Cuando Clyde estaba de servicio solía comer en lugares como la ventanilla para coches de Wendy’s. Ningún turno terminaba sin limpiar el asiento del conductor de sal, trozos de patatas y pedacitos de lechuga.
Pero aquél era su último turno de trabajo, posiblemente la última vez que vestía un uniforme de policía, era Navidad y no pasaba nada. En la carretera no había coches suficientes para un accidente y había pasado los últimos días persiguiendo a iraquíes empleando diferentes modos de transporte, a todas las horas de la noche y del día. Así que decidió desayunar lujosamente sentado en el bufé familiar de Metzger, en el centro de Nishnabotna, que siempre contaba con una buena variedad de platos.
Al bajar la calle, aparcado delante del restaurante vio un Corvette rojo con matrícula personalizada: BUCK. Su primer impulso fue acelerar y salir de allí pitando; casi prefería aparcar en un granero helado y comer patatas fritas sentado al volante que compartir la comida de Navidad con Buck Chandler. Pero controló el deseo de huir y aparcó junto al Corvette. Buck lo había dejado muy mal aparcado, en ángulo, de modo que ocupaba dos plazas y una esquina del parachoques daba con el bordillo alto.
Metzger, Donde Iowa Se Reúne y Come, tenía en la fachada un cartel de neón que decía precisamente eso. Después de que Clyde subiese el bordillo de piedra alto como un precipicio, se giró involuntariamente y miró al oeste, que era lo que hacía por allí la mayoría de la gente varias veces al día para hacerse una idea del tiempo que iba a hacer.
El cielo en esa dirección era una masa gris que se extendía cientos de kilómetros al norte y al sur. Un velo de gasa alto formado por cristales de hielo ya había cubierto el rostro del sol, difuminándolo hasta convertirlo en una mancha en el cielo meridional, en el centro de la cual se veía el disco solar. Las calles vacías de Nishnabotna estaban iluminadas por una luz brillante pero azulada que no proyectaba sombras.
Los gigantescos ventanales del bufé de Metzger estaban rodeados de guirnaldas sintéticas verdes y acebo de plástico, y completamente empañadas por el vapor que escapaba de los mostradores de comida. Clyde abrió la pesada puerta, agitando innumerables campanillas y detonando una cacofonía de villancicos electrónicos en los múltiples artilugios sensibles al movimiento que habían colgado del pomo. El cartel de «Por favor, esperen aquí» estaba puesto; Metzger contaba sólo con el personal mínimo.
Clyde estaba contento de estar allí. En aquel lugar había comido tantas veces y había asistido a tantos banquetes y ensayos de cenas que se sentía más en casa de lo que se sentía en su propio hogar sin Desiree.
Habían sido un par de días muy movidos. Fazoul le había contado, durante la reunión del sábado por la noche en el escondite de Knightly, que los iraquíes habían alquilado un camión, por lo que Clyde había realizado una búsqueda rutinaria y descubierto que uno de los recién llegados aspirantes a doctor «jordanos» se las había arreglado, en los últimos meses, para encontrar tiempo de sacarse el carné de camionero. No era otro que Abdul al-Turki, el luchador con las orejas de coliflor.
El domingo, Clyde se había decidido a seguir a Al-Turki por la ciudad… lo que no resultaba difícil dado el tamaño del camión. Debía admitir que el iraquí lo manejaba como si sus estudios de posgrado no fuesen en ingeniería química sino más bien en conducción teórica avanzada de camiones. Estaba claro que los años pasados desde su expulsión de la lucha libre internacional los había invertido bien en aprender un oficio honrado.
Pero la persecución había sido más bien corta. Al-Turki había llevado el camión hasta Talleres Matheson un domingo por la tarde y lo había introducido expertamente por una puerta estrecha en el alto muro que rodeaba la inmensa propiedad. La puerta se había cerrado inmediatamente.
Talleres Matheson tenía tres salidas posibles. Clyde había dormido en la ranchera junto a una de ellas, Fazoul en el Mazda de Knightly cerca de la otra y el propio Knightly, en su espacioso monovolumen, cerca de la tercera.
El lunes por la mañana, el día anterior, el camión había salido por la puerta de Clyde con un contenedor de carga modificado en la parte posterior y recorrido el corto trayecto hasta la terminal fluvial, donde el contenedor había pasado a una gabarra que había salido de inmediato hacia Nueva Orleáns. Clyde siguió el río durante unos kilómetros, subió a un banco de arena y cuando pasaba la examinó con un par de potentes binoculares que le había pedido prestados a Ebenezer; al contenedor hacía poco que le habían pintado «Aqaba» como puerto de destino. Clyde había llamado a Hennessey, quien había llamado a su vez a unos amigos de la división fluvial de la Guardia Costera, que habían registrado el contenedor en la esclusa número treinta y uno, donde el río Iowa se unía al Misisipí. En el contenedor sólo había aceite de maíz, nada más.
Casi inmediatamente después de dejar el contenedor en la terminal de carga, el camión regresó a Talleres Matheson, seguido de cerca por Knightly, y volvió a cruzar la ya familiar puerta. Salió una hora más tarde cargado con otro contenedor. Al-Turki fue al este por la Treinta. Fazoul le siguió, simplemente para asegurarse de que no daba la vuelta, y Clyde, cuando volvió de su excursión por el banco de arena, volvió a llamar a Hennessey. Hennessey tiró de algunos hilos en la patrulla de carreteras de Illinois. Detuvieron el camión con el pretexto de buscar drogas. Una vez más, no encontraron nada excepto aceite de maíz.
Luego, muy entrada la tarde, un tren de carga había salido de la zona de carga de la línea Denver-Platte-Des Moines, adyacente a Talleres Matheson, en dirección oeste, cargado con varios centenares de contenedores, varios vagabundos y —cuando salió de la zona metropolitana— tres aspirantes a doctor del grupo étnico turco vakhan vestidos con la misma ropa que habrían usado para cabalgar ponis en los pasos de montaña de Asia Central en pleno invierno. Mientras el enorme tren de carga atravesaba el estado de Iowa, esos tres lo habían recorrido de punta a punta, coche a coche, comprobando el número de serie y el destino de los contenedores, transmitiéndoselos por radio a Ken y Sonia Knightly, que seguían el tren en el monovolumen. Ken conducía y Sonia apuntaba números y destinos. Ken paraba en todos los teléfonos públicos que veía para que Sonia pudiese transmitir la información a Fazoul, quien la tecleaba en su portátil, cifraba los datos y los enviaba por correo electrónico a Dios sabe dónde para que el aparato de espionaje de la gente de Fazoul los comprobase.
Cuando Clyde salió de la misa de Nochebuena, habían encontrado un contenedor sospechoso, alquilado por una empresa jordana que se creía que era una tapadera para intereses iraquíes, con destino a Aqaba pasando por Tacoma… una ruta bastante sospechosa en sí misma. Aunque los vakhanes del tren no podían abrir el contenedor para examinar su contenido (y tampoco se hubieran atrevido por miedo a esparcir toxina botulínica a lo largo de cientos de kilómetros de vía), apreciaron en su parte inferior algunas soldaduras y añadidos sospechosos, que daban la impresión de ser recientes. Quizá fuese un tanque dentro de un tanque, el exterior lleno de aceite de maíz para engañar a los inspectores de Aduanas y el interior lleno de toxina.
«A la tercera va la vencida», había dicho Hennessey y, a continuación, había estropeado las fiestas a muchos agentes del FBI movilizando un C-130 para ir al oeste. A pesar de sus afirmaciones pesimistas en el Happy Chef, daba la impresión de que en los últimos dos días súbitamente había logrado muchos recursos y bastante poder.
Cuando Clyde entró en el restaurante Metzger, Hennessey probablemente estuviese sobrevolándolo, preparándose para interceptar el tren en un pueblecito de Nebraska donde no moriría demasiada gente si resultaba ser una trampa. El encuentro se produciría al cabo de unas cuatro horas. Hasta entonces Clyde no tenía nada mejor que hacer que ponerse nervioso y evitar tener demasiadas esperanzas. Acababa de hablar con Ken y Sonia Knightly, que habían encontrado mucha nieve en el camino de vuelta y se habían alojado en un Best Western, al norte de Des Moines, para esperar a que pasase la tormenta.
—Buenos días, Clyde. Feliz Navidad —dijo una voz masculina, una voz refinada. Clyde miró al otro extremo del bufé y vio a Arnie Schneider sentado frente a un sanguinolento asado de mastodonte, armado con un enorme tenedor de dos puntas y un cuchillo o espada corta que empleaba para marcar un ritmo metálico en el borde del bloque de carne. Escuchaba un walkman, probablemente para ahogar el sonido de los villancicos que sonaban por los altavoces del local. El resplandor rojo de una potente batería de lámparas caloríficas lo iluminaba horriblemente desde abajo, y sus bifocales, punteadas de gotitas de jugo, reflejaban la masa de carne, al revés y en miniatura: un microcosmos carnal. Clyde asintió en dirección al tremendo pedazo de asado, renunciando al casi igualmente impresionante pavo. Arnie deslizó el arma por la carne, cortando una rodaja de tres centímetros de grosor, y la cara recién expuesta soltó un montón de jugo.
En la primera sala había unas ocho o diez mesas circulares, cada una con capacidad para una docena de personas. Los solitarios clientes masculinos estaban dispersos por la sala, uno por mesa, escuchando la música navideña confusa, áspera y extrañamente distorsionada, y dando cuenta de las patatas y la carne. Uno de ellos era Buck Chandler. Daba la espalda a la habitación, mirando hacia un rincón, inclinado, masticando muy lentamente con los ojos fijos en un mural de aves acuáticas amarillo por el humo de los cigarrillos.
Buck todavía no le había visto, por lo que Clyde podía huir escogiendo otra mesa. Pero era probable que Buck acabase viéndole y se ofendiera. Así que Clyde se acercó reacio, tropezando con una silla vacía en un esfuerzo por hacer ruido y obligar a Buck a volverse. Pero Buck siguió mirando los patos de la pared. Cuando Clyde dio la vuelta a la mesa, le espantó el aspecto de Buck: tenía los ojos rojos y legañosos y hacía días que no se afeitaba ni se peinaba. Inhaló convulsivamente a través de un bocado de carne y luego soltó un eructo lento y gaseoso que le infló las mejillas para finalmente escapar por la nariz, llenando el rincón de un acre vapor que a Clyde le recordó al que pronto dejaría de ser su jefe.
—Buck —dijo Clyde—, ¿te importa?
Buck dirigió los ojos hacia Clyde, para luego dejarlos caer en el plato y asentir. Clyde se sentó.
—Feliz Navidad —dijo Clyde. Decirlo podía ser una crueldad. Pero Clyde se recordó que en cualquier caso su situación era peor que la de Buck y que a pesar de todo no se derrumbaba.
Buck Chandler no respondió a la felicitación hasta pasados varios minutos y, cuando lo hizo, fue con estas palabras:
—Putos camelleros.
Clyde, que había crecido escuchando la voz de Buck Chandler retransmitir los partidos de los Twisters desde el estadio, con el rugido de la multitud de fondo, nunca esperaría oír esa voz diciendo aquello.
No sabía qué responder a «putos camelleros», así que siguió comiendo. Después de unos minutos se dio cuenta de que Buck le miraba con desagrado.
—Oh, sé que eres amigo de esa gente.
—¿Quieres que te deje en paz? —dijo Clyde.
—Es muy amable por tu parte, Clyde, ser amigo de nuestros invitados extranjeros. Pero ten en cuenta una cosa. —Buck dejó el cuchillo con cuidado exagerado y se puso a agitar un dedo en dirección a Clyde, agarrando con la otra mano el borde de la mesa para mantenerse firme—. No confíes en ellos, Clyde. Porque no tienen principios.
Como Buck Chandler no estaba siendo demasiado coherente, Clyde aplicó al problema sus habilidades detectivescas. Una buena hipótesis era que Buck estuviese implicado en una transacción inmobiliaria con algún estudiante extranjero que hubiese acabado mal.
—Mierda —dijo Buck—, al menos podrían haber esperado hasta después de Navidad para acabar con mis esperanzas. Pero no. Demonios, ni siquiera celebran la Navidad. ¿Por qué iban a esperar?
—No sé —dijo Clyde.
A Buck se le ocurrió otra idea, aparentemente aterradora.
—Mi Corvette —soltó—. Has venido a llevarte mi Corvette, ¿no es así, Clyde?
—Los sheriffs no se ocupan de las recuperaciones, Buck. Puedes estar tranquilo con respecto al maldito Corvette.
—Oh, sí. Gracias a Dios.
Clyde masticó y reflexionó. Había entregado los papeles del divorcio en casa de Garrapata Henry a mediados de verano. Buck había sido un sin techo que vivía en la miseria. Después no había vuelto a ver a Buck hasta Halloween, cuando iba sobrio, bien vestido y conducía un Corvette.
No sabía demasiado sobre el negocio de los bienes raíces, excepto que iba a comisión… Gran cantidad de pequeñas transacciones, con ingresos que se acumulaban lenta y progresivamente a lo largo del tiempo. Pensándolo bien, resultaba algo asombroso que Buck le hubiese dado la vuelta a su negocio con tanta rapidez como para comprarse un Corvette… en unos tres meses.
Claro estaba que, si había hecho una venta muy importante, podía haberlo ganado todo de una vez. Pero por aquella zona ese tipo de ventas eran muy poco habituales.
—¿Hiciste negocio con los árabes? —dijo Clyde.
Buck bufó y agitó la cabeza, asqueado.
—¿Negocio? Más bien fue un timo.
—¿Cuándo te diste cuenta de que te habían timado?
Buck agachó la cabeza y volvió a mirar la comida. Su expresión le dejó claro a Clyde que Buck Chandler no había perdido nada.
—Me dejaron tirado, simplemente. Salieron corriendo.
—No sabía nada de ese negocio tuyo, Buck.
—¡Pues claro que no! Porque era secreto desde el comienzo.
—¿Sigue siendo secreto?
—Mierda, no —dijo Buck. Respiró hondo y le brillaron los ojos cuando cayó en la cuenta—. ¡Ya no tengo que guardar el secreto! ¡Que se vayan a la mierda! ¿Qué podrían hacer, demandarme?
—Me gustaría ver cómo lo intentan —se mofó Clyde, siguiéndole la corriente—. ¿Qué tipo de negocio era, Buck?
—Con los kuwaitíes —dijo Buck.
—¿Estás de coña?
—Dios es testigo —dijo Buck—. Como a mediados de agosto, un par de semanas después de la invasión de Kuwait, un tipo entra en mi oficina. Un tipo árabe. Hablaba inglés muy bien. Me dijo que representaba a un jeque de Kuwait. Dijo que apenas habían logrado escapar de Kuwait. Se habían traído un buen montón de dinero.
—¿Y habían venido aquí, a Forks, Iowa?
—¡Eso le pregunté! —dijo Buck, con más insistencia de la necesaria—. ¿Por qué demonios han venido aquí? Bien, resulta que el sobrino del jeque era estudiante de la UIO y había alquilado una enorme casa… Ya sabes que esos árabes no hacen sino tirar el dinero… y por tanto, para huir de los iraquíes, éste era tan buen sitio como otro cualquiera.
—¿Le llegaste a ver?
—No estaba dispuesto a creer una palabra hasta ver al jeque en persona —insistió Buck—. Así que el tipo me llevó a la casa para conocerle. Era de verdad, chico, todo vestido con túnicas, con la toalla en la cabeza y lo demás, sentado viendo la CNN veinticuatro horas al día. Me enseñó una bolsa de deportes llena de dinero… Debía de contener cientos de miles de dólares.
»Bien —siguió diciendo Buck, recuperando fuerzas con un trago de café que olía bastante a licor—, ese jeque es todo un hombre de negocios. Busca un lugar en el que depositar su dinero. Y estoy seguro de que invirtió mucho en acciones y otras cosas, como haría cualquiera. Pero quería poner en marcha una pequeña empresa, aquí mismo, en Forks, y por eso me necesitaba.
—¿Qué tipo de empresa? —preguntó Clyde.
Buck frunció el ceño y acercó la cabeza a Clyde, todavía reacio a soltar secretos que había guardado durante tres meses.
—Una de alta tecnología. Te he contado que su sobrino estaba en la UIO, ¿no?
—Sí.
—Adivina qué estudiaba.
—Ni me lo imagino.
—Ingeniería química. ¿Y cuál es la sustancia química más importante del mundo, Clyde?
Mirando a Buck, Clyde sintió la tentación de decir que el etanol. Pero agitó la cabeza y encogió los hombros confundido.
—El agua. En esa parte del mundo no tienen suficiente agua potable. Así que ese sobrino trabajaba en tecnología de desalinización. Y había inventado algo, Clyde. Una nueva tecnología capaz de extraer la sal del agua de mar por mucho menos dinero de lo que cuesta ahora. Lo logró en un tubo de ensayo, pero para saber si podía comercializarse con éxito tenían que construir una instalación piloto. Te cuento lo que me dijeron, Clyde.
—Así que el jeque quería que le vendieses un edificio que pudiese contener una pequeña planta química.
—Eso para empezar, Clyde. Cualquier agente inmobiliario podría hacer eso. Pero necesitaban más. Necesitaban un socio. Por eso hablaron conmigo.
—Me he perdido, Buck —confesó Clyde—. ¿Por qué no se limitaron a comprar el edificio y listo?
—Por la necesidad de discreción y secreto absolutos. Si se sabía lo de ese invento, los grandes llegarían de inmediato… Du Pont, Monsanto, los grandes. Deducirían el proceso y robarían la idea.
Clyde dijo:
—Sigo sin entenderlo.
—Venga, Clyde. Sabes cómo es esta ciudad. Si algún turbante con un Rolex de veinte mil dólares dejase un montón de billetes de cien para comprar un edificio, ¿crees que no se sabría? Demonios, más les valdría decirlo ellos mismos por el sistema de emergencia para tornados.
—Comprendo —dio Clyde—. Te necesitaban como tapadera.
Buck se ofendió.
—Bien, es un poco más que eso, Clyde, o no me habrían ofrecido una suma tan suculenta. Yo era el socio local, el hombre sobre el terreno. Sabes a qué me refiero.
—Claro —dijo Clyde.
—Así que fui yo el que compró el edificio y el que contrató al obrero y lo demás.
—¿Al obrero?
—Sí. El edificio estaba hecho un desastre, así que contraté a Tab para limpiarlo. Y cuando se pusieron a construir la planta, acordé con Tab que fuese a buscar los materiales y los entregase. Los estudiantes graduados se ocuparon de montarla.
—Pero nunca se dejaron ver fuera.
—Ahora lo entiendes, Clyde. Lo dispusieron todo de tal forma que ni un solo rostro de turbante se mostrase en el mundo exterior, ni una sola voz de turbante se oyese al teléfono. En su lugar, fui yo el que hizo de interfaz.
—¿Lograron montar todo su equipo, Buck?
Buck se encogió de hombros.
—¿A mí me lo preguntas? —Le miró—. No lo sé, Clyde, supongo. No me dejaban entrar… no querían que viese ninguno de sus secretos.
—Recibías órdenes del jeque por teléfono —dijo Clyde—, y tú salías al mundo, gastabas dinero y dabas órdenes a Tab, pero nunca viste nada.
—Exacto. Sólo que no era por teléfono, era por radio, una que me dieron. Eran tan paranoicos que ni siquiera usaban el teléfono.
—¿Tab vio algo?
Buck se quedó perplejo.
—No lo sé. Si les estaba ayudando a construirla, tuvo que entrar y ver algo, antes de suicidarse. —La voz de Buck fue perdiendo aplomo a medida que pronunciaba la última frase, y de pronto adoptó una expresión de desconcierto.
—¿Qué sucedió ayer? —preguntó Clyde. Había renunciado a pretender llevar una conversación y estaba interrogando a Buck Chandler como si fuese un sospechoso.
—Se largaron —dijo Buck—. Fui a la casa pero se habían ido. Y luego fui al granero, pero tampoco estaban allí.
—¿Granero?
—Sí.
El corazón de Clyde se había puesto a palpitar un poco más rápido. Con cuidado bebió un poco de agua fría.
—La propiedad que compraste para ellos. El lugar donde construyeron la planta piloto. No sé por qué creía que era uno de los viejos edificios de los terrenos de Talleres Matheson. Suponía que estaría allí. Es perfecto… Está desierto, completamente rodeado por un muro. Pero ¿dices que era un granero?
—También alquilaron un espacio en Talleres Matheson —admitió Buck—. Lo usaban para almacenar contenedores de carga. Pero la instalación en sí estaba en el granero.
—Buck —dijo Clyde—, ¿dónde está el granero?
La cubertería se puso a zumbar y vibró. Del cielo llegó un retumbar grave, atravesando el suelo, las paredes. Los carillones del pomo se pusieron a cantar villancicos.
—Está junto al aeropuerto —dijo Buck—. Es la vieja granja lechera que quebró hace un par de años, a un tiro de piedra de la pista.
Clyde golpeó la mesa con la servilleta, salió corriendo a la calle River y miró al cielo, que se había puesto totalmente gris. Una forma inmensa pasaba muy bajo, en dirección al aeropuerto regional del condado de Forks. Filas de enormes ruedas surgían del vientre del Antonov, tan cerca que Clyde vio que estaban lisas y gastadas. Luego el avión se perdió de vista y una neblina de queroseno descendió sobre la calle. La vibración se apagó gradualmente, reemplazada por el sonido de las sirenas de tornados y las alarmas de coches que se habían disparado. Al final no quedo más que la llovizna que empezaba a caer, cubriendo a Clyde y cubriéndolo todo con un delgado barniz de hielo.