Habiendo crecido en la explosivamente fecunda residencia Dhont, Desiree ya sabía más sobre cómo cuidar a un bebé de lo que Clyde sabría en la vida. Lo que más intimidaba era que Desiree se había embarcado en un ambicioso programa de investigación. Había comprado o pedido prestadas docenas de libros sobre cuidados avanzados del bebé, y ya superaba con creces su antiguo nivel y se perdía en la distancia, más allá del horizonte de Clyde.
Algunos de los libros sobre bebés eran los de siempre, ya muy usados, de la biblioteca pública de Nishnabotna, y otros, nuevos y relucientes, habían salido del Departamento de Desarrollo Infantil. En una ocasión, furtivamente, Clyde se había llevado uno al baño y lo había hojeado sentado en el váter. El lenguaje era bastante claro (sobre todo para alguien acostumbrado a las complejidades victorianas de Sherlock Holmes), y no había que ser ingeniero para pillar la idea. Hojeó todo el libro con confianza. Si pasaba un poco más de lo habitual sentado en la taza leyendo esos libros, tal vez con el tiempo diese una grata sorpresa a su esposa demostrando de pronto unos conocimientos insospechados sobre la paternidad.
Luego leyó otro y descubrió que contradecía directamente al primero. Comprendió por qué Desiree invertía tanto tiempo en aquello: tenías que haberte leído centenares de ejemplares para discernir las tonterías de la sabiduría.
Cuando a la pequeñina le dio por despertarse en plena noche llorando, descubrió que muchas horas nocturnas que normalmente hubiese malgastado durmiendo podía invertirlas en mejorar su mente leyendo las obras de varios augustos doctores en pediatría. Todos ellos sostenían ideas diametralmente opuestas sobre cómo lograr que tu bebé durmiese, y todos ellos poseían unas credenciales académicas rutilantes, por lo que distinguir la verdad de la ficción no resultaba nada fácil.
Él tenía una pequeña ventaja. A saber, que por razones de trabajo a menudo entraba en contacto con doctores de la universidad. Había descubierto que los doctores no amedrentaban tanto cuando uno los había ayudado a poner el coche en marcha, había bajado su gato de un árbol o arrestado a unos cuantos por pegar a su esposa también doctora. Así que Clyde iba directamente al grano.
Parecía bastante probable que si el autor de un libro era un imbécil ese hecho se manifestara inevitablemente en algún punto de sus páginas. Como un estudiante incompetente que intentara aprobar el curso de la UIO, un imbécil que escribía un libro acabaría metiendo la pata tarde o temprano. Clyde escrutó el contenido de los libros con el talante firme y sagaz de un detective, buscando pruebas y no información. La presencia de un bebé que lloraba a su lado conseguía que su mente se concentrara con una especie de claridad judicial; si encontraba una contradicción interna, o incluso una frase mal escrita, podía cerrarlo de inmediato —con un ruido parecido al golpe de maza de un juez— y arrojarlo a la alfombra, al montón de libros rechazados. Al fin encontraba su nicho en esto de ser padre. Desiree era demasiado blanda y estaba demasiado bien dispuesta; se leía todo aquel material contradictorio e intentaba evaluarlo equitativamente. Pero él realizaba una aproximación inflexible más propia del Viejo Testamento y no vacilaba en lanzar el material sospechoso al Lago de Fuego.
A lo largo de muchas sesiones nocturnas de investigación, redujo el campo de los expertos en el sueño de los bebés hasta un solo hombre, un doctor del Este. A Clyde le caía bien porque parecía tener las ideas claras y no era excesivamente sentimental. Tenía la impresión de que le contaba las cosas sin rodeos. Lo que decía era que los bebés tenían que aprender a dormir por sí solos, y que si los acunabas o les dabas el biberón jamás aprendían. En otras palabras: que el bebé llorase. Tarde o temprano acabaría descubriendo cómo dormirse solo.
Lo que estaba bien, en teoría. Sólo había un problema: el tipo decía que no había que dejarlos llorar hasta que no tuviesen cuatro meses. Maggie había nacido en marzo, razón por la que Clyde pasó gran parte de abril y mayo conduciendo por ahí con Maggie en el Coche de la Muerte a las tres y las cuatro de la madrugada. Ir en coche era la única forma de tranquilizar a la niña y, si no surtía efecto, al menos los vecinos no se enteraban.
También resultaba útil en otro aspecto: le ofrecía tiempo de sobra para pensar en las últimas horas de la vida de Marwan Habibi.
La semana anterior el rotatorio al fin había escupido el cuerpo de Habibi, en avanzado estado de descomposición y comido por los peces. Todavía llevaba una chaqueta de piel con los bolsillos llenos de grava de la rampa de bote, pero el cuerpo se había hinchado hasta el punto de flotar a pesar de ese intento improvisado por incrementar su peso. A Clyde, naturalmente, le habían asignado el trabajo de sacar los restos mientras Kevin Mullowney permanecía en la parte superior de la presa rodeado de un nimbo de luces de televisión, con aspecto de hombre duro pero preocupado. Clyde había acompañado la bolsa del cadáver hasta la oficina del forense del condado, Barnabas Klopf, quien había rebuscado entre los restos mientras Clyde intentaba dar con otra cosa que mirar. Clyde había visto otros cadáveres, pero nunca nada como lo que había quedado de Marwan Habibi.
—Maldita sea —dijo Clyde, leyendo la etiqueta de un cajón—. ¿Qué hace aquí Kathy Jacobson?
—Está muerta —dijo Barney Klopf.
—Lamento saberlo. —La señora Jacobson había sido una presencia fija en la iglesia luterana a la que Clyde iba, hasta que al casarse con Desiree se había convertido al catolicismo—. ¿Cuándo murió?
—Ayer mismo. De un ataque al corazón en la cocina mientras preparaba lutefisk.
Clyde no dijo nada, pero sintió cierta satisfacción al oírlo; si Kathy Jacobson hubiese podido escoger momento y lugar para morir, ciertamente habría sido en su cocina preparando lutefisk.
—Mallory Brown —dijo Clyde, siguiendo con los cajones. Mallory era un veterano negro de la guerra de Corea que siempre llevaba la bandera en el desfile del día de los veteranos.
—Hace dos días. Una crisis asmática.
—¿Quién es Rod Weller? —preguntó Clyde, al llegar a otro cajón.
—Un abogado de Davenport. Murió ayer. De un ataque al corazón pescando carpas con arco.
Barney se presentaba a la reelección, también por el Partido Republicano, y cuando terminó la autopsia por primera vez en su carrera Clyde sacó algo de su relación con los republicanos; fue la primera persona en enterarse del informe de la autopsia, que afirmaba que era probable que Marwan Habibi hubiese muerto por el impacto de varios golpes en la cabeza, infligidos con un objeto pesado en forma de pala, posiblemente un remo. Cuando salió del edificio, Clyde anunció ese dato a un cámara expectante, aunque probablemente fuera para él tan beneficioso como perjudicial: recordó a todos lo del bote.
Clyde fue por Lincoln en dirección este cruzando los polígonos industriales de Nishnabotna y los centros comerciales de la periferia de la ciudad. Las luces de colores parecían llamar la atención de Maggie y lograban que guardase un silencio momentáneo, o quizá simplemente miraba directamente por la luna delantera la magnificencia galáctica de la parada de camioneros Barras y Estrellas, cuyos gigantescos carteles eran visibles desde kilómetros de distancia; los habían diseñado específicamente para despertar incluso a los camioneros más dormidos de la interestatal Cuarenta y cinco y que tuvieran tiempo de sobra para frenar y tomar la salida de Nishnabotna.
Una vez pasada la parada de camioneros Barras y Estrellas se hundieron instantáneamente en la oscuridad más absoluta. En aquella parte del mundo, la frontera entre ciudad y campo era muy abrupta, y los aparcamientos de los centros comerciales habitualmente lindaban con campos de maíz.
En dirección sur por la interestatal Cuarenta y cinco, atajaron por el extremo sur de Nishnabotna antes de cruzar el río Iowa. Casi de inmediato, Clyde tomó la salida para la nueva Treinta, que iba en dirección oeste-noroeste entre campos de maíz sin sembrar y pasando por el ocasional grupito de casas hasta unirse de nuevo con la antigua Treinta, conocida como Lincoln. En ese punto, Clyde salía, reducía la marcha del Coche de la Muerte y giraba a la derecha para dirigirse al este por Lincoln. Compartían aquel cruce un vendedor de coches de segunda mano, un minimercado Casey’s y un bar de carretera de mal aspecto que parecía cambiar de propietario cada pocos meses. O, al menos, así había sido hasta el año anterior, cuando un par de mujeres lo habían comprado y convertido en un bar de vaqueras… el tipo de bar de vaqueras donde los vaqueros eran tan bien recibidos como una serpiente de cascabel. Era un establecimiento popular entre las mujeres relacionadas con la universidad. Pero los habitantes de Nishnabotna habían oído campanas y les gustaba excitarse chismorreando sobre a quién habían visto allí.
Una noche, al descubrir que el indicador de gasolina marcaba vacío y que de todas formas Maggie no dormía, Clyde paró en el Casey’s para llenar el depósito y tomar un café. Mientras lo llenaba, dándole a la manguera para lanzar algo más de gasolina por la tubería, oyó una intensa música de Patsy Cline surgiendo de una puerta abierta en el lateral del bar de vaqueras. Mirando en dirección al sonido, vio a un par de vaqueras compartiendo un momento de amor contra la pared del edifico. Una de ellas daba la espalda a Clyde; tenía un pelo largo y rubio, y parecía universitaria. Su amiga se apoyaba contra la pared y llevaba un peinado de mujer madura, con permanente. Era Grace Chandler. Ella y su marido —la leyenda local de los deportes y comentarista despedido Buck Chandler— le habían vendido a Clyde el edificio de apartamentos. Era una mujer vivaz y agradable, más inteligente que su esposo. A Clyde siempre le había parecido triste. Hasta entonces.
Desde el Casey’s, Clyde podía seguir por la Lincoln atravesando Wapsipinicon y Nishnabotna. Era un tramo de carretera lleno de semáforos. A esa hora de la noche no había tráfico para activar los sensores instalados en el firme, así que las luces seguían un programa automático. Siempre que se ciñese al límite de velocidad, Clyde podía pasar esos treinta y dos semáforos sin parar o siquiera reducir la velocidad. Cuando tenía la impresión de cabalgar la ola, se limitaba a poner el vehículo a treinta y cinco y mantener la ranchera en el centro del carril.
Pero ocasionalmente algún conductor nocturno salía de un cruce y activaba el sensor, lo que provocaba el caos en toda la cadena de semáforos. Como en la Lincoln el terreno era plano y recto, todos los semáforos, durante kilómetros, eran simultáneamente visibles. El resultado era casi palpable. Clyde veía los faros del intruso acechando en la calle lateral y cómo los semáforos pasaban a rojo en una reacción en cadena que recorría toda la calle.
Fijado a cada semáforo había un aparato consistente en una cajita electrónica de la que surgía un tubo largo y estrecho a cada lado, que señalaba a derecha e izquierda. En las profundidades de cada tubo había una célula fotosensible. La célula miraba por el tubo, observando la calle con visión túnel.
Todos los vehículos de emergencia tenían luces intermitentes que parpadeaban a una determinada frecuencia. Cuando la célula detectaba una luz así, se lo indicaba al semáforo, que se ponía en verde. Así era como los vehículos de emergencia podían recorrer la Lincoln a toda prisa, incluso en hora punta, sin dar nunca con un semáforo en rojo.
Cuando Clyde veía que los semáforos se iban poniendo en rojo en plena noche, sacaba la mano y agarraba con los dedos el control de los faros de la ranchera. Le daba varias veces para que destellaran con rapidez. Como por arte de magia, los semáforos cambiaban a verde en sucesión a lo largo de Lincoln hasta (suponía) la Coste Este, y él pasaba deslizándose en su enorme ranchera mirando a los intrusos detenidos en los cruces, que a su vez le miraban con suspicacia.
Por una vez se topó con un semáforo en rojo, porque había estado tan concentrado en Marwan Habibi que había olvidado hacer que las luces parpadearan. Miró al cruce, para ver quién demonios estaba ahí a las tres de la mañana para desbaratar el comportamiento programado de los semáforos. Era el potente Trans Am elevado de Mark McCarthy, un especialista en delitos menores que Clyde había arrestado en varias ocasiones. El Trans Am salía de un vecindario particularmente cutre de Nishnabotna, donde se sabía que vivía ocasionalmente con su pareja de hecho y sus niños ocasionales.
Alguien —o algo— ocupaba el asiento del copiloto, junto a Mark McCarthy. Pero Clyde no vio quién, o qué, hasta que McCarthy avanzó y giró a la izquierda justo delante de él. Mirando de cerca a través de las ventanillas del Trans Am de McCarthy, Clyde distinguió claramente una silla de bebé rosa pálido con un crío envuelto en una cómoda manta de dormir tomándose un biberón.
El testigo principal era Vandeventer, que a primera hora de la noche del asesinato había visto cómo se llevaban a Marwan Habibi del laboratorio (la misma noche del robo del bote). Vandeventer le había echado un buen vistazo a Marwan y estaba seguro que en ese momento tenía el cráneo intacto… Y efectivamente, de eso no cabía duda, porque los daños que Barney Klopf había apreciado durante la autopsia eran muy extensos y evidentes, incluso para Barney, famoso por abusar de sustancias farmacéuticas.
Vandeventer había identificado a los otros estudiantes árabes presentes en la fiesta del laboratorio 304, y los habían interrogado a todos… pero se tomaban sus declaraciones con cierto recelo, porque todos eran sospechosos. Los estudiantes estaban de acuerdo en que, tras abandonar el laboratorio 304, habían ido a una casa donde Habibi había despertado para seguir con la fiesta.
Del bote y el remo fatal sacaron huellas dactilares que coincidían con las de Sayed Ashrawi, uno de los estudiantes identificados por Vandeventer. Interrogatorios posteriores con los otros estudiantes dejaron claro que a la una en punto de la mañana, Ashrawi se había ofrecido voluntario para llevar a casa a Marwan Habibi. Estaba relativamente sobrio, porque era el chófer de reserva del grupo, y Habibi volvía a decir incoherencias. Después no habían vuelto a ver a Ashrawi ni a Habibi hasta las ocho de la mañana siguiente, cuando Ashrawi había asistido a una reunión del grupo local de estudiantes islámicos. Pero un vistazo a los gastos de la tarjeta de crédito de Ashrawi demostraba que había comprado gasolina en la estación Exxon cercana al embalse Pla-Mor a las cinco de la mañana.
Los demás estudiantes tenían coartada. Ashrawi había sido arrestado y se pudría en la cárcel del condado de Forks, negándose a comer la asquerosa comida de la cárcel y rezando de cara a La Meca cinco veces al día mientras los otros prisioneros le maldecían.
Clyde no se atrevió a decirlo en público, pero estaba bastante seguro de que Ashrawi era inocente.