Jasper, Alexander y un servidor éramos socios. Yo llamaba a nuestra asociación el «trío milagroso» por la sencilla razón de que realizábamos milagros. El primero, desde luego, consistió en obtener los tres un título de doctor después del examen oral en el Colegio de Médicos teniendo por examinador al profesor Mackintosh, excelentísimo y honorable señor que había destrozado el sistema nervioso de treinta y dos candidatos. Cierto es que también nosotros sufrimos una violenta crisis: Jasper llegó a los cuarenta grados de fiebre, Alexander se vio obligado a inyectarse una dosis de morfina para poder dormir y yo me desmayé en un lavabo del South London Hospital. A cuantos conocieron al excelentísimo y honorable profesor Mackintosh no será necesario decirles que salir bien del examen oral equivalía a ser un verdadero genio. Y he aquí que tres genios lívidos, ojerosos y calenturientos, celebraban su resonante triunfo derrumbados sobre el lecho de una discreta pensión, durmiendo como troncos.
Ya teníamos profesión. Nos faltaba lugar donde ejercer, dinero para hallar el lugar, tiempo para reunir el dinero y paciencia para procurar el tiempo. En ésas estábamos cuando se nos presentó una oportunidad barata y, desde luego, mala. La aprovechamos sin más. Se trataba de un helado consultorio sito en determinada ciudad de determinado condado inglés. Su antiguo dueño había optado por pasar a mejor vida, no sin razón; la clientela que nos legaba constituía la barriada llamada de Spick, que pasó a la posteridad por la variedad de sus epidemias. Para vergüenza de la Sanidad, hasta transcurridos muchísimos años no se consiguió extirpar enteramente aquel feo tumor de la ciudad. Allí verificamos el segundo milagro manteniéndonos cuerdos. Nos instalamos con el sano propósito de trabajar. Alexander, doctorado en química, se puso a las órdenes de Jasper, que llevaba a cabo trabajos experimentales además de ejercer la medicina general. Yo actuaba casi exclusivamente de cirujano, y de continuo me proponía empezar en seguida una investigación acerca de la regeneración de los huesos. Deseábamos perfeccionarnos cada uno en su especialidad para unir nuestras fuerzas y revolucionar la medicina con nuevos sistemas y descubrimientos… Pero el diablo debió de castigar esta buena intención. Dispuestos y preparados para luchar contra elementos poderosos, nos asaltaron a traición los elementos frágiles: la Liga Femenina Amiga de Animales y Plantas nos creó el primer problema denunciándonos como «torturadores de conejillos de Indias». Era más duro combatir la ignorancia que la difteria. Alexander, que amaba a los animales con fanatismo, al conocer la noticia se fue a dormir, con una buena dosis de bromuro y una bolsa de hielo en la cabeza. Jasper, inflamable como la dinamita, estalló; inició una acción judicial por difamación contra las damas denunciantes, alegando que en nuestro laboratorio, ¡qué diablos!, no había conejillos de Indias. Irrumpió la presidenta de la Liga cargada con una jaula donde se movían cuatro simpáticos bichos que conocíamos bien. «¿Y esto qué es, señores míos?», profirió exaltada. «¡Lo hallé en su laboratorio, doctor!» Jasper no se inmutó. «Son ratas, señora mía», respondió fríamente. La presidenta sufrió un colapso nervioso. Entonces intervine yo demandándola por violación de domicilio. El juez se divertía. Pero no podía acabar todo aquí. El hecho de que las denunciantes incurrieran en un lapsus de nombres, no quitaba que las ratas blancas fueran animales lo mismo que los conejillos de Indias y no teníamos permiso para realizar trabajos experimentales con ellos. Explicamos que eran ratas libres, que lejos de ser martirizadas, tenían todas nombre y apellido y se ponían firmes a una orden de Alexander. Fue comprobado: era verdad. A pesar de todo, no pudimos disimular el hecho de que estuvieran enjauladas y una de ellas con disentería. Hubo multa. Lo que no hubo fue dinero con que pagarla, pero vendimos un busto en bronce que ni siquiera servía para adornar el consultorio, y todo acabó aquí. Hoy tenemos dinero como para comprar toda la producción de bustos en bronce y tenemos también permiso para practicar la vivisección. Nada de esto nos sirve. Después de treinta años de pobreza, uno se habitúa a ella. En cuanto a la vivisección, nos falta valor. Alexander sigue amaestrando a los animales y poseemos una legión de ratas blancas inteligentes y disciplinadas que mueven las orejas cuando pasamos lista.
Si prosiguiera enumerando las ridículas dificultades que entorpecieron nuestros comienzos, el manuscrito de mis memorias adquiriría un matiz de humorada. Llegó a constituir un infortunio para nosotros el ser poseedores del suspirado título de doctor… En aquella época adquirían un prestigio sin límites los curanderos. La gente acomodada no acudía a nuestro consultorio; preferían confiar sus males al distinguido doctor Pressburger, que poseía una clínica en el lugar más céntrico, rimbombante y ruidoso de la ciudad a costa de la tranquilidad de los enfermos que se alojaban en ella. Sólo vivíamos de los ingresos que nos proporcionaba nuestra clientela, y recaudábamos a razón de algunos chelines y muchísimos peniques por día, descontando los honorarios, que quedarían pendientes hasta el Juicio Final.
Ni Jasper ni Alexander ni yo proveníamos de familias acomodadas. Al primero le pagó los estudios un zapatero tío suyo que había ganado dinero y perdido a un hijo de su misma edad. Su madre y su padrastro vivían en Londonderry, y apenas se trataban. Alexander, como expósito, no tenía apellidos. Fue recogido por unos modestos irlandeses sumamente católicos y por fin se llamó O’Donnell. Pero el azar se recreaba dejándolo solo y le arrebató a los nuevos padres casi inmediatamente. Fue químico gracias a una beca y a una poderosa voluntad. Yo, nacido en un pueblecito cerca de Colchester, había soportado el bochorno de ver trabajar a mi padre y a mi hermano para pagar mis matrículas y mis libros. Eran gente sumamente buena y no esperaban recompensa, pero a mí me carcomía la inquietud. Una vez me escribieron para decirme que mi padre sufría una erisipela y fui al pueblo inmediatamente. Deseaba demostrarles que tenían en mí un puntal. Curé la erisipela, se pusieron contentos con mi talento… y tuvieron que ayudarme a pagar el viaje de regreso.
Un día, nuestro querido colega el doctor Pressburger se fue de pesca al lago Mirror. En su ausencia llamaron a Jasper. Se trataba de una familia burguesona cuya hijita sufría ronquera y tenía que cantar en el festival benéfico de no sé qué. «Ha de tener clara la voz esta misma tarde», puntualizó el padre. Jasper le exploró la garganta atentamente y luego diagnosticó: difteria. La incredulidad descompuso el rostro paterno. «¡Eso no puede ser! ¡Haré que la visite el doctor Pressburger!» Ni la natural desesperación de aquel hombre pudo disculpar el sentido de sus palabras.
Así fue como nuestro querido colega el doctor Pressburger tuvo que interrumpir su pesca en el lago Mirror.
A Jasper le dolió profundamente no llevar aquel caso. El estudio de la difteria crupal le subyugaba desde que Kleb había descubierto la bacteria productora y Loeffler la había aislado y cultivado. Estos hechos ocurridos precisamente cuando nosotros iniciábamos los estudios de Bacteriología, y, además, los nuevos horizontes que Pasteur había abierto con su descubrimiento de la inmunización, habían dado a Jasper una inquietud que le llevaba a trabajar febrilmente buscando lo que casi en la misma época preocupaba a Emil von Behring, en Alemania: las propiedades terapéuticas del suero sanguíneo de animales vacunados contra la difteria. ¿A cuántos cerebros atraía el estudio de la terrible úlcera pestilencial de Egipto, descrita ya así por Areteo en tiempo de los romanos? Para orgullo del mundo científico, Dios otorgó el premio del éxito a muchos de estos esforzados caballeros de la Humanidad.
Cuando la enfermedad adquiría carácter epidémico, causaba verdadero pavor ver por millares a los niños atacados. Yo registré en una misma familia cuatro defunciones en el intervalo de treinta y seis horas.
De aquel tiempo voy a llenar estas páginas. Si te cansas, lector, puedes dejar de leer. ¡Ojalá del mismo modo yo hubiera podido cerrar el libro de los acontecimientos!
***
Corría el año mil ochocientos noventa y tantos. Septiembre… Frío…
Llegué a casa aterido. Me abrió la puerta la vieja Honora, a pesar de que solía marcharse siempre antes de las nueve.
—Buenas noches, doctor.
—Es tarde, Honora, ¿qué haces aquí aún?
—No hay nadie en la casa y aguardaba a que uno de ustedes llegara.
—Podía haberse marchado, mujer; tengo la llave.
—Usted sí, doctor, pero yo no sabía que llegaría el primero.
—¿Dónde ha ido Alexander?
—A casa de los Nelson. Jennie tiene paperas, y para que se deje poner las cataplasmas el doctor le ha llevado un conejo blanco.
Entré en el cuartito, que olía a parque zoológico, y vi la jaula de Idle vacía. Alexander, con el pretexto de las cataplasmas, había regalado el hermoso animal para librarle de una inoculación de prueba. Como de costumbre, Jasper se vería obligado a comprar otro conejo más feo, más arisco y, a ser posible, aburrido de la vida.
Fui hacia el laboratorio; curioseando el trabajo de Alexander pegué un ojo al microscopio. A través de la lente vi un cúmulo de leucocitos teñidos de azul que hacían resaltar el rojo de la fucsina coloreando el bacilo de la tuberculosis. La materia que se hallaba en examen pertenecía a un adolescente del arrabal de Spick, uno de tantos en que había de apoyarse la generación del mañana. Por fortuna interrumpió mi pensamiento el ruido de la puerta de la calle. En seguida entró Jasper en el laboratorio. Extremadamente alto, rubio, de ojos claros, con fuertes mandíbulas y fuertes brazos. A Alexander y a mí nos doblaba el grueso de la muñeca. Echó una mirada a la estancia y frunció las cejas.
—¿Y Alexander? —dijo a modo de saludo.
—¿Qué ocurre? —le pregunté.
—¿No está en casa?
—No. ¿Qué hay?
—Óyeme. Len, verás… es que…, en fin, aguarda.
Abrió la puerta y dijo a alguien que esperaba fuera:
—Entra.
Me levanté intrigado. El acompañante de Jasper apareció en el umbral campechanamente. Al verle disimulé mi sorpresa y volví a sentarme; no valía la pena hacerle tantos honores. Iba mal vestido, con una chaquetilla larga descolorida y una gorra de marinero. No llevaba pantalones, cosa que no me escandalizó por la sencilla razón de que se trataba de un mico.
—¿Qué le pasa?
—Lo he comprado.
El mico subió a mi rodilla bruscamente y casi me asusté. Jasper le reprendió al instante:
—¡Baja, Doroteo! —Ante mi sonrojo se apresuró a añadir—: Lo siento, Len, pero se llama Doroteo.
Se produjo un silencio que yo interrumpí:
—Tenemos que cambiarle el nombre antes de que llegue Alexander.
—De acuerdo.
Procurábamos siempre no escandalizarle. Era ferviente católico y soportaba en silencio nuestras irreverencias cuando no las cometíamos a propósito.
—Podríamos llamarle Kiki. ¿Qué te parece, Len?
—Bien.
Pero en lo íntimo nos confesamos que Doroteo le sentaba mejor.
Después de unos instantes de meditación, observé:
—¿No hubiera sido mejor, digo yo, comprar en lugar de Kiki dos jeringas de veinte centímetros cúbicos?
—Óyeme, Len… verás, en realidad, lo que se dice comprarlo…
—No te entiendo.
—Mi intención…
—¡Jasper!
—¡Esta vez no! ¡Te aseguro que no!
Hacía año y medio, había robado un gato de dos meses de edad, en una droguería de la calle Durham. Según dijo, primero lo había pedido a su dueño y éste se negó a entregárselo si no le abonaba por él un penique. Jasper, naturalmente, no se avino al trato y se fue. Al volver la esquina vio que el gatito iba detrás de él; lo llamó, lo cogió, se lo metió en el bolsillo y lo trajo a casa sin remordimiento alguno. Según declaró, apenas notaba en la conciencia el peso de un penique. Ahora, con Doroteo parecía más abrumado.
—Resulta —murmuró— que me lo han entregado a cuenta de mis honorarios.
—¡En fin! Alexander se pondrá contento con él.
—De Alexander precisamente quería hablarte, Len. Tú sabes cómo es. A veces, con eso de los animales se pone difícil y…
—¡No habrás aceptado al mico para someterlo al ensayo de tu suero antidiftérico!
La cara de Jasper se ensombreció.
—Para eso precisamente, Len.
Nos miramos unos instantes en silencio. Yo sabía que le dolía tener que tomar aquella resolución. Doroteo estaba sentado sobre su hombro y tenía hundidas las nerviosas manitas en su cabello rubio, hurgando con gran interés.
—Kiki —le dijo—, estate quieto, por favor; no hay nada donde miras.
Me incliné sobre el microscopio y miré el portaobjetos por no tener cosa mejor que hacer.
—¿Qué, Len? —oí después de un largo silencio.
—Nada. El sacrificio del mico no será en vano.
Doroteo dejó en paz la rojiza cabeza de Jasper, dio un salto y se colgó de la percha, dio otro salto y se me agarró a la nuca; estremecido, empecé a bracear; volqué una redoma y rompí un tubo en ensayo. El mico gruñía de placer. Jasper me libró de él.
—Voy a encerrarlo en una jaula.
Doroteo le torció el lazo de la corbata poniendo en evidencia los zurcidos de la camisa.
—¡Estate quieto!… Dime, Len: ¿qué te parece si le dijera a Alexander que lo recogí porque está enfermo?
No tuve tiempo de opinar. Los pasos del aludido resonaron en el gabinete, se abrió la puerta y apareció.
—¡Hola! —dijo.
Venía cansado. Sobre su frente se desplomaba un mechón negro y lacio. La niebla le dejaba húmedo y caído el cabello; y como agravante, siempre se dejaba olvidado el sombrero. Físicamente era bastante vulgar. Estatura mediana y complexión corriente. No sé a punto fijo si era guapo o feo; esto era lo de menos. Había algo en sus ojos que inspiraba honda confianza. Era sufrido, apacible y bueno, extraordinariamente parecido a un San Roque de yeso que tenía en la cabecera de su lecho. Vio al mico casi instantáneamente y la expresión de su rostro se avivó.
—¿Quién es? —preguntó.
Jasper y yo cruzamos una mirada rápida.
—Está enfermo. Me lo dio Robin para que se lo cuidara.
—¡Chiquito! —exclamó Alexander acercándose a él—. ¿Qué te ocurre?
Jasper impidió que lo cogiera y dijo muy vivamente:
—¡No lo toques! Escucha, procura no encariñarte con él… Tal vez se muera.
—No parece enfermo.
—Lo está.
—¿Qué tiene?
—No lo sé a punto fijo.
Doroteo alargó el cuello por encima del brazo de Jasper y pegó un ojo al microscopio, como yo había hecho antes. No sé si los micos, en general, pueden soltar una carcajada. Aquél, en particular, lo hizo. Le vimos los dientes hasta los colmillos y chasqueó la lengua como si ya saboreara el montón de microbios que acababa de ver. Alexander le observó con atención y frunció las espesas cejas.
—Este mico no está enfermo, Jasper. Lo has traído para el ensayo de tu suero.
Hubo un silencio tan prolongado que temí verme en la obligación de romperlo yo. Aguardé la explosión de Alexander; sus sermones, sus reprobaciones, sus protestas… nada de eso vino. Bajó la cabeza; miró a Doroteo, le frotó el hocico con el dedo y murmuró:
—Sé valiente, chiquito.
Caminó hasta la ventana y se quedó inmóvil contemplando la niebla a través de los cristales.
Una inquietud me oprimió. Me acerqué a él y le pregunté suavemente.
—¿Qué te ocurre, Alexander?
—A mí, nada —y de un modo casi imperceptible añadió—: Pero deberías visitar en seguida a Jennie. No tiene paperas. Es difteria.
***
La pequeña contaba cinco años de edad. Era el único amor de Alexander. Se conocieron en la farmacia de James Coote. Él fue a comprar un escalpelo de filo de botón y ocurrió que mientras el farmacéutico se volvía loco buscándolo en la trastienda, entró Jennie tímidamente y creyendo que Alexander era el dueño, le pidió aceite de ricino para curar a un perro. En seguida rompió en llanto. El sentimiento de la niña impresionó a Alexander y fue apresuradamente a visitar al can. Éste tenía una pata rota. Alexander lo vendó y le puso un cabestrillo mientras Jennie le contemplaba admirada. Cuando hubo terminado, la niña le dio un sonoro beso. «Te quiero mucho», le dijo. Alexander jamás olvidó aquel momento. De vez en cuando habíamos visto a la pequeña en casa. Él la invitaba a visitar sus ratas blancas, sus conejos y palomos. Los dos limpiaban las jaulas y sostenían largas charlas sobre la alimentación de Lady Grey, que empollaba un huevo. Jasper y yo nos habíamos enamorado también de la niña, pero ella mostraba tal predilección por Alexander, que nos sentíamos despechados.
Al oír la noticia de su enfermedad, sufrimos una profunda impresión. Jasper, en silencio, cogió su maletín y se fue con paso rápido. Alexander tomó de la mano a Doroteo y lo condujo al cuarto de los animales. Permaneció allí mucho tiempo. Por la puerta entreabierta le vi sentado ante las jaulas de Goddess y Pepper. Ambos conejos estaban vacunados contra la difteria y, según Jasper, su suero sanguíneo debía convertirse en un antitóxico.
Me dejé caer pesadamente en el sillón de mi mesa de trabajo y releí por centésima vez las brillantes declaraciones de Roux y Yersin sobre el Bacterium difteriae. Luego me enfrasqué en los apuntes de Jasper, donde desarrollaba interesantes teorías reveladoras de una inteligencia muy superior a la mía. En realidad era muchacho de gran talento y poseía la energía de los que nunca se detienen. Muy duro, irritable, insufrible a veces, conseguía sobrecogernos a Alexander y a mí aunque él nunca se daba cuenta. Su amistad era sincera y respetaba nuestro modo de ser, divergente del suyo en muchos conceptos. No obstante, gozaba exteriorizando su desprecio por la sensibilidad y el misticismo de Alexander. «¡Debiste hacerte confesor y meterte a cultivar almas en vez de microbios!», le decía muy a menudo. A mí no me soportaba la vulgaridad y no se cansaba de repetirme: «Sólo tus manos, Len; tus manos valen un tesoro; lo demás es puro accesorio». Verdaderamente, llevaba razón. Sólo conseguía sentirme superior a él cuando me ayudaba a operar. Entonces le dominaba por completo. Pero es que cuando yo manejaba el bisturí lo dominaba todo, incluso la Muerte. Dios me había dado una agilidad poco común y se valía de ella para mantener en este valle de lágrimas a todos aquellos que, a pesar de sus terribles males, aún no debían comparecer ante su Divina Presencia.
Jasper regresó tarde de casa de Jennie. En cuanto se oyó la puerta de la calle, Alexander salió a recibirle ansiosamente.
—¡Los Nelson son pobres en todo! —le oí vociferar—. ¡Incluso en sentido común! ¡No saben lo que es difteria, no lo saben!
Entró en el laboratorio montado en cólera.
—¡Y no tienen aún bastante suciedad en sus malditos catres, que han de ponerle a Jennie unturas de…! ¡Santo Dios! ¡De ajo!
Alexander se frotó los ojos con fatiga y murmuró:
—Les aconseja la señora Richardson, que vive en la madriguera de al lado y respeta a los piojos porque succionan la sangre mala de la cabeza. ¿No sería mejor llevar a Jennie a alguna otra parte?
—De momento, no. He conseguido mejorar la situación. La madre está asustada y dispuesta a obedecer. De todas formas, Alexander, procura ir a menudo por allá.. Les gustas más que yo y tal vez logres eclipsar el prestigio de esta dama protectora de piojos. Jennie ha preguntado por ti y por Ostrich… A propósito: ¿quién es Ostrich?
—El hijito de Duchess.
Jasper no insistió.
Nos dirigimos a la cocina en busca de la cena que Honora nos había preparado.
—Se halla en el período inicial; empieza a ser visible en su amígdala el depósito opalino.
El depósito opalino que había de adquirir el carácter de las falsas membranas asfixiantes…
Saqué del armario una fuente con ronchas de merluza mojadas en una salsa indefinida. Nunca podíamos averiguar qué musa culinaria inspiraba a Honora.
—Me preparo una ensalada de cohombro —advertí—. Al que le apetezca, que haga el favor de avisarme ahora que estoy a tiempo de aumentar la cantidad.
Ninguno de los dos dijo nada. Ni siquiera tuvieron la cortesía de escucharme. Jasper se sentó a la mesa y olió desmayadamente el intento de rosbif que no había quedado bien perdigado.
—A veces Honora no sabe lo que se pesca —gruñó—. Deberías casarte, Len. Nos hace falta una mujer y tú serías capaz de soportarla.
Descabecé el cohombro con extraordinario empuje. Alexander llevaba trasteando en el armario tanto tiempo que me llamó la atención.
—¿Qué es lo que buscas?
—El salero —me notificó.
—¿Y qué es esto que tienes en la mano?
—El salero.
—Tal vez Jennie mejorará mañana —le dije sin convicción. La cena desarrollóse con toda normalidad, pero terminó sin armonía a causa de la ensalada de cohombro.
***
El producto del hurto que Jasper había cometido en la droguería de la calle de Durham hacía un año y medio se llamaba Penique. Era en la actualidad un gato gordo de aspecto bonachón y andar cachazudo. Excesivamente chato, poseía unos ojos vivos y nítidos como cristales amarillos. Dudo que otro gato igualara su belleza. Era completamente blanco y él mismo cuidaba de su aseo. A las horas de visita se abstenía de cruzar el consultorio; le repugnaba que nuestra clientela le acariciara. La mayoría de las tardes las pasaba en el laboratorio, sumido en profundas meditaciones, al lado de Alexander. Simpatizaban mucho los dos, pero me atrevería a decir que era el único animal por el cual Alexander no se desvivía; rareza debida sin duda a que Penique era el mimado de Jasper y éste le azuzaba contra las ratas de Alexander desde que Sir Mouse le había roído las páginas de una Patología de Augusto Nelaton.
Estaba yo atareado vendando los dedos de un afilador de cuchillos que había tenido la desgracia de comprobar su habilidad consigo mismo, cuando oí que Penique raspaba la puerta a uña desnuda para introducirse en el consultorio. Sin duda se sentía solo. Alexander estaba en casa de Jennie actuando de enfermero y Jasper llevaba trazas de no regresar hasta muy tarde. Abrí la puerta y el gato entró.
—Miau —me dijo.
Le contesté que lo sentía mucho, pero que me era imposible interrumpir mi trabajo para darle de comer. Se encaramó en un sillón aburridamente y miró al afilador con sorda antipatía. El afilador le miró a su vez y pensó: «¡Tú gordo y lúcido y yo en ayunas!».
Concluí el vendaje y le dije que volviera al día siguiente. En el gabinete, que habíamos convertido en sala de espera, aguardaban seis o siete personas más. Miré la hora: las cuatro y diez. A las cinco en punto debía acudir a la clínica de nuestro querido colega el doctor Pressburger para practicar una sangría. No era raro que me llamara de vez en cuando. Conocía la agilidad de mis manos; me había visto operar extraordinariamente bien, encaramado en una escalera, cuando el primer ascensor instalado en la ciudad se paró a la mitad del recorrido llevando a Jem Marlowe enganchado por un pie. Mi rapidez y sangre fría habían sido un verdadero prodigio y él lo había reconocido. Por eso, y además porque a menudo le urgía tomar el tren de las cinco para regresar a su finca de «My Well», me encargaba algún trabajillo. Han practicado sangrías con éxito incluso las amas de casa, pero esta vez el cliente debía ser distinguido y yo sería presentado como el cirujano especializado. A mí, sinceramente y dejando aparte el amor propio, no me iban mal las tramoyas de nuestro querido colega. En aquella ocasión, por ejemplo, me permitiría comprar dos jeringas de veinte centímetros cúbicos.
Entró el siguiente; tenía un panadizo. Le bañé el dedo, le apliqué una compresa y le despedí. Entró otro: una torcedura en el tobillo. Otro: granos. Otro: roña. Faltaban dos más. Miré el reloj: las cinco menos cinco. El penúltimo sólo venía a recoger una receta, aunque había tenido la paciencia de esperar a que le tocara el turno. Jasper ya me había advertido que la hallaría sobre su mesa. Pero no estaba sobre su mesa. La busqué en la mía, en la de Alexander, en los bolsillos de todas las blusas blancas, alcé los tinteros, los libros, los ficheros… Quedamos en que el hombre volvería por ella cuando estuviera Jasper.
La última persona de la sala me llamó poderosamente la atención. Se trataba de una joven bien vestida, de aspecto decente y rostro lindísimo. Iba sola. Permanecía en un rincón del gabinete, visiblemente nerviosa, y cuando la invité a entrar al consultorio su tez se coloreó como una amapola. Llevaba en la cabeza algo muy parecido a un sombrero y sus faldas recogidas en un galimatías de pliegues se le abollaban por detrás dándole el airoso aspecto de una grulla. Sobre su pecho brillaba un crucifijo.
—El doctor Leonard Barker, por favor.
—Yo mismo, señorita.
Me miró atónita. Su sonrojo fue en aumento. Se produjo un silencio embarazoso. Sólo Penique parecía tranquilo, lamiéndose ceremoniosamente.
—Siéntese, se lo ruego —exclamé por fin.
Bajó los ojos y obedeció. A mi vez me senté detrás del escritorio.
—¿En qué puedo servirla, señorita?
La joven permaneció mirando sus manos sin decir nada, incapaz de vencer el intenso rubor. Inesperadamente rompió a llorar. Me puse en pie anonadado. Penique alzó la cabeza. No supe qué hacer. En la vida siempre hay alguna situación que le coge a uno desprevenido. Le supliqué que se calmara, pero fue en vano. Siguió escondiendo la cara entre las manos, hundida en el sillón. El hipo sacudía las cintas que adornaban su tocado. Me acerqué a ella y con sumo miramiento le puse la mano en el hombro como si fuera su padre. Al instante cesaron los sollozos. Sus ojos anegados me miraron.
—Cuénteme sin ningún reparo lo que le sucede, señorita.
—Yo… yo creía… es decir, me dijeron que el doctor Barker era un señor entrado ya en años…
Se produjo una pausa.
—Comprendo —dije. Después agregué—: Debió de haber una confusión; anteriormente hubo aquí el anciano doctor Barier… De todas maneras, señorita, los médicos no somos jóvenes ni viejos, sino sólo eso: médicos.
Se secó los ojos.
—Claro —dijo—. Lamento haber sido tan ridícula, doctor. Pero es que… Llevo muchos días sin saber lo que me sucede. Es… es la cabeza…, mejor dicho, sufro insomnio. Me paso las noches en vela y luego, durante el día, me siento abatida, cansada… Tal vez si usted pudiera recetarme algún calmante, algo que me permitiera dormir… Sólo para eso he venido a molestarle.
—¿No le ocurre nada más? Me refiero a si ha experimentado, por ejemplo…
—Nada, absolutamente nada. Mi vida es normal, completamente normal, doctor.
—¿Desde cuándo observa esos desvelos?
—Pues, hace sólo unos días… cuatro o cinco.
—Poco tiempo. No hay motivo de alarma. Si usted misma afirma que su vida se desarrolla con toda normalidad, no creo que pueda tenerse en consideración esta pequeña anomalía.
Soportó mi tono poco amable con suma humildad. Yendo al escritorio, añadí:
—Le recetaré unas píldoras que tomará al acostarse. Si dentro de unos días nota algún trastorno de orden mayor, le haré entonces un reconocimiento.
Se sonrojó de nuevo. Extendí la receta casi bruscamente. Cuando se la entregué, se puso en pie y abrió nerviosamente un bolso tan extravagante y femenino como su sombrero.
—¿Cuáles son sus honorarios, doctor? Prefiero abonárselos ahora…
—Tres chelines por consulta.
Cumplimos los requisitos de despedida, le abrí la puerta y salió apresuradamente arrastrando la masa de pliegues de su falda.
No volví a saber de ella en la vida. De este modo ignoré lo que me habría confiado si yo hubiera tenido treinta años más. No supe si admirarla o condenarla. Debió de encerrarse perpetuamente en su extremado pudor, después de haber dudado del mío.
De pronto me di cuenta de que eran más de las cinco y media.
—¡Honora! ¡Mi abrigo y mi sombrero!
***
El paciente a quien debía practicar la sangría era nada menos que el dignísimo señor Timmis. ¿Tú le conoces? A ti, a ti que me lees te lo pregunto: ¿Conoces al dignísimo señor Timmis? Pues estás en la misma situación en que me encontraba yo. De todos modos le saludé ceremoniosamente y le vi tan gordo y rojo que en seguida procedí a los preparativos para regularizar su excesiva tensión sanguínea. El hombre estaba acostado y tenía a su lado a dos enfermeras limpias y almidonadas de pies a cabeza, blancas como dos Ángeles de la Guarda. Una de ellas no dejaba de mirarme ni un solo momento. Hacía esto siempre que me veía en la clínica, y yo había acabado acostumbrándome. Lo raro es que no era fea.
Me senté al lado del señor Timmis, y mientras le ataba alrededor del brazo un tubo de caucho, me notificó que no era impresionable. Con el pulgar tenté la mediana cefálica y cogí la lanceta. Antes de pinchar, el señor Timmis se desmayó.
—Preparen una inyección de cafeína —dije sin interrumpir mi trabajo. Empujé la lanceta a través de la piel, seguro, firme, consciente de que la enfermera seguía mirándome.
De súbito me quedé de una pieza. La punción estaba hecha y no salía ni una sola gota de sangre.
—Tal vez la lámina es poco puntiaguda —exclamó mi admiradora.
—No es eso. La extremada obesidad del señor Timmis hace imperceptible el vaso. Hay que denudarlo.
Se oyó un crujido de tocas almidonadas. Los dos Ángeles de la Guarda habían chocado en su afán de prepararme el instrumental necesario.
En un cortísimo espacio de tiempo denudé el vaso. Lamenté que nuestro querido colega el doctor Pressburger se perdiera aquella ocasión de verme jugar tan limpiamente con el bisturí y las pinzas.
La vena apareció en todo su esplendor. Practiqué una incisión breve, rápida, atrevidamente transversal… Suspendí el aliento: ¡había cortado el vaso por completo! Nadie dijo nada porque nadie más que yo se había dado cuenta. Proseguí como si todo se desarrollara normalmente. Cuando hube de poner fin a la emisión sanguínea, mi frente se empapó en sudor. De no ser un cirujano privilegiado, no imagino cómo hubiera acabado la inocente sangría.
Concluí. Tenía la camisa pegada a la piel.
El señor Timmis reaccionó con la cafeína. Se mostró sonriente y agradecido. Su rostro estaba más pálido; el mío también.
La linda enfermera me acompañó hasta la puerta de la calle. Estaba entusiasmada con mi trabajo.
—¡Estuvo usted admirable, doctor Barker!
La luz del farol de la entrada me proporcionó una intensa visión de ojos azules. Estuve tentado de preguntarle si sabía cocinar el rosbif. Pero el Ángel de la Guarda auténtico debió de interceder en aquel momento, y me fui sin haber cometido más error que el de cortarle una vena al dignísimo señor Timmis.
Alexander me alcanzó al cruzar el puente de Cragget.
—¿Vas a casa, Len?
—¡Hola, Alexander! ¿Qué hace Jennie?
—Se queja de que no vayas a verla.
—¿Es posible que se acuerde de mí? Mañana iré.
—Yo la encuentro mal, Jasper le ha raspado la garganta esta tarde, pero no se consigue mucho con eso.
Anduvimos en silencio una manzana entera. El rostro pacífico de Alexander estaba velado por una sombra.
Caía una fina llovizna y nuestros abrigos empezaban a empaparse. Ambos tiritábamos de frío y apretábamos el paso pensando en la estufa del laboratorio.
—Hay difteria en casa de Howells —dijo de pronto Alexander—. Han llamado a Jasper mientras estaba visitando a Jennie.
—Viven al lado, ¿verdad?
—No. En la otra calle. Jennie y el niño afectado no han tenido contacto alguno.
Me quedé pensativo. Tres casos espontáneos en una misma semana.
—Cada año hay epidemia —comenté.
Cruzamos la calle sin asfaltar salpicándonos de barro.
—Has hecho bien en ponerte los pantalones viejos, Len.
—No son los viejos.
Llegamos a casa. Eran alrededor de las ocho. Jasper trabajaba en el cuarto de los animales. Al oírnos, asomó la cabeza y preguntó a Alexander:
—¿Cómo has dejado a Jennie?
—Respira algo mejor, pero el pulso parece debilitarse.
Nos acomodamos alrededor de la estufa dispuestos a no hacer nada.
—Dime, Jasper —exclamó Alexander—, ¿has inoculado al mico?
El aludido desvió la conversación instantáneamente notificándonos que la pequeña cantante del festival benéfico había muerto. Nos quedamos en silencio durante un largo espacio de tiempo.
—¿Cuándo? —pregunté al fin.
—Hace tres horas. A las cinco en punto nuestro querido colega le practicó la traqueotomía y la niña murió en la intervención.
Me erguí.
—¿Estabas allí, Jasper?
—Actué de primer ayudante.
—Le dio cloroformo, ¿eh?
—No puede hacerlo de otro modo.
—No quiere hacerlo; es comodidad. ¿Cómo operó?
—Bien. Yo no lo habría hecho mejor —hizo una pausa y añadió—: Pero tú, sí.
Cogí una espátula cualquiera y la miré como si encerrara un extraordinario interés. Sin apartar los ojos de ella dije:
—¿Sabes dónde me hallaba yo a aquella hora?
—En su clínica. Te pasó recado esta tarde. Una sangría urgente. Él no podía entretenerse y el señor Timmis necesitaba un cirujano. ¿Por qué no se te ocurrió cortarle la vena, Len?
—Ya lo hice.
Mi tono grave y sincero le desconcertó. Se quedó mirándome fijamente. Alexander también.
—En serio; hice la punción transversal y quedó seccionada.
—¡Has ido demasiado lejos! —exclamaron a una.
Fue absolutamente inútil jurarles que no lo había hecho adrede. Uno y otro se negaban a aceptar un desvío involuntario de mi bisturí.
—¿Preferís creerme un bárbaro? —grité.
Ante mi exasperación, cambiaron de actitud y no aceptaron ni lo de la vena cortada.
Un fuerte chubasco remojaba los tejados y las calles.
En el comedor hacía un frío de mil demonios y ninguno de los tres se resignó a quedarse en él para cenar. Improvisamos bocadillos de jamón y nos sentamos alrededor de la estufa.
No habíamos dado el primer bocado cuando la campanilla de la puerta empezó a repicar con frenética insistencia. Nos miramos preguntándonos para quién sería el caso urgente. Para mí. La señora Lewes llevaba nueve años de matrimonio y en aquel momento había decidido dar su primer fruto.
***
Regresé de madrugada con la absoluta certeza de haber proporcionado por mi cuenta un nuevo miembro a la Humanidad. Ni el padre ni la madre habían sido más responsables que yo.
Iba mojado como un pez, pero ya no sentía frío. El gabinete estaba alumbrado; Jasper y Alexander me habían dejado un quinqué sobre la consola y una esquela que decía: «No olvides apagarlo. Buenas noches».
Fui a la cocina y calenté leche. No me apetecía, pero le debía algo a mi estómago. La leche no la usábamos más que para Penique desde que Alexander descubrió que la «complicaban» y nos detalló las substancias empleadas. Con un químico en casa, teníamos la suerte de saber los fraudes del vino, de la manteca, del azúcar y de mil artículos más. De este modo nos quedaba la alternativa de comprarlo todo al doble de precio o comerlo todo con asco.
Después pasé a mi escritorio y procedí al registro del recién nacido. Una vez hecho esto, volví junto a la consola, quité la esquela del quinqué y puse otra: «Ya lo he apagado. Buenos días».
Bostezando subí las escaleras, entré en mi habitación, me desnudé, me metí en la cama… Volví a levantarme, busqué las zapatillas, me puse una bata, salí del cuarto, bajé las escaleras, fui hasta el quinqué y soplé.
***
Jasper tenía en observación a Doroteo. Quería inocularle el suero antitóxico tan pronto como fuera posible y llegué a temer que se precipitara. Lo había ensayado en seis ratas. Tres de ellas se habían curado. Las restantes habían muerto. Jasper lo atribuía a una neutralización deficiente de la toxina por falta de comprobaciones. Ahora preparaba otro suero, inoculando la difteria a los conejos en pequeñas dosis que aumentaba de modo gradual, vigilando continuamente el poder que adquiría. Esto le retenía en el laboratorio durante el día entero. Yo hacía sus visitas matutinas.
El recorrido era largo y fastidioso. No había ningún caso de importancia, salvo una fea herida de arma blanca que le habían propinado al guapetón del barrio. En los arrabales de Spick se cultivaba la riña a cuchillo, la embriaguez y muchos otros vicios de diversas categorías que tarde o temprano requerían nuestra intervención. Una vez, un cliente me confesó que no sólo había faltado contra cada uno de los Diez Mandamientos, sino que había cometido pecados que el reverendo Mushins no tenía calificados en ninguna Tabla.
Subí a un piso viejo y negro. Habían pasado recado de que fuéramos. La enferma era una muchacha morena, de cabello muy rizado, de labios prominentes y frente estrecha. Sus rollizos contornos, púberes aún, señalaban trece o catorce años. ¿Qué dolor la aquejaba? No podía respirar cuando estaba tendida. Sentía pinchazos en el costado. La ausculté. La examiné detenidamente. Nada en el corazón. Nada en los pulmones. ¿Le ocurría siempre aquello? Muchas noches, pero nunca tan fuerte como la pasada. ¿Le temblaban a menudo las manos? Cada vez que lloraba. ¿Por qué lloraba? ¿Emociones fuertes? Muchos disgustos. ¿De qué índole? Amorosos. ¿Pero es que…? ¿Es que…? Sí, sí, tenía marido y un hijo. Sólo faltaba el pormenor de la boda.
Contracciones nerviosas. Le receté un granulado y mucha calma.
Antes de ir a comer fui a ver a Jennie. No había estado nunca en su casa, pero Alexander me dio los indicaciones: calle de Rhode, no recordaba el número; en la esquina había un bar, a mano derecha una relojería, más allá un prestamista y luego vería el portalón estrecho y la puerta decorada con una maraña de garabatos infantiles hechos con yeso y carbón. Aquél era el hogar de los Nelson. No me fue difícil encontrarlo. Me abrió la madre de Jennie. No la había visto hasta entonces y me pareció una de tantas criaturas que han venido al mundo sin saber a punto fijo por qué y para qué. No puedo definir si era joven o vieja. Llevaba escrita en la cara la ignorancia, la miseria y muchas otras cosas. En cuanto me vio, me confundió con Alexander, y aunque la saqué de su error, siguió equivocándome el nombre.
Jennie apenas manifestó interés por mí. Estaba amodorrada, quieta, respirando ruidosamente, con el labio superior elevado y el inferior caído, ávida de aire. La reconocí con gran atención. No parecía falta de resistencia orgánica, pero me dio miedo la intensidad de la infección. Las membranas venenosas que Jasper desprendió se reproducían rápidamente. La dejé, preocupado.
—¿Crees que será necesario practicarle la traqueotomía? —me preguntó Alexander cuando llegué a casa.
—Mañana se sabrá.
—No me gustaría, Len. Es demasiado duro.
—Podemos probar antes la intubación.
Por la tarde se presentó en el consultorio un hombre muy humilde con un niño en brazos, arropado hasta la nariz.
—Está resfriado, doctor.
—No debió traerlo. Yo habría ido.
—Es que vivimos en las afueras, y como están las calles tan enlodadas…
Le agradecí la intención, pero aún me escandalicé más. La cabecita del niño estaba ardiente y empezó a toser de un modo peculiar, como si ladrara un perrito.
—Parece que le duele la garganta, doctor. No quiere tomar leche.
Le dije que volviera inmediatamente a su casa y le acostara. Le pregunté si había más niños pequeños en su hogar. Otro de cuatro años. Dormían en el mismo cuarto, mejor dicho, en la misma cama. ¡Debían separarles! No había sitio. ¡Cuidado, cuidado con todo, con los vasos, las cucharas, las ropas, los juguetes, cuanto perteneciera al enfermo! ¿Por qué? Porque estaba contaminado, infectado, lleno de microbios. Su esposa lo lavaba bien. ¡No era suficiente! ¡Hervirlo todo! ¡Hervirlo y quemar lo inútil! ¿Hervirlo? ¿Quemarlo?
No sabía lo que era difteria. No lo sabía nadie y sin embargo todos veían morir a millares de niños cada año.
***
Jasper y Alexander llevaban tres días encerrados en el laboratorio. Yo, durante la mañana, recorría calle tras calle, sustituyendo a Jasper.
Más casos de difteria. Más advertencia de higiene y desinfección. Más estupor entre aquella gente imbécil.
Por las tardes, en la consulta, inspeccionaba lenguas, ponía el termómetro, auscultaba pechos, curaba costras, corizas, sarna y toda suerte de enfermedades que trae consigo la suciedad. Conozco a distancia la indigencia humana. Desprende un olor característico que quedará en aquel gabinete por todos los siglos.
En el quinto día de la enfermedad, Jennie seguía resistiendo, sin haber sido necesaria la intervención. Alexander salió del laboratorio expresamente para ir a verla. Le aconsejé que se afeitara y se echara atrás la maraña de cabellos que le caía sobre los ojos. Estaba agotado y nervioso. Sólo una fuerza de voluntad superior a la de muchos hombres le había mantenido en su puesto, soportando los experimentos de Jasper con Doroteo. Yo no sé si a aquellos que aman a los animales les servirá de consuelo saber que en aquellos días sufrió más, mucho más, Alexander que el mico.
Dieron las tres y Honora abrió al primer cliente. La tarea empezaba de nuevo. Uno tras otro fueron llegando con una parsimonia más crónica que sus males. Ninguno nuevo. Las mismas caras cotidianas.
Ya habían transcurrido más de dos horas cuando entró el último. Era un ser tímido que venía de vez en cuando a quejarse de dolor de muelas. No me daba más trabajo que el de facilitarle la dirección de un dentista.
—Long Roadway, 48.
—¿Cómo dice, doctor?
—Otra vez el incisivo superior, ¿eh?
—¿Cómo dice, doctor?
—¡Que si le duele el diente de arriba!
—Yo venía solamente para ver si estaba en casa el doctor Jasper Sidney.
No se trataba del mismo ser tímido. Le había confundido.
—En efecto, el doctor Jasper Sidney está en casa, pero en ese momento no puede interrumpir su trabajo. Tal vez yo mismo…
—Usted mismo me indicó que pidiera por él. Vengo por una receta que…
¡Vaya, por Dios! ¡Quién se acordaba ya de la receta!
—Espere, espere un momento, que voy a ver…
Revolví en las papeleras desesperadamente. Llamé a Honora.
—¡Le juro que no la he tocado, doctor! Todos, todos los papeles desparramados los pongo debajo de este cenicero. Nunca tiro ninguno; ¡se lo juro por mi madre! ¡Se lo juro por la luz de mis ojos!
Me paré ante la puerta del laboratorio.
—Óyeme, Jasper, lamento darte la lata… ¿me oyes? Vienen por aquella receta que no sé qué del agua de cal y el aceite de almendras dulces. No la encuentro. ¿La tienes tú?
No obtuve contestación. Abrí la puerta y me asomé. No estaba allí. Fui al cuarto de los animales.
—Óyeme, Jasper, lamento darte la lata, pero…
Me callé en seco. Jasper permanecía sentado sin hacer nada, inmóvil, lívido, fijos los ojos ante sí. Doroteo yacía estirado en su jergón. Su pequeño rostro de animal era ya una horrible máscara de la muerte.
—¡Jasper! —susurré estremeciéndome.
Lentamente volvió la cabeza hacia mí.
—Murió a los seis minutos, Len. Es decir… —me mostró una jeringa hipodérmica vacía—, le mató esto.
Sentí que las rodillas me temblaban y tuve que sentarme.
—¡No puede ser… —susurré—; no puede ser que hayas fracasado, Jasper! Las proporciones de la toxina no debían…
—¡Todo estaba comprobado! ¿Lo oyes? ¡Esta vez todo estaba bien!
Se levantó y empezó a pasear arriba y abajo frenéticamente, asustando a las ratas y a los conejos.
—¡Cinco días y cinco noches neutralizando y rebajando la toxicidad, para obtener este resultado! ¡Y sabía que me pasaría eso, Len! ¡Lo sabía! Por ello aguardé a que Alexander se fuera. No podía abusar más de su tolerancia. En todo llevaba razón. No tengo derecho a torturar a esos pobres diablos. ¡Mueren sin motivo, inútilmente!
—¡Cállate, Jasper!
—¡Inútilmente, Len! —Me cogió por los brazos; sus mandíbulas crujían—: Óyeme, óyeme bien: son incapaces de reaccionar como seres humanos. La diferencia fundamental entre la fisiología del animal y la del hombre puede anular por completo el valor de un experimento. ¡Ahora no sé nada! ¡No lo sabré hasta que…!
Me soltó, se volvió en redondo, se quitó la blusa blanca y se fue por el gabinete. Le vi descolgar el abrigo y encasquetarse el sombrero. Inmediatamente oí la puerta de la calle. No sé adónde iba. Tal vez de lecho en lecho buscando quien se dejara inyectar un remedio nuevo sin más garantía que la fe.
Lentamente me dirigí al consultorio. Me hallé de manos a boca con el individuo de la receta y aún no sabía qué decirle. Parecía asustado. Debió de oír las voces que dio Jasper.
—¿Para qué era esa receta?
—No lo sé, doctor. Vengo a buscarla por encargo del suizo de las vagonetas.
Ni por asomo supe quién era el suizo de las vagonetas. Ni siquiera sabía dónde había vagonetas en la ciudad. Era imposible extender otra receta sin saber exactamente de qué se trataba. Tendría que volver mañana.
—Buenas tardes, y perdone la molestia, doctor.
Me puse a coagular con la lámpara de alcohol una capa de materia que quería examinar. Transcurrieron las horas en el mayor silencio. Honora me dio las buenas noches y se fue recomendándome que antes de acostarme abriera la puerta del patio posterior, para comodidad de Penique y satisfacción de los amantes de la pulcritud.
Alrededor de las ocho y media sonó la campanilla. Antes de abrir la puerta oí los sollozos de una mujer. Descorrí el cerrojo y experimenté un sobresalto. Era la madre de Jennie. No sé qué me dijo; era imposible entenderla:
—El ahogo… aprisa… está aguardando…
Corrí al consultorio, cogí el instrumental, me puse el abrigo, cerré todas las llaves del alumbrado y me lancé tras la mujer, que se iba calle abajo a toda prisa, tapándose con una manteleta deshilachada. La niebla era densa y no circulaba nadie.
La calle de Rhode no estaba lejos. Por la noche me pareció más estrecha y deshonesta. Una ventana parpadeaba como un ojo soñoliento, reflejando la luz de una vela y más allá lucía la pálida cara del reloj anuncio. Busqué los escaparates del prestamista para saber que nuestra carrera tocaba a su fin, pero antes de verlos la mujer se detuvo. Habíamos llegado. A aquella hora, los escaparates estaban cerrados.
—Llora otra vez —cuchicheó la angustiada madre pegando el oído a la puerta. En efecto, se oía el llanto ronco de la niña. Abrió y entramos a toda prisa. Bajamos los escalones a tientas. No había luz alguna. Traspusimos una estancia tropezando con todos los muebles y entramos en la habitación. Alexander nos aguardaba impaciente y en cuanto nos vio, exclamó:
—¿Y Jasper? Quisiera que también la viera.
—No estaba en casa. ¿Qué ocurre?
Me acerqué a la enfermita, la cual dejó de llorar y me miró con ojos desorbitados. Tenía contraído el rostro y erguía la cabecita buscando el aire que a duras penas absorbía.
—¡Hijita! ¡Pobrecita Jennie! —gritó la mujer arrojándose al camastro de la niña. La aparté y la convencí para que se fuera a la otra pieza.
El estado de Jennie era gravísimo. La asfixia se había iniciado y su vida corría peligro.
—No perdamos un momento —dije—. Vamos a practicarle la intubación.
Empezamos a actuar rápidamente. Pedí bujías a la madre. Reunió dos velas y las corté en seis pedazos para multiplicar las llamas.
Alexander cogió una manta del lecho, envolvió con ella a la enfermita y la colocó entre sus rodillas. Me senté frente a él teniendo al alcance de la mano todos los instrumentos. Traté de abrir la boca, de la niña, pero se resistió tenazmente. Su cuerpecito se retorcía con desesperación, y solamente Alexander consiguió apaciguarla. Pude introducir el abrebocas y se oyó un chillido ronco. Busqué la epiglotis y la oprimí contra la base de la lengua. Cogí la pinza provista del tubo metálico, desvié el dedo hacia la comisura para dar paso al tubo y con destreza lo conduje hacia el fondo de la laringe. Las piernas de la niña temblaban entre las de Alexander. Su piel adquiría progresivamente el color cianótico de los asfícticos. Me arrepentí de no haber usado el bisturí. Los segundos se hacían apremiantes y faltaba la introducción del tubo en la abertura de la glotis para que el aire pudiera llegar libremente a sus pulmones. Un sudor frío me cubría. Aguardaba un movimiento inspirado que me permitiera actuar.
—¡Pronto, pequeña, respira, respira!
Alexander me miraba fijamente, pálido; desencajado, apretando con su cabeza la de la niña sobre su hombro.
—¡Respira, Jennie, por Dios!
Los ojitos se desorbitaban. De repente hizo un movimiento convulsivo, se oyó un silbido metálico, mis manos movieron la pinza… Me pareció como si la niña se escurriera entre los brazos de Alexander; cayó fláccida. Cesaron todos los latidos. Alexander y yo nos miramos atónitos. Permanecimos en una inmovilidad y un mutismo absolutos mucho tiempo.
De pronto, se puso en pie, colocó el cuerpecito en el camastro y procedió a la extracción del tubo metálico con sumo cuidado, como si la niña viviera todavía.
—Len —dijo con voz desconocida—, ahí en el bar de la esquina está el padre de Jennie. Pregunta por Henry Nelson.
Abrió la puerta, dejó que yo pasara y llamó:
—¡Señora Nelson!
Salí rápidamente cruzándome con la mujer que atendía a la llamada.
***
La niebla me rodeaba y daba irrealidad al momento. Llegué a la esquina de pronto, sin que hubiera tenido tiempo de preparar las palabras que debía dirigir al padre de Jennie. Hasta entonces había ignorado que existiera y no me cabía en la cabeza haberle de conocer en aquellas circunstancias. Me paré ante las vidrieras del bar, incapaz de entrar, oyendo el castañeteo de mis dientes. Miré a través de los cristales, pero no vi nada porque estaban empañados. Súbitamente abrí la puerta y entré. No había mucha concurrencia. En una mesa jugaban a las cartas; en otra, una mujer de aspecto bajo hacía mimos a su compañero borracho. Cerca del mostrador, un hombre sin afeitar, ojeroso, de semblante pálido, miraba fijamente el vaso de ron que una vieja teñida de rubio le servía. Sin titubear me acerqué a él.
—Perdón… —murmuré.
El hombre se puso en pie de un salto como si tuviera los nervios deshechos. Me miró con tan terrible recelo que parecía adivinar lo que iba a comunicarle.
—Perdón —repetí—; soy el doctor Leonard Barker y… —me callé, con la garganta seca.
—¿Y…? —repitió él con voz ronca.
—Mire usted, debería ir inmediatamente a su casa, señor Nelson, su… su…
El hombre me interrumpió:
—Yo no me llamo así. Sufre usted un error.
Me quedé desconcertado.
—Ah… entonces… —miré alrededor, incapaz de identificar ya a Nelson—. ¿Sabe usted si es alguno… si hay alguien aquí que se llame Henry Nelson?
El hombre se me acercó tanto que percibí el olor a ron que despedía su aliento.
—¡Conque doctor! ¡Conozco el truco, amigo!
Sus palabras sin sentido me llamaron la atención. Le miré atentamente y, a pesar de todo, no me pareció embriagado. La vieja del pelo teñido intervino, visiblemente nerviosa:
—¡Déjale, Martino! Mire usted, doctor, el hombre que busca es aquél.
Me volví hacia donde señalaba: Nelson era el borracho compañero de la mujerzuela. Entre dientes pedí un jarro de agua fría a la vieja.
Entre tanto, el sujeto que olía a ron me miraba de soslayo. En la boca tenía un tallo de albahaca que movía frenéticamente.
—No tema —le dije con suavidad—, soy médico, tal como le he dicho. Nada tengo que ver con la policía.
Cogí el jarro y me fui hacia Nelson.
***
Alexander nos aguardaba en pie, con el abrigo puesto y el maletín en la mano.
La madre, sentada en una banqueta, miraba fijamente la pared. Sus mejillas estaban mojadas. A su lado, secándose los ojos y sonándose, había otra mujer que al ver entrar a Nelson exclamó impulsivamente:
—¡Tú debías haber muerto, borracho!
Pensé que llevaba razón. Nelson, sin hacerle el menor caso, dijo a Alexander de un modo pastoso:
—Me acaban de decir…
—Sí —interrumpió éste—; intentamos practicarle la entubación laríngea, pero murió en la intervención.
El hombre lanzó un bostezo y farfulló:
—Muchos médicos, muchos… total, para nada. Ya te lo dije, Mary, chiflados, todos chiflados… Ahora vendrá la cuenta.
Alexander cuchicheó:
—Concluimos, Len. Ya podemos irnos.
***
Anduvimos a lo largo de la calle de Rhode en silencio. Entre la niebla apareció la esfera del reloj anuncio. Marcaba las diez y cuarto. La humedad se metía en los huesos y la temperatura era glacial. Me detuve ante el bar de la esquina.
—Vamos a tomar un café caliente, Alexander. Entremos.
Comprendí que no me había escuchado. Sus párpados estaban bajos y las aletas de su nariz temblaban. El cabello negro le caía sobre la frente, pesado, mustio, como si formara parte de su abatimiento moral.
—Digo que un café caliente.
Me miró.
—No, Len. Entra tú. Yo me llegaré a la funeraria.
—¿A esta hora?
—Alfie no cierra nunca. He de advertirle que ponga el ataúd de cinc.
Y sin más, dio media vuelta, cruzó la calle y desapareció en la niebla. Escuché sus pasos hasta que se perdieron. Iba a pagar el entierro de Jennie.
Entré en el bar. Los jugadores de cartas ya no estaban. No había un alma; ni siquiera la vieja teñida de rubio que atendía al mostrador. Hasta muy tarde no solían animarse los antros como aquél. El ambiente olía a aceite hirviente y a buñuelos. Recordé que no había comido nada desde el mediodía. Me tenté el bolsillo. Sólo llevaba tres peniques. Me senté en una banqueta y esperé.
Jennie habría muerto igualmente. La traqueotomía tampoco la hubiera salvado. Era ya tarde para todo… Tarde y, sin embargo, el momento oportuno no lo sabía nadie. Me pasé una mano por la frente y dejé de darle vueltas al asunto.
Me extrañó que no saliera nadie. En el fondo del bar había una puerta abierta. La pieza interior estaba iluminada y, a juzgar por el olor, debía de ser la cocina. No se oía ningún ruido hacia aquel lado, pero decidí levantarme y llamar. Me asomé y fruncí el ceño. En el suelo había una sartén, una chorretada de aceite y una infinidad de buñuelos esparcidos. Di voces preguntando si ocurría algo y, como no contestara nadie, entré en el cuarto. Un mantel a cuadros azules colgaba sobre una mesa, como si alguien hubiera tirado bruscamente de él. Por debajo, de cara al suelo, asomaba una cabeza de pelo teñido y desgreñado. Corrí hacia la vieja, me arrodillé y la volví boca, arriba. Sus ojos vidriosos me hicieron estremecer. He visto la muerte en las más violentas formas, pero confieso que al descubrir un cuchillo clavado en el cuerpo de la mujer, sufrí una viva impresión. Volví a dejarla como estaba. Me levanté sin tocar nada más: era lo mejor.
Nunca me había hallado tan de lleno ante un caso de asesinato. Estuve unos instantes tratando de sobreponerme. No se me ocurría un plan de inmediato, pero temía olvidarme de realizar algo que fuera de mi obligación. Me quité el sombrero. El fogón chisporroteó de pronto y me sobresalté. Lo miré con fijeza, como si en él residiera un punto vital. Me agaché y con el dedo toqué la sartén del suelo. Estaba caliente, casi quemante.. Llevaría poquísimos minutos fuera del fogón.
Y fue en aquel preciso instante cuando mis ojos dieron con un tallo de albahaca que yacía junto al aceite derramado.
Subí apresuradamente los escalones del Departamento de Policía y choqué con un hombre que bajaba. Era el inspector jefe.
—¡Pero si es el doctor Barker! ¡Qué sorpresa verle a estas horas, doctor! ¡No, no me diga que viene por mí! ¡Válgame Dios! ¿A qué hora iré a cenar esta noche?
—En el bar de la calle de Rhode se ha cometido un asesinato —dije en seguida—. Debería mandar a alguien inmediatamente, señor Wyatt. He dejado la casa y el cadáver a la buena de Dios. No hay nadie allí.
—¡Cielos! ¡Qué exaltado viene, doctor! Venga, entre en mi despacho y cuénteme más despacio ¡Hopper! Vaya con Mayer a la calle de Rhode. ¿Qué bar es ése, doctor? ¿El de Edna Basehart?
—El de la esquina. Da también a la calle de… no, no recuerdo ahora el nombre de la otra calle. Hay una relojería cerca. Eran las diez menos cuarto cuando entré.
—Bien, bien, ya hay bastante, doctor. Ya lo oye, Hopper, el bar de Edna Basehart. Hay un cadáver en la casa, según anuncia el doctor Barker. Por favor, doctor, entre y siéntese. Tal vez hallaremos por aquí una copa de…
—No, no, gracias, inspector. No quiero tomar nada. Deseo acabar pronto. Llevo una noche pésima. ¡Y me meto a descubrir cadáveres!
—Váyase lo uno por lo otro, doctor. Yo no he podido cenar por atender a un enfermo. O’Sullivan y su riñón. Le han llevado al quirófano desde aquí. Le ha dado el ataque mientras buscaba unos datos muy urgentes y, encima de asistirle, he tenido que quedarme a buscarlos yo. En fin, vayamos al asunto, doctor Barker. Empiece usted por el principio. Dice que eran las diez y cuarto cuando entró. ¿Dónde? ¿En el bar?
—Sí. Iba a tomar un café… Es decir, venía de atender un caso urgente en la misma calle, en el número…
—Bueno, bueno, adelante; siga usted. No es necesario que justifique sus pasos, doctor.
—Gracias. No había nadie en el bar ni en el mostrador. Aguardé unos minutos y luego llamé. Como nadie contestaba, me asomé a la cocina y vi a la vieja tendida debajo de la mesa.
—¿Qué vieja?
—La dueña.
—¡Vaya! Conque por fin dio con sus huesos en el infierno, ¿eh? ¿La conocía, doctor?
—En absoluto. No la había visto en la vida.
—En esta ciudad existen cientos de personas decentes que tienen sobrado motivo para haberla matado. ¿Sabe en qué traficaba? No, no lo sabe ni tiene usted la deshonestidad de imaginarlo. Bien, bien… ¿Cómo la mataron?
—Con un cuchillo de la cocina.
—¡Bien, bien!
Me ofreció un cigarro puro, es decir, me lo colocó entre labio y labio. Parecía enormemente satisfecho de la vida. Se pasó la mano por el áspero bigote y exclamó:
—Pura fórmula, doctor, pero dígame: ¿cómo sabía usted que era la dueña si no la había visto en la vida?… ¿Deducción?
Ofendido en mi interior repliqué:
—Precisamente. Y además, señor Wyatt, omití detallarle que quince minutos antes había estado ya en el bar. Vi a esa mujer con aires de dueña sirviendo ron a un sujeto… ¡Aguarde!
Y atropelladamente le conté todo lo referente al hombre ojeroso que mascaba albahaca.
—… ¡Y en el suelo de la cocina había una ramita, inspector!
Wyatt me escuchaba con suma atención.
—Es un dato muy valioso —dijo echando una bocanada de humo—, y denota sagacidad por parte de usted.
Me enorgullecí sin querer.
—De todas formas —prosiguió—, este hecho sólo prueba que el individuo de las ojeras estuvo en la cocina, no que fuera él quien matase a la vieja Basehart.
—Claro —balbucí—. Era la única posibilidad que no se me había ocurrido.
—A pesar de todo, doctor, será conveniente que me detalle usted sus rasgos físicos. ¿Los recuerda?
—Delgado, muy pálido, cejas en punta, ojos oblicuos, boca curvada…
Wyatt sonrió benévolamente.
—¡Me está describiendo a Mefistófeles, doctor!
Enrojecí. Pero era cierto, se parecía a Mefistófeles.
—¿Se fijó en su estatura?
—Más bien alto, como yo.
—¿Edad, más o menos?
—Unos treinta años, como yo.
—¿Traje?
—Oscuro y deslucido.
Pensé: «como yo».
—Me temo que hallaremos una serie de sospechosos con esas características, doctor.
—¡Espere! La vieja mencionó su nombre. Le llamó… vamos a ver… le llamó… ¿cómo le llamó? Era un nombre latino, poco corriente… así como Mateo… Ma… Ma…
Sólo se me ocurría Mateo y estaba seguro que no era ése. Me puse nervioso. Restregué el ala del sombrero. Noté que Wyatt me observaba con atención. Aguardaba pacientemente como si escuchara a un chiquillo. De súbito, me asaltó el temor de que me creyera el asesino.
—¡Martino! —exclamé por fin.
El inspector se quitó la pipa de la boca instantáneamente. Hubo una larga pausa. Luego murmuró:
—¿Ha dicho usted Martino?
Asentí. Su ancha boca se abrió en una sonrisa.
—Tal vez le perdonaré el que me haya fastidiado una cena, doctor Barker. Aguarde usted un momento, tenga la bondad.
Se levantó y desapareció por una puertecita lateral. Aguardé a que regresara, con una impaciencia indigna de mí. El retrato de su esposa me vigilaba desde el escritorio, rígida, emballenada. Parecía un soldado.
Por fin regresó Wyatt trayendo varios papeles y unos retratos que puso ante mí.
—Vea si este rostro corresponde al del hombre que vio en el bar, doctor.
Vi de perfil y de frente a un joven guapo, de mirada firme y rostro rasurado como si en él no hubiera aparecido el vello todavía.
—No es él —dije espontáneamente.
—Mírelo con más atención, por favor. Imagínelo sin esa cabeza rapada y con las mandíbulas oscurecidas por el pelo.
—¿Cuántos años hace de este retrato?
—Cinco. En la actualidad, cuenta veintitrés años.
—¡Imposible que sea el mismo!
Wyatt se arrellanó en el sillón apoyando ambos brazos sobre el escritorio.
—Usted que es médico, conocerá mejor que nadie la influencia que ejercen las circunstancias sobre el físico. Este muchacho fue condenado a treinta años de prisión. Estuvo en el penal por espacio de cinco años y hará cosa de quince días, en su celda, intentó suicidarse abriéndose una vena. Por lo visto, fue una maquinación, puesto que en cuanto le trasladaron al hospital se escapó misteriosamente. Es lógico que tuviera cómplices. Se ha procedido a la detención de un enfermero y un guardián, pero hasta ahora nada se ha puesto en claro —hizo una pausa y añadió—: Su verdadero nombre es Vincent Flagg, pero en este condado se le conoce bajo el seudónimo de Martino.
Volví a mirar el retrato, pensativo. Sus facciones refinadas en nada parecían las de un malhechor.
—Había sido un joven decente —dijo Wyatt adivinando mi pensamiento—, hijo de un curtidor acomodado que murió de vergüenza, indudablemente.
—¿Por qué le condenaron?
Wyatt me miró y sus ojos brillaron de una manera extraña. Lentamente dijo:
—Por una causa criminal ocurrida con una muchacha pupila de Edna Basehart.
***
Con la promesa de que el inspector procuraría molestarme lo menos posible con el asunto de la mujer asesinada, me dirigí a casa.
Por la ventana que daba a la calle, vi luz en el consultorio. Entré y traté de escuchar para saber quién estaba allí. No puse nada en claro. Me dirigí al laboratorio y encontré a Alexander encaramado en una escalera, tratando de alcanzar una caja de lata vacía que había en la parte superior de la estantería.
—Vienes tarde, Len —me dijo—. Estás perdiendo las buenas costumbres.
Aquella broma, no podía ocultar el decaimiento de su espíritu. Saltó al suelo y me mostró la caja.
—Resulta algo pequeña, pero es hermética y podemos soldar la tapa con estaño. ¿No te parece?
Sin darme tiempo a contestar, desapareció por el cuarto de los animales. Comprendí que Doroteo, víctima inmolada en favor de la Humanidad, pasaría al cementerio de los ignorados, en cuclillas, dentro de un ataúd que contuvo harina de linaza. Me acerqué a Penique, que se lamía una pata peluda y blanca estirando las uñas para poder pulimentar todos los rincones.
—¿Has cenado? —le pregunté frotándole la cabeza. Ni siquiera interrumpió su trabajo para mirarme. Cuando se ponía antipático es que ya había cenado.
Se abrió la puerta que daba al consultorio y asomóse la robusta figura de Jasper. Su ceño estaba fruncido y su voz era áspera:
—¡Alexander! ¿Quieres…? Ah, ¿eres tú, Len? óyeme, dile a Alexander que venga a recoger una rata blanca que anda suelta por ahí y está ingiriendo grandes dosis de subnitrato de bismuto. Me molesta y no puedo dejar mi trabajo para atraparla.
—¿Qué estás haciendo?
—Una obra de caridad.
—¿Hay alguien contigo?
—Uno que va a pagar con el agradecimiento. No olvides eso que te digo de la rata.
Desapareció bruscamente con su humor de perros.
Lo primero que hice fue encerrar a Penique en el ropero. El año anterior se había comido a Dandy.
Me disponía a cumplir la orden de Jasper cuando vino la contraorden:
—Déjalo, Len. Acabo de echarle mano.
Me entregó la rata asustada y palpitante, se dirigió a la vitrina y empezó a buscar entre los tarros de pomada.
—¿Vienes de casa de Howells? —me preguntó.
—No. Del Departamento de Policía.
—¡Vaya! Creí que le habían trasladado a la clínica de nuestro querido colega.
—¿Qué?
—¿Cómo es que te han llamado a ti, Len? Eres un cirujano muy chapucero para tareas tan delicadas.
—¿De qué me estás hablando?
Me miró.
—Del riñón del superintendente.
—No fui para eso.
—¿Pues para qué?
Se metió en el consultorio sin aguardar a que le contestara. Llevé la rata a Alexander, que la cogió cariñosamente.
—Estaba contándole a Jasper que fui al Departamento de Policía para…
—¡Métete en la jaula, Coffi! ¡No es hora de corretear!
—¿Habéis cenado ya?
—Yo, no.
—¿Sabes lo que me encontré en el bar de la esquina?
—¡Coffi, querido, no alborotes a tus compañeros!
—¿Hay queso en la despensa, hablando de todo?
—Jasper se lo ha comido.
Completamente seguro de que se lo había comido el Coffi querido, ayudé a poner orden en la jaula. No podíamos cerrarla porque todas las ratas se nos encaramaban por las manos y los brazos.
Por fin conseguimos nuestro empeño.
—¿Qué es lo que encontraste en el bar, Len?
—El cadáver de una mujer; acababan de asesinarla.
Hizo una mueca de repugnancia.
—Todo es malo aquí —murmuró—. Deberíamos irnos a Holanda.
Porque le conocía bien no me asombró su inesperada ocurrencia. De vez en cuando exteriorizaba sus deseos de mudar de ambiente y de nación. Ahora, sea por mi perspicacia natural, sea por la experiencia adquirida en el Departamento de Policía, deduje que por hablar de queso había pensado en Holanda.
Le puse una mano sobre un hombro.
—Últimamente preferías Nueva York.
—Sólo porque nos alejaríamos tres mil quinientas millas.
Le dejé poniendo cañamones en los comederos de las palomas.
En el laboratorio, Jasper volvía a remover los tarros de pomadas.
—¿Qué es lo que buscas?
—¿A qué has ido entonces al Departamento de Policía?
—Hubo un asesinato.
Si esperé que mis palabras le impresionaran como a Alexander, anduve muy equivocado.
—¿Dónde? —inquirió fríamente.
—En el bar de la calle de Rhode. Me tocó a mí en suerte descubrirlo. Mientras cruzaba la calle en compañía de Alexander, estaban despanzurrando a la dueña del establecimiento con un cuchillo de cocina. —Ni eso le afectó—. Fue muy peligroso, Jasper, me enfrenté con el asesino…
—¿Le cogiste?
—No, no; verás, en realidad, me enfrenté con él cuando todavía no la había matado.
—¿Dónde diablos estará la vaselina bórica?
—Yo creo que la tienes a tu derecha. ¿Quién se quemó?
—No le conozco. Alexander se lo encontró tumbado en medio del arroyo apestando a ron y con quemaduras de segundo grado en el brazo. Aceite hirviendo al parecer. Le llevó a cuestas hasta aquí y… ¿Qué te pasa, Len? ¿Te sientes enfermo?
—¡Martino! ¡Tenemos ahí a Martino! ¡Óyeme, Jasper, ese hombre es Martino!
—¿Quién dices que es?
—¡Martino!
—¿Pero quién es Martino?
—¡Vincent Flagg!
—Estás torpe, Len, o lo estoy yo. No te entiendo.
—Óyeme bien: Vincent Flagg es el asesino, el que mató a la vieja, un fugitivo: Se fugó de un penal, le busca la policía. ¡Por todos los santos! ¡Tengo que avisar a Wyatt!
Corrí al gabinete seguido de Jasper. Me encasqueté el sombrero y me embutí el abrigo.
—¡No le dejéis escapar! ¡Tener muchísimo cuidado, es de lo más peligroso!
—¡Cálmate, Len! ¡Está sin sentido!
—¡No te fíes! ¡En la cárcel intentó suicidarse y resultó un ardid!
Me lancé a la calle precipitadamente y oí la voz de Jasper que me gritaba:
—¡Le di morfina!
Me encaminé hacia el bar del crimen, con el corazón alborotado. Allí estaría todavía Wyatt con su séquito.
En un estado de nervios pocas veces experimentado, atravesé el pequeño puente de Cragget. El viento esparcía la niebla y ésta corría en lánguidas tiras como si de todas partes emanara humo.
Mucho antes de alcanzar la calle de Rhode ya noté que alguien me seguía. No eran alucinaciones. Primero sólo me pareció ver una sombra que se deslizaba por el puente apresuradamente. Luego, al llegar al chaflán de un almacén, volví la cabeza y vi con toda claridad la silueta de un hombre que andaba en mi misma dirección. Me concentré y me dije que sería un policía, dado que aquel sector estaría vigilado ya. Pero iba de paisano, seguro que iba de paisano. Los faldones de su abrigo ondeaban de tanto como apretaba el paso para darme alcance.
La calle de Rhode se abría al otro lado de un amplio solar lleno de basuras; me lancé por él a toda prisa. El hombre echó a correr detrás de mí. Ya no cabía duda alguna, era una persecución a las claras, sin disimulo. De ser un policía me habría dado el alto, o habría tocado el silbato, o… En fin, no sé lo que habría hecho, pero no era un policía. Una terrible angustia se apoderaba de mí. Miré desesperadamente a todos lados buscando un agente. Ninguno. Maldije a Wyatt por su imprudencia. Oía ya muy cerca de mí los pasos del perseguidor. Ambos atravesábamos el solar como una exhalación. Yo no sabía si me empujaba el miedo o la ira. No recuerdo haber corrido tanto en la vida; ni siquiera cuando era jugador de rugby. Pasaban por mi mente las más descabelladas ideas: pararme en seco, emprenderla a pedradas, gritar, dar la cara, dejarme coger, pedir clemencia…
Una lata de conserva vacía puso fin a mis pensamientos trabándose entre mis pies. Me tambaleé, perdí el equilibrio… El terror me secó la garganta cuando una manaza fría se aplastó sobre mi nuca. Sentí un tirón. Agarré un abrigo. Rodé por el suelo arrastrando a mi perseguidor.
—¡A mí, auxilio! —grité.
Me taparon la boca. A los lejos sonó un silbato.
—¡Cállate, estúpido!
Quedé perplejo. Era la voz de Jasper. Le solté en el acto y él a mí. Ambos nos incorporamos sobre un montón de escorias. Jadeábamos como azogados. Con ojos desmesuradamente abiertos le interrogué, pero ni uno ni otro estábamos en condiciones de decir una sola palabra.
En todas partes resonaban silbatos y un hormigueo de linternas invadía el solar.
—¡No digas nada, Len! ¡Yo hablaré a la policía!
Nos levantamos apresuradamente.
—¿Qué ha ocurrido? —susurré.
—¡Cállate! ¡No preguntes nada! ¡No jadees así, por Dios!
Tres agentes armados nos rodearon.
—¿Qué es eso? —exclamó uno de ellos alumbrándonos la cara.
—Buenas noches, sargento. Soy el doctor Jasper Sidney. Mi compañero, el doctor Leonard Barker. Venimos de asistir un caso de urgencia…
—Es cierto, sargento —dijo uno de los policías—. Conozco al doctor Barker. Fue él quien denunció el caso.
—Perfectamente, señores. Pero creí oír que alguien daba voces pidiendo auxilio y…
—Fue el doctor Barker —interrumpió Jasper—; sabe que Flagg anda suelto por aquí y creyó ver a alguien escondido en el solar. Sin duda era alguno de ustedes mismos. ¿No te parece, Len?
—Yo…
—Discúlpennos —saltó Jasper nuevamente—; les hemos alarmado sin motivo.
—¡Oh, de ninguna manera, señores! Por el contrario, es mejor que hayan sido precavidos. La niebla hace muy peligrosa y muy engañosa la situación. A mí me pareció ver gente que corría por el campo. Les daremos escolta hasta su casa.
***
Y así llegamos a casa, Jasper, yo y un policía. Mudos los tres, alerta, con los ojos bien abiertos y los oídos atentos por si el asesino nos salía al paso.
***
—Ya me darás alguna explicación cuando lo creas conveniente —rugí al cerrar la puerta casi en las narices del amable policía.
—Así lo haré, Len.
Y Jasper cruzó el gabinete con paso rápido, desapareciendo por la escalera.
Vi abierta la puerta del consultorio. No había luz dentro, ni en la pieza contigua, ni en toda la planta baja. Sólo el quinqué de la consola iluminaba penosamente el gabinete.
Perplejo, comenté en voz alta:
—¡Le han dejado marchar!
Eché a correr escaleras arriba.
—¡Jasper! ¡Oye, Jasper! ¿Qué habéis hecho?
Entré en su dormitorio y al instante suspendí el aliento. Martino yacía tendido en la cama, con sus profundas ojeras y su intensa palidez. Respiraba acompasadamente, cerrados los ojos, inmóvil. Junto a la cabecera, Alexander, en pie, parecía un subalterno vigilando. Jasper auscultaba al asesino y de pronto exclamó:
—Tráeme una lanceta, gasa y un frasco de agua destilada.
La orden recayó sobre Alexander, el cual obedeció al instante, sin hacer objeción.
Me acerqué a la cama y me encaré con Jasper para que fuera notada mi presencia. Me asió del brazo.
—Escúchame, Len: como las circunstancias apremian, a Alexander y a ti os hago encubridores de algo que tal vez no aprobéis. Pero entiéndelo bien: asumo enteramente la responsabilidad yo solo, a partir del momento en que he impedido que denunciaras a ese hombre.
Hubo una pausa larga. Luego añadió lentamente:
—Voy a proponerle que se deje inyectar el bacilo diftérico.
Di un respingo.
—¡Estás loco, Jasper! ¡Eso no puede ser! ¡La ley lo prohíbe! ¡Dios santo! ¡Estás completamente loco!
Me precipité hacia la puerta.
—¡Len!
La voz imperiosa de Jasper me detuvo contra mi voluntad.
—¿Qué vas a hacer, Len?
—¡Voy a avisar a la policía! ¡Es nuestro deber!
Se interpuso ante la puerta y me cogió por los hombros violentamente.
—¡Óyeme bien! ¿Por qué no puede ser eso que digo? ¿Por qué?
—¡Suéltame, me estás triturando! ¡Has perdido la razón! ¡La ley condena las prácticas experimentales con seres humanos! ¿No te das cuenta de que vas contra todo? ¡Incluso contra lo natural!
—¿Qué es lo natural? ¿Tener cien miserables conejos agonizando en una jaula?
—¡Pero se trata de un ser humano!
—¿En qué sentido? ¿Porque es racional como tú y como yo? Si muere, morirá más honrosamente que en la horca.
—¿Y si sale con vida? ¿Qué harás con él?
—Dejarle como le encontré. Se habrá ganado la absolución.
—Pero seguirá siendo un asesino y de sus futuros actos serás responsable tú.
—Ése es asunto mío, ¿lo oyes?
—Pues vete con él donde yo no lo sepa. Desde este instante te advierto que pienso cumplir con mi obligación. ¡Ahora mismo, Jasper!
Retrocedió, blanco como el papel. Sus pupilas se habían dilatado enormemente. En un tono distinto, apagado, murmuró:
—Dame tiempo de hablarle. Después haz lo que quieras. Denúnciale; como quieras. Pero deseo saber si Martino se avendría a eso. ¡Te lo ruego, Len!
Nunca en la vida me había rogado nada. Estuve mirándole largo rato. Hubiera sido más normal en él que me hubiera impuesto su voluntad a gritos. Incluso a la fuerza bruta. En una ocasión, cuando éramos estudiantes, me retorció el brazo fieramente hasta que accedí a ser cómplice suyo en una emboscada que tendía al honorable profesor Mackintosh con el propósito de romperle la cara. Cuando se dio cuenta de que me había dislocado el codo, se avergonzó y desistió de llevar a cabo todo lo tramado. Ahora, sin embargo, había perdido su nervio y su energía. Quedaba reducido a un hombre desesperado.
—¿Tanto significa para ti?
Asintió con un nudo en la garganta.
De pronto, me senté y quedé sin pensar nada.
Alexander reapareció trayendo el encargo de Jasper, que depositó sobre la mesilla de noche. Luego, evitando mirarme, se situó junto a la cabecera, como antes.
—Siéntate —le dijo Jasper.
Maquinalmente buscó una silla y se sentó.
La silenciosa situación se prolongó mucho tiempo. Abajo sonó el reloj; dio la media y no supe a qué hora correspondía.
El asesino seguía en su letargo sosegado. De los cuatro era el más tranquilo. De vez en cuando, Jasper tentaba el pulso y apoyaba la oreja sobre su pecho.
Algo se cernía sobre mí amodorrándome. Bostecé y noté el estómago completamente vacío; pero no sentía apetito, más bien náuseas.
Volvió a romper el silencio la voz del reloj; quedé perplejo: la una de la madrugada.
Cabía la posibilidad de que Martino no despertara hasta las cuatro o las cinco y nos hallara a los tres dormidos en las respectivas sillas. Deseé que fuera así, que se fugara y no volviéramos a saber más de él en la vida.
De repente me puse en pie de un salto. Sus ojos oblicuos, negros y brillantes, estaban fijos en mí. Murmuró algo que no entendí. Creo que fue una expresión soez. Se irguió como un tigre rabioso. Jasper le sujetó.
—¡Perro! —me espetó a la cara—. ¡Sabía que no eras médico! ¡Lo sabía, perro traidor!
Mis rodillas se aflojaron.
—Cálmese, Martino —le dijo Jasper—, no está usted detenido ni somos policías.
Pero Martino forcejeaba desesperadamente, incluso con su brazo herido. El dolor vivísimo que le producían las quemaduras le contraía las facciones y le hacía rugir de un modo inhumano. Pensé en los ataques de hidrofobia. Sentí deseos de huir. Pero de pronto todo cesó. Quedóse quieto, jadeando, con el rostro bañado en sudor y los ojos semicerrados. Su cuerpo colgaba fuera del lecho. Jasper le sostenía y con gran cuidado intentó alzarle, pero un nuevo arrebato le sacudió.
—Si insiste en moverse, aguardaré a que se desmaye de dolor.
Fueron inútiles sus advertencias.
Las fieras pupilas me buscaron otra vez. Jamás vi odio tan feroz. Lanzó una blasfemia y de un manotazo desgarró la camisa de Jasper. Éste lo apretó contra la almohada violentamente, fuera de sí.
—¡Déjalo, Jasper! —gritó Alexander.
Como por ensalmo cesaron todos los forcejeos. Las cabezas se volvieron hacia el que había dado la voz.
Lentamente, Alexander se acercó a la cama y puso una mano sobre los ojos encendidos del criminal. Martino no se movió. Permanecieron así, quietos, silenciosos.
Jasper y yo habíamos comprobado otras veces el poder casi mágico de Alexander. Sabía transmitir su serenidad.
—Está seguro aquí, Martino —susurró—. Nadie más que nosotros conoce su paradero.
Le apartó la mano de los ojos y le cruzó el brazo herido sobre el pecho.
—Manténgalo, así, sin moverlo. Cesará el dolor.
El asesino lo miraba aturdido, como si no entendiera en absoluto lo que decía. Por el extremo del vendaje asomaban las puntas de los dedos teñidos de ácido pícrico; un temblor continuo los agitaba. Recorrió la estancia con ojos rápidos.
—Está en mi dormitorio —le dijo Jasper—. La policía vigila todo el barrio, y si persiste en rebelarse, se descubrirá usted mismo.
—¿Cómo sabe que me busca la policía?
—Porque además sé otras cosas.
—¿Cuáles? ¿Cuáles? ¿Por qué no me ha delatado?
—Si deja de preguntar, podré hablar.
Y sentándose a los pies de la cama, empezó con gran franqueza.
—Ha caído en nuestras manos por pura coincidencia, y deseo aprovecharme de ello, Martino. Mi nombre es Jasper Sidney, médico de profesión. Podría muy bien ocultar mi personalidad, pero conozco la suya y no pienso jugar con ventajas. A partir de este momento estoy fuera de la ley lo mismo que usted, y del mismo modo que está en mi mano el delatarle, está en la suya el acusarme de soborno con intento de subrepción.
Martino escuchaba estas palabras como un león al acecho. Jasper prosiguió:
—Deseo simplemente hacerle una proposición. Llevo a cabo trabajos…
—¡Basta! —estalló Martino—. ¡Ya traté una vez con médicos! ¡Sucios! ¡Marranos! ¡Hatajo de…!
Antes de que nadie pudiera impedirlo, saltó del lecho y dejó caer una repentina lluvia de palabras obscenas contra la reputación de los médicos, en la misma cara de Jasper. Éste se irguió inflamado de ira, le cruzo el rostro y le arrojó sobre la cama…
Me precipité hacia él para impedirle que siguiera golpeándole.
—¡Denúncialo antes de molerlo a golpes! ¿Me oyes? ¡Denúncialo y acaba con todo de una vez!
Alexander le asió por los brazos.
—¡Mide lo que haces, Jasper! ¡Está herido!
Rudamente, nos empujó contra la pared a los dos y sacudió a Martino de modo brutal.
—¡Óigame, óigame, imbécil! ¡Vengo a exponerle lo que mejor le parezca! ¡Escoja entre la horca o…! ¿Qué le pasa ahora? ¿No me oye?
Se había desvanecido.
Me derrumbé sobre una silla. Jasper adquirió una súbita frialdad profesional. Se inclinó sobre Martino, le abrió el cuello de la camisa, y le soltó el cinturón.
—Tráeme éter, Alexander.
El aludido salió de la habitación.
Martino yacía exánime; terroso el rostro, agarrotados los dedos, entreabiertos los labios con rastros de espuma igual que un epiléptico. Jasper se servía del agua destilada para rociarle la cara y el pecho.
—Abusas de una ruina humana —susurré—. ¿No sientes escrúpulos de conciencia?
—No siento ni tengo conciencia, Len.
Me levanté y me dirigí hacia la puerta.
—¿Adónde vas?
—A dormir.
—Quédate.
—¿Por qué?
—¡Porque yo lo digo!
—Es poco motivo, Jasper. Buenas noches.
En dos zancadas se plantó a mi lado.
—Insisto en garantizarte que al final tendrás tú la palabra, pero quédate. Te necesito.
—No me gusta el espectáculo.
Se llevó la mano a la frente.
—¡Len, Len! ¡Viste morir a Jennie! ¿Acaso fue mejor aquella visión?
Se dejó caer en una silla y hundió la cabeza entre las manos. Su voz sonó cortada, desconocida:
—Debiste venir conmigo esta noche. Les aterra perder a sus hijos, pero se niegan rotundamente a que los emplee como conejillos de Indias. Preguntan… ¡Preguntan y yo no puedo responder! ¿He de decirles que mi suero tan pronto cura a las ratas como las mata, que ha sacrificado a un mico sin explicación y que a pesar de todo sigo creyendo que curará a un ser humano? ¿He de decirles esto?
Entró Alexander. Él mismo hizo aspirar el éter a Martino. Éste abrió los ojos casi instantáneamente. El estupor que acompaña al síncope dio tiempo a que Alexander preparase la situación. Le friccionó las sienes suavemente, mientras murmuraba:
—Manténgase quieto… respire hondo… así… no haga ningún esfuerzo… óigame, Martino, deseamos hablarle formalmente… ¿Está usted dispuesto a escuchar sin excitación?… no se mueva… respire, respire… así, bien…
Le indicó a Jasper por señas que se acercara y éste obedeció.
—Martino desea ponerlo todo en claro de una vez. Dile lo que sea necesario, Jasper.
—Está fatigado. No sabrá siquiera lo que le digo.
—Sí lo sabrá; ¿verdad, Martino?
El aludido asintió.
Jasper se sentó frente a él y estuvo varios minutos sin saber qué decirle. Por fin, exclamó titubeando:
—Tiene usted dos caminos… Puede escoger, Martino, el que mejor le parezca… No soy yo quien ha provocado la situación, sino una serie de hechos imprevistos… Hasta hace muy poco no me enteré de que fuera usted un perseguido de la justicia. Y como no quiero que en nada de cuanto le diga pueda ver trampa o engaño, voy a suplicar a mi amigo que le detalle sucintamente de qué modo averiguó lo que sabe de usted. ¿Quieres hacerlo, Len?
Un derrame cerebral no me hubiera producido mayor estupor.
—¿Quieres, Len? —insistió Jasper.
Pestañeé, me humedecí los labios y empecé a relatar la historia rápidamente, con precisión maquinal. De repente me di cuenta de que ya había terminado.
Martino parecía intrigado; no adivinaba el motivo que guiaba a Jasper y le miraba con sumo recelo.
—¿Por qué impidió que me denunciara? —preguntó—. ¿Qué quiere proponerme?
—Que se deje inocular una enfermedad. Necesito ensayar un suero curativo.
El silencio llenó la estancia. La incógnita de la reacción de Martino nos mantuvo a los tres sin respirar. Se quedó meditativo, quieto como una piedra. Ni siquiera se movían sus dedos teñidos de amarillo. Sólo su pensamiento debía de agitarse.
—¿Y qué, si acepto? —dijo por fin.
—Puede ocurrir que muera más lentamente y con mayor dolor que en el patíbulo. O puede ocurrir que se cure.
—¿Y si es esto último?
—Le facilitaré el modo de salir de Inglaterra.
—¿Cómo sabré que cumplirá su palabra?
—Mi propio interés en que se vaya es una garantía. Soy un encubridor entre tanto.
Los ojos oblicuos se aguzaron.
—Eso indica que me convertiré en un peligro para usted. Le sería provechoso y fácil que yo desapareciera más definitivamente, una vez obtenidos los resultados.
Jasper se puso en pie como movido por un resorte.
—Se olvida, Martino, de que aquí el asesino es usted. Persigo un fin humanitario, y para ello me valgo de medios ilegales, falto a mi deber de ciudadanía, comprometo mi integridad profesional y abrumo mi alma con el peso de gravísimas responsabilidades. Pero pienso seguir fiel a una palabra.
El asesino se enjugó la frente con el revés de la mano, se movió inquieto y preguntó:
—¿Cuál es esa enfermedad?
—Difteria, crup.
El pavor hizo presa en aquella cara demacrada.
—Prefiero la horca —murmuró.
—¡Mi suero detendrá la enfermedad!
—¡Prefiero la horca!
Jasper apretó los dientes y palideció; sus puños se enterraron en lo hondo de sus bolsillos para no descargarlos contra Martino.
Se hizo un silencio violento. Ninguno osaba romperlo por miedo a provocar un cataclismo. Lentamente, Jasper se volvió hacia mí, y en voz muy queda dijo:
—Ya, Len.
—¿Qué quieres decir?
—Que cumplas con tu deber. Avisa al inspector de policía.
Salí de la habitación arrastrando los pies, indeciso, atónito. Bajé la escalera maquinalmente. El reloj daba las tres y sus campanadas se hundían en mi cerebro. El pabilo del quinqué se había consumido y no alumbraba más que la cornucopia. A tientas busqué la puerta de la calle. Abrí y una ráfaga fría me echó atrás los cabellos.
—¡Len!
La voz de Alexander me detuvo. Le oí bajar las escaleras estrepitosamente.
—¡Len, detente!
Se plantó frente a mí, jadeando. En la penumbra veía el brillo de sus dientes, pero no pude adivinar si sonreía.
—¡Martino acepta la proposición!
No dije ni hice nada. Sentí que me cogía por el brazo, me hacía entrar y cerraba la puerta.
—Óyeme, Len: él se aviene al trato, pero Jasper quiere que tú decidas lo que hay que hacer.
—Pero ¿y tú? —exclamé absolutamente desconcertado—. ¿Y tú, Alexander? ¿No tienes opinión propia? ¿No expones tu criterio, no dices nada? ¿Por qué obedeces sin voluntad, sin protesta, sin una objeción? ¿Por qué te callas?
—Tendrás que aceptar una sola explicación, Len: estoy en todo de acuerdo con Jasper.
—¿Y tu creencia… tu… tu religión, no te dice…?
—Sí, Len. Me dice que también hay remedios para el alma. Cada uno puede probar.
Alexander nos trajo café muy caliente, que Jasper y yo apuramos afanosamente. Martino pidió ron, pero se le sirvió agua de melisa con unas gotas de éter. Fue sometido a un minucioso reconocimiento. Jasper le hizo desnudar mientras él llevaba una muestra de sangre al laboratorio. A causa del brazo herido yo le ayudé a desprenderse de sus deslucidas ropas, que olían fuertemente a brea. A pesar de hallarnos en pleno invierno no llevaba más abrigo que una delgada prenda de tricot, agujereada. Debió de ser roja en su color primitivo y por más detalles, debió pertenecer a una mujer. No me emocionó ver tanta miseria. El atuendo de nuestra clientela era igual.
El movimiento le producía vivo dolor y tuvimos que suspender la tarea varias veces. Le abrí la camisa por las costuras para evitar el frote, y, al tirar de ella, cayó al suelo una moneda del tamaño de una guinea. Nos agachamos los dos, pero yo la recogí. No tuve tiempo de verla porque me la quitó de la mano rápidamente. No era una moneda corriente; su tacto me recordó la medalla que obtuve en la Universidad por ser el mejor estudiante de clínica médica. La guardó en su mano cerrada y allí la olvidé.
Desnudo, naturalmente, parecía más escuálido que vestido. Era delgado y de piel cetrina cubierta de vello. Le miré y tuve la desgracia de pensar en Doroteo. Es curioso que el hombre, visto en su forma más natural, adquiera tan terrible semejanza con una bestia.
Clareaba cuando Jasper dio por terminada su tarea. Martino estaba sano. Era el prototipo de los que se entregan a toda clase de vicios y mueren viejos en plena juventud, pero la larga permanencia en la cárcel le había preservado. Ahora poseía un corazón capaz como para resistir los veinticinco años de condena que todavía le faltaban. Sufría, no obstante, una terrible alteración nerviosa. La pérdida de sangre en su falso intento de suicidio, las malas comidas y los frecuentes vasos de ron, habían contribuido a dejarle en un estado crítico, pero él aseguraba que se encontraba bien. Trataba por todos los medios de aparentar fortaleza. Creo que se había encariñado ya con la idea de contraer la difteria y temía que su decaimiento físico fuera un impedimento. A pesar de todo, vacilaba y buscaba en torno suyo un punto de apoyo cada vez que se veía precisado a ponerse en pie.
Era totalmente imposible inocularle la enfermedad en aquel estado. Pero Jasper ya lo había previsto. Le hizo sentar, le rozó la piel con la lanceta, le aplicó una gasa humedecida en pura y simple agua destilada, y exclamó:
—A partir de este momento no puede moverse de mi lado.
La mirada de Martino se desvió frenéticamente hacia la pared. Sentí una súbita piedad por él, al verle tan asustado. Alexander salió de la estancia. Incluso Jasper se revolvió inquieto y susurró:
—De todas maneras, la incubación será larga y no experimentará molestia alguna hasta transcurridos varios días; quince como mínimo. Luego será todo breve y a mi juicio fácil.
***
Ésta fue nuestra primera noche pasada en blanco.
Despuntó el sol y penetró por todas las rendijas de los postigos.
El asesino se había dormido profundamente en la cama de Jasper, que pasaba a ser la suya a partir de aquel momento.
El «trío milagroso» se aguantaba en pie aún. Habíamos probado de echarnos y cerrar los ojos para saber si en esa posición transcurrían más fáciles las horas, pero no. Los nervios dominaban la situación; como agravante a eso, cada uno se había impuesto la obligación de disimularlo ante el otro. A las seis de la mañana, Jasper dijo:
—Cuando venga Honora, yo le hablaré.
A partir de esta frase, se produjo un silencio de tumba que duró dos horas.
A los tres nos había atacado un deseo irreprimible de trabajar. Jasper se había arrojado sobre un montón de fichas desordenadas y las ponía en riguroso orden alfabético. Alexander averiguaba las bacterias contenidas en el aire, tierra y agua, tostando cantidades exorbitantes de microbios a la lámpara de Bunsen. Yo me había enfrascado en un tomo científico y sacaba nutridos y urgentes apuntes. Los guardo aún. Llevan treinta años de reposo en mi cajón.
Se oyó abrirse la puerta de la calle. «¡La policía!», pensé. Era Honora, pero comprendí que a partir de entonces, cada vez que se oyera la puerta, mi primer pensamiento sería para la policía. No podían ser tan estúpidos que no olieran la presencia del criminal.
—Óigame, Honora —le dijo Jasper hablando metódicamente, como si recetara—, puede hacer la limpieza acostumbrada, pero a partir de hoy será mejor que se abstenga de intervenir en mi habitación. Me he visto en la necesidad de alojar en ella a un paciente y pudiera resultar contagioso.
El pavor se pintó en el rostro de la vieja. Con voz aterrada preguntó:
—¿Crup, doctor?
Jasper comprendió que si contestaba afirmativamente, Honora no se acercaría a la casa en lo que le restaba de vida. Y nos era útil. Si se iba perderíamos automáticamente ama de llaves, portera, criada, cocinera, planchadora, costurera y lavandera.
—Nada de crup, Honora. Se trata de una urticaria. Muy molesta, mucho; pero si usted no entra en mi cuarto para nada, no correrá ningún peligro.
A las nueve y media salimos Jasper y yo para efectuar las visitas matutinas. Nos repartimos el trabajo: él se encargó de todos los casos de difteria y yo me quedé con un tifus, una bronconeumonía, un caso de alcoholismo, varios resfriados y un sinfín de tonterías que para fomentar mi espíritu de sacrificio, se repartían entre las calles más intrincadas de la ciudad.
Jasper y yo dividimos nuestros caminos inmediatamente. Él se fue hacia abajo y yo hacia arriba.
—Es al otro lado del ladrillal, ¿verdad, Len? —me gritó desde lejos. Le contesté afirmativamente.
Se dirigía a casa del niñito aquel que vivía en las afueras y tenía una madre que todo lo lavaba bien. Por cierto, su hermanito ya se había contagiado. Debieron olvidarse de sacudirle los microbios con el plumero.
La ciudad estaba completamente despierta. Por la mañana, el ir y venir de la gente y el tráfico de los pequeños comercios animaban la barriada. Las mismas calles que por la noche eran escenario de toda suerte de turbulencias, aparecían ahora sonrientes. Pero yo no estaba en condiciones de apreciar nada de ello. Andaba sobrecargado de café, con un zumbido de oídos y una modorra alarmantes. Al cruzar el puente de Cragget me pareció que la hilera de casas de enfrente cambiaba de lugar y que el mismo puente se movía hacia la derecha, de tal suerte, que me cogí a la baranda para no perder el equilibrio. Conocedor del efecto que podía producirme la altura en estas circunstancias, tuve la atrevida ocurrencia de mirar abajo. El pálido sol brillaba en el agua y me llenó los ojos de visiones centelleantes. Me falló el suelo bajo los pies. Debía llamar la atención, puesto que se me acercó un transeúnte.
—¿Se siente enfermo, doctor Barker?
Me quedé frío. Era el inspector de policía en persona. Me erguí todo lo que pude y balbucí algo acerca del vértigo. Sus ojos me inspeccionaban con una insistencia paralizadora.
—Trabaja usted con exceso, doctor. ¿No se soluciona esa mala asistencia médica del Este? Usted y el doctor Jasper Sidney realizan un esfuerzo sobrehumano. Yo no entiendo cómo problemas tan importantes son mirados con esa cachaza. ¡Vamos! ¡Lindo estado de cosas! ¡Y encima la difteria! ¿No es cierto que hay más de treinta casos?
—No, no; trece. —El inspector se decepcionó.
—De todas formas, doctor Barker, veremos dónde acaba esto. Recuerdo el año 1869, cuando la gente se caía en redondo por las calles… No, no; me confundía: aquello fue el cólera. En fin, sin ir tan lejos, hace cinco años, la mortalidad infantil alcanzó un ochenta por ciento de los atacados. ¡Monstruoso! Ya entonces se descuidaba el socorro. ¡Si fuera asunto de mi incumbencia! Usted ya me conoce, doctor Barker. No puedo aceptar que la Sanidad…
Siguió hablando vertiginosamente mientras íbamos andando los dos hacia el solar de las latas de conserva. Resolvió varios problemas de Sanidad, nos impuso condecoraciones a Jasper y a mí, volvió a confundir el cólera con la difteria, consiguió que yo también me equivocara, y por fin nos despedimos en el cruce de la calle Worth.
No había hecho mención alguna del crimen de la noche anterior. ¡Dios, qué alivio! Pero… ¿por qué ni siquiera una leve alusión? ¿No era muy raro? ¡Rarísimo! De todas formas, ¿qué podía sospechar? Yo había procurado no dar muestra alguna de tener al asesino en casa. Entonces… ¿entonces, qué?
Por fortuna llegué pronto al número once. El tifus de John me absorbió por completo y olvidé al inspector.
***
Era cerca del mediodía cuando salí de la casa de la señorita Lorre. Se había empeñado en hacerme probar canutillos de crema de almendras, y aún los sentía corretear por mi tubo digestivo. Me aflojé el cinturón y anduve despacio; el aire me reanimó. La señorita Lorre contaba noventa y dos años. Vivía en una calle céntrica. Era la única cliente acomodada que teníamos, pero no nos duraría mucho; a lo más, dos meses. Poseía un genio de mil diablos. Ningún médico, incluidos nosotros, conseguía aliviarla. Todos eran tan estúpidos, incluidos nosotros, que sólo paraban su atención en los platos que comía, cuando su desgracia residía en las pulpas de los dedos de los pies. ¡Imbéciles!
Atravesé la calle con el entrecejo fruncido. Se me había acentuado la pesadez de cabeza. Me faltaban por lo menos tres visitas más, pero no tenía ninguna intención de hacerlas. Ya me había aguantado bastante. Incluso tenía la borrosa sensación de haber errado un diagnóstico; tanto mejor para Brown si en realidad su tumor no pasaba al terreno de la malignidad.
Me iría a dormir la siesta y a media tarde lo vería todo más claro.
Al volver la esquina vi en un quiosco, prendidos de una pinza seis ejemplares del periódico de la ciudad con la fotografía de Martino. Los canutillos de crema de almendras dieron un salto. Pasé de largo precipitadamente, pero una palabra en enormes letras de molde chocó contra mi cerebro: «Asesino».
En el cruce de la avenida, por poco me aplasta un Voiturette Ford que poseía Sir William Greene para pasmo de los peatones.
Llegué al arrabal de Spick, pasé ante la droguería de donde procedía Penique y, una manzana más abajo, oí la voz chillona de una mujer que me llamaba en francés:
—Monsieur le docteur!
Me volví irritado. Sabía de quién se trataba. Una madame divorciada, casada de nuevo, separada de su segundo marido y juntada otra vez con el primero. Rayaba en los cuarenta, aunque se empeñaba frenéticamente en parecer una niña. ¡Y hasta dónde llega la pertinacia femenina! En su empeño había conseguido contraer el sarampión. En aquella ocasión la conocí. La curé, es decir, se curó siguiendo el proceso de los millares y millares de seres que sufren la sencilla enfermedad infantil, pero ella se empeñó en creer que yo le había salvado la vida y así le fue posible quedar eternamente agradecida, con esa clase de agradecimiento que produce náuseas.
—¿Qué se le ofrece, madame?
Su cara empolvada me dio un susto.
Necesitaba mucho de mí. Le ocurría una cosa comprometidísima. Sólo yo podía ayudarla. Los doctores son como los confesores; además, ¡yo era tan buen cirujano! El asunto era delicado… Ben no sabía nada… y no debía saber nada. Se trataba… ¡Santo Dios! ¿De qué se trataba?… De una sortija de brillantes que no se podía quitar. Se la puso el domingo y ahora no había quien la arrancara de su dedo. Ben regresaría, se daría cuenta, no le hallaría explicación… él sólo le daba diez chelines a la semana… ¿Me hacía cargo? ¿La sacaría del brete?
—Lo siento, lo siento de veras, madame —dije, rojo como la grana—. En este momento no llevo el instrumental adecuado.
Di media vuelta y la dejé plantada.
Llegué a casa, solté el maletín, arrojé el abrigo, penetré en la cocina, olfateé, pillé un garbanzo, Honora gritó, me fui, entré en el laboratorio.
—¿Tienes dinero, Len? —me dijo Alexander por todo saludo.
—No.
—¿Cuándo te pagará la sangría nuestro querido colega?
—A finales de mes, tal vez. ¿Te encuentras en algún apuro?
—De la granja de King han traído otra remesa de conejos para Jasper y no tengo con qué pagarlos.
—Que los pague él.
—No, no, Len. Ya me dio el dinero, pero…
—Comprendo —dije recordando el entierro de Jennie.
En aquel instante se oyó la característica llamada de los que se olvidan la llave.
—¡Jasper! —dijo Alexander con un sobresalto.
En efecto, era Jasper. Cuando entró le miramos como si fuera el coco.
—¿Qué sucede?
Alexander, valientemente, le expuso el problema con una sinceridad patética. Fue escuchado con calma y comprensión.
Los tres nos sentamos meditando.
—Además, está la manutención de Martino —comentó alguno de nosotros.
Jasper se levantó, fue hacia la percha y se puso el abrigo.
—He olvidado ir a casa de Howells. Luego discutiremos eso.
Y se marchó.
Me puse en pie.
—Yo también salgo un momento, Alexander.
—¡Óyeme! —exclamó instantáneamente—. ¡No se te ocurra telegrafiar a tu casa otra vez!
Farfullé una negativa y me fui con paso rápido.
—Oh, merci, merci, monsieur le docteur! Es usted très gentil! ¡Usted trabaja si finamente! Je n’ai même pas senti el frotamiento de la lima! Quel esprit! Quel esprit! Je savais bien que vouz étiez un excellent chirurgien! ¡Cuánto discreto es usted! Mon mari no sabe nada. Oh, docteur, nunca j’ai douté de su amabilidad! Vous étes revenu bien vite!
Soporté todo esto, recogí la lima y cerré el maletín.
—Oh, monsieur le docteur! ¿Usted se marcha ya?
—Oui madame.
—¿Quiere usted tomar el té?
—Impossible, madame.
—Dígame le prix, los honorarios.
—Diez chelines, dix. Service spécial.
Era un abuso. No sé cómo le sentó la noticia. Creo que mal. La cara se le puso verde. Pero consiguió reaccionar.
—Oh, oui, oui, monsieur le docteur!
Desapareció por un agujero adornado con cortinajes floreados, y reapareció con los diez chelines.
Yo, habiéndome puesto por anticipado de acuerdo con mis escrúpulos, me incliné, besé su mano, le dediqué una sonrisa, tomé el dinero y desaparecí.
Llegué cargado de paquetes y no me fue posible sacar la llave para abrir la puerta. Llevaba, además del maletín, una botella de leche, otra de «Noyau», jamón, cuatro panecillos y media docena de huevos metidos dentro de un cucurucho que al salir de la fiambrería ya se había desgarrado. Con el meñique alcancé la cadena de la campanilla; di un tirón: cayó un huevo. Pudo haber sido un panecillo, pero fue un huevo. Me abrió Alexander.
—¿Qué es esto, Len?
—¡Ayúdame, por Dios! ¡El cucurucho, cógelo! ¡Cuidado, no pises este huevo!
Estaba chafado en todo lo que se dice cáscara, pero el contenido no se había vertido.
—¿Qué es esta botella?
—«Noyau» elaborado en Francia. La última vez que fui a casa, mi padre me lo hizo probar. Está muy bien.
Con el firme propósito de mantener secreta la humillante procedencia del dinero que me había permitido tanta holgura, expliqué a Alexander con laconismo:
—Cobré de Tom Numps.
Mi amigo reflejó tan viva sorpresa que temí haber escogido una mentira excesiva.
—Sólo diez chelines a cuenta —agregué a toda prisa.
Me encaminé hacia la despensa y Alexander me siguió. Abrí la puerta empujándola con el pie y al ver el armario me quedé de una pieza. Dentro había una caja de pasas, otra de queso, una botella de crema de limón, mazapanes, vino generoso, una lata de harina, un filete de ternera y más huevos. Miré a Alexander interrogante.
—Jasper también ha cobrado de Tom Numps —explicó sin pestañear.
Entramos en el comedor. Honora, con la cara muy seria, volvió a sacar la sopera y me sirvió.
—Por fortuna sólo son tres —dijo entre dientes.
Alexander y Jasper estaban ya en el queso de Roquefort falsificado con patata cocida. Comí aprisa para darles alcance.
Penique pasaba de las rodillas de Jasper a las de Alexander y de éstas a las mías. Tenía marcado interés en ver de cerca lo que comíamos, pero nunca trataba de usurparnos nada. Le dábamos recortes de lo que fuera, y no sé si por glotonería o por cortesía se los comía, le gustaran o no. Cuando ya nos había molestado lo bastante, avisábamos a Honora. Ésta, desde la cocina, metía ruido con las tijeras con que solía cortar la carne, y acto continuo Penique desaparecía en aquella dirección.
Aquel mediodía, Jasper se hartó del gato en seguida.
—¡Te pones pesado de veras! —le dijo—. ¡Sal de una vez!
Penique era sensible. Se fue a la cocina antes de oír las tijeras y nadie volvió a saber de él en el resto de la comida.
Alexander desmenuzaba miga de pan para las ratas; sus manos se movían pesadamente y a duras penas mantenía abiertos los ojos. Bostezaba una y otra vez, contagiándome a mí. Los dos poníamos cara de estúpidos. En contraste estaba Jasper, convertido en un manojo de nervios. Su cabello rojizo se le arremolinaba sobre la frente y se lo echaba atrás a golpes. Tenía ante sí el periódico y leía las gacetillas vertiginosamente mientras despedazaba el queso a mordiscos. De pronto se interrumpió para contemplar la fotografía de Martino. Frunció el ceño y lanzó un silbido.
—¿Lo has leído, Len? —exclamó.
Negué con la cabeza, pero no debió darse cuenta porque gritó:
—¡Pregunto si lo has leído!
Alexander se despabiló al instante.
—¿A quién le gritas, Jasper? —preguntó dócilmente.
Jasper no contestó. Dejó el periódico con brusquedad, se levantó y fue hacia la cocina. Le oímos hablar a Honora categóricamente:
—De ninguna manera. Usted no es una enfermera. Yo lo haré. Cuando yo no esté, lo hará Alexander o Len, pero nunca usted.
Y reapareció llevando una bandeja atestada de platos tapados. Cruzó el comedor, salió por el gabinete y subió la escalera.
Alexander me dirigió una mirada de resignación. Luego, cogió el periódico, lo dobló por el lado de la fotografía de Martino y empezó a leer. Me revolví inquieto. Con el tenedor tracé sobre el mantel infinidad de dibujos sin sentido. Clavé los ojos en el delgado rostro de Alexander con una especie de obcecación.
—Len —me dijo—, escucha esto…
—¡No! —interrumpí poniéndome en pie—. ¡No quiero saber nada!
Se produjo un silencio intenso. Volví a sentarme con pesadez y me pasé la mano por la frente.
—Hay cosas, Alexander, que quiero ignorarlas toda la vida: aquellas que, sabiéndolas, no puede evitarse que hayan sucedido.
Alexander esbozó una sonrisa de admiración. Alargó el brazo y poniéndome la mano sobre el hombro, exclamó:
—Apenas doy fe a lo que oigo, Len. Nunca creí que existiera alguien preservado de curiosidad morbosa.
Entró Honora en el comedor y empezó a quitar la mesa. Me levanté y miré el reloj: las dos.
—Quiero echar una siesta, Honora. Llámeme…, mejor dicho, no me llame. No abriré el consultorio hasta que me vea capaz de trabajar con acierto. Que esperen los que quieran, y los que no, que se larguen.
Me fui hacia la escalera. Alexander me alcanzó en el rellano.
—Yo también voy a echarme —dijo. Me cogió por el brazo, me detuvo y añadió en voz baja—: Asómate, Len.
Lo hice y vi a Honora cargada con un montón de platos, con la cabeza inclinada hacia el periódico, tratando de enterarse de lo que decía.
—Incluso ésta, que no lee nunca ningún diario, goza estremeciéndose con los detalles de la acción que valió treinta años de condena a un adolescente.
Alexander llevaba razón: yo era un caso único. Ni siquiera tú que estás leyendo mi narración te sientes libre de esa malsana curiosidad.
Jasper salía del cuarto de Martino.
—Oye, Len —me dijo—, hallarás tu mesilla de noche, tu percha y tu lavabo en el dormitorio de Alexander. Así queda espacio para la otra cama.
—¿Has comprado otra cama? ¿Y pagar los conejos, cuándo, Jasper? A mí me quedan siete…
—No, no, me refiero a la de Alexander; la hemos pasado a tu habitación. Él estará contigo y así quedaréis aislados. ¡No, Len! ¡No objetes nada! Ha de ser así. La alcoba de Alexander comunica con la de Martino. Me trasladaré allí, me pondré un colchón en el suelo y podré estar al cuidado de lo que pase.
—Haz lo que quieras. Pero coge mi cama. Yo duermo mejor en lugar duro. Ya sabes: mi lordosis.
—¡Oh, Len, qué pena! ¡Tan joven!
—No te burles; tú mismo hiciste el diagnóstico.
—No, no; me refiero a Alexander. Se ha notado una joroba, ¿verdad, Alexander?, y quiere corregirse lo mismo que tú. Tendréis que arrinconar las camas al desván.
Nos dio un golpetazo en la espalda para enderezarnos y nos empujó hacia la habitación que habíamos de compartir. Alexander cerró la puerta y exclamó:
—¡Luna nueva! ¡A ver cuánto dura!
Me eché sobre la cama y me quedé plano como un muerto. Noté que mi camarada de cuarto entornaba los postigos para atenuar la luz, y oí vagamente la puerta de la calle al irse Jasper. «¡Es un fenómeno!», pensé. «¡Ha pasado la noche en vela como nosotros, y allá va tan fresco!» Acto seguido bailoteó por mi mente su imagen ensanchándose y alargándose como un gigante; diminutos y fatigados, Alexander y yo permanecíamos acurrucados a sus pies. Jasper se reía a mandíbula batiente; de pronto se agachó y me sacudió gritando despiadadamente: «¡Despierta ya, despierta!». Me volví sollozando: «¡Dejadme dormir, por caridad!».
—¡No puede ser, Len, de veras! ¡Tienes que despejarte!
Abrí los ojos de golpe. La luz entraba a raudales.
Alexander me propinaba copiosos cachetes.
—¡Vamos, Len, es urgente!
—¿Qué ocurre? ¿Qué hora es?
—Lo siento, apenas llevas cinco minutos durmiendo, pero es apremiante. Jasper te ha mandado llamar. Tienes que ir con él inmediatamente. El niño de Howells está ahogándose. Hay que operarle en seguida.
Me quedé atontado, incapaz de reaccionar.
—Yo te ayudaré, Len; vamos, incorpórate, ven…
Me arrastró hasta el lavabo, me empujó la cabeza hacia la jofaina y empezó a remojarme. Me golpeteó, me sopló, me agitó.
—Anúdate el corbatín… deja, yo lo haré.
Unió la acción a la palabra mientras yo luchaba con los botones del chaleco. Nunca tuve las manos tan torpes.
Bajé la escalera parpadeando, deslumbrado por el resol del tragaluz. Honora me aguardaba en el último peldaño con un monstruoso bol de café. Mientras lo tomaba me abrochaba el abrigo, me colocaron el sombrero en la cabeza y me pusieron el maletín en la mano. Honora corrió a abrir. Alexander me dio un empujón.
—¡Hasta luego, Len! ¡Que todo vaya bien!
Tropecé en el umbral y me fui.
¡Cuántas veces había experimentado el raro fenómeno! ¡Don de Dios! ¡Las mismas manos que con tanta dificultad habían abrochado el chaleco, asieron el bisturí ágiles, sin un titubeo ni un temblor!
En una traqueotomía de urgencia cuenta a favor del paciente la sangre fría, la rapidez y la precisión del cirujano. El cielo no me negó estas virtudes ni en aquella ocasión. Alexander estaría intercediendo por el niño y por mí, desde la cabecera de su lecho, donde tenía a San Roque. Yo nunca le había sorprendido rezando, pero sabía que en las situaciones difíciles lo hacía. Solía irse a su dormitorio, se oía correr el pestillo y después de unos minutos reaparecía distinto, más firme, más confiado. Jasper y yo, llamados protestantes, pero en realidad, simples y escuetos creyentes, sin devoción determinada y acomodaticios como miles y miles de infelices mortales, siempre agradecíamos que Alexander se acordara de nosotros ante su pequeño santo de yeso.
Jasper fue mi único ayudante en la operación. Miraba mi trabajo atentamente, con una semisonrisa en los labios que acentuaba el hoyo de su barbilla. Siempre que me veía operar, mantenía esa expresión. No sé si se daba cuenta. Yo sí. La notaba constantemente. Me estimulaba.
Fijé el tubo de plata en el cuello del niño, cuyo pecho, se hinchó al recibir aire en abundancia. El ruido característico de las inspiraciones atestiguó la perfecta ejecución de mi maniobra. Jasper fue colocando delante del pabellón de la cánula compresas de gasa empapadas en agua caliente, para templar el aire que absorbía el enfermito, y éste no tardó en dormirse. Mientras me lavaba las manos en un lebrillo cascado, se me acercó Howells, mugriento como el padre de Jennie.
—Doctor Barrer —susurró—, le debo la vida de mi hijo.
Y se fue rápidamente, porque no podía contener los sollozos.
***
Abrí la puerta. Honora trasteaba en el corredor con una pala y una escoba. Penique la observaba abrumado. Algún acto bochornoso le pesaba en la conciencia.
La vieja, en cuanto me oyó, se irguió y me miró a los ojos.
—Fue bien —dije.
Meneó la cabeza y reemprendió su trabajo.
—¿Hay alguien aguardando en el gabinete? —le pregunté.
—Casi no queda nadie ya, doctor.
«Poca paciencia», me dije. Era temprano, a pesar de que aún había acompañado a Jasper al número siete de la calle Oak para raspar otras dos gargantas.
Me dirigí al consultorio, dando rodeos por todas partes para evitar el paso por el gabinete. No podía resistir la visión de aquella gente amodorrada y silenciosa, con sus males que casi les complacían.
Me puse la blusa blanca en el ropero del laboratorio y a través de la puerta, oí la voz de Alexander:
—Un baño jabonoso tibio, con fricción mediante cepillo, dos veces por día. Cesará el picor.
Me quedé de una pieza. Abrí la puerta y me asomé para dar crédito a lo que escuchaban mis oídos.
Ni más, ni menos: Alexander recetaba; estaba actuando en mi lugar.
En cuanto me vio, olvidó a su paciente y exclamó:
—¿Cómo ha ido, Len?
—Bien —le dije—, muy bien. Y a ti, ¿cómo te va?
Se sonrojó vivamente.
—Bien, doctor —replicó.
Despidió, al cliente casi con brusquedad y cerró la puerta antes de que entrara el siguiente.
—Les he dicho que era tu practicante, Len. Puedes irte a dormir tranquilo. He recetado pomadas a base de azufre y carbonato de potasio; he recomendado el peine fino y el uso diario de jabón de brea; he vendado dos tobillos y una rodilla. No me parece complicado. Ahora queda un joven que huele a ratones. Sé que tiene tiña. Le rasuraré el pelo y le embadurnaré el cuero cabelludo con tintura de yodo. ¿Qué te parece, Len?
Efectué una inspiración lenta y profunda que terminó en bostezo.
—Mereces un abrazo, Alexander.
***
Poco más o menos sobre las ocho de la noche llegó un aviso. Se trataba de un pequeño de siete años al que le dolía fuertemente la garganta y no podía respirar, como si se hubiera tragado un tapón. Esto fue lo que me dijo su hermana. La escuálida jovencita me guió hacia una calle angosta, que ya era sombría antes de anochecer. Vivía en el piso primero de una casa ruinosa. Los peldaños de la escalera estaban gastados y la pequeña pieza adyacente aparecía atestada de paraguas estropeados, mangos sueltos y varillas. Los había a montones por todas partes, incluso colgados por las paredes. La estancia llena de humo me consternó.
—Es la estufa —explicó la muchacha—, el carbón estaba mojado.
—¡Abre la puerta en seguida! ¡Tu hermano ha de respirar aire puro!
—En su cuarto no hay humo, doctor —dijo asustada, sacudiendo la mano en un absurdo intento de aclarar la atmósfera.
Me guió hasta allí. Un bacín a primera vista, ropa sucia sobre las sillas y en el suelo una mecedora con el asiento roto, y un catre. Me acerqué a él. Hurgué entre el lío de mantas y apareció la cara congestionada del chico enfermo. Eché abajo toda la ropa que contribuía a asfixiarle, y se escurrieron infinidad de chinches. Busqué su pulso, miré la profunda depresión de la base del cuello y escuché unos instantes el angustioso silbido laríngeo. Se hallaba en el período de obstrucción mecánica, el último paso hacia la muerte.
Me encaré con la muchacha.
—¿Quién vive con vosotros? ¿Tienes padres?
—Nadie. Hob también se ha ido.
—¿Quién es Hob?
—El que arreglaba los paraguas. Se fue hace dos meses porque mi madre no regresaba.
La miré atentamente. Pecosa, desgreñada, lisa, escurrida,, con los dientes separados unos de otros y los labios llenos de pupas. Tendría quince años, pero aparentaba doce. Así eran una parte de las chicas de la barriada de Spick. La otra parte, las que contaban quince años y aparentaban veinte, no se veían abandonadas; ningún Hob las dejaba solas para seguir a sus madres.
—Salgamos ahí fuera —le dije. Una vez en la estancia del humo, murmuré—: ¿Cómo no me avisaste antes?
Me miró asustada y temblorosa.
—Yo sólo reuní cinco chelines, doctor. Daisy me dijo que los médicos eran caros y que ella haría venir a un herbolario. Pero no se acordó. Esta tarde, Peter ya no podía respirar y me dijo que se moría. Entonces corrí a su casa.
—En efecto —puse una mano sobre su hombro y añadí en voz baja—: Tu hermanito está grave. Pudiera ser que… Tú eres valiente, ¿verdad?… Pudiera ser que muriera dentro de muy poco. Tiene… óyeme, no llores; óyeme… Tiene difteria. ¿Sabes lo qué es?: crup. Tiene crup. ¿Cómo te llamas?
—Ada.
—Mira, Ada, en mi casa tengo un remedio que no lo ha probado nunca nadie. Es un remedio nuevo, ¿comprendes? Si tú quieres, se lo daremos a tu hermano y tal vez podamos curarle.
Sus ojos, faltos de pestañas, se agrandaron.
—Sólo tengo cinco chelines, doctor.
—No se trata de eso. Yo te haré pagar menos que un herbolario; pero entiéndelo bien: no puedo asegurarte el buen resultado del remedio.
Se quedó aturdida, sollozando, sin saber en absoluto qué era lo que tenía que contestar.
—Escucha, Ada, podemos probarlo…
—Sí, sí —susurró.
Sentí un nudo en la garganta. Busqué mi libreta de notas precipitadamente, arranqué una hoja, me acerqué a la ventana y aprovechando la débil luz del crepúsculo escribí: «Jasper, trae tu suero inmediatamente. Alexander, si Jasper no está en casa, tráelo tú. Aprisa. Len».
—Escucha, Ada, corre a mi casa, entrega esta nota a quien te abra y aguarda, que deberás acompañarle hasta aquí.
La muchacha obedeció al instante y desapareció por la escalera.
Junto a un rollo de alambre había un velón y fósforos. Lo encendí y entré en la alcoba de Peter.
El chico estaba muerto.
***
Alcancé a Ada casi a la mitad del camino. La así por el brazo y la hice detenerse. Se quedó mirándome aterrada. No era inteligente, pero no fue necesaria una sola palabra para que comprendiera. Dio un grito desgarrador y rompió a llorar. De pronto, un transeúnte me echó contra la pared de un empujón.
—¡Suéltala, indecente!
Fue tan inesperado que me quedé sin habla. La sangre se me acumuló en la cara. El hombre se acercó a la desconsolada criatura y le dijo:
—¡Vete en seguida a tu casa y no vuelvas por aquí al anochecer, imbécil!
En aquel instante le reconocí.
—¿Es usted miope? —grité—. ¡Soy el doctor Barker! ¡Le extirpé una fístula hace un par de meses! ¿No hay bastante con ser médico de este puerco barrio, para que encima me confunda con uno de sus asquerosos habitantes?
Mi ex paciente se sorprendió y enrojeció.
—Perdone, doctor… se ha ofendido usted con mucha razón, pero… pero de todas maneras, debería admirarle que en este barrio que dice, pues… quedaran miopes con mis intenciones.
Tuve que aceptar lo razonable de la excusa. Me fui con Ada hacia su casa otra vez.
—¿Quién es Daisy? —le pregunté por el camino.
—La mujer del segundo piso.
—Será amiga tuya, ¿verdad?
Reflexionó un instante. Luego afirmó con la cabeza.
Llegamos de nuevo a la ruinosa escalera, pero impedí que Ada entrara en su departamento. Pasé de largo cogiéndola de la mano; me detuve ante la primera puerta del segundo piso y le pregunté si era allí donde habitaba Daisy, a lo que asintió. Llamé con los nudillos. Se oyeron los ridículos ladridos de un pekinés. Abrió una mujer enorme envuelta en una echarpe de muselina con mariposas bordadas cuyas alas azules se habían vuelto cenicientas. Era Daisy. Acogió a Ada con una especie de sonrisa. Le hablé seriamente. De momento no nos entendimos a causa de los horrendos gritos del perro. Después, ella lanzó un chillido todavía más penetrante, por virtud del cual se produjo el silencio. Le pedí los nombres del niño fallecido y si sabía la dirección de su madre. Ella misma se encargaría de escribirle. En cuanto al entierro, por cariño a la familia, si es que alguien se comprometía a anticiparle el dinero, también lo concertaría. Muchas gracias, pero ya lo concertaría yo. Le dije que hiciera bañar a Ada en una solución que le prepararía el farmacéutico James Coote; le di la receta y las instrucciones; luego ordené severamente que se abstuvieran de entrar en la habitación del difunto, y me marché. Me dirigí a toda prisa al Establecimiento de Desinfección. Ya estaba cerrado, pero me atendió el conserje. Después fui a ver a Alfie, empresario de pompas fúnebres. El cadáver debía ser enterrado antes de las veinticuatro horas; el féretro tenía que ser rellenado de serrín impregnado en una solución de sublimado.
—Ya sé —me dijo impasible—, pero no es ése el verdadero camino, querido doctor. En el arrabal de Spick no basta ni el sublimado, ni el cresol, ni el ácido fénico. Sólo sería eficaz rociarlo todo con petróleo y ponerle una mecha encendida.
Meditando sobre tan acertada teoría, me dispuse a regresar a casa. Andando, al menos emplearía treinta minutos; me hallaba en el centro de la ciudad. El frío era duro, pero casi me complació. A veces, un tiempo inclemente y un anochecer agrisado sin rastro de azul en el cielo y con espesas nubes en el horizonte, se amoldaba bien a mi estado de ánimo. Volví la esquina y apareció ante mí el paseo, alumbrado por dos rectas hileras de reverberos. Sentado en un banco vi a Ptolemy Dean. Había dejado a un lado el acordeón y estaba atareado comiendo chufas. Su cabeza se bamboleaba y sus ojos de alcohólico miraban de un lado para otro. Le oí hablar, pero no le entendí. Lo hacía en danés. Pasé por su lado y murmuré:
—Vete a casa, Ptolemy. Te pillará otra pulmonía y esta vez no responderé por ti.
Alzó la cabeza y se quitó la mugrienta gorra para saludarme.
—Obedéceme, Ptolemy.
Lentamente, se puso en pie. Arrastrando los pies empezó a andar hacia atrás como si tuviera ante sí a Su Majestad. De esta manera fue alejándose con su acordeón y su puñado de chufas. Hubiera sido inútil decirle que variara de actitud.
Nadie sabía nada de él. En realidad, nadie se preocupaba. Tocaba canciones escandinavas por las calles y bebía en todas las tabernas. Hablaba con melancolía de los pastos de Dinamarca y decía que estaba reuniendo dinero para ir allá. Era joven, podía hacerlo. En ese viaje cifraba él sus esperanzas y en esas esperanzas cifraba yo su resurrección.
Cuando llegué a casa, Jasper me notificó que toda la calle de St. Gudule estaba contaminada.
Avivé el fuego de la chimenea. Cuando se tenía leña y, además, la precaución de mantener unas ascuas durante el día, se conseguía hacer confortable el comedor. La cena fue frugal. Sabrosísima la ternera que habíamos comprado para Martino. En el transcurso del ágape no se habló mucho. Oí que Alexander, mi nuevo practicante, se quejaba de no poder hallar una receta que le habían reclamado de parte del suizo.
Jasper fue el primero en levantarse de la mesa. Se metió en la cocina y al instante notamos un derrumbamiento de cacharros. Reapareció con la bandeja, cruzó el comedor y se fue escaleras arriba.
Alexander comprobó su reloj, recogió la corteza del queso y se dirigió al cuarto de los animales.
Me levanté para irme a dormir. Solíamos dejar siempre la mesa a la buena de Dios, con los platos sucios, hasta la mañana siguiente, en que Honora nos sacaba del paso.
En el rellano de la escalera, debajo del macetero que sostenía flores de papel, había una manzana. Se habría caído de la bandeja. La recogí y, ante la puerta del cuarto de Martino, me detuve con la intención de entrar a devolverla; pero ni siquiera llegué a asir el tirador; me quedé paralizado, escuchando un forcejeo y un jadeo desesperado.
—¡Basta! —se oyó de repente—. ¡Basta ya!
Era la voz de Jasper. Parecía trastornado, casi asustado.
Resonaron con toda claridad dos golpes dados contra un rostro. Luego, silencio. Silencio intenso. La puerta estaba entornada y en el interior temblaba la luz del quinqué. No se oía ni mi respiración. Abajo se cerró una puerta de golpe y acusé una sacudida. Los pasos de Alexander resonaron en la escalera, me vio como una estaca, pasó sin decir nada y entró en nuestro dormitorio. Trascurrieron unos minutos. Percibí el ruido de un tenedor sobre un plato. En seguida se abrió la puerta y el corpachón de Jasper me impidió ver nada más. Estaba sumamente pálido.
—¿Qué ha sucedido? —murmuré con la boca seca.
—Nada.
Le clavé los dedos en el brazo.
—¿Por qué le has pegado, Jasper?
Sus ojos azul-gris se desmesuraron.
—¡No le he pegado, Len!… Le he despertado. Estaba soñando en voz alta.
Se fue abajo aprisa, como si huyera de su sombra.
Vi cómo el gas se apagaba en el comedor; quedó a oscuras, y así fueron invistiéndose con el hábito de la noche todas las habitaciones de la casa.
Las tinieblas me dieron miedo, como si fuera un chiquillo de cinco años. Me escurrí hacia mi cuarto.
Una vez allí, me hallé con la manzana en la mano. La dejé en el antepecho de la ventana y empecé a desnudarme.
Me desperté pensando en la calle de St. Gudule.
Salimos Jasper y yo una hora más temprano que de ordinario, para dirigirnos allá. Atravesamos el puentecillo de Cragget, cuyos pilares se bañaban en las aguas de los turbiones y avenidas y que, en época no muy lejana, había proporcionado al arrabal un tifus que agotó los recursos de la ciencia y se llevó entre sus garras al doctor Parson, primer afortunado que habitó nuestro domicilio actual.
En el almacén de harina descargaban grandes sacas. El personal, envuelto en una nube de polvo blanco, renegaba del frío y se soplaba las manos. Uno de ellos exclamó:
—¡Si anda rondando los ramblazos, estará apañado!
—¡Bah! —replicó un segundo—. ¡La sangre de los crápulas no se congela, y por añadidura Martino habrá hallado resguardo!
Jasper y yo apretamos el paso instintivamente.
Antes de que las voces se perdieran, oímos sugerir un posible albergue del asesino que inmediatamente fue desechado por ingenuo. La ingenuidad, naturalmente, no residía en la calidad del lugar, sino en la frecuencia con que la policía lo sacudía de cabo a rabo.
La calle St. Gudule se hallaba muy apartada. Era lo más denigrante que he visto. Hedía a…, perdona, lector, iba a ofender tu pulcritud. Estaba el suelo sucio hasta marear. Jasper y yo cruzamos una mirada de consternación. Me dio un papel con los números de las casas donde había enfermos. Los tachados en rojo los atendería él. Nos despedimos brevemente y se metió en una casucha sin la prudencia de agacharse; su estatura le costó un trastazo en la frente.
Miré la casa que me tocaba a mí: las ventanas sin postigos habían sido tabicadas con hojalata a perpetuidad. La parte inferior de la puerta estaba carcomida, y de un ligero puntapié saltaría hecha polvo.
Pasamos la mañana extirpando falsas membranas, dando unturas, recomendando desinfección. ¡Desinfección, Dios mío! Había alcobas más fétidas que la misma calle. En un jergón de paja, entre harapos, asediado por las pulgas y los piojos, encontré a un viejo paralítico cuya piel se le hundía en las fosas de la cara recortándole la calavera como a una momia. A su lado, pegado a su cuerpo consumido y mugriento, yacía el niño diftérico, extinguiéndose por momentos. La muerte se equivocaba.
Soporté visiones más horribles. No quiero detallarlas. Por poco que te parezcas a mí, lector, esta vez coincidirás en que se está mejor ignorando. En aquel lugar contemplé espectáculos que sólo los he encontrado en los suburbios de una ciudad metropolitana. El bacilo diftérico llevaba allí más de dos semanas. La duración de la enfermedad es de cinco a seis días, y se había enterrado ya a tres niños sin que nadie se hubiera preocupado de avisar a un médico. Algunos de los familiares de las víctimas, al darse cuenta de que era crup, habían huido. Fue un empleado de la funeraria quien puso a Jasper sobre aviso. Nos recibieron hostilmente en todas las casas y un anciano me llamó «encantador de ratas». Prendidos en las pestilentes mantas de los lechos hallé signos supersticiosos de toda especie. Cuando intentaba quitarlos, los lúgubres espectadores se persignaban.
Sólo me atreví a proponer el nuevo suero a un hombre loco de dolor que perdía irremisiblemente a su hija. Me miró con ojos extraviados y cuchicheó entre dientes:
—¡Haga lo que quiera, pero si la mata, yo le mataré a usted!
Así le dejé.
Jasper vino a buscarme para operar. Lo hice sobre un canapé Luis XV, de cuyo respaldo y asiento había saltado el relleno casi por completo. La muchacha enferma luchó desesperadamente para que no la tocáramos; los roncos y discordes gritos que salían de su garganta atrajeron a multitud de vecinos. Un hombre vestido con una levita hecha jirones apareció por una puerta de la misma casa y se prestó a ayudarnos, usando unos modales tan extremadamente refinados, que evidenciaban a un maniático. Movía las manos continua y elegantemente, como si tocara el violín. La madre de la chica le gritó que se volviera por donde vino y le arrojó un pedazo de tubo de la estufa que chocó contra la pared llenándolo todo de hollín. El maniático no le hizo el menor caso. Faltaban brazos e hicimos que se quedara. La madre se encerró en la cocina llorando y chillando, no sé si por el peligro en que estaba su hija o por la intromisión del individuo. Empecé la traqueotomía. Tal vez ocurrieron aún más cosas a mi alrededor; no me di cuenta. Sólo noté en los labios de Jasper la sonrisa de aprobación hacia mi trabajo.
La enferma se salvó. Cuando la cánula la sació de aire, quedóse dormida en aquel destartalado mueble que antaño quizá sostuvo el cuerpo perfumado de una gran dama.
Jasper terminó su recorrido y se fue apresuradamente a la casa de las afueras, al otro lado del ladrillal, donde el día anterior había dejado a los dos hermanitos en un estado muy comprometido, y, además, a la madre —la que lo lavaba todo— con síntomas de contagio.
Yo estaba terminando también.
Tuve que efectuar una intubación laríngea teniendo por ayudantes a una pálida mujer y a un lánguido muchacho hermano del enfermito. Ambos habíanse empeñado tenazmente en asistir por sí mismos al pequeño. Nunca, he sufrido tanto. Sostuvieron al niño temblando durante toda la intervención, y aflojando la presión en el momento más crítico. El cuerpecito se agitó, la penetración del tubo fue incorrecta, determinóse un violento acceso de tos y el niño quedó casi estrangulado. La mujer se mareó y el joven, próximo a desmayarse, soltó del todo al pequeño. Le grité, le di un puntapié. Conseguí que reaccionara y le sujetara de nuevo. Mis manos manejaban la pinza y el intubador con una celeridad voraz. La vida del niño se escapaba y yo la perseguía desesperadamente. La mujer empezó a gritar con histerismo. La Muerte se notaba en la alcoba casi tangible. El enfermito, oscuro, cianótico, ya no respiraba. De repente, ejecutó un leve movimiento. El tubo se deslizó hacia la glotis. Una convulsión le agitó y abriendo los ojos y agarrándose a las sábanas, absorbió la Vida afanosamente.
Estuve quince minutos inmóvil, con la mujer abrazada al cuello, mojándome de lágrimas la pechera de la camisa y estrujándome el chaleco.
Cuando salí de la calle de St. Gudule con aquellos recuerdos imborrables, encontré a Honora. La vieja, tiesa, pulcra, arremangándose el polisón cien veces cepillado, andaba escandalizada de la porquería que casi se veía obligada a pisar. Venía a mi encuentro. La señora Spencer se había caído de la escalera y se temían consecuencias funestas, dado que esperaba un hijo de un momento a otro.
Vivía al otro extremo del barrio y, cuando llegué a su domicilio, el refuerzo de cuero de mi borceguí me había hecho una vejiga en el talón.
Hallé a la mujer en gravísimo estado. En la imposibilidad de trasladarla, decidí operarla en aquella alcoba falta de luz y de ventilación. Me ayudaron la comadrona y una mujer que no sé quién era ni de dónde salió, pero que daba la impresión de salirse adelante por sí sola frente a diez partos simultáneos.
Llevaba unos cuarenta minutos operando, cuando se presentó una anciana diciéndome que un muchacho preguntaba por mí. Ahora no podía atender a nadie. Insistía. ¿Quién era? Había ido a mi casa y le habían dado aquella dirección. Pero ¿qué era lo que quería? Que me fuera con él en seguida. Imposible. Era urgente, llevaba una nota del doctor Jasper Sidney. ¿Qué decía la nota? El muchacho no sabía leer; la anciana tampoco. Le habían dicho que era algo de vida o muerte.
—¡Traigan la nota aquí, por Dios! ¡Pónganmela ante los ojos!
«Hay que operar inmediatamente, Len; el menor está muriéndose. Ven sin pérdida de tiempo. - Jasper.»
¿Quién sabía escribir? La comadrona, pero estaba en mi misma situación. La mujer que lo sabía hacer todo me hizo este servicio.
«No puedo dejar a la señora Spencer. Si te es posible aguardar una hora como mínimo, hazlo; si no, opera tú. - Len.»
Sesenta minutos más tarde salí de la casa. Agotados todos los recursos y empleada toda mi habilidad, sólo pude decir que la mujer viviría. El nuevo ser, sin haber luchado y sin haber sufrido, se había perdido irremisiblemente en aquel mundo del cual aún no había salido. Para ello, la adversidad no había tenido que valerse más que de una simple escalera. Me estremeció tanta sencillez.
Cojeando a causa de aquel calzado del diablo, me dirigí a toda prisa al hogar de la familia contagiada. Nunca me pareció tan lejos. Ya no quedaban casas, sino un campo desierto lleno de zarzales recién quemados que sólo mostraban negrura y cáscaras vacías de caracoles. Cerca del vertedero de basuras, que desnivelaba el terreno con un súbito descenso de media milla, merodeaban algunos policías. Aquellos parajes minados de barracas putrefactas eran vigilados con harta frecuencia.
Cuando por fin llamé a la rústica puerta me abrió el mismo Jasper. Estaba en mangas de camisa y una arruga fruncía su ceño.
—¿Qué, Jasper?
—Hace media hora que he concluido.
Le miré con fijeza, temeroso de hacer más preguntas. Parecía extraordinariamente fatigado.
—¿No ha ido bien? —dije al fin.
—Sí. Entra.
Cerró la puerta y se quedó parado sin hacer ni decir nada.
—¿Qué te pasa?
No me contestó. Bruscamente echó a andar y le seguí por el estrecho pasillo. En seguida noté el intenso olor del cloroformo. Me detuve en seco.
—¿Le has anestesiado? ¿Por qué lo has hecho, Jasper? ¿Por qué?
Se volvió, rápido.
—¡Porque sí! ¡Yo no puedo introducir el dilatador con rapidez en el corte de una tráquea si el enfermo se agita y tose y escupe! ¡Tú no sabes lo que es ver pasar los segundos durante la incisión!
Le agarré por la muñeca y le presioné hasta que los labios se le curvaron.
—Escúchame, Jasper, escúchame bien: ¡nunca anestesia clorofórmica por ligera que sea! ¿Entiendes? ¡Nunca! ¡Deja eso para Pressburger y para los que lo consientan!
Bajó los ojos. Un poderoso esfuerzo le hizo temblar de pies a cabeza.
—¡Debiste haberme visto! —murmuró casi en un sollozo.
Sentí que dentro del pecho algo se me encogía. Le empujé suavemente para que siguiera avanzando por el corredor.
En la estancia contigua, el niño operado permanecía inmóvil, con la horrenda «corbata de Trousseau» colocada. El trabajo de Jasper estaba bien hecho, pero a la vista de aquel severísimo tratamiento no pude por menos que pensar en el suero.
—No lo menciones siquiera —susurró Jasper—. He hablado de él largamente con el padre y todo lo que ha comprendido es que yo intentaba rellenar el vientre de sus hijos con sangre de conejo. Además, sabe que esto está prohibido por la Ley.
El otro niño seguía un curso casi satisfactorio. Su infección era poco profunda y por el momento no corría gran peligro. El padre iba de una estancia a otra, abatido, desorientado. En su rostro se leían todas las noches que había pasado en vigilia. En la alcoba de arriba yacía la esposa en constante desvarío, gritando y preguntando por la suerte de los pequeños. Le extirpé las membranas venenosas y la dejé más sosegada. Recogí mi instrumental y me fui. Jasper quiso quedarse hasta más tarde para poder cuidar al recién operado. No decía nada, pero temía la aparición de la apnea por defecto de la colocación de la cánula. Yo sabía que esto no ocurriría; no obstante, preferí que se convenciera por sí mismo.
Crucé el ladrillal con un pie de puntillas, y penetré en el ámbito del arrabal de Spick. Frente a mí se elevaba el terreno abruptamente. Estaba ya en el vertedero de basuras. Allá, arriba, lejos, asomaba la azotea de nuestra casa. Al pie del camino que circundaba los montones de escorias había doce o catorce barracas de hojalata, como si formaran parte del desecho. Me disponía a subir, cuando una voz sonó en aquella dirección. Me habían llamado por mi nombre y me volví con un negro presentimiento. No me había engañado: era el inspector Wyatt en persona. Cada vez que le veía, cerníase sobre mí una espesa sombra. Se hallaba junto a un alambrado tratando de desprender la esclavina de su gabán del estrellado de espinas. No tuve otro remedio que acudir en su ayuda. Se reía de su torpeza, pero cesó la hilaridad cuando comprobó qué la tela se había roto de veras. Estaba hablador como siempre. Se interesó por mi cojera y tuve que contarle lo del contrafuerte con toda su vulgaridad; me preguntó por la epidemia; le notifiqué que se estaban realizando sus esperanzas de destrucción total; me invitó a fumar y, sin darme tiempo de contestar, me metió un cigarro en la boca; le dije que me iba a comer; me hizo notar que eran las cinco y media de la tarde; le contesté que ya lo sabía. Y mientras yo sudaba por diversas causas, me habló de la helada temperatura y del resfriado que había adquirido en la célebre noche del asesinato. De sopetón me espetó:
—¿Sabe que acabo de poner fin a la tragedia, querido doctor? En este preciso momento.
No le entendí en absoluto.
—Me refiero a Martino. —Me clavó sus ojillos y gravemente agregó—: Acabo de efectuar su detención.
Se produjo un silencio sombrío. La boca se me había resecado de repente. Vi las rígidas guías de aquel mostacho completamente inmóviles, como los bigotes de un gato cuando vigila, a un ratón.
—Parece que le sorprende —murmuró con una extraña sonrisa en los labios—. Le advierto que ha sido más fácil de lo que se podía esperar; ahora le están maniatando como a un cordero… Parece no dar crédito a mis palabras, querido doctor… No se explica, cómo ha sido posible desentrañarlo todo, ¿no es eso? En realidad, confieso que ha sido el caso más oscuro con que me he enfrentado. Se perdía la pista en el puente de Cragget, cerca de su casa, querido doctor. Allí, un transeúnte había visto en la noche del crimen la sombra de un borracho que se agarraba a la baranda del puente para no caerse. Se trataba, sin lugar a dudas, de Martino. Cuando yo llegué, la niebla se lo había tragado. Incluso le hice buscar por debajo del puente y dentro de la gorga de agua sucia que hay más allá. Todo sin ningún resultado. —Me golpeteó el hombro para refinar más su sarcasmo—: Pero quieras que no, todo había de relacionarle con usted, querido doctor Barker… ¡Le ha descubierto una paciente suya! Curioso, ¿verdad? ¡Una mujer sin importancia que no parecía contar para nada en el mundo y nos acaba de prestar un servicio inmejorable! Le debemos una recompensa… Usted también merece una, doctor. Por su ayuda prestada, por su ciudadanía…
—¡Deje ya de burlarse! —grité, cubriéndome el rostro bañado en sudor.
En aquel preciso instante, ahogando mi voz, se oyó un estrépito tremendo y la puerta de hojalata de la barraca más próxima saltó de golpe. Unos chiquillos que curioseaban echaron a correr. Surgió un policía y acabó de arrancar a puntapiés los restos del portón.
—¿Quiere usted venir un instante, inspector? —gritó.
—¡Sí, Hopper! —dijo éste, triunfante—. Acompáñeme si le place, doctor Barker.
Me, agarró del brazo y me arrastró. Hopper, bilioso, exclamó:
—Entre usted mismo a ver qué opina de Martino, señor.
Una súbita alarma frunció el ceño de Wyatt y, olvidándose de mí, penetró en la barraca con empuje taurino.
El silencio que siguió me hizo estremecer. Asomé la cabeza a tiempo de ver cuatro policías enfundando sus armas. En un jergón de paja yacía un hombre de pálida tez y grandes ojeras. Miraba a su alrededor con imbecilidad. Tenía a su lado un acordeón.
—¡Ptolemy Dean!
Al reconocer mi voz se incorporó, se inclinó como si saludara a Su Majestad y empezó a cantar pastosamente una canción escandinava.
Wyatt, rojo como la grana, exclamó entre dientes:
—¿Para eso he movilizado una brigada? —Lanzó el cigarro y gritó frenético—: ¡Horror! ¡Óigame, Hopper! ¿Dónde está aquella idiota que le ha delatado? ¡Maldita sea! ¡Tráigala aquí! ¡Sabrá cómo me llamo, vieja tiñosa! ¡Búsquela! ¡Pronto! ¡Quiero presentarle al Martino que nos ha proporcionado!… ¡No le envidio la suerte, doctor Barker! ¡Tener que tratar con esa gentuza alelada…! ¡Hopper! ¿No oye lo que le digo? ¡Búsquela inmediatamente!… ¡Veremos quién le toma el pelo a quién! ¿O es que he de tragarme que no sabe aún quién toca el acordeón en el bulevar? ¡Maldita bruja sabia!
***
Llegué a casa sin haber digerido el susto todavía.
Me fui directamente arriba con el pie descalzo y la bota de la tortura en la mano. Me senté en la cama para ponerme las zapatillas, pero me quedé doblado, inmóvil, con la barbilla apoyada sobre las rodillas y los brazos caídos hasta el suelo. Sólo mi cerebro trabajaba. Reconstruía mentalmente toda la escena que acababa de vivir, espeluznándome de haber estado tan a punto de comprometerlo todo a causa de una confusión. Así permanecí por espacio de un cuarto de hora. De pronto mis ojos toparon con una manzana que había sobre el antepecho de la ventana. Mis intestinos lanzaron un rugido. La cogí y la devoré. Decidí bajar a comer. Salí al corredor y súbitamente me asaltó el deseo de comprobar si Martino estaba encerrado en el cuarto. En realidad, era absurdo, ridículo, dudarlo… Me detuve ante la puerta. Imaginé que la abría y que el asesino se me echaba encima como un tigre. Me aflojé el cuello de la camisa y pegué el oído a la puerta. No se percibía signo de vida alguno. La estancia parecía vacía… Tal vez se hubiera escapado… o suicidado… Repentinamente di vuelta a la llave y entré.
La sorpresa me petrificó. Hallé lo único que no esperaba: un joven de agradable semblante, limpio, peinado, recién afeitado, pacíficamente sentado sobre la cama componiendo solitarios con una baraja.
Mi brusca intromisión le sobresaltó. Irguió su enjuto torso y se quedó mirándome a la expectativa. Llevaba unos pantalones de Alexander y una camisa mía. Tenía un brazo sujeto sobre el pecho con un pañuelo de seda, y llevaba echado sobre los hombros el batín que Jasper o yo nos poníamos debajo del abrigo para acudir a los avisos nocturnos. Su aire refinado me recordó la convalecencia del joven lord Daniel Rogers. Únicamente sus pupilas rápidas y vigilantes delataban la inquietud del criminal.
El mutuo escrutinio a que no sometimos fue prolongándose. Él aguardaba a que yo iniciara algo, y yo me abochornaba de mi necedad; no tenía nada que decir ni nada que hacer allí, pero irme del mismo modo que había entrado era hacer más patente la incongruencia.
—¿Ha llamado? —pregunté.
Negó con la cabeza y volvió a lo que hacía, con aire de mortal aburrimiento.
Deseé hallar pretexto para poder seguir mirándole, contemplándole de cerca, procurando asimilar que se trataba del mismo hombre que dos noches antes había agredido brutalmente con un cuchillo de cocina.
En el suelo, al pie del lecho, había unos naipes esparcidos que habían resbalado por el cubrecama.
—Está jugando con la mitad de las cartas —observé—. Se le caen por el borde.
Pareció no haberme oído. Sus delgados dedos se movieron tratando de combinar un dos de trébol. No entiendo gran cosa de solitarios, pero me chocó ver que lo juntaba a un seis de corazón. Y no era ésa la única aberración: a simple vista se notaba que no seguía las reglas del juego. Alineaba bien las cartas, pero sin distinción de palos ni de valores.
De aquel modo había visto yo jugar a un demente en la sala del asilo de Saint Paul.
Y ya sin que me indujera una mera curiosidad, examiné con atención su blanco rostro de presidiario.
—¿Es que no sabe hacer solitarios? —le pregunté.
Alzó la cabeza, me miró de un modo superficial y exclamó:
—¿Qué quiere?
Recogí los naipes del suelo y los eché sobre la cama.
—Si no posee todas las cartas, no podrá acertar.
—¿Le interesa mucho que acierte?
Su voz sonaba insolente y sus pupilas se encendían. Recordé al profesor Burns, el famoso alienista del manicomio, interrogando a los pobres locos con su maravillosa paciencia. Me apoyé en el respaldo de una silla y dije con suavidad:
—Escúcheme, Martino: ¿por qué ha colocado el dos de trébol sobre el seis de corazón cuando falta intercalar otras cartas todavía?
—Ya las había puesto. Son las que estaban en el suelo. No voy a recogerlas cada vez que se caen. Me acuerdo perfectamente de su situación y de su valor. Las veo aunque no estén. Puedo hacer solitarios incluso sin cartas, de memoria. Los hago con los ojos cerrados y en sueños. Vengo haciéndolos a diario desde hace varios años. ¿Qué más quiere saber?
Hice ademán de retirarme, pero antes dije:
—Le subiré algunos libros.
—¿Qué se propone? ¿Procurarme recreo?
—Por lo menos atenuar la monotonía.
—¿Le preocupa mucho que me hastíe?
—Si está en mi mano evitarlo…
—Está en su mano, doctor… como se llame.
—Barker. ¿Qué puedo hacer por usted?
—¡Largarse y no volver más por aquí!
Obedecí inmediatamente el mandato real.
Aún me pregunto cómo fue que me hallé de repente en el consultorio ayudando a Alexander a friccionar el cuero cabelludo de un piojoso.
***
El laberinto de pútridas callejuelas que seguían a la de St. Gudule se contagió con una rapidez monstruosa. Empezó a crecer el número de defunciones y el terror enloqueció a la gente. Unos echaban materialmente sus muertos a la calle y, en cambio, otros los escondían para que nadie se los pudiera llevar. Hubo escalofriantes escenas entre los sepultureros y las madres de los niños fallecidos. La policía se vio obligada a intervenir. Se dio el caso de descubrir un cadáver debajo de una cómoda envuelto en papeles y harapos. Naturalmente, en estas condiciones los adultos empezaron a enfermar con la misma facilidad que los niños, suscitando en poquísimos días una epidemia de tales proporciones que minó el centro de la ciudad. Mientras Jasper y yo, en una lucha casi inútil, arrastrábamos nuestras cansadas piernas de noche y de día por los lugares más descorazonadores, empezó a cobrar movimiento la flamante «victoria» de ruedas rojas de nuestro querido colega el doctor Pressburger.
Los quince días que Jasper había dado de plazo para inocular a Martino tocaban a su fin. Durante este tiempo se había intensificado nuestro trabajo hasta el extremo de hacernos vivir semiolvidados del asesino. Cuando de repente, impensadamente, topábamos con la puerta de arriba cerrada, revivía en nosotros un malestar moral, una profunda angustia; duraba hasta la llegada del nuevo aviso urgente que nos absorbía los cinco sentidos. En Alexander había recaído por completo la tutela de Martino. Le subía las comidas, le proporcionaba periódicos, le afeitaba y le curaba la mano.
—¿Qué hace? —le pregunté un día, por curiosidad.
—Nada.
—¿Habláis?
—Él, nunca.
Jasper y yo, debido a la gran cantidad de domicilios que debíamos recorrer, empezamos a perdernos de vista, actuando cada cual por nuestro lado como mejor nos parecía. Yo operaba a diario sin poder contar con el aliciente de su sonrisa de aprobación. Él operaba a diario, aún más desamparado que yo. Apenas estábamos cinco minutos seguidos en casa. Pasamos tres días enteros sin vernos, por no coincidir. Dejábamos apuntada la ruta que seguíamos, pero de todos modos pedíamos al cielo que nos librara de la necesidad de encontrarnos. Un mediodía nos topamos en el rellano.
—Tienes mala cara —me dijo.
Y subió. Yo cogí el maletín y me fui de nuevo. Hasta después de mucho rato no se me ocurrió que tenía una infinidad de cosas que decirle. A él debió de sucederle lo mismo. A Alexander, en cambio, le veía todas las noches dormido como un tronco en la cama contigua a la mía.
Bajo nuestro bisturí, los enfermos hallaban indistintamente la muerte o la vida. Era imposible prever su suerte. Si no operábamos, les veíamos extinguirse ante nuestros ojos. Algunos se salvaban por sí mismos, inexplicablemente, por puro milagro; por ejemplo, la familia que vivía en las afueras, al otro lado del ladrillal, cuyos dos niños, la madre y más tarde el padre, se contagiaron y se curaron con la misma facilidad.
Sólo el menor tuvo que soportar la «corbata de Trousseau» y aún quiso demostrar que resistía una bronconeumonía postoperatoria, a consecuencia de la cual Jasper aprendió a no emplear más la anestesia clorofórmica.
Alexander había asumido enteramente la responsabilidad del consultorio, y llegamos a temer que se le hubiera subido el cargo a la cabeza el día en que nos recetó un reconstituyente a Jasper y a mí.
Honora le tenía al crup un miedo mortal. Con mucho sentido común, antes de que hiciéramos cerrar las escuelas ya trasladó a sus dos nietos a Yarmouth, donde su yerno trabajaba en una fábrica de salazones. Sin la obligación de cuidar de ellos, tenía más horas libres y se quedaba hasta muy tarde. La ocupamos en el laboratorio. Aprendió algunas fórmulas sencillas y preparó algún medicamento que, sin hacer daño a nadie, facilitaba en gran manera la tarea de Alexander. Era una alhaja de mujer. Nunca sintió curiosidad alguna por el paciente encerrado en el cuarto de Jasper, o al menos lo supo disimular. Una mañana subió a hacer las habitaciones, como de costumbre, y Alexander la oyó chillar espantosamente. Se fue arriba, alarmado; pero no: era simplemente que la vieja acababa de hallar infinidad de chinches en las camas. Todos dijeron que las había traído yo. Alexander y Honora emplearon una mañana entera exterminándolas con un insecticida que, además, corroía los muebles. Una noche de niebla, la vieja tuvo pánico de irse y nos pidió que la dejáramos dormir en un sillón del comedor. Desde que no estaban los nietos, su casa oscura y vacía la impresionaba. Temía hallar escondido en ella al asesino fugitivo.
La clínica de nuestro querido colega el doctor Pressburger se desalojó para dar cabida en ella a los diftéricos. Se entiende, a los diftéricos acomodados. Los del barrio pobre, de momento, tenían que seguir pudriéndose donde pudieran. La ciudad poseía, entre otras grandes cosas, un pequeño hospital que en tiempos de epidemia no servía para nada. Según cuentan, en un congreso de higiene había sido señalado como evidente foco infeccioso. De tal manera que no podían aislarse los contagiosos. Por fin, gracias a la testarudez de Jasper, se acordó trasladar a los ancianos y huérfanos de Saint-Constantine a su antigua residencia: una reducida casa de beneficencia cuyo segundo piso aún no había sido reedificado después del incendio que sufrió. De esta manera quedaba libre el edificio de Saint-Constantine, que, con todas las características de un convento, estaba atiborrado de celdas y galerías, que si no eran espaciosas ni higiénicas, por lo menos resultaban mucho mejores que las repugnantes viviendas del arrabal.
La mitad de las «hermanas azules» del mismo establecimiento se ofrecieron generosamente para asistir a los diftéricos y empezaron a preparar mantas, sábanas, fundas de almohadas, camisones y todo cuanto hallaron de reserva. Tampoco hay espinas sin rosas.
Empezó el traslado de enfermos.
Por obra y gracia del director del hospital pudimos disponer de una ambulancia. No había camilleros, puesto que nuestro querido colega el doctor Pressburger los utilizaba en aquel momento. Teníamos que esperar al día siguiente. No nos daba la gana de esperar. Nos llevamos a tres mozos desinfectadores y al encargado de remitir los objetos purificados. Vinieron a disgusto; además, eran estúpidos y les complacía serlo. Jasper me dejó con ellos de buenas a primeras y desapareció del mapa. Me pasé una hora repitiéndoles las instrucciones: bajado el estribo, deberían subir con mucho cuidado los que llevaran los varales delanteros; la cabeza del enfermo debía ir delante. ¡Que sí, que ya lo sabían! Levantarían la camilla y los de detrás empujarían sin sacudidas. ¡Que ya lo sabían! Siempre horizontal. ¡Que ya lo sabían! Cargarían la camilla al gancho-soporte sujetándola bien en el plato que le correspondiera. ¡Ya lo sabían! Para la descarga, primero quitarían las anteriores. ¡Que sí! Los unos colocados en el pescante, los otros en el estribo. ¡Que ya lo sabían!
¡Adelante, pues!
La primera camilla se balanceó de un lado a otro, colgó casi vertical, chocó con el estribo, la metieron al revés, se soltaron las correas de los ganchos…
Di un empujón al mozo desinfectador, me vestí su larga blusa reglamentaria, me así a los varales y me pasé la mañana cargando y descargando enfermos.
El transporte fue lento y dificultoso. Las llantas de goma que cubrían las circunferencias de las ruedas estaban tan desgastadas que a duras penas atenuaban las sacudidas. A cada bache se oían lamentos, y me puse tan nervioso que me peleé con uno de los mozos desinfectadores. Saltó del carruaje amenazándome y no le vi más. Al llegar a Saint-Constantine tuvo que ayudarnos a descargar las camillas el agente de policía Hopper, que en aquel momento pasaba por allí. Me dijo que seguían la pista de Martino muy de cerca.
No sé cuántos viajes hicimos. En el transcurso de uno de ellos, al volver una esquina, la rueda trepó sobre el bordillo de la acera a causa de la estrechez de la calle. El carruaje se ladeó bruscamente y uno de los enfermos comenzó a toser de un modo espantoso. Le incorporé y se me agarró a los brazos con frenesí.
—¡No! —gritó, negándose a morir.
El supremo esfuerzo de aquella voz desgarró la compacta telaraña que taponaba su garganta y expectoró el veneno de golpe. Quedóse quieto, tranquilo, respirando profundamente, con una extraña sonrisa en los labios. Al segundo día de estar en Saint-Constantine ya pudo ser trasladado a la galería de los convalecientes.
***