CAPÍTULO 33

El teléfono seguro del armario se puso a sonar un sábado por la tarde, justo después del almuerzo. Betsy pensó primero que debía de ser Kevin llamando para mantenerla al corriente. El día anterior le había dejado un mensaje anunciando que abandonaba su vida: había renunciado al trabajo con el Hacedor de Lluvia, había metido algunas cosas en su Camry y se iba a echar a la carretera, en dirección oeste. No iba a parar hasta llegar a Nampa, o quizás incluso a la Costa Oeste. Lo curioso era que no estaba borracho en absoluto. Parecía más sobrio que desde hacía meses.

Pero era irracional por su parte creer que Kevin pudiera llamarla en el teléfono seguro. Sólo unas pocas personas tenían acceso a ese teléfono. Descolgó y oyó la voz familiar de Edward Seamus Hennessey:

—Buenas tardes… La temperatura no supera los treinta y ocho grados, la humedad no pasa del noventa y cinco por ciento, el recuento de ozono alcanza nuevos máximos. Nos vemos en Iwo Jima dentro de quince minutos.

Para Betsy había cinco minutos caminando hasta el monumento a Iwo Jima. En verano a veces iba allí los martes por la tarde para ver cómo la guardia del Cuerpo de Marines ejecutaba su maniobra de precisión… Le gustaba especialmente el «ejercicio silencioso» en el que, durante veinte minutos, los marines exquisitamente entrenados se movían con precisión más que mecánica mientras la puesta de sol teñía los edificios del Mail y el Capitolio con infinitos tonos de rosa y naranja.

Aquél no era día para estar en el monumento. Como le había indicado Hennessey, el tiempo era fatal. Pero Betsy llevaba en casa desde la tarde anterior, ocupándose de la colada y limpiando, y necesitaba salir aunque el día fuese horrible. Dio una vuelta alrededor de la base del monumento y leyó los nombres de todas las batallas en que los marines habían luchado. Se detuvo en el lado sur, miró el mástil de la bandera y vio las manos que intentaban plantarla en la tierra difícil del monte Suribachi.

En momentos así, o cuando recorría el Muro de Vietnam buscando el nombre de su primo, que había muerto allí, o cuando iba a Lincoln y leía las paredes, amaba su país. Y cuando amaba a su país, tenía fuerzas para indignarse por lo que le estaba pasando. Claro está, tendría que haberse sentido siempre así, pero en los días que corrían le hacía falta un paseo hasta un importante monumento nacional para tener la perspectiva adecuada.

Sabía que mantener un encuentro privado con Hennessey acabaría con su carrera, pero eso ya no le importaba. Era hora de abandonar Washington, de dejarlo como Kevin lo había dejado.

No sabía qué haría ella en Nampa. Pero mientras leía los nombres de batallas y pensaba en todos los jóvenes que habían muerto por Estados Unidos, en ocasiones demasiados, empezó a comprender. Las guerras eran algo más que batallas entre enemigos declarados; se libraban continuamente y a todos los niveles, y en ocasiones morían inocentes. Ella lo había hecho lo mejor posible, había arriesgado el cuello, pero seguía con vida, y había todo un mundo más allá de Washington donde no habían ensuciado su nombre y donde podría tener una carrera. Se volvió para mirar, a través del ozono, el polen y la humedad, la otra orilla del Potomac, el otro extremo del puente Roosevelt, y vio los distintos tonos de gris de Lincoln, Washington y el Capitolio, el hermoso Capitolio, y a su derecha las ondulaciones de lápidas blancas de Arlington. No se justificaba a sí misma con la idea de que otros hubiesen muerto en esas guerras, en ocasiones innecesaria y estúpidamente… simplemente le ayudaba a no sentirse sola.

Siguió rodeando el Iwo Jima leyendo nombres de batallas y se topó con Hennessey, que no la vio.

—Bonito día —dijo Betsy, pretendiendo imprimir al saludo cierta ironía.

Hennessey no respondió. Fumaba un cigarrillo, sin mirar a ningún punto en concreto, y luego dijo:

—Mi hermano está ahí. —Indicó un nombre—. Habría acabado borracho o en una cárcel si no se hubiese alistado en los marines y se hubiese convertido en héroe nacional. En mi familia todos beben demasiado. Siempre ha sido así. Pero también hacemos cosas interesantes. Claro está, nunca grabarán mi nombre en piedra.

Todavía no había mirado a Betsy y ésta se desplazó para apoyarse en la barandilla que rodeaba el monumento. Los dos se sentían agotados, tristes y frustrados.

—¿Por qué sigues?

—No lo sé. Supongo que soy una de las pocas personas que quedan que recuerdan la época en que era un honor trabajar para el Gobierno. —Hennessey hizo una breve pausa—. Eres buena persona. Me gustaría que hubieses probado esta ciudad en tiempos de Truman… cuando llegué yo… o incluso con Kennedy. —Otra pausa—. Pero no quería hablar de eso. Te he traído aquí para que pudiésemos tener algo de intimidad.

—¿Intimidad? —Betsy sonrió y miró la fila de autobuses turísticos del aparcamiento, con sus grupos de turistas americanos y europeos corriendo de un lado a otro.

—Sabes a qué me refiero —dijo Hennessey.

—¿El teléfono del armario no basta?

—El teléfono mágico no es apropiado para lo que voy a contarte —dijo Hennessey. Tiró el cigarrillo, miró a Betsy y se puso recto, adoptando de pronto un aspecto mucho más gubernamental.

Betsy recordó una vez, cuando era niña, que le sacaron un diente. Una vez tomada la decisión y autorizado el procedimiento, de pronto el dentista y sus ayudantes habían cambiado a una marcha más alta y habían ejecutado el trabajo con asombrosa rapidez. Eficiencia repetida y despiadada. En cierta forma, resultaba frío. Pero también era la mejor forma.

Hennessey actuaba igual, haciendo algo que evidentemente ya había hecho antes en múltiples ocasiones. Había tomado la decisión y nada le detendría. Dio un paso hacia Betsy, con una mano le agarró el brazo con firmeza, mirándola directamente a los ojos. Luego le dijo unas palabras que Betsy no oyó. Pero no importaba, porque en cierto modo ya lo sabía, lo había sabido desde el momento que Hennessey la había llamado por el teléfono mágico.

Los turistas cansados y sudorosos que obedientemente daban vueltas alrededor del monumento a Iwo Jima se distrajeron un momento con el grito de una mujer. Era un grito de angustia, no de miedo. Una mujer corpulenta se había hincado de rodillas con ambas manos en la cabeza agarrándose el lacio pelo castaño, como si quisiese arrancárselo. Un caballero de más edad estaba inclinado sobre ella, con una mano en su hombro, hablándole en voz baja. Algunos de los turistas de mayor edad, entre los que había muchos veteranos de los marines, experimentaron la extraña sensación de retroceder en el tiempo, a finales de los años cuarenta, cuando las jóvenes viudas de los muertos de guerra americanos habían ido a las inauguraciones de monumentos como ése y a las que la pena las había superado de pronto.

Aquella mujer era demasiado joven para haber conocido a alguien muerto en la guerra. Los turistas sólo podían elucubrar. Pero los más viejos sabían bien lo que veían.