CAPÍTULO 15

Larkin Schoendienst, profesor de economía agrícola en la Universidad de Idaho y mentor de Betsy, había trabajado durante muchos años en el extranjero como agregado agrícola en diversas embajadas repartidas por el Tercer Mundo.

En realidad, había estado trabajando para la CIA en la División de Operaciones y, tras múltiples aventuras, a las que aludía con frecuencia pero de las que nunca hablaba, había sufrido una crisis nerviosa. La Agencia le había facilitado el camino a un buen despacho en Moscow, Idaho, con vistas al paisaje ultraterreno de las colinas Palouse, y le había concedido una pensión por incapacidad del ciento veinticinco por ciento, además de un salario de profesor y todo lo que pudiese ganar vendiendo información y análisis a la Agencia. Pasaba parte de su tiempo en una habitación amueblada encima del garaje de alguien en Moscow y parte en una urbanización de Ketchum, a un tiro de piedra del telesquí.

Betsy había llegado a Moscow, Idaho, a los veintiún años, recién salida de la Brigham Young, donde había obtenido una licenciatura en ruso. Larkin Schoendienst la había nombrado su asesora. Él era, con diferencia, la persona más moralmente ambigua que Betsy hubiese conocido nunca. Desde que Betsy estaba en Washington trabajando para la Agencia, comprendía que nada era accidental; Schoendienst era reclutador de la CIA y había tomado a Betsy bajo su protección porque era una mormona que hablaba ruso y provenía de un hogar protector. Era la candidata ideal para formarse en la Agencia.

Así que Betsy tenía muchos reparos con respecto a Larkin Schoendienst y estaba más que segura de que, cuando terminase de beber hasta la muerte, iría directo al infierno. Pero le apreciaba igualmente. La había animado, la había protegido y, en una larga sesión de alcohol en el bar del campus, el día después de obtener su titulación, le había entregado lo que él llamaba las llaves de la supervivencia en Washington.

—Si quieres sobrevivir en ese lugar —le había dicho—, nunca propongas soluciones, nunca te atribuyas el mérito y sitúate un poco a la derecha del presidente, de cualquier presidente, porque los presidentes se van pero tú te quedas.

En su momento lo había considerado como un comentario más que cínico. Creía que la CIA, con su incomparable acceso a todo, sería un lugar interesante en el que trabajar. Y así fue. Durante un tiempo. Pero cuantos más años pasaba allí, más le venían inesperadamente a la cabeza los consejitos de Schoendienst. Y desde que la habían nombrado jefa de división en funciones y se había trasladado al despacho de Howard King, cuyo teléfono todavía olía a su loción para después del afeitado, tenía cada día más clara la importancia de las palabras de su consejero.

En sus primeras reuniones de orientación en la Granja, le dejaron bien claro que su trabajo no era exponer ideas. Su función era cumplir tareas del «centro». Lo decía bien clarito en la Constitución: los representantes electos, no los funcionarios, eran los encargados de las ideas políticas. «No preguntamos ni respondemos.»

Eso decía la CIA, y Betsy salió de la Granja creyéndolo. Pero con el paso del tiempo, recordó la versión de Larkin Schoendienst:

—No se permite hacer preguntas a la gente que más sabe… ni siquiera se le permite proponer nada. Los estándares los fija el mínimo común denominador. Espera a ver Washington, Betsy… Cada dos años, esos malditos vendedores de coches y abogados de provincias vienen a la ciudad sin poder distinguir su culo de un hoyo en el suelo, y todo ese sistema sofisticado, poderoso y peligroso está a su merced. La Agencia distorsiona la información para ajustarse a las políticas gilipollas que se les ocurren a esos tipos.

Pidió todos los registros de visado que tenían en Inmigración, los repasó, seleccionando los de estudiante, localizó todos los concedidos a estudiantes del Sudeste Asiático y el Sudoeste Asiático y luego pasó los resultados por un sistema cartográfico del que obtuvo una visión tridimensional de la información. El resultado fue una imagen de la zona Continental de Estados Unidos con la orografía invertida: las costas eran planicies y los estados de las Grandes Praderas estaban punteados por riscos tremendos centrados en lugares como Elton, Nuevo Méjico; East Lansing, Michigan; Stillwater, Oklahoma; Wapsipinicon, Iowa.

Conocía bien casi todas esas universidades; eran los lugares adonde ella o sus compañeros «agroamericanos» tendían a ir para especializarse. Acotando la búsqueda a estudiantes iraquíes y volviendo a ejecutar el programa cartográfico obtuvo un resultado similar, con menos picos pero más evidentes: Auburn, Colorado; Tejas A&M, Iowa Oriental.

Durante muchas sesiones de desahogo en el balcón de su apartamento y muchas cajas de vino malo, Cassie y Betsy habían llegado a conclusiones similares a las de Larkin Schoendienst. Cassie, por su trabajo en el edificio Hoover, y Betsy, por el suyo en la Agencia, tenían cada una acceso a cierta información que las convencía de que sabían realmente lo que estaba pasando, al menos dentro de los límites de sus compartimentos asignados. Habían jurado no divulgar detalles específicos. Pero estaban de acuerdo en que, en un momento dado, en la ciudad había al menos cinco personas, del personal administrativo, seis niveles por debajo del presidente, que sabían lo que pasaba.

No era por falta de información. Las fuerzas combinadas de la comunidad de espionaje —con todos sus satélites espectaculares, taimados agentes HUMINT, interceptores de la NSA, agentes independientes como el doctor Schoendienst, el siempre abundante torrente de estudios y estadísticas gubernamentales de agencias nacionales e internacionales, la información privilegiada de firmas multinacionales y los mejores ordenadores y bibliotecas del mundo— ofrecían toda la información que hacía falta.

Tampoco era que los analistas careciesen de inteligencia. Pero el proceso editorial a través de seis niveles distorsionaba hasta tal punto lo que escribían que en varias ocasiones Betsy no reconocía ideas que se le atribuían a ella en algún informe diario para el presidente.

El problema eran los directores. Con ellos no iba el enfrentamiento abierto de ideas en el mercado de las iniciativas políticas. Se dedicaban a la política de taifas, forjando alianzas no para avanzar en el bien general de la nación, sino para consolidar ventajas y lograr entrar en el nivel excelso de Cuerpo de Ejecutivos Superiores, aprovechándose de cualquier administración presidencial para mejorar su posición… no para resolver problemas, sino para usarlos en el refuerzo de sus posiciones.

—Ten cuidado con las iguanas —le había dicho Larkin Schoendienst. Hasta hacía muy poco Betsy no había entendido a qué se refería. Pero ya veía iguanas por todo Washington; gente que se sentaba al sol en su roca, destruyendo a todo el que se acercase al alcance de su lengua, pero sin hacer nada.

Así que ahora era una jefa de división (interina) que trabajaba directamente bajo las órdenes de Spector. Pero su situación de superioridad no le ayudaba a atrapar a ningún malo, sobre todo porque Millikan había convencido al presidente de que debía apuntalar a Saddam. Al contrario, había pasado buena parte del último mes de viaje, en la Granja o en la mansión Airlie, asistiendo a clases sobre cómo ser jefa de división.

Una vez de vuelta en el despacho, descubrió que al menos la mitad de cada día se lo comían reuniones de uno u otro tipo, y la otra mitad el papeleo y la corrección del trabajo de sus subordinados. Comprendió el mensaje: alguien había decidido que no podría meterse en más líos mientras estuviese enterrada en el tedio administrativo.

Se llevó lo peor de ambos mundos. Como era interina, no tuvo aumento de sueldo. Su única ventaja era que King no iba a encargarse de su evaluación anual. Se topó con la hostilidad silenciosa de todos los viejos amigos de King que habían sabido lo de su perfidia. Aun así, disfrutaba de haber dejado la soja, y un observador fortuito hubiera llegado a la conclusión de que se había adaptado bien al cambio de abeja obrera a administradora.

Pero no había observadores fortuitos a las cuatro de la madrugada, cuando entraba a trabajar. Disfrutaba del servicio regular del taxista de Bangladesh, que a las tres cincuenta y cinco, todas las mañanas, paraba ante la entrada de los apartamentos Bellevue. Siempre estaba alegre y había adquirido la costumbre de traerle a diario un pastelito recién hecho.

Aquel día, en su turno de noche, seguía planteándose la «pregunta correcta»: intentaba descubrir adonde habían ido a parar todos los millones de dólares de los contribuyentes que faltaban, buscando patrones en la estática. Seguía accediendo a los ordenadores de otras agencias relacionadas con Irak y recurría todo lo posible a los HUMINT, o sea, a la información que le ofrecían fuentes humanas sobre el terreno en Oriente Medio. Le interesaba especialmente a quién proponían para que fuera a estudiar a Estados Unidos.

Había establecido claramente una tendencia que nadie más había detectado: profesores y otras personas de distintos países musulmanes iban a Irak como adjuntos para impartir clases de biología. Los nombres que aparecían en las peticiones de visado habitualmente no coincidían con los de los académicos desplazados, pero las descripciones físicas sí.

También obtuvo los nombres de iraquíes importantes en el negocio de las armas. Los obtuvo repasando todos los registrados en ferias de armamento del mundo entero desde hacía diez años y luego comparando las lista con los folletos de propaganda de sus productos. Consultando la lista de pasajeros de IATA podía saberse quién iba adonde.

Intentó que otras juntas directivas y otras ramas de la Agencia colaboraran, pero cometió el error de añadir su nombre a las peticiones. Se las rechazaron de inmediato.

A pesar de esa y otras frustraciones, cada vez daba más por hecho que tenía razón. Los iraquíes estaban invirtiendo mucho dinero —y, lo que quizá fuese más importante, muchos cerebros— en la guerra biológica. Le pidió a Spector que obtuviese imágenes infrarrojas por satélite del territorio de Irak. Spector se lo negó porque no tenía suficiente necesidad de saber eso. Betsy recurrió al enlace con Defensa en Langley y le pidió permiso para contar con gente en la DIA, que le fue denegado. Pidió permiso para contactar con gente de la NSF, la Fundación Nacional para la Ciencia. Se lo denegaron. Recurrió al DCI. No le respondieron.

Hizo que uno de sus subordinados pidiese permiso para contactar con la Agencia de Información de Estados Unidos, la USIA, sin mencionar el nombre envenenado de Betsy Vandeventer. Se le concedió el permiso.

Durante semanas había elaborado la lista de los doce iraquíes que, intuía ella, parecían más sospechosos. Empleó su acceso a la USIA para solicitar los formularios J-9 que habían rellenado éstos para solicitar el visado de estudiante. Habían sido escaneados, digitalizados y guardados en los archivos de la USIA.

Cada J-9 especificaba el plan de estudios del solicitante, incluidos los nombres de las instituciones donde trabajaría y quién sería su director de estudios.

De la Docena Sospechosa, tres estaban en la Universidad Estatal de Elton, Nuevo Méjico. Dos estaban en la Estatal de Oklahoma, en Stillwater. Tres en Auburn.

Los cuatro restantes estaban en la Universidad de Iowa Oriental. Los cuatro estudiaban con el doctor Arthur Larsen. Dos eran microbiólogos. Uno se dedicaba a la medicina veterinaria. El otro era químico. Mirando un formulario tras otro, Betsy vio la firma, en cada uno de ellos, de Ken Knightly, decano de los programas internacionales de la UIO y, debajo, el garabato característico del doctor Arthur Larsen, que también adornaba el reciente diploma de doctorado de su hermano.

Y no pudo proseguir, porque las actividades de la CIA debían mantenerse fuera de las fronteras de Estados Unidos. Era una regla que se incumplía de vez en cuando; pero considerando la gran cantidad de enemigos mortales que Betsy tenía en la Agencia, algunos de los cuales tenían el poder de controlar sus actividades en la estación de trabajo, sabía que no podía avanzar más sin acabar en prisión. Sus investigaciones la habían llevado a los límites del territorio del FBI, y sólo podía quedarse allí de pie y mirar desde el otro lado de la verja.

Llegó tarde a casa tras una cena obligada con gente de la Agencia y cuando fue a sacar su tarjeta llave recordó que se la había dejado a Kevin. Fue al intercomunicador y llamó. Kevin respondió. Se le trababa la lengua pero parecía feliz. De fondo oía la sintonía del programa de David Letterman.

—Hola, hermanita. ¿A qué número le doy?

Kevin, todavía trajeado, la recibió con mucha solemnidad.

—¿Cómo te ha ido hoy? Aparte de que ha sido un día muy largo, ¿verdad?

—Ah, ya sabes, Kevin, lo de siempre.

—No, sé que has pasado el día destruyendo lo que quedaba de la infraestructura moral y económica de la URSS.

—Culpable. ¿Cómo te ha ido a ti?

—Estupendamente. Muy buenos resultados en la NSF, almorzando y chismorreando con algunos de los colegas de Larsen en Agricultura. Y luego, para pasar a algo completamente diferente: cócteles en la embajada jordana.

—Vaya —Betsy fue muy efusiva—, qué día tan maravilloso. ¿Dónde lo has pasado mejor?

—Sobre todo ha sido divertido formar parte de este lugar. Sé que me han recibido bien sólo porque represento a Larsen. Pero la recepción en la embajada ha sido especial. La verdad es que saben hacer que te sientas importante.

Betsy iba a interrumpirle, pero Kevin siguió hablando.

—Bien, sé que tú formas parte de esto…

—Ni lo sueñes. Nunca me relaciono con extranjeros de ningún tipo, amigos ni enemigos —dijo—. Simplemente quería recordarte que el trabajo de un diplomático consiste en ser encantador.

—Bien, lo ha sido. He conocido al agregado cultural de la embajada. Deja que busque su tarjeta. —Buscó en el montón de tarjetas que indicaban sus progresos en la ciudad—. Ah, sí, aquí está. Hassan Farudi. Un tipo agradable.

—¿De qué habéis hablado? Si puedo preguntarlo.

—Claro, yo no he jurado guardar secretos. Mucha gente quiere estudiar con el Hacedor de Lluvia. Intento elegir a un grupo nuevo. La mayoría realizó sus primeros trabajos en universidades inglesas y europeas… supongo que Inglaterra es Europa. Tengo que verificarlo con los jordanos… son como una especie de centro de referencias para los países árabes en lo que a intercambios internacionales se refiere.

—¿Qué dicen los jordanos sobre ellos?

—Oh, demonios, todos valen. Son granjeros como tú y como yo, Bets, que quieren aprender a criar vacas mejores. Es pura rutina. Cenamos juntos, tomamos unas copas, soltamos chorradas sobre política.

—¿En serio?

—Sí. —Kevin rió—. Los jordanos definitivamente tienen un punto de vista diferente. Hablaban de cómo ellos y todos los países responsables trabajan contra los iraníes, que según ellos actúan en colaboración con los israelíes. —Le dedicó una mirada conspirativa—. ¿Te suena?

—Podría ser. Pero no sé mucho sobre esos asuntos.

Kevin le guiñó el ojo. «Sé que lo sabes y sé que no puedes decirme que lo sabes.»

—En cualquier caso, mañana iré a la USIA, al despacho donde se encargan de todos los visados de estudiantes, y les entregaré los papeles pertinentes. Te asombraría lo mucho que se pueden acelerar los trámites gubernamentales si llevas en mano los formularios. Por eso Larsen es tan bueno… comprende estas cosas. —Kevin bostezó y se estiró—. ¿Mañana volverás a levantarte a las cuatro? Hoy te he oído salir.

—Lo intentaré —dijo Betsy—. Tengo muchas cosas en la cabeza.