Al salir de la ranchera al camino de entrada circular de la mansión, la mujer se acercó a saludarlos: un frente tormentoso de satén blanco precedido por un muro denso de perfume dulzón. Anita Stonefield agarraba un bastón con una reluciente estrella de cinco puntas en un extremo, de resina epóxica recubierta de algo parecido al vidrio y, cuando rodeó con los brazos a Desiree y a Maggie, la estrella describió en el aire un arco amplio como el de un cometa, le dio a Clyde en la nariz y le dejó atontado de dolor.
Llegó otro coche y Anita se apartó de ellos para recibir a los recién llegados con el mismo grado de simpatía que siempre provocaba sudor frío y ganas de huir en el candidato a sheriff. Desiree había sorprendido a Clyde presentándose en casa el fin de semana; había logrado sacarle un par de días de permiso a su oficial superior y se había apuntado al coche de dos enfermeras que iban a Chicago. Clyde consideró que la generosidad del comandante debía de significar que no esperaba nada bueno para los miembros de Fort Riley. Desiree estaba segura de que lo había hecho «por ser amable».
Pero Desiree no veía la CNN como hacía Clyde. Justo el día anterior había visto a Dick Cheney en la tele anunciando que en el Golfo harían falta muchas más tropas. Clyde ya había aceptado la invitación para la cena anual del Día de la ONU organizada por Anita Stonefield. No tenía una forma cortés de cancelar el compromiso y a Desiree parecía apetecerle salir por ahí y relacionarse. Así que allí estaban, caminando por un costado de la mansión Stonefield, siguiendo las voces agudas de los niños que jugaban en la parte posterior.
Había sido una tarde húmeda y gris de otoño, y la noche parecía querer llegar horas antes que el día anterior. Los Stonefield habían montado una carpa amarilla y blanca y traído equipo pesado de barbacoa. Mientras Clyde examinaba los distintos cortes de carne que se preparaban en las enormes parrillas, pertenecientes a distintas especies animales, descubrió que no podía sacarse de la cabeza recuerdos poco apropiados de Byproducts Unlimited.
Anita celebraba aquella cena al aire libre todos los años, justo antes de la noche «truco-o-trato» de UNICEF, de la que era organizadora regional. Era un acto de tarde-noche. Todos los niños iban disfrazados, les daban cajitas naranja de «truco-o-trato» y tenían la oportunidad de mirar boquiabiertos a extranjeros de verdad traídos para ilustrar el tema de la fiesta. Con la ayuda del decano Knightly, Anita podía preparar una lista de invitados de hasta sesenta países diferentes. Aquel año habían prescindido de Irak, en cuyo lugar asistía una familia kurda que estudiaba con pasaporte sirio.
En los últimos tiempos Clyde recibía muchas invitaciones a actos en los que su presencia estaba completamente fuera de lugar, o era como mínimo irrelevante. Probablemente fuese por lástima. El decano Knightly lo llamaba a menudo para ver cómo estaba. Y los Stonefield le invitaban a todas las funciones sociales que montaban. Como resultado de esa serie de actos, Clyde había consolidado aun más sus votos entre la capa superior de los republicanos; el doctor Jerry Tompkins decía que en las últimas semanas su porcentaje de ese voto había crecido vertiginosamente del noventa y seis por ciento al noventa y nueve por ciento, con un margen de error del seis por ciento.
A Clyde le habían asignado el trabajo de entregar las cajitas color naranja y se dedicó a él con tanto empeño que probablemente incrementó su ascendiente en el segmento crucial de los «demasiado jóvenes para votar». Luego vagabundeó por el enorme patio de los Stonefield, intentando tranquilizarse, con una de las mejores cervezas de Jack Carlson en la mano, y dio con varios estudiantes extranjeros que trabajaban alrededor de una parrilla portátil a gas. Uno tiraba a asimétrico y se movía con una cojera característica.
—¿Esta es la sección halalt? —preguntó desde la distancia. Tenía miedo de contaminar algo si se acercaba demasiado con alcohol en la mano.
Fazoul, encantado, insistió en que se acercase más. Los dos admitieron que había pasado demasiado tiempo. Fazoul había estado ocupado con sus investigaciones y como la ausente Desiree era la que se encargaba de todos los contactos sociales de los Banks, Clyde no había visto a muchos amigos, ni nuevos ni viejos.
Fazoul llenó un plato con brochetas y se lo entregó a Clyde. Viendo que Clyde no podía hablar con la boca llena, cargó con el peso de la conversación. Siempre acababa hablando del tema del Oriente Medio, de la extrema perfidia de Saddam Hussein y, por extensión, de la mayoría de los iraquíes y, en menor medida, de muchos árabes. Estaba claro que el tema le obsesionada; cuando se emocionaba, se ponía como un loco, agitando las manos y citando versos del Corán en árabe y luego traduciéndolos al inglés para cimentar sus ideas; como si temiese que Clyde fuese un admirador secreto de Saddam. Clyde masticaba y asentía, con la idea de que manifestar acuerdo posiblemente le calmase; pero sólo parecía animarle más.
Pronto uno de los agentes de Anita se llevó a Clyde para que estrechara manos y cenara. Mucho más tarde Clyde se dio cuenta de que había perdido la pista de su mujer y su hija; supo de oídas que se habían ido a casa para que Maggie se acostara. Anita Stonefield había preparado el viaje de vuelta de Clyde para que pudiera quedarse hasta la fase adulta de la fiesta.
En los años cincuenta, John Stonefield había comprado toda la tierra de la zona, construido el club de campo y las casas que lo rodeaban, y entregado a sus hijos las parcelas más suculentas. El interés de Terry por las casas se limitaba a lo puramente financiero y no le importaban el estilo arquitectónico ni la decoración de interiores, de la misma forma que no le importaba el tipo de papel en el que se imprimían los certificados de acciones de sus inversiones. Cedió todo el control a Anita, que había diseñado y hecho construir una inmensa mansión directamente frente al club. Su intención era que pareciera sacada de Lo que el viento se llevó, pero se había visto obligaba a hacer algunas concesiones al clima de Iowa: el espacioso porche estaba cerrado por cristaleras dobles y el mirador del tejado se había convertido en un extraño híbrido entre torreta de artillero y bóveda. Alrededor del edificio habían instalado potentes focos sobre pesados soportes enterrados enfocados hacia la casa. Brillaban tanto que se decía que los grandes aviones de pasajeros los usaban como conos de tráfico en su aproximación a O’Hare.
En ese entorno, Clyde, varios otros candidatos republicanos, Fazoul y otros estudiantes extranjeros, un par de docenas de miembros del club de campo local y otros personajes importantes quedaron atrapados durante las siguientes horas.
En cierto momento de la noche Clyde se encontró vagando por ahí seguido de Fazoul, intentando alejarse del sonido del estéreo de Anita, que llegaba a todas las habitaciones a través de altavoces ocultos en el techo. Había puesto dos compactos de clásicos reciclados de la música de instituto interpretados por un grupo de imitación llamado Artistas Originales, y por todas partes había republicanos borrachos ejecutando arcaicos pasos de baile.
Vagaron protegiéndose los ojos del brillo ártico de las alfombras nevadas y los objetos de vidrio atravesados por potentes luces halógenas, y entraron en una simulación de biblioteca. Las paredes estaban llenas de cuadros y fotografías de alemanes temibles de gigantesco bigote que daban la impresión de estar a punto de sufrir un aneurisma por culpa de la música.
Desde la biblioteca una escalera de caracol llevaba hasta el segundo piso y, de allí, a la bóveda, que, a juzgar por los montones de cenizas de puro en el enorme cenicero y las chapas de cerveza de la papelera, Terry había adoptado como refugio. De eso les sirvió a Clyde y Fazoul, en la medida en que no había altavoces ni bailarines. Un anillo de ventanas ofrecía una panorámica completa del condado de Forks: el campo de golf al norte y, al sur, las granjas, con bosques en los pliegues de la tierra, descendiendo imperceptiblemente hacia la ciudad de Wapsipinicon y la confluencia de los ríos.
Cerca de la casa vieron claramente al profesor Arthur Larsen llevándose a Anita tras el cenador irlandés importado y acariciándole los pechos mientras ella le agarraba la cabeza y unía sus labios con los suyos. Clyde dio la espalda a la escena; era peor que lo de Byproducts Unlimited. Fazoul lo vio pero no reaccionó visiblemente; para él, aparentemente, era simplemente lo normal en los modernos Estados Unidos. A Clyde le dio vergüenza, pero no podía hacer nada.
—¿Cómo puedo ayudarte, Clyde? —dijo Fazoul.
—¿Disculpa?
—Dijiste que querías aprovecharte de mi cerebro. Si comprendo la frase, entonces mi cerebro siempre está dispuesto a que tú te aproveches de él.
—Bien. —Clyde hundió las manos en los bolsillos de los pantalones del uniforme y cerro los puños, para luego mirar fijamente, durante todo un minuto, el telescopio de Terry Stonefield—. Simplemente es que me he dado cuenta de algunas cosas.
Fazoul alzó una ceja. En los meses transcurridos desde que se habían conocido, había valorado a Clyde y aparentemente había llegado a la conclusión de que cuando Clyde se fijaba en algo y se molestaba en comentarlo lo más probable era que fuese a producirse una charla muy larga. Así que retrocedió un par de pasos y con delicadeza tomó asiento bajo la ventana, poniéndose cómodo, para esperar a que Clyde hablase.
—Creo que en Forks está pasando algo muy raro. Creo que es importante. Creo que es algo relacionado con estudiantes extranjeros —probablemente de Irak. Y tiene que ver con la toxina botulínica.
Fazoul asintió animándole hasta que Clyde pronunció las últimas palabras. Luego dio un salto, como si no pudiese creer que Clyde hubiese dicho lo que había dicho. Suspiró hondamente y se pasó una mano por la cabeza deformada, apartándose de la frente lo que le quedaba de flequillo. Agitó la cabeza y cerró los ojos pensando intensamente.
—Por favor, sigue —dijo en voz baja.
—Bien, antes opinabas sobre Saddam. Y resulta que yo he estado estudiando al viejo Saddam desde que amenaza con matar a mi esposa. Y no puedo afirmar que sea ningún experto en ese hombre, pero sé que trabaja como un loco para conseguir armas nucleares, un supercañón, misiles y armas químicas. Si oyes todo aquello en lo que ha estado trabajando, te imaginas Irak como un enorme laboratorio y a todos los iraquíes como doctores. Pero he visto Irak por la tele y sé que no es un gran laboratorio. Por tanto, ¿dónde tiene a sus científicos? Bien, cuando el decano Knightly me dijo que había cincuenta y tres iraquíes en Wapsipinicon, fui atando cabos. La UIO ni siquiera es una universidad grande. Hay docenas como ella. Si Saddam tiene a cincuenta y tres pitagorines aquí… bien, es fácil echar cuentas. Un par de veces por noche atravieso la universidad porque la policía del campus tiene medios reducidos y nos pide ayuda. Y he visto a los estudiantes extranjeros por las ventanas del centro de ordenadores, a las tres o las cuatro de la mañana. He oído que pueden usar los ordenadores para intercambiar información con amigos situados en otros estados o países.
»Así que me puse a pensar, sólo por permitirme ser paranoico durante un segundo: ¿y si todos esos estudiantes graduados iraquíes fuesen en realidad parte del gran plan de Saddam para matar a mi mujer? Cuando me lo planteé de esa forma, me alteré bastante.
—Claro que sí —dijo Fazoul. A Clyde le pareció que los ojos de Fazoul relucían un poquito.
—Así que vamos a repasarlo bien. ¿Qué podrían estar tramando los iraquíes en el condado de Forks? La UIO tiene una escuela de ingeniería razonablemente buena, o eso afirma, pero es mejor que nadie en veterinaria. Bien, si yo fuese Saddam, ¿por qué iba a enviar a mis empollones a la Facultad de Veterinaria? Bien, lo primero que me vino a la cabeza fue el carbunco. Es una enfermedad veterinaria, pero desde agosto la prensa no deja de hablar de que Saddam va a usarlo como arma biológica.
»Puede que oyeses que a principios de agosto, casi el mismo día de la invasión de Kuwait, perdimos a un ayudante. Recuperaba un caballo huido del laboratorio de patología forense y al que unos mutiladores de ganado habían herido. Murió de un ataque al corazón. Intenté hacerle masaje cardiaco, pero no funcionó. Por alguna razón, el FBI se interesó mucho por el caso.
»Luego supe por mis parientes que el Gobierno estaba buscando caballos viejos para donar sangre por su país en el laboratorio de patología veterinaria. Y supe por Desiree que el Ejército dispone de un buen montón de vacunas contra el carbunco pero anda corto de antitoxina botulínica. Y hablé con un anciano experto en botulínica, y me explicó que la antitoxina se prepara inyectando toxina botulínica en los caballos para que desarrollen una potente inmunidad; luego les sacan sangre. Me informé en la biblioteca y descubrí que la toxina botulínica mata paralizando los músculos… sobre todo el corazón y los músculos respiratorios.
»Así que, sumando dos más dos, deduje que mi amigo el ayudante no murió de un ataque al corazón como creíamos. El caballo que perseguía era una de las fábricas de antitoxinas a cuatro patas del Ejército y tenía en las venas toxina suficiente para matar a mil hombres, y esa sangre tóxica fluía de él porque lo habían mutilado. Cuando Hal le perseguía, se hizo pequeños cortes en las manos al saltar las verjas de espino y, cuando logró tranquilizar al caballo y le acariciaba el cuello, sangre del caballo le entró en esos cortes y de pronto se le paralizaron el corazón y los pulmones. Al forense no se le ocurrió hacer la prueba de la toxina botulínica y, naturalmente, dio por supuesto que había sido un ataque al corazón. Cuando el Gobierno supo que uno de sus dos caballos botulínicos había sido atacado, mandó al FBI a investigar. Debían de saber que Hal realmente no había muerto de un ataque al corazón, pero no lo dicen porque es una cuestión de seguridad nacional.
»Lo que nos deja la pregunta de quién mutiló a ese caballo y por qué. Se supone que debemos pensar que fueron unos satanistas. Pero creo que esa racha de mutilaciones de ganado no fue más que un engaño, algo que se hizo para poder mutilar al caballo botulínico sin llamar demasiado la atención.
»¿Por qué iba a querer alguien mutilar un caballo botulínico? Bien, quizá quisiese obtener una muestra de sangre de ese caballo. De lograrlo, tendría una muestra de la antitoxina que el Ejército va a usar para proteger a Desiree y a los demás soldados si realmente estalla la guerra. Según mi amigo el profesor, hay muchas variedades diferentes de Clostridium botulinum. Por tanto, disponer de una muestra permite escoger una variedad que produzca una toxina para la que el suero del Gobierno sea menos efectivo. A continuación, ese alguien podría producir grandes cantidades de toxina en unas instalaciones muy simples.
»Bien, Fazoul, si eso fuese todo, no tendría que pensar nada más. Llegaría a la conclusión de que las muestras han sido enviadas por mensajería a Bagdad y que allí se ocupaban de la producción. Pero la historia es más larga.
Durante gran parte de la narración, Fazoul había estado mirando por la ventana, hacia las luces de Wapsipinicon, asintiendo con frecuencia, como si estuviese de acuerdo con Clyde pero la información no le resultase especialmente novedosa o interesante. Pero entonces se sobresaltó un poco y se volvió para mirar a Clyde a los ojos. Por primera vez, parecía no saber qué iba a decir Clyde a continuación.
Clyde siguió hablando.
—Tengo una idea demencial que nadie, excepto yo, llegará a creer jamás. Nadie excepto yo y quizá tú, porque tengo la sensación de que podrías estar igual de loco que yo.
—¿Cuál es tu idea? —dijo Fazoul, algo irritado por la súbita reticencia de Clyde.
—Que Saddam está construyendo una instalación de producción de armas biológicas, o quizá ya la tenga en funcionamiento, aquí mismo, en el condado Forks.
Fazoul hizo algo sorprendente: sonrió. Intentó no hacerlo, pero no pudo evitar que la sonrisa se extendiese por su rostro devastado.
—¿Puedo oír tu razonamiento?
—No lo tengo todo tan bien hilado como la primera parte —dijo Clyde—. Pero, para empezar, simplemente tiene sentido. Tiene aquí a sus grandes científicos. ¿Por qué no fabricarlas aquí? En Iowa es fácil conseguir materiales y no se tiene que preocupar de las fotos de los satélites ni de que le bombardeen los israelíes. El doctor Folkes dice que esa sustancia es tan potente que si tuvieses, digamos, un camión lleno, podrías cambiar el resultado de la guerra. Y para un tipo como Saddam, llevar el contenido de un camión desde Iowa a Oriente Medio no es tan difícil.
—Estoy de acuerdo en que la idea es plausible —dijo Fazoul en un tono bajo y tranquilizador. Luego, con más impaciencia—: ¿Qué pruebas tienes?
—A las bacterias hay que darles de comer ciertas cosas: levadura cervecera, azúcar y una solución de proteínas —dijo Clyde—. Bien, supe por Jack Carlson que Tab Templeton compró un montón de levadura de cerveza a principios de octubre y que se la llevó en una furgoneta que se ajustaba a la descripción de la empleada por los mutiladores del supuesto culto satánico. Y sabemos que durante la última o las dos últimas semanas de su vida, Tab vivía en un armario en Byproducts Unlimited, en cuyo almacén no hay otra cosa que sacos de proteínas esperando a que alguien se los lleve. Me pasé por la Procesadora de Maíz de Nishnabotna y hablé con los tipos del departamento de ventas y supe que Tab, una semana antes de su muerte, había comprado algunos barriles de jarabe de maíz. Y yo mismo le vi en Hardware Hank cargado de tuberías de PVC. En la última semana he estado por cooperativas y otros comercios de suministros para granjas de los alrededores y he descubierto que Tab adquirió varios depósitos de almacenamiento de gran tamaño, de fibra de vidrio, de los que usan los granjeros para almacenar pesticidas y otros líquidos en grandes cantidades.
»Me imaginé que si yo fuese un estudiante graduado iraquí tirando a flacucho e intentase construir una fábrica de toxina botulínica en algún viejo granero o garaje en medio de Iowa, tendría varios problemas. Para empezar, implica mucho trabajo físico… mover barriles y demás. Además, llamaría la atención si hiciese cola en la caja de Hardware Hank cargado con un montón de tuberías. Así que lo más inteligente sería contratar a alguien como Tab Templeton para que lo hiciese todo por mí.
Fazoul dijo:
—¿De verdad crees que alguien tan preocupado por la seguridad como Saddam dejaría un secreto de esa importancia en manos de un borracho estadounidense?
Lo que paró a Clyde en seco, porque era una objeción que él mismo se había planteado en muchas ocasiones. Vaciló, rompió el contacto ocular con Fazoul y miró por la ventana.
—Tienes razón. Es imposible —dijo Clyde—. Estoy siendo un paranoico. —Luego recordó algo—. Lo único es que Tab ha muerto. Lo que no se puede decir que sea una sorpresa, porque hace tiempo que todos esperábamos que muriese. Pero cuesta creer que incluso un borracho estúpido como Tab se cayese por accidente en esa tolva. Y tampoco explica cómo tuvo acceso a la furgoneta o por qué la tiró por el embarcadero al embalse Pla-Mor.
—Es una elucubración interesante —dijo Fazoul tras un largo silencio—. Con tu permiso, se lo contaré a algunos amigos míos que están más familiarizados con el estado actual de los asuntos del Golfo. Quizá puedan darnos alguna pista adicional que ayude a demostrar o refutar tu hipótesis.
—Bien, sería estupendo —le soltó un asombrado Clyde. Simplemente había querido usar a Fazoul como público y su única esperanza era que no se riese en sus narices. Le sorprendió y le avergonzó un poco enterarse de que Fazoul repetiría sus teorías absurdas a personas todavía más exóticas y sofisticadas que él mismo.
Abajo, un Corvette rojo salió del aparcamiento de tierra, recorrió la mitad del círculo de la entrada y se detuvo con un frenazo frente a la puerta principal. Hizo sonar la bocina. De abajo llegaron voces llamando a Clyde.
—Supongo que ése es mi coche. Espero no tener que detenerle por conducir borracho —dijo Clyde—. Mantengamos el contacto.
—No te preocupes por eso —dijo Fazoul.
Clyde descendió hasta la planta baja y en el vestíbulo se despidió de varios invitados por medio de gestos. Mandó un beso con la mano a Anita y salió por la puerta para subirse al Corvette, que revolucionaba impaciente el motor. Clyde abrió la puerta del copiloto y se inclinó mucho para ver en el interior de un vehículo tan bajo. Al volante, apestando a colonia europea, estaba Buck Chandler.
—¡Vamos a ver qué tal va, Clyde! —aulló, dándole un golpe al volante.
—¿Cómo estás de borracho? —dijo Clyde.
—¡Eh! —dijo Buck, como si le alegrase que Clyde hubiese sido tan descortés como para preguntarlo. Aparcó el Corvette, abrió la portezuela y salió con toda la facilidad con la que podía salir un hombre de su edad con una rodilla lesionada por el fútbol—. Mira —dijo. Se encogió de hombros y lanzó los puños teatralmente, sostuvo las manos a ambos lados, luego cerró los ojos y levantó un pie del suelo. Sosteniéndose sobre una pierna, como un flamenco, se puso a tocarse la punta de la nariz con el índice de ambas manos alternativamente—. Cien… noventa y tres… ochenta y seis… setenta y nueve… setenta y dos… y demás —dijo, abriendo al fin los ojos y bajando el pie. Alzó las cejas con expectación.
—Te has gastado todo el dinero de la bebida en el coche, ¿eh? —dijo Clyde, subiendo. Buck se rió con ganas y se puso al volante. Clyde se abrochó el cinturón y abrió un poco la ventanilla para que entrara aire fresco.
—Seco del todo desde hace un par de meses, Clyde. Nunca me he sentido mejor. —Buck le dio al acelerador y el Corvette tomó la curva con una arrancada escandalosa.
—Bien, eso está bien, porque cuando me elijan voy a caer como un demonio sobre los conductores borrachos.
Buck volvió a reír.
—Es por eso que dejé de beber —dijo—. Sabía que el viejo Clyde me trataría como a todos los demás. Por eso y porque sabía que tendría que ocuparme de mis negocios si quiero pagar a todos esos abogados divorcistas.
—Bien, habitualmente un divorcio me parece una tragedia —dijo Clyde—, pero en tu caso, creo que te ha sentado bien.
—Yo no podría haberlo expresado mejor —dijo Buck. El Corvette salió del camino de entrada de los Stonefield y voló hacia Wapsipinicon como un Scud caído del cielo.