunca fui cardíaco.
—¡Qué sabes tú! ¡Eres un almacén secreto de dolencias! A lo mejor albergas muchas otras cosas.
Apareció Alexander con una caja envuelta en papel satinado. Me miró y seguidamente preguntó a Jasper:
—¿Qué hace sentado?
—Ya tiene iniciativa propia, Alexander.
—¿De veras? —Se quedó frente a mí, enternecido, y musitó—: Hola, Len, ¿qué tal, chico?… Te traigo comida sólida.
Desenvolvió el paquete y aparecieron rubicundos huevos quimbos.
Me rodearon los dos y permanecimos mudos unos minutos, celebrando con este silencio mi vuelta a la vida.
Al cabo, dije anhelante:
—¡Contádmelo todo!
Jasper se levantó, hundió las manos en los bolsillos, se mordió los labios y dijo:
—La señorita Greene nos jugó una mala pasada…
El corazón me dio un vuelco.
—¡Ha muerto! —exclamé.
—¡No! —gritó Alexander.
Jasper me puso la mano sobre el pecho inmediatamente.
—¡Cálmate, Len!… Len, te lo juro: está curada. Cálmate. Iba a decírtelo… Nos jugó una mala pasada porque no aguardó ni la operación ni el suero. ¡Se curó por sí misma! Cuando llegué junto a ella, la fiebre había descendido, el pulso se había modificado, respiraba con facilidad y ya pedía que le dieran de comer… pero no ha engordado: sigue como una anguila. Continúa oliendo a extracto de millonaria. No te engaño, Len. ¡Está curada! ¡Te lo juro!
Caí sobre las almohadas. Notaba claramente el precipitado ritmo de las palpitaciones.
Jasper se rascó el mentón, preocupado.
—Me temía esto, Len. Estás débil y todo va a alterarte. Sería mejor que prosiguiéramos la información más adelante.
—Ahora, ha de ser ahora. Me sería más difícil sobrellevar una espera.
Se sentó a horcajadas en la silla y pilló un huevo quimbo. Alexander tapó la caja.
—En esas críticas circunstancias cualquiera te dice que la señorita Greene pregunta por ti a diario…
—¿Eso es cierto, Jasper?
—Como esa luz.
—¿Hoy también, Jasper?
—Hoy también.
—No irá a casa a preguntarlo, ¿verdad, Jasper?
—No pidas tanto.
—Entonces es que a pesar de los veinticinco días sigues visitándola, Jasper.
—Así es.
—¡Hum! ¿También el corazón, Jasper?
—En efecto.
—¿El suyo… o el tuyo, Jasper?
Se puso en pie de un salto y no me pegó porque a los enfermos no se les pega, y, además porque Alexander le sujetó el brazo. Rojo de irritación, bramó:
—No me gastes bromas con esa anguila de millones, ¿entiendes? Bastante hago con soportar su perfume asfixiante.
Alexander, visiblemente nervioso, reventó:
—Comprendo la importancia de este tema, Jasper, pero no estaría de más que, de paso, le contáramos a Len alguna tontería, como, por ejemplo, el resultado de los seis ensayos de tu suero.
Me incorporé. Jasper me empujó contra las almohadas.
—¡Alto ahí! Si te mueves damos media vuelta y nos pierdes de vista.
—¿Seis? ¿Seis inoculaciones?
—Con el consentimiento de todo el mundo científico. Se halla en Saint-Constantine una Comisión del Instituto Howes de Londres. También lo he comunicado a la Sociedad de Biología. Tu caso fue el máximo acontecimiento, Len… —Se calló en seco, pero se rehízo inmediatamente—: Por supuesto, también te inoculamos. Ya sé que te diste cuenta a pesar…
—A pesar de que procurasteis ocultármelo. ¿Por qué, Jasper? ¿Acaso me hubiera negado a que probaseis conmigo?
Ambos cruzaron una rápida mirada. Alexander se levantó bruscamente y caminó hasta la ventana. Jasper se aferró al respaldo de la silla y exclamó:
—Escúchame, Len: después de la experiencia con Martino, un nuevo intento era una temeridad imperdonable… pero prescindimos de todo irreflexivamente. Cometimos contigo un verdadero atropello.
—Las consecuencias alivian la gravedad de la imprudencia, Jasper.
Meneó la cabeza con la perturbación de la culpabilidad y musitó:
—¿Pero… acaso la borran?
Se produjo un silencio de plomo. Los tres quedamos confusos. Jasper clavaba en mí sus ojos claros y pestañeaba por primera vez en la vida. Alexander, vuelto de cara a la ventana, tenía inclinada la cabeza y agitaba una rodilla como si los nervios se le escaparan por allí. De repente cedió, no sé si porque era el más débil o el más valiente: volvióse en redondo y gritó:
—¡Basta!
Jasper se puso en pie de un salto.
—¿Qué te pasa a ti?
—¡Basta, Jasper! ¡Eso menos aún!
Me erguí.
—¿Qué, Alexander? ¿Qué hay detrás de todo? ¡Hablad claro de una vez!
Se miraron de hito en hito, olvidados de mí. Jasper rezongó entre dientes:
—Prefieres decir la verdad, siempre la verdad, ¿no es eso? ¡Nada te importa que a Len le dé un colapso! —Se volvió hacia mí, exaltado—. ¡Pues oye esto, Leonard: nada de lo que te he dicho es cierto! Te inoculamos sobre seguro. Martino tenía desprendidas las falsas membranas cuando le puse la cánula. ¡Le operaste inútilmente, le atormentaste en vano!
Debí quedarme más blanco que las sábanas. Jasper apartó bruscamente a Alexander y me puso una inyección, llorando de rabia.
—¡Maté a Martino! —dije, aterrado, con voz apenas perceptible.
Me tapó la boca instantáneamente.
—¿Qué te parece, Alexander? —dijo—. ¡Tráeselo ahora aquí para que se convenza de que está vivo! ¡Arréglatelas para que te crea alguna vez!
Pegó el oído a mi pecho, murmurando:
—He luchado día tras día por tu vida. Len. ¡No vayas a derrumbarte ahora por algo que pudo ser, pero que no ha sido! ¡Olvídate de Martino!
—Está bien —le dije—; no me marees más.
***
Mientras Jasper hablaba iba rapiñando uno tras otro todos los huevos quimbos.
—Fue necesario trasladarte aquí aun a costa de todos los riesgos. Con un enfermo secreto en la habitación contigua ni siquiera podíamos ponerte una enfermera. Resultaba ya embarazoso crear más misterios y declaré que te habíamos inyectado el nuevo suero. McHath, Lee y el anciano doctor Garrett sabían de antemano que yo trabajaba en él, aunque, naturalmente, suponían que lo hacía con animales. La noticia les produjo enorme impresión. Todos deseaban observar los sensacionales efectos. Te convertiste en el caso más interesante de la ciudad. Por espacio de cuarenta y ocho horas, esta habitación estuvo repleta de doctores que no te quitaban ojo de encima, negándose a salir para comer o descansar. También metió sus narices nuestro querido colega el doctor Pressburger, aunque, por supuesto, él abandonó su puesto a la hora del té. El mejoramiento de tu estado general les anonadaba. Los ganglios cervicales se desinfartaron, respiraste mejor, el pulso se normalizó y descendió la curva térmica. El total desprendimiento de las falsas membranas colmó todas las esperanzas. Me felicitaron efusivamente y entonces les confesé que no habían visto la peor parte. Los primeros momentos fueron en ti más violentos que en Martino. Sangrabas por la nariz, la boca y los intestinos…
—Me vaciaba.
—Exacto. Hemorragia, agitación incesante, fiebre y, por fin, hipotermia. Terrible y prolongada hipotermia de la que no salías. Te dábamos por perdido. Ni siquiera recuerdo en qué momento tu cuerpo volvió a recobrar el calor.
—¿Y el corazón?
—Flojo, pero cumplió durante los momentos más comprometidos. El derrumbamiento vino cuando se hubo salvado todo peligro. Fue una recaída lastimosa, pésima, Len. Me avergonzaste.
—¿Quién me siguió en la inoculación?
—La «hermana azul». Fue el caso más rápido y satisfactorio. Tal vez porque era el organismo mejor predispuesto. Ni siquiera perdió el conocimiento. Se quejó mucho de los efectos locales de la inyección y se le hinchó el abdomen; pero a la mañana siguiente habían desaparecido los síntomas de la enfermedad.
—¿Y después de ella?
Apretó los puños.
—El primer fracaso, Len. La señorita Morrill, enfermera del doctor Garrett, se contagió de un modo rápido, fulminante. Le dimos el suero y falleció a las pocas horas. La infección era muy profunda. Insistimos con un muchacho de dieciséis años a quien todos dábamos por perdido. Se salvó. Fue asombroso. Luego lo inyectamos a un niño de tres años y vivió cuatro días mejorando continuamente. De súbito murió de parálisis cardíaca. Lo mismo estuvo a punto de ocurrirte a ti. Eso es todo lo que de momento sabemos.
—Cuatro casos a favor y dos en contra… ¿Por qué no seguías aplicándolo? ¿No hay suficiente suero?
—Eso es. Lo preparamos con una lentitud terrible, ya lo sabes. No hay manera de obtenerlo en cantidad con la urgencia necesaria. Podrían hacerlo quizá en Francia, en el Instituto Pasteur, o en Alemania, en los Laboratorios Eberhard. Les he escrito y estoy esperando contestación. Garrett, por su parte, hará lo que pueda en Londres. Estamos interesando a la Ciencia, Len. He recibido un radiograma de Nueva York pidiendo una muestra del nuevo suero. He de contestarles que apenas ha entrado en el período experimental y que aún no me satisface plenamente.
—¿Pero cómo se ha divulgado hasta allí?
—Por las gacetillas de The Times. Cada día tengo a un reportero en la sala de espera aguardando mis declaraciones. Llevan una semana exhibiéndome en primera página. Ayer salió Alexander retratado ante las jaulas de los conejos inoculados con dosis de toxina diftérica, futuros productos del suero.
—Pepper quedó movido y se le ven cuatro orejas —interrumpió Alexander entusiasmado.
—A propósito, Len… Insisten en publicar tu retrato y no encontramos más que aquel de la raya en medio y el geranio en el ojal.
—¡Quiá, hombre!
—¿Y si recortásemos…?
—¡Quiá, hombre! ¿Qué diantre he de hacer yo en primera página?
—Hazte cargo de las circunstancias… están convencidos de que fuiste el primer ser humano inoculado…, es decir…, para quedar bien situados declararemos que tú mismo habías insistido en que hiciéramos la prueba contigo. Ahora eres un héroe.
—¡Qué vergüenza, Jasper!
—Lo siento, pero aún hay más: quieren poner tu nombre en una plazoleta de Spick.
Alexander me hizo aire con la bandeja de las yemas azucaradas. Jasper se mordía las uñas.
—¿Dijisteis algo a mi padre y a mi hermano? —musité.
—Verás, Len: se dio el caso de que tu hermano escribió hará cosa de una semana. Parecía ser que estaba en vísperas de casarse y, encima, quería celebrarlo. Te invitaba para la boda, incluyendo a tus dos socios, que, a mi entender, somos nosotros. No supimos si aguarle la fiesta o mentirle… En el telegrama sólo hablamos de urticaria…
—¡Conque por fin Charles se casa!
—Se casaba. Mandó otro telegrama diciendo que acababa de romper su compromiso.
—¡Yo no sé qué le ocurre con las muchachas!
—Sería una ventaja conocer el truco; pregúntaselo en cuanto llegue.
—¿Viene?
—Con tu padre y la tercera parte del pueblo. Leyeron los diarios.
Entró la «hermana azul» de la cara de luna y avisó a Jasper de que acababa de ingresar un nuevo enfermo.
—¿Es que no disminuyen los atacados? —pregunté.
—Desde luego, Len. En estos últimos días apenas se han declarado nuevos casos. Incluso se ha suavizado notablemente el número de defunciones. Les tenemos ya aislados a todos en Saint-Constantine y tienden a mejorar. —Esbozó una sonrisa—. Los que van de mal en peor son los de la clínica de nuestro querido colega el doctor Pressburger. Es algo inexplicable. Se agravan continuamente a pesar de las habitaciones aireadas y de los medios modernos de higiene.
—No te alegrarás, ¿verdad? —le espetó Alexander.
Jasper enrojeció y farfulló:
—¡Claro que no!
Dio media vuelta y se fue tras la «hermana azul». Alexander me arregló las almohadas y me dio una dosis de extracto de quina, y me dijo:
—Estás cansado, ¿no es cierto?
Asentí.
Sus pacíficos ojos recorrieron mi cuerpo lánguido, perdido en el lecho.
—Pero todo pasó —dijo para sí.
Alargué la mano y tiré de su corbata hasta que se inclinó.
—Dime —murmuré sonriendo—: ¿Le diste mucho trabajo a San Roque?
—¡Bah! —replicó—. Este pavo real de Jasper se metió por medio, y por poco lo resuelve todo. —Mudó de expresión, y añadió—: De veras, Leonard: o los dos trabajaban en colaboración, o no sé cuál de ellos te rescató.
—Siéntate, Alexander.
—He de irme. Tengo mucho que hacer…
—Siéntate.
Obedeció.
—Cuéntame detalladamente todo lo referente a Martino.
Parpadeó y se humedeció los labios.
—Es muy normal todo lo ocurrido, Len.
—¿Sabe que le operé sin necesidad?
—Sabe que luchaste por su vida hasta el último instante.
—¿Qué dijo cuando volvió en sí?
—Nada. Estaba mudo.
—Claro…; pero ahora hablará, ¿verdad?
—¿Es que hay alguno que luego no haya recobrado la voz, Len?
—Me parece imposible que operara bien aquel día… las manos…, era como si no fuesen mías. Si se repitiera alguna vez aquello, dejaría la cirugía, Alexander. ¿Se cerró con dificultad la herida traqueal?
—Normalmente. Apenas alcanzaba una pulgada. A pesar de todo, trabajaste bien.
—¿Cómo reaccionó al darse cuenta de que estaba curado?
Alexander carraspeó como si el súbito recuerdo le conmoviera.
—Me sujetaba la mano —dijo—. Me miraba continuamente, sin pestañear ni una sola vez… sus ojos perecían de vidrio. Yo le repetía que todo había terminado y que pronto emprendería un viaje a través del mar… Pasé catorce horas velándole sin interrupción. Notaba el cambio de temperatura de su mano…
Se calló, impresionado por los momentos que revivía. De repente se enderezó, sonrió y dijo:
—¿Sabes por qué no me soltaba, Len? Se creía muerto y me tomaba por San Roque. Temía perderme de vista y pasarlo mal sin mi santa influencia. A ti también te ocurrió. Estuviste una noche entera rezándome el credo…, por cierto muy mal.
—¿Qué dijo Martino cuando vio el pasaje para Dinamarca?
—Nada. En su rostro fue reflejándose lentamente una gran tranquilidad. Nunca había visto sus facciones tan apacibles. Era incluso agradable mirarle. Parecía como si por primera vez en la vida alcanzara la fortuna.
—¡Qué terrible que sea un asesino!
Me miró oprimido.
—¿No podrás olvidar esto alguna vez, Len?
—Nunca.
—No hagas tan mezquina la caridad humana. ¿Acaso somos nosotros quienes debemos llevar la cuenta de los yerros ajenos?
Se abrió la puerta y asomóse la cara de Jasper.
—Basta por hoy, Alexander. No le llenes más la cabeza.
***