CAPÍTULO 25

—Tenemos noticias de un caballo ensangrentado al sur de la avenida Boundary —dijo la voz de la operadora. Clyde dormía tan profundamente que al despertar no estuvo seguro de haberlo oído correctamente. Seguro que había dicho «encabritado» y no «ensangrentado».

Se había quedado hasta tarde escuchando en el transistor —que seguía chillando sobre el salpicadero— las noticias pasmosas sobre la invasión iraquí de Kuwait. Las noticias, sus sueños y las palabras de la operadora seguramente se habían entremezclado en su cabeza adormilada.

—Es cerca del laboratorio veterinario —añadió—. Parece que podría ser otro caso de lo que ya sabemos. Respondan todas las unidades.

—¿Todas las unidades? —dijo Clyde en voz alta, mirando al techo de la unidad. Hablaba solo. En ese momento «todas las unidades» eran tres ayudantes del sheriff del condado de Forks.

Cuando Tab Templeton se había materializado frente a las puertas de Carnes Nishnabotna como una aparición bíblica, borracho y agitando un mango de hacha, habían enviado a un único ayudante —Clyde— para resolver el problema. Si Charles Manson, Abu Nidal y una jauría de lobos rabiosos se presentasen en Lincoln, era posible que el sheriff de Forks considerase la situación tan grave como para merecer dos ayudantes. Y mandaban tres por un caballo.

El ayudante Hal Karst habló por la radio, sin molestarse en ocultar que se había estado riendo.

—¿Tenemos que agarrar las riendas del caballo o derribarlo?

No hubo respuesta. La operadora estaba desconcertada.

Hal Karst siguió hablando. Tenía casi cincuenta años, era el ayudante más viejo y no le importaba lo que la operadora, Mullowney ni nadie pensara de él.

—Si quieres que le hagamos una llave, Clyde puede ocuparse de lo principal y Jim y yo ayudaremos. Pero si quieres que agarremos las riendas, puedo encargarme solo, y que Clyde y Jim vuelvan a dormirse. —Hal era un viejo chico de granja y todavía tenía caballos.

—Hal, ve por el caballo —dijo la operadora, algo más que un poco ártica—. Clyde y Jim, vosotros haced una redada por la zona.

Clyde se sentó y aulló:

—¿Una redada? —Agarró el micrófono con una mano, apagando el transistor con la otra—. ¿Has dicho redada, Theresa? —No pudo ocultar el pitorreo. Nunca había oído usar aquella palabra en un contexto oficial. Luego se controló y no dijo nada más. Las transmisiones se grababan y, si se pasaba, podrían ponerla en la radio y en la tele para dejarle como un mal ayudante.

—Son órdenes del sheriff —respondió Theresa—, por si es otra mutilación.

—Oh, mierda —dijo Clyde para sí. Así que realmente se trataba de un caballo ensangrentado.

El ayudante Jim Green habló por primera vez.

—¿Cuál de nosotros será Joe Friday?

—¡Basta ya de coñas! —dijo Theresa—. Clyde, tú te ocupas del norte. Jim, tú del sur. Reuníos en el laboratorio veterinario. Informad de cualquier cosa que se salga de lo común.

Clyde se encontraba a varios kilómetros al norte de la ciudad, en zona montañosa sin demasiados árboles, entre el parque estatal de Palisades y el embalse Pla-Mor. Tomó la carretera y aceleró en dirección al sur, limpiando el interior del parabrisas con una mano, buscando luego a tientas el interruptor de las luces. Podría justificar el uso de la sirena, pero a los granjeros no les gustaba que los despertasen en plena noche y siempre se quejaban.

Después de pensárselo mejor, encendió la sirena. Cuando se quejasen, le echarían la culpa a Mullowney.

Y Mullowney los llamaría respetuosamente o (dado que era año de elecciones) quizás incluso se pasase por sus casas en un coche patrulla, deteniéndose en la entrada para meterse una pastilla de menta en la boca que disimulara su aliento de alcohol. Entraría en sus casas, quitándose respetuosamente el sombrero del Oso Smokey, aceptaría con mucha renuencia el café y el pastel que le ofrecerían y se disculparía sinceramente por el barullo de sirenas nocturnas; pero, diría, un poco de ruido por la noche es el pequeño precio que pagamos y todos los ciudadanos de Forks deben estar dispuestos a realizar pequeños sacrificios y contribuir con su pequeño granito de arena a la Guerra contra Satán.

Justo el día anterior Kevin Mullowney había declarado la Guerra contra Satán. El Times-Dispatch había publicado en portada su nota de prensa, sin tocar una coma excepto para corregir los errores ortográficos y gramaticales que se le habían pasado al mecanógrafo de Mullowney (su tercer primo hermano). Cuando el sheriff se enterase de la invasión de Kuwait, quedaría conmocionado porque, con toda seguridad, enviaría la Guerra contra Satán a la segunda página al menos durante una semana.

La nota de prensa iba acompañada de una enorme fotografía de Kevin Mullowney realizando una inesperada visita a una tienda hippy de la zona universitaria y mirando un cartel de una banda de rock adornado con un pentagrama. Uno de los lacayos de Mullowney había sostenido el póster entre el sheriff y el dueño de la tienda… un tipo cetrino y barbudo con un pendiente. Mullowney usaba los dos índices, señal inequívoca de que había entrado en campaña; con uno seguía el pentagrama del póster y con el otro señalaba al pecho del dueño, clavándoselo en el esternón. El dueño había parpadeado por el flash y no tenía los ojos ni del todo abiertos ni del todo cerrados, lo que le daba aspecto de idiota rematado, posiblemente drogado.

Evidentemente, la Guerra contra Satán era en realidad un contraataque… una medida puramente defensiva. El condado de Forks había sido invadido silenciosamente (explicó Mullowney) durante años, y sólo desde hacía poco el contingente local de satanistas se había sentido lo suficientemente confiado como para manifestarse. Había anunciado su presencia iniciando una campaña de mutilación de ganado.

El primer ataque se había producido un par de semanas antes. Su dueño había encontrado un novillo perdido, tras descubrir un agujero en la valla y siguiendo el rastro de sangre hasta el fondo de un arroyo donde la víctima se había ocultado. En los flancos le habían marcado unas runas misteriosas.

El segundo incidente se había producido como una semana después. Habían sacado un caballo del establo de una escuela local de hípica por una puerta practicada a tal efecto, lo habían llevado al bosque siguiendo el río y le habían grabado una estrella invertida de cinco puntas en el lomo. Aquel segundo incidente demostraba que había un patrón que ni siquiera Kevin Mullowney podía evitar notar, así que había declarado la Guerra contra Satán tan pronto como había estado lo suficientemente sobrio para dictar el manifiesto.

Era posible que los mutiladores hubiesen atacado de nuevo, probablemente en el laboratorio veterinario, una instalación federal de la Facultad de Veterinaria de la UIO. Lo que tenía sentido: en el laboratorio veterinario había muchos animales y, al ser una instalación gubernamental, tendía a no estar tan vigilada como una granja. Era exactamente el lugar al que hubiese ido Clyde de haber querido mutilar a algún animal sin que le pillasen.

El ayudante Karst habló.

—Estoy en la zona y veo indicios —dijo—. Estoy en el límite este de la granja Dhont. Lo ataré a una valla o algo, luego regresaré a la unidad y os lo notificaré para que podáis enviar un veterinario.

Clyde fue directamente por la avenida Boundary, siguiendo la ribera este del Wapsipinicon. La zona norte pasaba por buenos vecindarios donde, esperaba, muchos ciudadanos influyentes estarían saltando de sus camas a medida que su unidad pasaba rugiendo para llegar a la conclusión de que la Guerra contra Satán del sheriff Mullowney era totalmente demencial.

A kilómetro y medio al sur de Lincoln se encontraba la calle Garrison Road, que formaba el límite sur de la ciudad; más allá de ese punto todo era terreno de granjas. Pero en lugar del habitual muro de maíz, marcaba ese límite en el sur de Garrison un variopinto conjunto de cultivos plantados en huertos pequeños y en hileras sueltas, así como en varios tipos de invernaderos: algunos tradicionales de cristal, otros de plástico extendido sobre estructuras improvisadas. Eran las granjas experimentales de la Escuela de Agricultura de la UIO, que se extendía kilómetro y medio hasta la siguiente carretera. Más allá se encontraba el Laboratorio Nacional de Patología Veterinaria y Centro de Cuarentena, en cuyas inmediaciones habían visto el caballo ensangrentado. Hal Karst estaría recorriendo esa zona, ofreciéndole trozos de su desayuno al bicho aterrorizado.

Si Clyde hubiera sido un satanista que acababa de mutilar un caballo en el laboratorio veterinario, habría escapado hacia el norte atravesando las granjas experimentales, en las que no vivía nadie, que estaban mal delimitadas y nadie vigilaba. Clyde comprobó la zona por si veía el caballo herido, pero al no encontrar nada volvió al laboratorio veterinario.

Las puertas estaban bien cerradas. Había una garita que sólo se usaba de día. Para entrar de noche había que pasar una tarjeta magnética por una rendija y se levantaba la puerta. Una cámara de circuito cerrado registraba todas las idas y venidas. Eso no interesaba demasiado a Clyde. Pero el perímetro del laboratorio veterinario medía casi tres kilómetros. Estaba rodeado por una verja de tela metálica coronada de alambre de espino, tan alejada que cualquiera con una cizalla podía atravesarla a voluntad.

El terreno del laboratorio veterinario estaba rodeado de carreteras de mayor o menor importancia por tres lados, pero lo delimitaba al sur la línea principal del ferrocarril Denver-Platte-Des Moines. Si Clyde hubiese sido un satanista, habría abandonado Boundary para ir por el camino de tierra paralelo al apartadero del ferrocarril, siguiendo las vías hasta estar bien lejos de la carretera y habría cortado la verja por allí. Allí iban todos los adolescentes a beber cerveza y fumar marihuana.

En cuanto pasó de Boundary al camino de tierra, vio en el suelo marcas recientes de ruedas y paró allí mismo para no destruir pruebas. Sacó su porra, Excalibur, del salpicadero y, tras una breve vacilación, decidió dejar la escopeta donde estaba. Encendió el foco para iluminar el camino y avanzó a pie.

Efectivamente, había una abertura reciente en la verja, como a unos cien metros de la carretera, lo suficientemente alta y ancha para que pasara un caballo. Aparentemente los mutiladores habían entrado en el laboratorio y escogido su víctima, a la que habían sacado por la verja y a la que habían practicado cortes; el terreno, delante del boquete, estaba lleno de huellas humanas y de caballo, y también salpicado de sangre. Al día siguiente, aproximadamente a las diez, cuando el sheriff Mullowney se hubiese recuperado lo suficiente de la borrachera nocturna como para ponerse en pie, se desplazaría hasta allí para que le fotografiase el Times-Dispatch y que le grabasen las cámaras de televisión de Cedar Rapids y Des Moines. Se agacharía para examinar las pisadas, señalaría las manchas de sangre y tocaría con atención la verja cortada.

Estaba claro que los responsables de aquello habían llegado en un vehículo; estaba claro que se habían marchado hacía tiempo. Clyde se acercó al coche patrulla y habló por radio.

—Tengo una buena escena del crimen siguiendo el ferrocarril, en el cruce con Boundary —anunció. Luego sacó del maletero la cinta amarilla y acordonó la zona.

Mientras se acercaba al coche patrulla, había oído el intercambio por radio. El ayudante Jim Green y la operadora discutían acerca del paradero del ayudante Karst. Había dejado el coche junto a la granja Dhont hacía una media hora y todavía no había informado.

Un accidente grave de carretera al sur del condado exigía la atención de Jim Green. Clyde llevó su coche patrulla marcha atrás hasta Boundary y se encaminó al sur, hacia el territorio Dhont. A menos de un kilómetro se encontró con la unidad de Hal Karst aparcada en un camino de granja que separaba uno de los campos Dhont de otro. Hal había dejado el foco iluminando el campo de soja que quedaba a la derecha del camino de tierra. La soja era un cultivo bajo, y un caballo a la fuga era más probable que entrase en un campo de soja que en uno de maíz, donde las plantas le quedarían por encima de la cabeza.

Clyde aparcó la unidad a la entrada del camino, tras la de Hal Karst. Luego metió la mano por la ventanilla abierta del coche de Hal, agarró el foco y recorrió despacio el campo con el haz de luz. Cuando la luz estaba casi paralela al camino, dos puntos rojos muy juntos entre sí saltaron de pronto de la oscuridad, tan lejos que apenas era posible distinguirlos. Parpadearon y luego volvieron a aparecer. O en el campo de soja de los Dhont había un ciervo bien grande y excepcionalmente tranquilo, o era el caballo. Estaba cerca de la verja y no parecía tener intención de ir a ninguna parte. Quizás Hal hubiese logrado atarlo a un poste. Enfocó con la luz directamente el centro del camino, esperando distinguir la corpulenta silueta de Hal caminando hacia el coche patrulla, sudoroso y sin aliento de haber perseguido al caballo por todo el campo. Pero no fue eso exactamente lo que vio. Vio a Hal Karst, a sólo un tiro de piedra… claramente reconocible por el marrón claro del uniforme de sheriff. Pero Hal no caminaba. Estaba tendido en el suelo y no se movía.

La naturaleza del trabajo policial en Forks era tal que, cuando un ayudante veía a un colega inmóvil en el suelo, no daba inmediatamente por supuesto que estaba en presencia de la muerte y la violencia, como un policía de ciudad. Era mucho más probable que el ayudante Karst hubiese tropezado y hubiese caído de cara. Pero aunque se movía un poco, no hacía ningún esfuerzo real por ponerse en pie.

Clyde metió la mano por la ventanilla de la unidad de Hal Karst, agarró el micrófono de la radio y dijo con voz tensa:

—Hal herido. Hal herido. Envíen una ambulancia. —Luego soltó el micro sobre el asiento y echó a correr.

Hal Karst se agitaba débilmente. Primero había caído hacia delante, pero desde entonces había rodado varias veces y estaba cubierto del polvo de la carretera. Había cruzado los brazos sobre el cuerpo y se agarraba las costillas. Luchaba por respirar.

—¿Qué pasa, Hal? —dijo Clyde, pero fuera lo que fuese que le pasaba tenía que ver con su corazón y sus pulmones y le impedía hablar.

Clyde se sacó del cinturón la enorme linterna de policía e iluminó la cara y el cuerpo de Hal. Le sorprendió que tuviera las manos y el uniforme manchados de sangre y el corazón le dio un vuelco al pensar que era posible que los malos siguiesen en las inmediaciones y le hubiesen hecho algo a Hal. Controlando el impulso frenético de iluminar los alrededores con la linterna para buscar a los responsables, Clyde evaluó con toda la tranquilidad posible la situación. No vio heridas y la sangre era muy poca, estaba muy dispersa y no manaba como si hubiesen apuñalado o disparado a Hal.

Los movimientos de su compañero eran cada vez más débiles. Le iluminó la cara con la linterna. Se había puesto pálido. Tenía los labios de color violeta. Se le cerraban los párpados. Clyde dejó la linterna, pasó una mano bajo el cuello de Hal y le levantó la barbilla. Le metió un par de dedos en la boca y se aseguró de que no se hubiese tragado la lengua. Luego le pinzó la nariz, se inclinó, puso los labios sobre los de Hal y forzó el aire en sus pulmones.

Clyde pasó mucho tiempo haciéndole el boca a boca a Hal Karst. Después de un minuto o dos palpó con la mano libre el pecho de Hal hasta dar con el pulso. Era débil y errático como el corazón de un colibrí, así que se puso a alternar el masaje cardíaco con el boca a boca, empujando con la base de la mano el esternón con mucha fuerza, de forma que el tórax se hinchara con cada impulso.

La cantidad de sangre no se incrementó y Clyde comprendió que era falsa alarma. No era sangre de Hal, sino del caballo. Hal se había manchado intentando calmar al caballo.

Luego Hal se había puesto a caminar de regreso a su coche patrulla, todavía resollando, con el corazón latiéndole violentamente y, finalmente, el viejo engranaje le había fallado. Hal no sólo era el ayudante más viejo del grupo sino también el más gordo, siempre el último en las pruebas físicas. Había estado a dieta de granja desde su nacimiento: nata en el café directamente de la vaca y grandes lonchas de panceta curada casera para desayunar, bocadillos de solomillo para almorzar, bollos de merienda, filetes para cenar. Todos esperaban aquel desenlace.

Finalmente llegó la ambulancia; paró en Boundary y el equipo apareció corriendo por el camino con grandes cajas transparentes de equipo. Allí mismo le conectaron varios tubos y máquinas, obtuvieron lecturas de sus signos vitales y enviaron la información al centro de trauma del hospital metodista. Clyde prestó atención y supo que las noticias eran malas. Allí mismo abrieron la camisa del uniforme de Hal, un gesto que ofendió a Clyde a pesar de que lo comprendía. Cogieron las palas y le dieron una descarga, dos, tres, en cada ocasión inyectándole una combinación diferente de sustancias en el corazón con una enorme jeringa para caballos. Después de la tercera, Clyde sintió unas ganas tremendas de echarse a llorar. Dio la espalda a la escena y recorrió el camino hasta el caballo, cuyos ojos seguían reluciendo por el haz del foco de Hal Karst. En los flancos se le habían secado grandes manchas de sangre coagulada y también a un lado del cuello, tapando las posibles marcas realizadas por los mutiladores. Pero lo que Hal le hubiese dicho o hecho parecía haberle tranquilizado y resoplaba pacientemente sobre la franja de hierbajos que festoneaba la verja de alambre, buscando algo que valiese la pena comer. Clyde se situó allí y le habló un rato sobre nada en particular, hasta que sus ojos se vaciaron de lágrimas y dejó de sentir la opresión en el pecho. Soltó las riendas del poste donde Hal las había atado y guió al caballo bordeando la granja hasta Boundary. Para entonces ya se habían llevado a Hal y no quedaba nada en el lugar de su muerte, excepto un montón de basura de colores: los envoltorios rotos de los distintos suministros médicos dispersos por la carretera como un ramo lanzado en una procesión. El viento iba arreciando a medida que se aproximaba el amanecer y arrastraba los restos camino arriba.

Clyde recogió la linterna y algunos artículos más que había dejado caer y luego continuó guiando el caballo por el sendero. Justo cuando llegaba a Boundary apareció una furgoneta, una blanca con letras en los laterales que la identificaban como un vehículo del Gobierno de Estados Unidos. Tiraba de un remolque vacío para caballos, que casi fue a parar a la cuneta cuando el camión se detuvo abruptamente, en medio del carril. De él salieron dos hombres que no se molestaron en cerrar las puertas: uno blanco y otro negro, jóvenes y esbeltos, de corte de pelo perfecto de un centímetro y en buena forma física, a juzgar por cómo corrieron hacia él.

—Gracias, ayudante —dijo uno cuando todavía estaba a varios pasos de distancia; con una mano enguantada tomó las riendas de la mano de Clyde—. Vamos, Maíz Dulce —le dijo al caballo, guiándolo con firmeza. Maíz Dulce adoptó un paso más rápido y el hombre corrió a su lado hasta el remolque.

El otro hombre se quedó donde estaba, mirando a Clyde. No miraba la cara de Clyde como si le interesase iniciar una conversación. Sus ojos subían y bajaban por el cuerpo de Clyde, examinándole. Finalmente se centró en la chapa con el nombre de Clyde.

—Ayudante Banks —dijo claramente, como si se lo estuviese aprendiendo de memoria—, gracias por su ayuda.

—Espero que Maíz Dulce esté bien —dijo Clyde.

—Es mucho más resistente de lo que se imagina —dijo el hombre.

Clyde se encaró con el hombre, se puso firme y le hizo un saludo militar. Sin saber a qué atenerse, el hombre le respondió, momento en que Clyde no pudo evitar darse cuenta de que llevaba guantes quirúrgicos de látex.

—Gracias otra vez —dijo en voz muy baja, se volvió y corrió hacia Boundary. El otro militar, porque estaba claro que eran militares, ya había subido a Maíz Dulce al remolque. Se fueron tan rápido como habían llegado, dejando a Clyde con dos coches patrulla de los que ocuparse. Ver el vehículo abandonado de Hal Karst le deprimió, así que para estar ocupado desplegó cinta amarilla a la espera de que llegasen los refuerzos.