CAPÍTULO 49

A Betsy le pareció apropiado que su entrevista con el inspector general fuese en el solsticio de invierno, el día más oscuro del año. Desde que trabajaba para el Gobierno, las dos palabras más imponentes en tándem eran «inspector» y «general». Esas personas poseían, dependiendo del punto de vista de cada cual, como mínimo el poder de Dios o, como máximo, el de Hacienda. Los inspectores generales podían ser Torquemadas encantados de infligir dolor, o Tomases encarnando falsamente molestos principios o, quizá peor, Siricas que te mataban poco a poco. Redactaban sus propios cargos contra ti y se decía que en la Agencia no había sutilezas de procedimiento como el habeas corpus.

Betsy no se había sorprendido demasiado cuando sus supervisores de la Agencia le habían informado de que su polígrafo con la temible Kim McMurtry no había salido muy bien. De hecho, le había salido tan mal que había provocado una nueva investigación de la que le contaron poco. Pero de su lentitud dedujo que debía de ser una gigantesca maquinaria de destrucción que implicaba múltiples agencias. Un mes y medio más tarde, se reducía a: «Preséntate en tal despacho del décimo piso del New Executive Office Building a las nueve y media de la mañana del 21 de diciembre, para charlar con el inspector general.» No habían presentado formalmente cargos contra ella. Sabía que estaba metida en un lío, pero no tenía ni idea de su gravedad. Sólo sabía que el camino de salida de Washington pasaba por cierta puerta del NEOB.

Tomó el metro hasta Farragut West y, a las nueve y quince, pasó por seguridad. Subió en ascensor hasta el décimo piso y fue al baño a lavarse la cara y prepararse para lo que viniese.

Le horrorizó la cara que vio en el espejo. En el último año le habían salido arrugas nuevas en la frente. Se iba apreciando el comienzo de un fruncimiento permanente. Nunca había sido del tipo de chica que pone cara sonriente más veces que puntos en las íes. Pero no se consideraba una persona trágica ni triste y la alteró comprobar que llevaba la máscara de una víctima, de alguien que ha sufrido grandes penalidades.

La puerta era una simple hoja de madera sin rótulo que bien podría haber sido del armario del conserje. Cuando llamó no obtuvo respuesta, así que probó el pomo y vio que estaba abierta. Entró en la antesala mal iluminada, decorada con una mesa, una silla, sin teléfono y con la foto oficial de George Bush colgada de la pared. Recordó el día de agosto en que la había llevado en lancha y le había dicho que aguantase. Sentía la satisfacción de saber que lo había hecho.

Eran las nueve treinta y tres y no aparecía nadie, así que fue hasta la siguiente sala y llamó. Una voz suave y bastante aguda dijo:

—Pase, por favor.

Abrió la puerta y entró en una sala de reuniones mejor iluminada. Allí había una persona sentada a la cabecera de una mesa que podría haber acogido a doce. Le sorprendió lo corpulento que era el hombre para tener una voz tan aguda. Tenía la frente alta acentuada por una calvicie pronunciada y llevaba gafas. Frente a él, en la mesa, había un papel secante con un cuaderno de hojas amarillas, tres bolígrafos del Gobierno y una arcaica grabadora de bobina.

Betsy miró reflexivamente a su alrededor. El hombre dijo:

—No hay cámara, ni espejos falsos ni nada. Sólo tratarás conmigo. Y nuestro Gobierno en su sabiduría me confió descubrir la verdad, lo que para los estándares locales resulta ser una descripción bastante simple del trabajo. —Calló un momento para luego reflexionar—: Probablemente la próxima generación no precise de seres humanos para hacer este trabajo… se limitarán a usar pruebas químicas y análisis de voz. Vaya. —Se puso en pie. Debía de medir dos metros o dos metros cinco de estatura—. Me llamo Richard Holmes. Siempre digo que no estoy emparentado con Holmes. En realidad, soy un descendiente lejano de Oliver Wendell. Él usó la inteligencia de seis o siete generaciones, por lo que los demás hemos tenido que trabajar en el anonimato como burócratas o asesores de impuestos. Aunque tengo una nieta bastante prometedora.

Betsy le dio la mano y dijo:

—Encantada de conocerle. Betsy Vandeventer. —Llevaba el tiempo suficiente en Washington como para no picar tan rápido con esa charla amistosa y autoirónica. Pero Holmes no parecía del todo insincero.

—Es un alivio —bromeó Holmes—. Bien, ¿nos ponemos a ello?

Se sentó y le indicó a Betsy que tomase asiento a su izquierda, cerca de la grabadora.

—Le gustará la vista —dijo, y Betsy se sentó. Una tormenta de nieve se aproximaba y era muy bonito… si uno no tenía que conducir—. Antes de empezar a hacer preguntas, ¿quieres preguntarme algo?

—¿Esto es todo? ¿Usted y yo?

—Sí. —Y luego, inclinándose, le dijo en voz baja—: Espero que la gente no invente rumores. —Soltaba los chistes con seriedad y casi disculpándose por hacerlo, como un profesor.

Betsy sonrió con amabilidad.

—Sólo una pregunta. ¿Estoy en un lío? ¿Hay cargos contra mí?

—Han sido dos. La respuesta a la primera pregunta es que sí. El doctor Millikan cree que has violado la seguridad… transmitiendo información a quienes no precisaban conocerla o, para concretar, al señor Hennessey. Va a ser difícil de demostrar. Eres muy concienzuda con los procedimientos de seguridad. Y en cuanto a la segunda pregunta, no. No hay cargos contra ti. Nunca manejaste presupuesto, que es por donde vienen la mayoría de los problemas. Nunca contrataste ni despediste a nadie, que es otra fuente habitual de problemas. Nunca estuviste en Operaciones, por lo que no mataste a quien no debías ni te equivocaste acerca del Gobierno que había que derribar. —Hizo una pausa, metió las manos bajo la mesa y sacó un termo y dos tazas—. Vamos a hablar un buen rato, así que he traído algo para humedecer el gaznate. Espero que te guste el chocolate caliente.

—Estupendo.

—Ahora voy a poner en marcha la grabadora. Debería ser la única grabación de esta conversación, porque se supone que ésta es una de las salas seguras del edificio. —Se aclaró la voz y activó la máquina; las bobinas se pusieron a girar lentamente y en silencio, ejerciendo sobre Betsy una especie de efecto hipnótico. Holmes habló unos momentos acerca del quién-­qué-­dónde-­cuándo-­por qué de la conversación. Luego paró la cinta y la miró directamente a los ojos por primera vez—. Sabes que estamos muy cerca de entrar en guerra en el Golfo. También sabes que, básicamente, tus ideas eran totalmente correctas. Guiándote por tus conversaciones extraoficiales con el señor Hennessey, creo que crees que algunos elementos de esta crisis se encuentran en territorio nacional. Te pediré que expreses tus opiniones al respecto. En ese tema tienes completa inmunidad. Debes creerme cuando te lo digo.

Incluso a pesar de todo lo que había pasado, Betsy se creyó las palabras de aquel desconocido anciano alto. Quería hacer muchas preguntas a propósito de adonde iría el informe cuando lo terminase. Era extraño que estuvieran manteniendo aquella entrevista en el NEOB y no en Langley.

Él fue a poner en marcha la grabadora. Betsy levantó la mano para detenerle y dijo:

—¿Qué pasará conmigo?

—Si tu hipótesis es equivocada, serás el chivo expiatorio, para consumo interno del Gobierno de Estados Unidos. Es casi inconcebible que te apliquen alguna pena. Nunca volverás a trabajar para el Gobierno.

—Me parece genial —dijo Betsy—. Póngala en marcha.

Así lo hizo.

—Señora Vandeventer, en su expediente compruebo que abandonará su actual puesto a finales de año.

—Así es.

—¿De qué se encargaba?

Betsy recapituló y describió sus cinco años de trabajo en la Agencia usando, como tenía por costumbre, sólo los términos más genéricos.

—Señora Vandeventer, debería haberle recordado que esta entrevista está clasificada con el nivel más alto, por lo que puede dar detalles, incluso comentar fuentes y métodos que puedan ser relevantes, y añadir cualquier comentario que desee hacer, a favor o en contra, del personal de la Agencia y sus prácticas.

Veinte minutos más tarde, Betsy seguía hablando. Holmes le volvió a servir chocolate caliente y le recordó amablemente que avanzase hasta la fatídica reunión con el agregado de Agricultura.

Betsy se quemó los labios con el chocolate, que todavía hervía, y avanzó. Con la excepción de una parada para dar la vuelta a la cinta, Holmes no la interrumpió. Se limitó a mirarla a través de los cristales sucios y rayados de sus gafas y a trazar dibujos increíblemente complejos sobre el papel. Al final Betsy relató su última prueba del polígrafo y resumió las semanas posteriores de trabajo sin sentido.

—¿Eso es todo?

—Eso creo.

—Entonces, sólo una pregunta. Durante su periodo en la Agenda la reprendieron por realizar análisis prospectivos. Cuando violó esa regla, recibió una severa reprimenda. Ahora, me gustaría que hiciese un poco de análisis prospectivo para mí. Guiándose por todo lo que ha visto y experimentado en el último año, ¿cuál es su análisis de la situación actual con respecto a Saddam?

Era una petición muy extraña viniendo de un inspector general, pero Betsy no vio ningún problema en seguirle la corriente. Sólo les quedaban diez días para atosigarla. Se aclaró la garganta, se terminó el chocolate, se sentó erguida y dedicó unos momentos a ordenar las ideas antes de responder:

—En Kuwait, Saddam ha demostrado un grado desconcertante de terquedad. Es una locura por su parte mantener allí sus fuerzas con unas probabilidades de éxito tan reducidas. Nadie comprende por qué no se ha echado atrás todavía… La mayoría de la gente se encoge de hombros y dice que debe de ser un loco.

»Pero yo no creo que sea un loco. Creo que su estrategia se basa en que tiene a mano armas de destrucción masiva. Cuando llegue el momento, puede lanzar agentes de guerra bacteriológica contra Israel y lograr que Israel le ataque. Lo que destruirá la coalición por la que los señores Bush y Baker han trabajado tanto. Las fuerzas contrarias a Saddam se desmembrarán y hay buenas posibilidades de que pueda quedarse en Kuwait sin mayores repercusiones, excepto sanciones económicas.

—Y usted cree que ahora mismo esas armas están dentro de nuestras fronteras.

—Creo que poco después de la invasión de Kuwait por parte de Saddam, algunos hombres salieron de Bagdad y entraron en nuestro país. Debieron de enviarlos a hacer algo extremadamente importante. Mataron a mi hermano y a Margaret Park-O’Neil para borrar su rastro. Creo que no es irracional pensar que esos hombres están produciendo armas biológicas dentro de nuestras fronteras, lo más probable es que en algún punto cercano al condado de Forks, Iowa.

No podía expresarlo de forma más simple y clara. Holmes parecía satisfecho; asintió y detuvo la cinta que emitió un chasquido satisfactorio. Se puso en pie y miró por la ventana… La nieve ya se fundía bajo el brillante sol de invierno.

—¿Sabes? —dijo—. En momentos como éstos me gusta recordar a Bismarck cuando decía que Dios protege a los borrachos y a los Estados Unidos de América.

Betsy se sentía tonificada y renovada. Holmes parecía cansado, agotado, como si Betsy le hubiese transmitido el peso del conocimiento y la carga ya se hiciese sentir. La miró sombrío y dijo:

—Comprendo por qué abandonas la Administración pública. Pero es una pena. Necesitamos a gente como tú. —Desenchufó la grabadora y se puso a enrollar el cable. Cuando terminó, metió los bolígrafos y los papeles en un maletín grande de abogado. Luego, como si de pronto se le hubiese ocurrido la idea, se quitó las gafas y la miró con los ojos más bonitos y de un azul más profundo que Betsy hubiese visto nunca—. Por favor, créeme cuando te digo que lamento lo de tu hermano.

—Gracias —dijo Betsy y luego, sorprendiéndose a sí misma, se echó a llorar. Del bolso sacó un paquete de pañuelos de papel, se llevó uno a la cara y se puso a sollozar. Era una extraña combinación de tristeza por lo de Kevin combinada con el alivio de saber que no la mandarían a la cárcel, que podría irse de Washington y empezar de nuevo, que le había hablado a alguien que había escuchado.

Holmes se sentó. No sabía qué hacer. Le dio un par de palmadas en el hombro y esperó.

—Dios mío —dijo al fin Betsy, cuando se le pasó—. Lo lamento.

—No pasa nada.

—Espero haberle sido de ayuda.

Holmes le guiñó un ojo.

—Puedo asegurarte que sí —dijo.

Le abrió la puerta. Betsy avanzó hacia la oscuridad de la antesala y estuvo a punto de tropezar con Ed Hennessey, que tomaba café en una taza de papel del tamaño de un cubo de pintura.

—¿Qué haces aquí? —le soltó.

—Las compras de Navidad —le respondió Hennessey—, que es lo que deberías hacer tú.

—Entiendo las indirectas. Me voy —dijo Betsy. Cruzó la puerta y, al cerrarla, oyó a Hennessey saludando a Holmes y burlándose despiadadamente de su calvicie.