Exceptuando la visita esporádica del potente transporte Antonov, la pista de casi cuatro kilómetros del aeropuerto regional de Forks sólo se usaba un par de semanas al año, cuando la unidad de la Guardia Nacional realizaba sus maniobras anuales. Los chicos se reunían en el aeropuerto y apoyaban las bicicletas en la verja para ver cómo los C-141 y a veces algún C-5A manchaban la pista con largas rayas de goma fundida.
La unidad de la Guardia había sido movilizada de inmediato tras la invasión, y la pista se usaba más. Doug Parsons, el profesor de taller del instituto de Nishnabotna, fue apartado de sus clases para ponerse otra vez el uniforme y volver a la cabina para pilotar un C-141 de aquí a allá, primero en viajes cortos dentro del territorio continental de Estados Unidos y luego en viajes épicos a Arabia Saudita.
Bastante tráfico entraba y salía de Fort Riley, donde estaba destinada Desiree, y por tanto durante el mes de septiembre pudo regresar a Forks en tres ocasiones. Eso la tranquilizaba, porque estaba preocupada de que su bebé olvidara su voz y su cara. Cuando pasó una semana y media sin que Desiree pudiese encontrar un vuelo de regreso, Clyde compró un billete de avión y se llevó a Maggie en un estresante vuelo con tres escalas hasta Fort Riley. Se alojaron ilegalmente en la zona de oficiales durante un par de noches y luego volvieron a casa.
Cada minuto de septiembre duró una eternidad. Cuando Clyde estaba trabajando, se preocupaba por Maggie, que normalmente estaba al cuidado de una de las esposas Dhont. En realidad, no había nada de lo que preocuparse, pero se preocupaba igualmente y no veía la hora de terminar el turno. Cuando estaba de campaña, yendo de puerta en puerta con Maggie a la espalda, miraba la hora entre casas y siempre quedaba perplejo por el poco tiempo que había pasado. Y el tiempo que pasaba cuidando de Maggie era el peor. Amaba al bichito, pero no se podía concentrar en ella como hacía Desiree. El bebé era el centro de la atención de Desiree; podía concentrarse durante horas en Maggie y sólo en Maggie; el bebé desplazaba cualquier otra idea de su mente.
No era así con Clyde. Él y su esposa habían llegado al acuerdo de que ella se ocupaba de las tácticas de criar a la niña y él se ocupaba de la estrategia, siempre un par de pasos por delante de ellas, con la maza en la mano, prestando atención a posibles pozos de brea y tigres dientes de sable. Siempre estaba pensando en cómo cambiar el cableado del apartamento para poder alquilarlo al mes siguiente y obtener ingresos que pudiese desviar a la cuenta para la universidad de Maggie, o se ocupaba de cambiar el aceite de la ranchera. Intentó adaptar su cerebro al papel de Desiree y le resultó imposible. Se sentaba, metiendo papilla en la boca de la niña, y en lugar de convertir cada cucharada en un acontecimiento y alabar generosamente a Maggie por sus grandes habilidades para tragar puré, movía la cuchara como un robot industrial, mirando fijamente una ardilla del patio o algún otro punto irrelevante, sin decir nada en absoluto.
Desiree escribía cartas, a pesar de que todas las noches hablaban por teléfono y se veían casi todas las semanas, por lo que Clyde se enteraba de cada noticia por partida triple. A pesar de que el Ejército parecía estar preparándose para la guerra, las enfermeras no solían estar ocupadas. No la habían destinado al hospital principal de la base, sino a una clínica externa, sustituyendo a otras enfermeras que habían sido enviadas a California para entrenarse en el desierto. Era mucho más probable que viese a hijos y esposas o esposos de los soldados, y a jubilados, que a los propios soldados. Pero después de un par de semanas la situación cambió:
La próxima semana llegará el primer grupo de reservistas. Nos preparamos para procesarlos. Traducción: tu mujer pasará las próximas dos semanas clavando agujas en culos. Así que volveré a hacer las maletas y me trasladaré más cerca del hospital principal. Me temo que ya no tendré habitaciones privadas. El Ejército llamó a un montón de cirujanos cardiovasculares y los alojó en barracones sin mantas. Armaron un escándalo, pero al Ejército no le importa porque pertenecen al Ejército y no hay nada que hacer. Ahora tengo algunas amigas entre las otras enfermeras. Resulta que llevaba la insignia en el lado equivocado. Pero todos estamos un poco oxidados y en el cuerpo médico las cosas siempre fueron un poco más informales, así que no me hicieron pelar patatas ni nada parecido. Pero me han advertido que las cosas serán más estrictas cuando, si llega a suceder, nos acerquemos a la acción.
A pesar de que cada minuto de septiembre duraba una eternidad, el mes en sí pasó volando. Comenzando en el Día del Trabajo, el doctor Jerry Tompkins, para obtener un poco de publicidad gratuita, había empezado a enviar a los periódicos resultados semanales de estimación de voto, y éstos indicaban que en las semanas posteriores al traslado de Desiree a Fort Riley la popularidad de Clyde había subido hasta situarse a pocos puntos del sheriff Mullowney. Era un pequeño consuelo para Clyde, a quien ya no le importaban las elecciones. Dedicó energías a seguir en campaña una o dos semanas, hasta que las encuestas demostraron que su popularidad había descendido hasta situarse más o menos donde estaba al principio. Las entrevistas de hom-bres-de-la-calle que publicaban en el Times-Dispatch sugerían que, desde el punto de vista del electorado, Clyde debía concentrarse en ocuparse de su bebé y no en hacer campaña o, ya puestos, en dirigir el Departamento del Sheriff.
Sueño con culos: culos blancos, culos negros, culos peludos, culos suaves, culos con granos. Algunos de los dueños de esos culos chillan y se quejan, pero en general se lo toman bastante bien. Algunas de esas personas se sorprendieron aun más que yo cuando las llamaron de la reserva. Creían (como yo) que no les tocaría. Algunos afirman tener dificultades, lo que me cabrea porque algunos tienen menos dificultades que yo. Si traes a Calabaza lo tendremos muy difícil para colarnos en donde los oficiales. Quizá podamos citarnos en Kansas City.
¿Recuerdas la cámara de gas de Correos?
Clyde la recordaba. Era una estructura baja de cemento situada cerca de la entrada de Correos, identificada como tal por un austero cartel militar. Cuando Desiree los recogió en el aeropuerto se la señaló y se rieron de aquel gesto tan propio del Ejército.
Bien, la han usado tanto que no lo creerías. Meten a los hombres dentro, les dan máscaras de gas, los exponen a gas lacrimógeno y luego les hacen practicar ponerse las máscaras en «condiciones de combate». Con suerte a los del cuerpo médico no nos obligarán a hacerlo. Pero dicen que Saddam dispone de muchas armas no convencionales, así que vamos a recibir mucho entrenamiento sobre trajes protectores, muerte por armas químicas y demás. Hablé con un médico que dice que ha vuelto a abrir los libros y que está aprendiendo todo lo posible sobre el carbunco. Me pregunto por qué… En todo caso, le dije que crecí en una granja y que soy inmune.
Era propio de Desiree: tomárselo a broma. Clyde se llevó las manos a la cara cuando lo leyó y se preguntó si alguien más del cuerpo médico se lo tomaba a broma.
Justo entonces llamaron a la puerta y Clyde salió corriendo a responder, por miedo a que un segundo timbrazo despertase a Maggie de la siesta.
—¿Cómo muere la gente en el condado de Forks?
La pregunta la planteaba el doctor Kevin Vandeventer. Se había presentado inesperadamente, de forma muy similar a como Clyde había aparecido en la puerta de Kevin unas semanas antes. Pero Vandeventer no se presentaba a ningún cargo y por tanto no tenía ninguna buena excusa. Parecía diez años más viejo que durante la última conversación.
—¿Disculpa? —dijo Clyde a través de la puerta mosquitera—. Vandeventer no se había dignado todavía a decir hola-cómo-está. Clyde veía claramente que Vandeventer estaba fuera de sí y no quería que ese hombre trajese problemas al hogar Banks, que ya tenía bastantes. Maggie dormía, así que Clyde salió y se unió a Vandeventer en el porche. En el exterior la temperatura era de unos treinta y cinco grados. Clyde se puso a sudar de inmediato… algo que Vandeventer evidentemente llevaba haciendo desde hacía horas.
—¿Cómo muere la gente por aquí?
—¿Qué quieres decir? ¿Te apetece un poco de té helado?
Vandeventer no pareció oír la oferta.
—En Washington pasa varias veces al año que unos chicos negros van al oeste de la ciudad, roban a un tipo blanco con traje y, ya puestos, acaban disparándole hasta matarlo.
—Vaya —dijo Clyde.
—Claro está, cuando eso pasa, todos se muestran conmocionados y escandalizados… pero lo importante, Clyde, es que nadie se sorprende. Algo así no despierta las sospechas de nadie. —Se inclinó hacia la cara de Clyde mientras le decía esa última frase, para apartarse luego con expresión triunfal.
—A mí me parece muy sospechoso.
—Lo que quiero decir es que, si quisieras asesinar a alguien, y lo organizases de manera que pareciese uno de esos crímenes, nadie, ni siquiera la policía de Washington, tendría razones para sospechar que fuese otra cosa.
—Vale —dijo Clyde, después de darle vueltas un momento—. Por tanto, has venido esta tarde para preguntarme: en caso de querer uno asesinar a alguien en Forks sin levantar las sospechas de la policía, ¿qué tipo de crimen tendría que simular?
—Exacto.
Clyde se lamió los labios y miró a la distancia, poniendo el cerebro en marcha. Pero Vandeventer le interrumpió.
—Simplemente, deja que te diga que si algo así me pasa, Clyde, investiga un poco más. Sé que cuando murió Marwan Habibi, tú fuiste el único policía de todo Forks que se molestó en investigar un poco más. Y confío en ti.
—¿Quieres decir que alguien intenta asesinarte?
—Eso es exactamente lo que digo.
Clyde miró inquisitivamente a Vandeventer, pero decidió dejarlo de momento.
—Bien —dijo al fin—, normalmente, cuando veo un cadáver por razones laborales, es un cadáver en un coche destrozado. —Estuvo a punto de lanzarse a una perorata sobre la mala gestión del sheriff Mullowney en lo que se refería a pillar a los conductores borrachos, pero Vandeventer no parecía estar de humor y, además, daba la impresión de que Clyde ya se había ganado su voto—. Además —añadió—, mucha gente se ahoga en el río, sobre todo en el rotatorio de la presa donde Habibi se pasó un par de semanas en el ciclo de centrifugado. También tenemos accidentes de caza, pero no estamos en temporada.
—Bien, Clyde, para que quede claro, no tengo intención de ir a nadar ni a cazar.
Los instintos de policía de Clyde se habían activado al fin.
—¿Quién crees que va a asesinarte?
—Los iraquíes —dijo Kevin.
De vez en cuando Clyde se encargaba de la tarea de llevar a un prisionero a la instalación estatal de salud mental de Iowa City para su evaluación, observación, tratamiento y, en ocasiones, estancia indefinida. En consecuencia, el doctor Kevin Vandeventer no era el primer residente de Forks, ni siquiera el primer doctor, que insistía en ser el objetivo de un intento de asesinato cuidadosamente disfrazado por parte de un Gobierno extranjero.
Había aprendido algunas reglas básicas para identificar ciertas categorías de enfermedades mentales y se puso a aplicar ese conocimiento rudimentario al caso de Kevin Vandeventer. Parecía sincero, racional y convincente. Pero siempre lo parecían… sobre todo los que tenían un doctorado.
—No sabía hasta ahora —dijo Clyde con cautela— que Bagdad estuviese desarrollando tales actividades dentro de nuestras fronteras.
Vandeventer se rió, con demasiada fuerza.
—Tú y yo, Clyde, somos cervatillos en el bosque. Mierda. La universidad no es más que un enorme nido de espías extranjeros.
—Lo sé —dijo Clyde. En parte intentaba tranquilizar a Vandeventer para que se fuese y dejase en paz a los Banks. La ausencia de Desiree había dejado un hueco horrible en la casa y sus vidas… una terrible herida en el pecho. Clyde se sentía como un soldado en el campo de batalla al que le han disparado en el abdomen y que está empleando ambas manos simplemente para evitar que las entrañas se le caigan al suelo. Sólo deseaba que Desiree volviese a casa. Y por tanto, cuando iba a verlo alguien sólo lograba dejar más patente su ausencia y agravar el dolor. Sinceramente, Kevin Vandeventer y su posible asesinato no podían importarle menos.
Pero Clyde tampoco estaba mintiendo. En los meses transcurridos desde que había recuperado el bote fatal de los juncos del embalse Pla-Mor e investigado el asesinato de Marwan Habibi, tras conocer a Fazoul y a su familia, había llegado a la conclusión de que la Universidad de Iowa Oriental era, como aseguraba Kevin, un pozo de serpientes donde se cocían intrigas extranjeras.
Y no podía importarle menos. Ya tenía problemas más que suficientes.
—Si ves algo extraño, llama a la policía —dijo Clyde—. Si tienes pruebas de la implicación de extranjeros, llama a Marcus Berry del FBI.
Kevin asintió ansioso, como si para él fuese un consejo absolutamente novedoso. Miraba expectante a Clyde, con los ojos relucientes.
Clyde suspiró profundamente. A través de la mosquitera oyó que Maggie se agitaba en la cuna, empezando a despertarse.
—Si nada de eso surte efecto, llama al viejo Clyde —dijo, deseando, mientras lo decía, poder darse una patada en el culo.
Kevin asintió y dio medio paso atrás. Pero seguía esperando algo.
Clyde dijo:
—Si apareces muerto o mutilado, intentaré investigar más allá de lo evidente.
—Gracias, Clyde —dijo Kevin Vandeventer. Como todos los paranoicos esquizofrénicos a los que Clyde había seguido la corriente de la misma forma, añadió—: ¡Vigila tu espalda! —Y le dio la suya a Clyde para bajar los escalones del hogar de los Banks con el paso cauteloso y mesurado de un hombre convencido de tener una diana pintada entre los omóplatos. O quizá simplemente no quisiese sudar.