CAPÍTULO 32

Mientras los cuerpos descuartizados de diez o doce pollos se peleaban en la cazuela turbulenta de manteca hirviente sobre la cocina con la potencia de unos altos hornos de la señora Dhont, Clyde, los Dhont, varios parientes lejanos y algunos vecinos jugaban al fútbol en el campo de maíz recién cosechado. Los rastrojos del maíz habían quedado aplastados, pero todavía sobresalían del suelo bastantes troncos en ángulos caprichosos como si fuesen cañas de bambú. A pesar de esos y otros peligros, Clyde salió airoso con honor, teniendo en cuenta que varios miembros del equipo contrario habían ganado medallas olímpicas en lucha libre. A lo largo de los años Clyde había desarrollado estrategias de supervivencia: por ejemplo, en lugar de intentar bloquear a un Dhont, simplemente se echaba al suelo para soportar la embestida, como un granjero al aire libre se agacha frente al paso de un tornado, y lo más probable era que el atacante chocase con él, diese un traspiés y acabase de bruces en el suelo.

La señora Dhont hizo sonar la campana de la cena, lo que según las reglas Dhont significaba que el partido había entrado en su última serie de puntos. Clyde incluso había empezado a considerar la posibilidad de superar aquel partido sin romperse ningún hueso, sólo con algunos cortes y hematomas. Mientras en el ala izquierda intentaba bloquear a uno de los Dhont más viejos y pequeños, oyó a Dan hijo, el quaterback de su equipo, gritándole, y se volvió. Allí estaba el balón, a no más de un metro de él, cayendo como un proyectil de artillería. Lo agarró obedeciendo un impulso. De haber tenido más tiempo para meditar las consecuencias, lo hubiese dejado caer. La defensa, dispersa sobre lo que debía de ser un kilómetro y medio cuadrado de terreno revuelto y negro, soltó un grito general de aprobación y sed de sangre. La verja de alambre de espino que indicaba la línea de meta se encontraba al otro extremo de ese terreno, aunque la curvatura de la Tierra impedía que Clyde la viese bien. Apretó el balón contra el estómago y lo cubrió con ambos brazos. No era una forma muy elegante de correr, pero era inevitable cuando se jugaba contra varios Dhont. A continuación echó a correr. Dylan Dhont, cuando le había bloqueado el día anterior, le había hecho daño en una cadera y por tanto se movía casi de lado, como un cangrejo cojo.

Una masa enorme se materializó en su campo de visión: Hal Dhont, uno de los primos, de ciento treinta y cinco kilos, del equipo de Clyde. Hal se movió, avanzando por el campo como una cosechadora fuera de control. Ganaron trescientos metros de terreno antes de encontrar oposición organizada. Hal se lanzó sobre DeWayne Dhont, quien intentó esquivarlo; pero, en el último momento, Hal extendió un brazo y bloqueó a DeWayne. A continuación hundió su cuerpo contra otro Dhont y casi se detuvo. Clyde llegó detrás, giró sobre su espalda y alcanzó campo abierto. No estaba seguro de su posición; el tamaño del campo de juego casi obligaba a los jugadores a cargar con brújulas y sextantes. Cuando al fin identificó la línea de meta, quedó consternado: la protegían no menos de tres Dhont. Uno de ellos era Desmond… luchador titular de los Twisters, quien, como sabían todos los policías de la zona, salía con sus colegas y cazaba jugadores de fútbol para divertirse.

Pasarían varios minutos antes de que llegase hasta allí y no tenía sentido poner a prueba su coraje. Correteó un rato, intentando recuperar el aliento y pensar en otras cosas. Pensó un poco más en el reciente asesinato del doctor Kevin Vandeventer.

Clyde entró en el Departamento del Sheriff a las cuatro de la tarde y vio el informe saliendo por el fax. Lo arrancó y lo leyó atentamente tres veces seguidas. Procedía de la central de la policía de autopistas de Dakota del Sur, en la zona oeste del estado. La noche anterior, un agente que iba en dirección oeste por la interestatal Noventa había pasado por un área de descanso a las cuatro de la mañana y había visto en el aparcamiento un vehículo con matrícula de Idaho, con un ocupante dormido en el asiento del copiloto, que tenía el respaldo reclinado. Era técnicamente ilegal, pero la policía de autopistas tenía la costumbre de hacer la vista gorda; en esa parte del país, donde había pocas ciudades y pocos moteles, y además muy espaciados, era habitual que los camioneros aparcasen en las zonas de descanso de la autopista para dormir.

Varias horas después otro agente vio el mismo coche en el mismo lugar con la misma persona dentro. A media mañana, la temperatura exterior era de treinta grados y el sol entraba por el parabrisas, pero el ocupante seguía dormido y tapado con una manta. No respondió cuando llamaron a la ventanilla. El agente forzó la portezuela. Aunque en el informe no lo ponía, Clyde sabía que antes de abrir la puerta el agente había tomado aliento y lo había retenido, y quizá se hubiese apartado durante un momento para que la primera vaharada de pestazo se disipase. De haber estado allí, Clyde hubiese abierto ambas portezuelas del coche de Kevin Vandeventer para que el viento de Dakota del Sur se ocupase de ventilar.

Vandeventer llevaba muerto desde las tres de la mañana. El informe del forense decía que alguien, haciendo muy buen trabajo, le había roto el cuello. No había pistas físicas en ninguna parte… y si lo habían matado en el baño, jamás las habría, porque el servicio de limpieza lo había restregado y esterilizado a las ocho de la mañana.

La policía de autopistas registraba qué camiones pasaban por su estación de pesaje y en qué momento. De esos datos se podía inferir qué camiones habían estado en las inmediaciones de esa zona de descanso en el momento del asesinato. Todavía seguían intentando localizar, por teléfono y radio, a esos camioneros e interrogándolos cuando se detenían en otras estaciones de pesaje a lo largo de la interestatal Noventa, en Wyoming y Montana. De momento nadie había visto nada, excepto un insomne que había visto unos faros recorrer las paredes de su cabina a las tres de la mañana. Había mirado por la ventanilla para ver un coche en la última fase de dar un giro ilegal en redondo en la mediana de la interestatal. No recordaba ningún detalle sobre el coche, que se había dirigido al este, hacia Iowa.

Los agentes habían encontrado rodadas en la mediana. Pero la tierra estaba dura y seca y no había quedado ninguna huella útil. Durante las primeras horas de la mañana habían multado por exceso de velocidad a varios vehículos que iban en dirección este por la interestatal Noventa y ya estaban hablando con esos conductores. Pero Clyde sabía que aquellas pistas no conducirían a ninguna parte. Si él hubiera sido un agente secreto iraquí en territorio enemigo durante una guerra, que acababa de romper el cuello a un hombre con las manos desnudas en medio de la nada y conducía de regreso a su casa segura a 1050 kilómetros de distancia, se habría asegurado de respetar el límite de velocidad.

Hacían falta trece horas para llegar desde Wapsipinicon hasta allí yendo exactamente al límite de velocidad permitido y sin parar, lo que era imposible. Clyde supuso que quince o dieciséis horas era una estimación más realista. Habrían ido en dirección este por la interestatal Ochenta desde Des Moines, al nordeste por la interestatal Cuarenta y cinco durante un breve trecho y luego, lo más probable, tomado la salida de la avenida University en dirección norte hasta el centro de Wapsipinicon.

A las seis de la tarde, Clyde fue hasta Wapsipinicon y tomó hacia el sur por University, varios kilómetros, hasta el cruce en trébol donde se juntaba con la interestatal Cuarenta y cinco. El trazado de la intersección obligaba al tráfico que venía del norte por la interestatal a realizar un giro de 315 grados a la derecha, casi un círculo completo, para poder ir al norte por University. La gente se salía continuamente de la carretera en aquel punto, sobre todo en invierno. Antes de los partidos de los Twisters siempre alguna autocaravana se metía en la cuneta porque tomaba la curva demasiado deprisa. Había señales que recomendaban no sobrepasar los treinta kilómetros por hora y numerosos carteles que profetizaban un mal final para los que se pasasen.

Clyde se lo sabía de memoria. Aparcó en un punto desde el que tenía una vista despejada de la salida. Luego se puso cómodo y esperó. Cada pocos minutos un coche o una camioneta se dirigía al norte para entrar en la ciudad.

A las 6.47, según el reloj de su salpicadero, uno de esos coches le llamó la atención. Un Bronco marrón de un par de años. Tenía las ventanillas tintadas, lo que se salía un poco de lo habitual, pero aun así era un modelo común en la universidad porque, aparentemente, era un símbolo de posición social entre aficionados a los coches y juerguistas. Pero lo que realmente llamó la atención de Clyde fue que la parte delantera del Bronco —el guardabarros, la rejilla del radiador, el capó y el parabrisas— estaba llena de insectos chafados. Era una prueba evidente e indiscutible de que el vehículo acababa de recorrer varios cientos de kilómetros a gran velocidad por las planicies.

Clyde lo apuntó con su pistola radar y comprobó que entraba a veintiocho kilómetros por hora. Esperó a que pasase otro coche, tomó por University y, discretamente, siguió al Bronco hasta Wapsipinicon. Era uno de esos vehículos con suspensión alta, así que no costaba seguirlo de lejos.

Unas manzanas antes de Lincoln, el Bronco entró en un callejón de grava que recorría la parte trasera de varios edificios comerciales que formaban parte del viejo distrito de tiendas. Clyde aceleró, temiendo perder el vehículo. Se metió en el callejón y no lo vio delante de él. Siguió hasta el final de la manzana, se subió a la acera y miró arriba y abajo de la calle, pero no vio el Bronco por ninguna parte. Retrocedió marcha atrás por donde había venido, buscando posibles giros del vehículo.

Encontró el Bronco aparcado en la parte posterior de la papelería Stohlman, junto a una puerta de acero de la parte posterior del edificio. Estaba abierta. También lo estaban las puertas traseras del Bronco, y Roger Ossian, tres veces ganador del Premio al Vendedor del año de la Asociación Regional de Minoristas de Papelería y Suministros de Oficina, descargaba cajas de fotocopiadoras que aparentemente había recogido en un distribuidor de Des Moines u Omaha. Al ver que Clyde Banks le miraba abatido por la ventanilla de su coche de sheriff, dejó la carga en la parte posterior del Bronco y le dedicó a Clyde un saludo amistoso. Era un republicano de pies a cabeza.

Clyde le dedicó un toque amistoso de bocina y recorrió el callejón hasta la calle. Tres giros seguidos a la derecha le llevaron de vuelta en dirección norte por University. Tres manzanas más allá paró en McDonald’s para tomar algo. Como era habitual, el McAuto estaba lleno de estudiantes, así que dejó el coche en el aparcamiento y entró en el local.

Cuando salía con una hamburguesa grande y patatas fritas, oyó un silbido húmedo en el terreno de al lado y vio que un coche salía del lavadero de Nor-Kay.

Se comió tres patatas para matar el gusanillo, dejó la cena en el capó de la unidad, que actuaría como calientaplatos, cruzó el solar y entró en la propiedad de Norman y Kay Duvall, reyes de la industria del lavado de coches del condado de Forks. Esa noche un empleado solitario defendía el fuerte, un tipo serio de unos dieciséis años.

—Hola, ayudante Banks. ¿De campaña?

—No. No en horas de trabajo —dijo Clyde—. Simplemente me preguntaba si habías lavado algún coche en las últimas horas que tuviese muchos bichos. Y digo muchos.

Pero el chico ya asentía vigorosamente.

—No se creería el coche que he lavado hace un rato —le soltó, como si tanta suciedad le hubiese dejado tan traumatizado que estuviera deseando expresar sus sentimientos—. Estaba forrado —dijo—. Venía del oeste.

—¿Cómo lo sabes?

—Acabas aprendiendo —dijo el chico—. Allí los bichos son diferentes… Si ves un montón de saltamontes gordos en la rejilla, sabes que viene del oeste.

—¿Qué tipo de coche era?

—Un Escort azul claro. De un par de años.

Clyde se estremeció. El Escort era un coche muy común.

—¿Algún detalle en particular? ¿Daños por algún accidente, algún añadido?

—Excepto por las ventanillas tintadas, era un Escort normal y corriente.

—¿Puedes describir al conductor?

—No. La ventanilla era oscura.

—¿Pero no la bajó?

—Unos centímetros. Me pasó un billete de diez dólares. No quería cambio. No dijo nada.

—Bien, ¿al menos le viste las manos?

—Tenía unas manos enormes de viejo. Con un par de anillos.

—¿Anillo de graduación? ¿Anillo de boda?

El chico hizo una mueca, sin palabras.

—En realidad, no era nada de eso, ahora que lo pienso. Simplemente unos anillos bonitos.

—¿Caros?

—Sí. Un poco extravagantes. De oro.

—Gracias —dijo Clyde—. Llámame al Departamento del Sheriff si lo vuelves a ver por aquí.

—Lo haré.

Pero Clyde sabía, mientras volvía a su coche, que el hombre del Escort azul claro jamás volvería al mismo lugar. Un cuervo grande y viejo daba vueltas a la unidad de Clyde echándole un ojo a la comida. Clyde echó a correr y lo espantó con tanta furia que él mismo se sorprendió.

Alguien se le acercó por detrás y se volvió para ver a Del Dhont, de veinte años, de su equipo.

—¡Clyde! —dijo.

Clyde aceleró cuanto pudo.

—¡Clyde! —volvió decir Del. Parecía un poco dolido. Se encontraban a unos treinta metros de la línea de meta y la defensa ya corría hacia Clyde, ganando velocidad para el choque apocalíptico.

—¡Clyde! —gritó Del, indignado por la obstinación de Clyde—. ¡Reduce medio segundo y yo los bloquearé!

Clyde avanzó diez pasos más, se volvió y lanzó el balón lateralmente hacia Del, cuyos reflejos Dhont exquisitamente entrenados hicieron el resto; atrapó el balón y se lo puso expertamente bajo un brazo antes de que su cerebro hubiese comprendido lo que eso implicaba. Uno de los defensas —no fue Desmond— chocó contra Clyde y le derribó de espaldas. Desmond y el tercer defensor cargaron contra Del a la velocidad de la luz, haciendo que volase de espaldas un trecho antes de dar contra el suelo. El balón se soltó; el defensa que había chocado con Clyde lo recogió y se puso a correr en sentido contrario. Clyde se quedó allí el tiempo justo para comprobar los signos vitales de Del y luego se fue hacia la casa. Sonaba la campana de la cena.

El pollo frito llegó en una bandeja oval del tamaño de una camilla; la señora Dhont y una de sus nueras tuvieron que traerla sosteniéndola cada una por un lado para pasarla por la puerta de la cocina. El señor Dhont había montado la mesa con un tablón de aglomerado de dos metros y medio por metro veinte y de dos centímetros de espesor. Era adecuada para una cena íntima pero no lo suficientemente grande para uno de aquellos festines familiares. Envió a un par de sus hijos a la sala de juegos para que plegasen la mesa de ping-pong, la subiesen por las escaleras y la juntasen con la otra. Dispusieron así de unos quince metros lineales para sentarse y, además, de un generoso espacio en el centro para acumular reservas estratégicas de comida.

La regla de la señora Dhont era sacrificar y cocinar un pollo por comensal, y el montón de plumas grisáceas manchadas de sangre del patio trasero indicaba que esa mañana lo había hecho; pero seguía pareciéndole poca comida, así que había calentado una selección de lo que guardaba en un congelador: un poco de carne asada y un jamón del tamaño de un motor de ocho cilindros, que daban vueltas a la mesa constantemente. Clyde apenas pudo comer de tanto pasar platos.

Salió del ensueño. Alguien le había hecho una pregunta y todos le miraban esperando la respuesta. Todos tenían una mirada vagamente maliciosa.

—¿Perdón? —dijo.

—He dicho —dijo Darius— que Princesa está muy buena, ¿no? —Señaló la enorme pata de carne que tenía en el plato.

Princesa era el caballo de Desiree. Se lo habían regalado a los doce años por Navidad. Debía de tener ya un cuarto de siglo; Desiree seguía yendo a cepillarla cada semana o cada dos. Hacía una década que nadie la montaba ni realizaba ningún trabajo productivo. Los Dhont, a los que les gustaba el humor chabacano, no podían terminar una cena sin especular acerca de los posibles méritos nutritivos de Princesa.

Clyde estaba obligado a seguirles la broma.

—Por fin se ha jubilado, ¿eh?

Risas.

—Esta vez no es broma —dijo Darius—. Ve a echar un vistazo.

No le dejarían en paz hasta que fuese a mirar. Así que se disculpó y fue hasta una ventana desde la que podía ver el establo que era el hogar de Princesa.

El establo había desaparecido. En su lugar había una nueva capa de cemento, de la que salían vigas y tuberías.

Todos se rieron de la sorpresa en la cara de Clyde.

Volvió a la mesa, mirando con atención el enorme trozo de carne.

—Princesa debió de pasar mucho tiempo en compañía del ganado —dijo—, porque la verdad es que me sabe a vaca.

Más risas. Clyde añadió:

—Se lo diré a Desiree la próxima vez que llame.

Lo que los obligó a confesar.

—Estamos de broma, Clyde —dijo Dick—. La llevamos al laboratorio veterinario. Está bien.

—¿Qué le van a hacer a Princesa en el laboratorio veterinario?

Nadie lo sabía con seguridad. Finalmente el señor Dhont dijo:

—Va a cumplir con su deber patriótico. Igual que Desiree.

—¿Qué significa eso en el caso de una yegua vieja?

El señor Dhont agitó la cabeza.

—No lo sé concretamente. No nos animaron a preguntarlo —dijo claramente.

—Pidieron caballos viejos —dijo Dick—. Si tenías un caballo a punto de acabar en una tolva de la fábrica de piensos, podías llamar al laboratorio veterinario y se lo llevarían gratis.

—¿Ibais a llevar a Princesa al matarife?

—Claro que no, cariño —dijo la señora Dhont—, jamás haríamos algo así. Pero el hombre del laboratorio dijo que los caballos simplemente tendrían que donar sangre de vez en cuando.

—¿Qué hacen con la sangre de caballo?

—No lo dicen —dijo el señor Dhont con brusquedad. Parecía un poco molesto por las preguntas de Clyde.

—Pensamos que ya que Princesa se había limitado durante toda su vida a recortar la hierba, bien podría dar sangre por una buena causa.

—¿Cuántos caballos se han llevado ya? —preguntó Clyde.

Nadie estaba seguro; los Dhont se miraron unos a otros.

—Mucha gente ha participado en el programa —dijo Dick al fin.

—¿Cuándo empezó el programa? —dijo Clyde.

—Haces muchas preguntas —gruñó el señor Dhont.

—Desiree me las va a hacer cuando le cuente lo de Princesa —explicó Clyde—, así que bien podemos hablar de eso ahora.

Dan Dhont hijo, terminó de masticar un buen bocado y dijo:

—Lo oí por primera vez hace un mes.

—¿A mediados o finales de agosto? —dijo Clyde.

—Sí —dijo Dan hijo.

Con lo que concluyó la conversación; Dan prácticamente había admitido que el misterioso programa equino estaba relacionado con Saddam Hussein, y Saddam era tema prohibido en la mesa desde que habían llamado a Desiree.