CAPÍTULO 39

Stanton Court había sido un campo de maíz de las afueras de Wapsipinicon hasta que en algún momento, durante la guerra, la universidad se lo anexionó y lo lleno de hileras de barracones alargados, bajos y baratos forrados de papel alquitranado con techo de metal corrugado. Se suponía que se trataba de una medida temporal, pero había hecho falta más espacio habitable y, en los años siguientes, la ciudad había crecido a su alrededor. En los años sesenta habían recubierto los barracones de aluminio, una admisión tácita de que probablemente fuesen a permanecer allí tanto tiempo como durase la propia universidad. Al cabo de unos meses había caído una tremenda granizada que había azotado horizontalmente los laterales sur y oeste de los edificios con puños de hielo a más de noventa kilómetros por hora.

Un cuarto de siglo más tarde las marcas seguían siendo claramente visibles mientras las luces largas del Coche de la Muerte iluminaban los edificios. Clyde usaba las largas porque era la noche de Halloween y probablemente en Stanton Court la densidad de niños pequeños era mayor que en cualquier otro punto del estado de Iowa. La universidad usaba esos barracones como viviendas baratas para estudiantes casados y estaban habitados por miembros de grupos étnicos que, al contrario que sus compañeros americanos, no tenían reparos en tener hijos.

Al ciudadano medio de Iowa siempre le parecía Halloween en esas calles estrechas, donde los saris y los turbantes eran más habituales que las camisetas. Pero por mucho que sus padres se esforzasen en aferrarse a su cultura, los hijos crecían americanos y eran plenamente conscientes de que en esa noche del año podían obtener una cantidad prácticamente ilimitada de dulces simplemente llamando a las puertas y pidiéndolos. Todos estaban fuera con sus trajes de Batman y las Tortugas Ninja, casi todos con cintas reflectantes de colores chillones que relucían bajo los faros de Clyde. Pero algunos padres habían improvisado disfraces caseros que eran invisibles de noche, razón por la que Clyde usaba las largas.

Se detuvo delante de un barracón y aparcó la ranchera. El diminuto patio delantero carecía del habitual triciclo de plástico y de la espada de juguete, pero al mirar por la diminuta ventana de la cocina, que estaba empañada, Clyde vio biberones secándose y también la parte posterior de la cabeza de Farida mientras cocinaba.

Maggie seguía dormida en el asiento trasero y Clyde sabía que se despertaría si intentaba moverla. Salió del coche, cerró la puerta sin darle el golpe final y recorrió un corto caminito de entrada levantado por las raíces de un manzano escuálido.

Tenía la esperanza de que no armasen mucho jaleo por su visita, pero así fue; Farida estaba preparando té y había horneado unas pastas extremadamente dulces y sazonadas como el té Earl Grey. Al comprender que Clyde era reacio a dejar a Maggie sola en el coche, Farida realizó una breve llamada de teléfono. Unos quince segundos después apareció una adolescente turca vakhan con un libro de matemáticas bajo el brazo que alegremente aceptó sentarse en el coche y cuidar de Maggie todo el tiempo que fuese necesario.

A Clyde lo instalaron en el mejor sillón de la casa, uno que habían cubierto con una gruesa tela de lana de colores para ocultar el hecho de que se le estaban saliendo las tripas. La tela era áspera y nudosa, con el dibujo tejido, y Clyde supuso que probablemente estaba hecha en casa. De haber sustituido aquel tapiz por una manta raída tejida con hilo hortera de poliéster, el sillón habría sido exactamente igual que el mobiliario con el que había crecido Clyde, así que de inmediato se sintió como en casa. Delante le pusieron una taza de té y un plato de pastas. Fazoul tomó asiento en un sofá cama igualmente devastado y durante una media hora comieron, bebieron y hablaron del tiempo y de la crianza de los hijos.

Cuando Clyde hubo comido pastas suficientes para satisfacer los feroces e implacables instintos de anfitriona de Farida, se relajó y se arrellanó en el sillón. Así veía mejor el tapiz y, mientras escuchaba a Fazoul relatar la última infección de oído de su hijo, sus ojos se fueron enfocando.

Lentamente comprendió que el motivo no era un dibujo geométrico abstracto. El borde de la tela era un largo tren de cajas verdes sobre ruedas con garabatos que Clyde supuso que debían de ser letras. De las cajas con ruedas salían cabezas con bigote. Las cabezas llevaban casco verde. De otras cajas sobresalían palos negros en distintas direcciones y de algunos de los palos negros salían líneas de puntos rojos. Las líneas de puntos rojos convergían sobre pequeñas chozas marrones que a Clyde le recordaron la tienda que Fazoul y sus compañeros habían levantado en el parque Albertson. Alrededor de esas tiendas había figuritas humanas. Algunas estaban tendidas en el suelo y de ellas manaba algo rojo. Otras llevaban palitos negros. Separando las piernas y hundiéndose en lo más profundo del sillón, Clyde comprobó que estaba sentado sobre una compleja representación de un helicóptero con líneas rojas que se alejaban de él en todas direcciones. Directamente hacia la entrepierna de Clyde y la parte posterior del helicóptero, impulsado por una cola de llamas amarillas y naranja, avanzaba un misil tierra-aire.

Si Fazoul advirtió que Clyde se daba cuenta de todo eso, no lo manifestó, limitándose a seguir hablando de asuntos normales de padres —concretamente de las ventajas de los pañales desechables sobre los de tela—. Farida continuamente se ponía en pie para dar caramelos a los niños que llamaban.

—Vamos a dar un paseo —dijo Fazoul de pronto, una vez que la conversación alcanzó el punto muerto natural.

—¿Puedo ir al baño? —dijo Clyde. En aquel momento, de haber estado entre americanos, habría soltado alguna tontería sobre el efecto del té.

—Por supuesto —dijo Fazoul.

De camino al baño, Clyde pasó frente a la puerta abierta del único dormitorio de la unidad. Vio una foto en la mesilla de noche: un retrato familiar de un joven guapo, una esposa joven y hermosa y cuatro niños. Mientras meaba, repasaba mentalmente la imagen y, cuando salió, pasó más lentamente por delante del dormitorio y dio un buen repaso a la fotografía. Se dio cuenta de que el joven guapo era Fazoul antes de que le pasara eso terrible que le había pasado, fuera lo que fuese. Sin embargo, la joven no era Farida.

Le sobresaltó un ruido dentro de la habitación. Fazoul salió del armario cargado con un saco de plástico que contenía algo pesado. Vio a Clyde.

—Mi primera esposa —explicó—, y nuestros hijos.

Clyde miró a Fazoul. No se atrevió a preguntar.

—Muertos —dijo Fazoul con calma—. Saddam vino a nuestro pueblo con gas.

A Clyde le dio vueltas la cabeza y los ojos se le llenaron de lágrimas. Se giró y recorrió el estrecho pasillo. Salió al aire frío de la noche, aterrorizando a un solitario niño vestido de comando. Fazoul le concedió algunos momentos de soledad, luego salió de la casa y le agarró del hombro.

—No te preocupes, Khalid —dijo—. Nos aseguraremos de que Desiree no tenga nada que temer de ese hombre. Es mi promesa personal.

Cuando Fazoul pronunció esas palabras fue cuando Clyde comprendió que le atenazaban dos emociones: no sólo era la conmoción de saber lo que le había pasado a Fazoul, sino también el miedo por lo que pudiera pasarles a él y a su familia.

La adolescente salió del coche, intercambió frases amables con Fazoul y desapareció en la noche.

—Cuando tenía cinco años vio cómo un grupo de iraníes violaban a su madre —dijo Fazoul.

—Buena chica —dijo Clyde. Fue todo lo que se le ocurrió.

Subieron al Coche de la Muerte y se quedaron allí unos minutos mientras Clyde recuperaba la orientación. Luego arrancó, puso la directa y dejó que el vehículo avanzase. Maggie se movió y balbució.

—¿Has dicho «iraníes»? —dijo Clyde un par de minutos más tarde, mientras salían del laberinto que era Stanton Court y llegaban a la calle principal.

—Tenemos muy mala suerte con nuestros hogares —dijo Fazoul—. Siempre hemos sido un pueblo nómada, lo que significa que seguimos a nuestro ganado. Tenemos problemas con las fronteras fijas. Así que los iraquíes, los iraníes, los chinos, los rusos, los kazajos, los armenios, los azeríes y muchos más nos desprecian por igual.

—Es muy mala situación en la que encontrarse —dijo Clyde.

—No por mucho tiempo —dijo Fazoul.

—¿Qué quieres decir?

—La tecnología está haciendo que las fronteras sean cada vez más irrelevantes. Los Gobiernos que siguen dando importancia a sus fronteras se niegan a comprender ese hecho fundamental. Nosotros vamos muy por delante. Claro está —añadió tímidamente tras una breve pausa— que por ahora los Gobiernos y las fronteras son muy importantes, como podrían contarte los kuwaitíes.

—¿Quieres ir a algún lugar en concreto?

—A la interestatal estará bien.

—¿Norte o sur?

—No importa.

Clyde salió de la ciudad en dirección sur, tomó por la Nueva Treinta y al este hacia la interestatal. Tenía la clara impresión de que Fazoul quería alejarse de la ciudad, así que en lugar de ir al norte, lo que les hubiese llevado a los límites de Nishnabotna, giró al sur, siguiendo las indicaciones hacia St. Louis.

Fazoul se puso cómodo y no dijo nada durante varios minutos. De vez en cuanto ajustaba con la mano el retrovisor de su puerta, aparentemente mirando las luces de las ciudades gemelas. Clyde también comprobó el espejo, intentando ver qué miraba Fazoul. Lo único visible en ese punto eran las luces rojas parpadeantes de la torre de agua y la torre de radio.

Avanzaron unos diez minutos más. Como Fazoul no parecía tener muchas ganas de hablar, Clyde subió la radio un poco. Mantenía sintonizada una emisora de noticias de Des Moines e instintivamente alargaba la mano hacia el volumen en cuanto oía la musiquilla que precedía el noticiario.

Del salpicadero surgió la voz de George Bush. Clyde y Fazoul le escucharon mientras recorrían la noche de Iowa. Estaba dando un discurso, explicando la situación en Kuwait, contando historias horribles sobre lo que le hacían a la gente, diciendo que era como la Europa ocupada por los nazis. Clyde no vio ninguna razón para estar en desacuerdo con la comparación; pero igualmente se resistió, porque sabía lo que pretendía el presidente.

—Es una estación directa… rebota en la ionosfera —dijo Fazoul de pronto—. Pero es una excepción. La mayoría de las transmisiones de radio son en línea recta. La radio no dobla muy bien las esquinas.

Clyde bajó el volumen. Volvió a mirar por el retrovisor y vio que las luces rojas se habían perdido tras el horizonte.

Fazoul abrió la bolsa de plástico y sacó una maraña de cables. En algún lugar de ese embrollo había un rectángulo de plástico blanquecino del tamaño de un sobre comercial, con agujeritos formando una rejilla. En esos agujeros había encajados muchos componentes electrónicos con un mar de pequeños cables coloreados. Del conjunto sobresalía un cable largo con un enchufe al final; Fazoul lo insertó en el encendedor del Coche de la Muerte. Se encendieron leds verdes y rojos. Fazoul pulsó botones y observó cómo un gráfico de barras de leds subía y bajaba.

—Alguien ha puesto un micrófono en tu coche —anunció Fazoul.

Clyde estuvo a punto de salirse de la carretera.

—Pero el micrófono no graba. Sólo transmite. Ahora no pueden oírnos, a menos que nos estén siguiendo con aviones o helicópteros. —Fazoul miró a través del techo solar. Clyde se resistió a la tentación de hacer lo mismo.

—¿Quién iba a espiarme? ¿El sheriff Mullowney? —dijo Clyde. Se avergonzó de inmediato de haber hecho una pregunta tan estúpida. Fazoul rió entre dientes y no le dio mayor importancia.

—Si arrancásemos el micro y lo examinase, te lo podría decir con exactitud. Tenemos huellas digitales de todos los agentes iraquíes locales. Pero es casi seguro que han sido los iraquíes, los israelíes o el contraespionaje del FBI. Probablemente el FBI… No tenemos ninguna razón para creer que los iraquíes o los israelíes sean conscientes de tu destreza para el contraespionaje.

—¿Qué demonios está pasando? —dijo Clyde.

—Tú sabes tanto como cualquiera de nosotros, Khalid. Sólo te falta el contexto.

—¿El contexto?

—Has deducido aspectos muy interesantes de las actividades iraquíes en el condado de Forks.

—Pero en realidad nunca creí tener razón.

—Supón que es cierto. Supón que tienes razón. Ahora intenta imaginar todas las implicaciones.

—No hago otra cosa, Fazoul. Tengo pesadillas por Desiree.

—No me refería exactamente a eso. Eso son implicaciones personales. Yo hablo del terreno de la política. Hablo de repercusiones en lugares como Washington, Bagdad y Tel Aviv.

—No sé nada sobre Washington, Bagdad ni Tel Aviv.

—En este momento —dijo Fazoul—, ése es tu mayor problema.

Continuaron en silencio un rato. Clyde se rió sin ganas al reflexionar sobre algo:

—No pusieron grabadora en mi coche porque sabían que yo era un paleto que jamás, nunca jamás, se alejaría de casa.

Fazoul no lo negó.

Iban por un tramo largo y recto de la interestatal sin otra cosa en la mediana que hierba crecida marchita por la primera helada. Un remolque que iba en sentido contrario rugiendo hacia el norte pasó a más de ciento treinta kilómetros por hora, y sus luces se perdieron en la oscuridad.

Clyde dio un bandazo hacia el arcén. La enorme ranchera viró a la izquierda mientras las ruedas iban del borde del arcén a la mediana.

—¡Clyde! —soltó Fazoul, usando una de sus garras deformes para sostenerse contra el salpicadero. Clyde frenó de golpe y giró el volante. La pesada parte trasera del coche giró por inercia y el vehículo cambió de sentido. Clyde le dio al acelerador y el potente 460 los sacó del arcén en dirección al norte. Toda la operación llevó unos segundos, pasados los cuales volvieron a la ciudad a unos cómodos cien kilómetros por hora. Maggie murmuró, se agitó en el asiento y volvió a dormirse.

—Fui el primero de la clase en la Academia de Policía de Iowa —dijo Clyde—. Nos enseñaron estas cosas.

—Impresionante —dijo Fazoul, con sinceridad.

—Pero el FBI, o quien sea, tiene toda la razón. No soy más que un paleto de pueblo —añadió Clyde—. En la Academia de Policía de Iowa no me enseñaron nada sobre Bagdad.

—Bien, ¿te lo tomarías mal si te aconsejara? —dijo cautelosamente Fazoul.

—Claro que no.

—Habla con el FBI. De todas formas, lo más probable es que ya sepan la mayor parte de lo que has descubierto. Si no se lo cuentas, parecerá que ocultas algo.

—La verdad es que me enorgullezco de realizar una buena labor policial de base —dijo Clyde—. Y ahora mismo no tengo lo necesario. No tengo pruebas sólidas. Se reirán de mí.

—Puede que se rían de ti porque eso es parte del juego al que están obligados a jugar —dijo Fazoul—. Pero todo lo que les cuentes acabará en Washington, en las mesas de personas que no se reirán.

—Fazoul, ¿quién demonios eres? —dijo Clyde. Resultaba agradable plantear al fin la pregunta.

Fazoul dijo:

—Has visto la fotografía. Has visto a mi nuevo hijo. Ése soy yo.

—¿Pero aparte de eso…?

—Tengo amigos con acceso a más información sobre este asunto —dijo Fazoul—. Desde que hablamos en casa de los Stonefield he estado comunicándome con esos amigos, por canales que ni el FBI ni los iraquíes ni nadie más puede controlar. Me dicen que tu idea descabellada es más que plausible.

Otro silencio largo. Clyde al fin se obligó a decir algo. Habló entre dientes.

—El tipo del FBI examinó mi informe sobre la mutilación del caballo y dijo que estaba muy bien redactado —dijo—. No me gusta echarme flores, pero eso dijo. Me dijo que debería pensar en mandar una solicitud de empleo al FBI.

—Ah —dijo Fazoul en voz baja.

—Voy a perder las elecciones, Fazoul. Me van a patear el culo.

—Eso dicen.

—Y eso me ha hecho pensar, bien…

—Comprendo —dijo Fazoul—. Para ti lo del FBI es muy importante.

—Sí —le confesó Clyde, sintiendo un nudo en la garganta—. No me había dado cuenta hasta ahora. La idea de presentar un informe parcial… algo que puede acabar en mi expediente…

—¿Te ayudaría —dijo Fazoul— si te dijese que el representante local del FBI podría no ser del todo sincero?

—Bien, ya lo he pensado —admitió Clyde—. Simplemente digo que para mí es una cuestión de orgullo no presentar un informe caricaturesco.

Fazoul guardó silencio durante un minuto. Luego dijo:

—Me cuentan que, a mediados de julio, tres hombres con pasaporte jordano llegaron a la Universidad de Iowa Oriental haciéndose pasar por estudiantes graduados. El difunto doctor Vandeventer se ocupó de todos los detalles. Realmente no son jordanos. Son iraquíes. Uno de ellos ocupa un puesto muy alto en el círculo interno de Saddam. Es un hombre que estuvo implicado en el programa supercañón y otras aventuras similares. Otro es un agente de seguridad que actúa como guardaespaldas y matón del primero. El tercero es un experto en armas biológicas.

—Dices que llegaron a mediados de julio. Dos semanas antes de la invasión.

—Saddam tomó la decisión de invadir Kuwait a mediados de julio —dijo Fazoul—. En ese momento se pusieron en marcha varios planes de contingencia. Éste fue uno de ellos.

—¿Para qué me lo cuentas? ¿Para que redacte mi informe?

—Sí. Dices que te faltan pruebas.

—Pero según tú el FBI ya lo sabe todo.

—Probablemente alguien del FBI ya lo sabe todo. Otros no… o quizá no quieran creerlo por razones personales.

—¿Hablas de política interna?

—Exacto.

—Eso nunca se me ha dado bien. Puedes preguntárselo a Mullowney.

—Piensa en el fútbol americano. No tienes que ser el entrenador o el quaterback. Esos papeles los representan personas que no conoces, gente de Washington. Tú eres como un central. No tienes más que lanzar el balón cuando te lo digan.

—Y luego un defensa de ciento treinta y cinco kilos me aplastará contra el suelo.

—Algo así —dijo Fazoul—. No puedo prometer una solución simple. Ni siquiera una segura.

Llegaron a lo alto de una leve pendiente y, de pronto, frente a ellos se desplegaron las luces de Nishnabotna.

—Los forros para pañales con velcro son los mejores —dijo Clyde—, si te los puedes permitir.