Larkin Schoendienst le había contado a Betsy que en Washington había dos formas de acabar con una iniciativa política sin dar la impresión de estar cometiendo un crimen. Una era la telaraña en la que una persona con una idea —habitualmente un joven brillante con una buena idea novedosa— era víctima de los burócratas que le rodeaban, que exclamaban: «¡Vaya, qué buena idea!» Luego le lanzaban una red de requerimientos de notificación, requerimientos de asesoramiento o nuevos procedimientos contables. Pronto la persona y su idea quedaban inmovilizadas en un reluciente capullo que se dejaba de lado para ser devorado otro día.
El segundo método era el grupo de trabajo entre agencias.
—Debes recordar, Betsy —diría Schoendienst—, que el propósito de Washington no es resolver problemas. Si resolviésemos problemas, no quedaría nada que hacer y todos tendríamos que dedicarnos a algo honrado… a preparar hamburguesas o así. No, el propósito de Washington es conservar el puesto de trabajo, cosa que hacemos gestionando los problemas. No hay mayor logro que apropiarte de un problema, gestionar ese problema, cuidar de ese problema hasta que has llegado a la jubilación y, con suerte, has preparado a toda una nueva generación de jóvenes burócratas a la que podrás cedérselo. El propósito de un grupo de trabajo entre agencias es dedicar los recursos de varias agencias y todos los burócratas posibles a un nuevo problema prometedor que precisa de cuidados y mimos especiales.
Para entonces, Betsy ya se había acostumbrado al cinismo de aquel viejo alcohólico, pero recordó esas palabras durante la primera reunión del grupo en el enorme granero cubierto de antenas de Kennebunk-port. Pronto estuvo claro que era el circo privado de Millikan… una oportunidad de demostrar su poder, sobre todo a Hennessey. También quedó perfectamente claro que no había absolutamente ninguna razón para que ellos estuviesen allí… Simplemente era como tirar de la correa de un perro.
Mostraron algunas fotos nuevas obtenidas por satélite, que para Betsy, en sí mismas, no habrían significado nada. Pero el representante de la DIA los guió pacientemente a través de una compleja cadena de análisis y deducciones para demostrar la portentosa importancia de esas fotografías: a saber, que los iraquíes habían adaptado sus misiles sudafricanos G-5 para llevar carga química y bacteriológica. No era de extrañar; nadie se había mostrado más dispuesto a usar esas armas que Saddam. Sin embargo, dos semanas después de la invasión, la idea de que los americanos pudiesen ser el blanco —en lugar de los kurdos o los turcos vakhanes— hacía que la información se volviese tenebrosamente urgente.
Después, volvieron a Washington y cada uno regresó a su respectivo papeleo. Betsy retomó su trabajo y, según dio por supuesto, también lo hicieron los demás miembros del grupo. La única diferencia era que debían reunirse una vez por semana, en el décimo piso del New Executive Office Building, para hablar acerca de sus avances, en una representación con personajes reales de la vieja fábula india de los ciegos y el elefante. Ya antes de ser nombrados para el grupo de trabajo, todos sus miembros habían estado terriblemente ocupados y la reunión semanal de dos horas era un recorte espantoso de tiempo. Dado que cada uno podría haberse limitado a leer el material entregado por los demás, al principio Betsy no comprendió por qué todos los lunes tenían que pasar por una presentación oral formal.
Todos los miembros del grupo de trabajo tenían preparadas sus presentaciones semanales y sus papeles semanales presentados, menos Hennessey, que se mantenía en silencio. La primera vez que sucedió, Betsy supuso que era una confusión. La segunda vez que sucedió comprendió que era un patrón y todos sus instintos de chica buena se sintieron horrorizados. ¿Qué dirían los contribuyentes? Cuando Hennessey se presentó a la tercera reunión sin nada que decir y nada que aportar, el grupo de trabajo sufrió un cambio sutil. Por el simple hecho de no decir nada, Hennessey se había ganado cierto aire de autoridad. Millikan, claro está, no presidía sus reuniones; lo hacía su ayudante, Dellinger. Dado que el papel de Dellinger parecía ser exclusivamente recordar una y otra vez al grupo que cualquier dato sustancial debía pasar por Millikan, los miembros del grupo dejaron pronto de prestarle atención. Se produjo una competición silenciosa. Cuando la gente tomaba asiento alrededor de la mesa, se volvía hacia Hennessey. Cuando hacían su presentación, miraban a Hennessey. Cuando uno de ellos entregaba un documento secreto recién redactado, el autor observaba la cara de Hennessey mientras éste lo hojeaba y, si Hennessey no se molestaba siquiera en hojearlo, el autor se mostraba humillado y a la defensiva durante el resto de la reunión. De esa forma, por el procedimiento de no hacer nada —reteniendo información— Hennessey se ganó cierto peso que le convirtió en una eminencia gris, en el indiscutible líder de hecho del grupo de trabajo de Millikan.
Los tipos de la NSF creían que los iraquíes habían estado realizando investigaciones avanzadas en tecnología de ADN para desarrollar un método de modificar el código genético de sus fuerzas de forma que cuando atacasen con agentes químicos/biológicos (en este caso la distinción entre químico y biológico no era muy clara) sólo sobrevivieran los que tuviesen la protección genética. Tenía la ventaja de que los cambios del viento no alterarían la efectividad de las armas y el territorio conquistado podría ocuparse de inmediato. Tenían pruebas razonablemente sólidas de que los iraquíes habían intentado experimentar esas técnicas con animales y Betsy pudo apoyar la teoría con la información que había encontrado sobre la concesión de visados a estudiantes iraquíes para ir a facultades con programas avanzados de medicina veterinaria.
El Ejército conocía el gas. Llevaba trabajando con gas desde la Primera Guerra Mundial. Temía los gérmenes. Sabía poco sobre los gérmenes. Los militares se presentaron con sus gráficas y sus mapas meteorológicos para explicar cómo y por qué usarían gas los iraquíes. No eran estúpidos. Como el grupo se enfrentaba a la realidad, tuvo que afrontar la situación con las herramientas disponibles.
La gente de la NSA siempre se jactaba de saber cosas… y así era. Pero no se les daba bien organizar lo que sabían para hacer una presentación decente. Era como si fuesen propietarios de una inmensa tienda de muebles desordenada. Disponían de increíbles imágenes infrarrojas por satélite, podían localizar pequeños edificios susceptibles de ser centros de producción de armas biológicas, habían interceptado teléfonos, tenían controladas todas las cuentas corrientes iraquíes. Pero no tenían una idea global de lo que Saddam tramaba en la zona.
Un par de tipos del Tesoro compartieron ideas interesantes sobre el flujo de caja entrante y saliente de Irak, así como una explicación completa de la estructura financiera de la industria química europea tal y como había evolucionado desde los días de I. G. Farben. Pero de panorama general, nada.
El observador del Departamento de Estado informó al grupo sobre la política de su departamento: lanzar una campaña psicológica en todos los frentes para convencer a la gente de las tendencias hitlerianas de Saddam; empezar, a través de Mubarak, a aislar a Saddam dentro de la comunidad árabe; congelar todos los activos iraquíes, y usar las Naciones Unidas como punto de partida del contraataque. En el ámbito nacional, los expertos en relaciones públicas intentaban encontrar la mejor forma de justificar el envío de tropas estadounidenses a un desierto vasto y temible para enfrentarse a peligros desconocidos.
Spector y Betsy representaban a la Agencia y se repartieron el trabajo. Spector repasó todo lo que la Agencia había hecho sobre el asunto, desde todos los aspectos, con los vastos recursos de Langley, sin haber llegado a ninguna conclusión concreta excepto que Saddam probablemente tramaba algo. Betsy sacó todos sus archivos desde 1989 y todas sus notas personales, además de recurrir a lo que había descubierto y lo que sospechaba sobre lo que pasaba en el dominio del profesor Larsen… y de todos los demás Larsen de otras universidades.
La noche en que atacaron a Kevin y a Margaret en Adams-Morgan fue la única alteración, horrorosa, de la vida en la telaraña en la que vivía Betsy desde su viaje a Kennebunkport. Aquel viernes por la noche había vuelto tarde del trabajo, porque quería terminar su informe para la reunión del lunes. Las calles de Rosslyn estaban repletas de estudiantes extranjeros y funcionarios de visita por la convención de la NAISS, que sólo servía para recordarle la futilidad de su investigación.
Cuando regresó al apartamento notó que el pasillo olía a vómito. El limpiador a base de amoníaco no había logrado eliminar el hedor. Aquello tenía relación con Kevin, seguro.
Abrió la puerta y se encontró a Kevin tendido en el sofá, como si estuviese moribundo, y a Cassie en la cocina, hablando en voz baja por teléfono. Cassie llevaba una camiseta y, encima, la funda del arma con el arma dentro.
Cassie interrumpió a quien estuviese al otro lado de la línea.
—¿Te puedo volver a llamar? —preguntó con voz ronca, y luego colgó sin esperar respuesta. Se volvió y miró a Betsy. Tenía los ojos rojos—. Me lo encontré desmayado delante de nuestra puerta con una botella de ginebra en el regazo —dijo—. Un desastre.
—Lo siento, Cassie. No deberías tener que aguantar este comportamiento.
—Ahórratelo. ¿Quieres saber por qué estaba aquí y en ese estado?
—¿Porque es un alcohólico?
—Los han asaltado.
—¡Asaltado! ¿Dónde?
—Adams-Morgan. Dos hispanos se les acercaron mientras estaban en el coche. Sacaron armas. Les exigieron el dinero. Algo salió mal. O quizá se pusieron nerviosos. Hubo disparos. Un par pasaron por encima de la cabeza de tu hermano. Algunos más dieron en el cuerpo de su amiga.
—¿Con quién estaba?
—Con nuestra vecina.
—¿Margaret está herida?
—Margaret —dijo Cassie— está muerta.
Kevin se había levantado a la mañana siguiente, se había negado a hablar de nada, había rechazado la comida y había rechazado que le llevasen al aeropuerto. Había contado una versión vaga de la historia muy similar a la de Cassie. Había regresado a Wapsipinicon y había dejado de contestar al teléfono. Pero seguía cambiando el mensaje del contestador varias veces al día, para que todos supiesen que seguía allí.
Por lo que si alguien había intentado hacer callar a Kevin, lo había logrado.
El cuerpo de Margaret había vuelto a Oakland, California, la ciudad de sus padres, para un funeral con el ataúd cerrado.
El Post y el Times habían publicado su crónica de siempre, de la que sólo había que cambiar los nombres, sobre el asalto, que competía con las historias de otros cinco asesinatos cometidos en Washington y el condado de Prince George’s esa misma noche. Al día siguiente habían publicado un análisis igualmente convencional sobre cómo la tasa increíblemente alta de asesinatos en el este del distrito rara vez pasaba al oeste, y que, cuando eso sucedía, la gente se alteraba más de lo debido. La policía seguía buscando a un par de hispanos a los que habían visto manipulando una farola poco antes del ataque.
Después, la prensa, aparentemente más preocupada por lo que pasaba en Kuwait y por asesinatos más recientes, se olvidó por completo del ataque contra la vida del hermano de Betsy y de la muerte de Margaret Park-O’Neil.
El resumen del informe de cincuenta páginas de Betsy era claro y concreto, e incluso Hennessey lo leyó.
Durante años, Bagdad había estado haciendo un esfuerzo coordinado en alta tecnología y ciencia puntera entre Estados árabes de similares inclinaciones, invirtiendo los recursos y la experiencia de la comunidad académica de Estados Unidos.
Durante los dos últimos años, importantes universidades de todo el país especializadas en temas agrícolas habían sido objeto por parte de Bagdad de un gran esfuerzo de investigación con el fin de perfeccionar un agente de guerra bacteriológica sencillo, efectivo y fácil de transportar.
Se habían producido cambios importantes en las facultades de ciencias iraquíes y se habían cubierto las vacantes con profesores traídos precipitadamente de todo el mundo árabe y que cobraban sueldos muy elevados.
Los visados para investigación de la USIA indicaban que se había producido un incremento del trescientos por ciento en el número de estudiantes de esa región que iban a estudiar a ocho de las más prestigiosas de esas universidades en Estados Unidos. Había razones para sospechar que muchos de esos estudiantes viajaban bajo identidad falsa.
Los iraquíes estaban realizando importantes investigaciones sobre guerra bacteriológica empleando instalaciones y personal de Estados Unidos para asegurarse de que, de producirse un ataque preventivo sobre las instalaciones en suelo iraquí, las investigaciones no se interrumpieran.
La minuciosidad del informe de Betsy era sobrecogedora, tanto que en la sala se produjo un silencio respetuoso. Como se había convertido en norma, todos se volvieron para mirar a Hennessey, que con cara de estar impresionado hojeaba lentamente el documento.
Dellinger ni se molestó en leerlo. Dio por terminada la reunión diciendo:
—El Consejo de Seguridad Nacional ha visto todos estos informes y recomienda seguir adelante con todas las investigaciones, excepto la de la señora Vandeventer. —Con desprecio, dijo—: Es evidente que no consultó el informe del comité especial, el Informe sobre Universidades de marzo de 1988, que llegaba a la conclusión de que no hay absolutamente ninguna amenaza para la seguridad nacional de Estados Unidos en el intercambio abierto de trabajos científicos y técnicos.
Hennessey miró a Betsy a los ojos y agitó la cabeza, indicándole que guardase silencio. Pero no lo hizo. La idea de las balas volando sobre la cabeza de su hermano la había vuelto algo temeraria.
—Sí, conozco ese informe. Lo escribió un grupo de rectores de universidad que necesitaban los fondos de los estudiantes extranjeros y sus cerebros para mantener en marcha sus investigaciones. Obtuvo el apoyo de varias organizaciones internacionales de investigación que precisaban los fondos de la Administración para proseguir con sus trabajos ahora que su capital se ha reducido. Lo escribió un grupo de investigadores encerrados en su torre de marfil para los que todo el mundo es tan intercambiable como un aeropuerto. Conozco el informe.
Dellinger prestó atención con una sonrisa quebradiza y condescendiente, para luego volverse hacia Spector y decir:
—Estoy seguro de que el señor Spector podría seguir suministrando la información de la Agencia en este proceso. La contribución de la señora Vandeventer queda debidamente anotada y su presencia ya no será necesaria. La reunión ha terminado. A los demás los veré la próxima semana, en el mismo lugar a la misma hora.
Después de la reunión en marzo con el agregado de Agricultura, en la que Betsy había comentado su investigación extraoficial, Howard King la había agarrado por el pecho y la había empujado contra un archivador. Con un tremendo esfuerzo de voluntad, había logrado superar esa experiencia sin llorar.
Ahora le tocaba a Millikan castigarla por la misma infracción. Lo había intentado en la reunión de Langley en abril y había quedado frustrado por la táctica que Spector le había sugerido. Pero no lo había olvidado. Había estado observando y aguardando la oportunidad de clavar el cuchillo. Y ahora lo había hecho.
Un año antes posiblemente se hubiese puesto a llorar allí mismo. Una semana antes hubiese vuelto a casa y llorado en el dormitorio, que era una zona íntima aunque estaba lleno de micrófonos.
Caminó lentamente hasta el ascensor y pasó por el control de seguridad de abajo. Spector la dejó en paz. Tomó el metro hasta Rosslyn. Subió la colina. Llegó al apartamento. Cerró la puerta y la atrancó. Dejó sus cosas y se sentó en el sofá del salón.
Pero ni se le ocurrió la idea de llorar. Una extraña calma anestésica se había apoderado de ella. Sintonizó con el mando la CNN para ver las últimas noticias del Golfo y se preguntó, distraídamente, si ésa sería la última fase de su lenta metamorfosis en iguana.