CAPÍTULO 14

Una mañana a las 3.52, según el reloj del salpicadero de la ranchera, Clyde conducía en dirección sur por la interestatal Cuarenta y cinco cuando fue testigo de un accidente de un solo coche. Un vehículo de cuatro puertas se le acercaba por los carriles en dirección norte, llamando la atención de más de una forma. Para empezar, llevaba encendidas las luces de emergencia, pero no los faros delanteros. Segundo, iba tan rápido que Clyde veía de lejos que se pasaba del límite. Daba la impresión de ir a más de 190 por hora. Tercero, iba pasando de un carril a otro, metiéndose en el arcén izquierdo o en el derecho cuando al conductor le parecía necesario reclamar más espacio.

Al final se fue un poco de más a la izquierda y quedó atravesado por completo en el arcén. El conductor se dio cuenta de que algo iba mal; incluso desde la parte frontal Clyde vio cómo se encendían las luces de freno. Las ruedas tocaron la tierra, haciendo cabecear violentamente el coche. El conductor luchó un momento con el volante mientras el coche atravesaba la cuneta, levantando tierra y piedras, pero finalmente se dio contra una roca o algo similar y se apartó violentamente de la carretera, pasó sobre el borde de la cuneta, chocó contra una verja de alambre y se lo tragó un campo de maíz alto como si fuese un actor perdiéndose tras el telón.

Clyde redujo la velocidad, pasó al carril derecho, colocó la ranchera en la mediana y ejecutó un perfecto giro de policía, dando gas para incorporarse a los carriles que iban hacia el norte con suficiente brío para que Maggie saltara en su asiento pero no tanto como para despertarla. Siguió las marcas de frenazo hasta los surcos en la cuneta y luego los surcos hasta el hueco en la verja. Aparcó la ranchera en el arcén y encendió los faros de emergencia. De la guantera sacó una linterna y algunas bengalas, que encendió y lanzó a la carretera. Sacó a Maggie, todavía dormida, del coche, y la colocó bien lejos de la autopista, por si un camión articulado le daba por detrás al Coche de la Muerte mientras él investigaba.

Los ocupantes del coche habían tenido suerte: el vehículo no había volcado ni había sufrido grandes daños. Apoyado en las cuatro ruedas, había consumido la energía cinética abriendo un túnel sorprendentemente largo en el maíz. Por el camino había dejado una hilera de cartones de Marlboro, como Hansel y Gretel habían dejado migas de pan. Por lo visto el maletero estaba completamente lleno y se había abierto con los bandazos del coche en la cuneta. Mientras Clyde seguía el sendero de cartones blancos y rojos que relucían brillantes bajo el haz de la linterna, oía voces que conversaban en voz baja. La trayectoria demencial del coche le había asustado, y le incordiaba un poco que los ocupantes del vehículo se estuviesen riendo. No entendía lo que decían, y cuando se acercó, se dio cuenta de que hablaban en una lengua desconocida.

—¡Hola! —gritó.

Las voces callaron durante un momento.

—¿Hola? —respondió alguien con cautela.

Al fin veía el coche. Habían encendido los faros iluminando una pared sólida de maíz, abierto las cuatro puertas derribando más plantas y se habían colocado detrás del coche, el único lugar despejado donde podían situarse. Eran varios. Clyde giró la lente de la linterna para obtener un haz de luz amplio y dio un buen vistazo a la escena antes de acercarse más. Era un Buick LeSabre nuevo y grande con una pegatina de Hertz.

Contó cinco hombres. Todos fumaban, lo que le pareció muy poco inteligente dadas las circunstancias.

Todos sostenían los cigarrillos entre pulgar e índice, como dardos. Allí estaban, de pie, fumando, sangrando y con una ridícula apariencia de serenidad. Uno de ellos avanzó. Era alto, rubio y de rostro muy delgado, con los ojos entre grises y verdes. A primera vista parecía un adolescente, pero luego Clyde estimó que rondaba los cuarenta.

—Sheriff —dijo Clyde.

Zdraustvui —respondió el hombre—. Significa «saludos, amigo» en ruso. Me llamo Vitaly. Bendito sea por venir a salvarnos, señor sheriff. —Avanzó para sacudir casi sin fuerzas la mano de Clyde.

—Clyde Banks —dijo Clyde. Se dio cuenta de que el olor que le llegaba a la nariz no era de la gasolina del depósito. Era el alcohol del aliento.

Otro hombre avanzó, sosteniendo en cada mano un cartón de Marlboro, ofreciéndolos como regalo. Clyde los rechazó cortésmente.

—¿Qué tal si los llevo al hospital? —dijo Clyde.

—No hace falta, amigo mío. Vamos al aeropuerto. —Vitaly señaló el reloj.

—Hay tiempo de sobra. El vuelo a Chicago no sale hasta las ocho de la mañana.

Vitaly pareció considerarlo un comentario gracioso y habló al grupo de rusos. Clyde oyó la palabra «Chicago» y comprendió que Vitaly traducía. Los hombres se rieron.

—Amigo mío, el vuelo a Kazajistán parte tan pronto como lleguemos al aeropuerto —dijo Vitaly.

Clyde lo comprendió en ese mismo momento y se sintió estúpido por no haberse dado cuenta antes.

El aeropuerto del condado de Forks servía como base a una unidad aérea de la Guardia Nacional de Iowa especializada en el transporte pesado. Su pista de casi cuatro kilómetros era perfecta para esos aviones soviéticos increíblemente grandes conocidos como Antonov, y en Nishnabotna había un par de empresas que los usaban de vez en cuando. Una era la Fragua Nishnabotna, que había quebrado en los años setenta pero seguía manteniendo una pequeña línea de producción en un rincón de su planta desierta. Fabricaba unas tuberías de acero muy apreciadas por los extractores de petróleo de regiones distantes dejadas de la mano de Dios, que esporádicamente sentían una frenética necesidad de ese producto. Por eso la fragua ocasionalmente pedía un Antonov, lo cargaba de tubos de acero y lo enviaba a Brooks Range o a Asia Central. El Antonov llegaba lentamente por los cielos del este de Iowa, disparando las sirenas de tornados y cubriendo el maíz con una fina neblina de ceniza aceitosa, sacaba su enorme tren de aterrizaje —múltiples hileras largas de gruesas ruedas negras— y se posaba en la enorme pista para recoger su carga.

Clyde nunca había visto a la tripulación. Se rumoreaba que dormía en el avión.

—Quizás alguien debería echarle un vistazo antes de despegar dijo Clyde, señalando al que tenía el brazo doblado.

—Debemos regresar al Perestroika —dijo Vitaly—. Verá, así se llama nuestro avión, en honor a Gorbachov. My i biznesmeny… Somos hombres de negocios. Nos tememos que… su hospital… demasiado caro.

Vitaly no era la única persona a la que preocupaban los contratiempos y el papeleo derivados de aquel accidente. Un montón de rusos que estrellaban un coche alquilado y causaban daños en la propiedad de un granjero por conducir borrachos mientras sacaban de contrabando algunos cigarrillos… A Clyde le daba vueltas la cabeza sólo de pensar en todos los formularios que tendría que rellenar.

Así que los sacó del campo de maíz, recogió a su hija del poste de la verja, echó hacia delante el asiento trasero de la ranchera y encajó a los rusos en la espaciosa zona de carga. Podía oírlos hacer comparaciones burlonas entre el Coche de la Muerte y el Perestroika. Se llevaron todos los cartones que pudieron y los colocaron entre sus cuerpos. Vitaly se inclinó sobre el asiento y le hizo carantoñas a Maggie maravillándose de su perfección mientras su tripulación volvía al campo de maíz y recuperaba más cigarrillos. Clyde sacó el equipo de primeros auxilios que Desiree había instalado en el coche, del tamaño de un maletín, y encontró un soporte inflable para el brazo, que aplicó al brazo roto del tripulante, para fascinación y asombro de los otros aviadores.

Al fin estuvieron listos. Los llevó los tres kilómetros que faltaban hasta el aeropuerto y hasta la pista y se colocó a un lado del Perestroika, tan alto como los acantilados de Wapsipinicon. Vitaly insistió en que él y Maggie entrasen a hacer una visita. Clyde entró con cierta inquietud, preocupado de que aquella banda de piratas fuese a cerrar las escotillas, llevarlos a Arabia y venderlos como esclavos, quizá redondeando la oferta con algunos Marlboro y unos cuantos tubos de acero. Pero aunque Vitaly era claramente un mangante de poco fiar, no era un malvado, al menos no tan descaradamente, y en cuanto vio a Maggie fue evidente que había decidido que Clyde y él eran amigos de por vida.

El interior del avión era lo más chapucero y destartalado que Clyde hubiese visto nunca; era un piso de estudiantes volante, con cajas de brandy soviético y otras formas de contrabando por todas partes. El cableado había sido reparado con cables de lámpara y cinta adhesiva, y todo estaba pringado de fluido hidráulico escapado de juntas defectuosas o mangueras raídas.

Por otra parte, podía transportar una locomotora hasta más de cinco mil kilómetros de distancia casi a la velocidad del sonido. Por tanto, ¿qué se le podía reprochar?

De todas formas, se alejó todo lo posible del aeropuerto antes de que el Antonov despegase.