Enero 1991
Simplemente, tomar por la interestatal Sesenta y seis y dirigirse al oeste le parecía demasiado fácil, y Betsy había olvidado cómo hacer las cosas de la forma más simple y directa. Así que fue por calles secundarias manteniendo el sol más o menos a la izquierda. Atravesó el cementerio de Arlington, quedó atrapada en el remolino de tráfico del Pentágono y acabó en Alexandria: primero en el vecindario de aspecto peligroso de la periferia, pero luego en la zona céntrica de Alexandria, con sus hermosas calles sinuosas llenas de encantadoras mansiones sureñas, opulentas iglesias y escuelas privadas rodeadas de espléndidas azaleas y cornejos que, más tarde, cuando ella hubiese abandonado la ciudad, florecerían.
—¿Quieres que saque el mapa? —dijo el hombre que iba en el asiento del copiloto, un tipo enorme con tejanos y camisa de franela que se había estado moviendo incómodo y mordiéndose la lengua mientras Betsy vagaba sin rumbo por el norte de Virginia—. A este paso jamás llegaremos a las Steptoes.
—¿Qué prisa tienes? —Pronto ambos tendrían en el bolsillo dos meses de paga de indemnización, y Betsy acababa de recuperar el depósito de garantía.
Paul Moses se resignó y reclinó el respaldo del asiento, alargó el brazo y encendió la radio. Activó la búsqueda automática y no tardó en encontrar una emisora de noticias que entrevistaba en directo a un periodista destinado a Bagdad. Pronto empezaría el bombardeo.
—¿Qué opinas? —dijo—. ¿Dónde nos quedamos esta noche? Estaba pensando en Williamsburg.
—Hoy sólo hay un lugar al que quiero llegar —dijo Betsy—, y ahí está.
Iban al oeste por la calle Duke, que se convirtió en la autopista Little River. Por delante y en lo alto una confusión de rampas rodeaba las cercanías a un enorme paso elevado de diez carriles: el cinturón que rodeaba la ciudad y que en cierto sentido marcaba los límites municipales de Washington. Los diez carriles, en ambas direcciones, iban muy cargados, y el tráfico estaba parado. Por primera vez en todo el día, Betsy aceleró por encima de los treinta kilómetros por hora… aunque el coche alquilado, que iba cargado con mucho equipaje y tiraba de un pequeño remolque, no tenía mucha potencia. Cuando cruzaron la sombra del paso elevado, soltó de pronto un grito de guerra indio muy impropio de ella. Y luego volvieron a salir a la luz del sol de un enero desapacible.
Los conductores parados en el anillo exterior del cinturón disfrutaron de una imagen poco habitual para romper la monotonía de su viaje matutino: un coche que iba en dirección oeste paraba en el arcén de la autopista Little River, justo ahí abajo, salían de él un par de personas muy corpulentas vestidas con ropa arrugada y cómoda. Las dos personas se abrazaron e intercambiaron un largo beso. Pasado un momento se agotó la novedad y pusieron las radios para enterarse de las últimas noticias del Golfo.