CAPÍTULO 11

El taxi recorrió los nueve kilómetros hasta la entrada de la CIA al salir del paseo, deteniéndose un poco más allá de la curva que impedía ver la garita desde la autopista. Betsy, muy concentrada en sus ideas, no había sacado la insignia del bolso, pero no le hizo falta. El taxista y el guardia se conocían. Dejó atrás el auditorio Bucky Fuller camino de la zona delantera y la dejó junto a la estatua de Nathan Hale. Betsy fue a sacar dinero del bolso, pero el taxista agitó la mano.

—No es necesario, señora, el caballero se ocupó de todo. Buenos días. —Luego, señalando hacia Nathan Hale, dijo—: Recuerde, dé gracias de tener sólo una vida que entregar por su país.

Había llegado temprano y el día era bonito, así que encontró un banco cercano en el que aclararse las ideas. Qué curioso, reflexionó, haber pronunciado una frase y haber provocado todo aquello. Curioso, también, lo de Spector y lo que había dicho del presidente. ¿Sería cierto?

«¿Qué debo hacer?», se preguntó. Recordó su primer seminario como estudiante graduada en la universidad de Idaho. Era la única mujer en un seminario de econometría. En aquella época sabía muy poco de modelos económicos y análisis de datos, pero sabía que los hombres de la clase la despreciaban. Era una novata, no era guapa y le iban a dar su merecido. Había guardado silencio, había presentado su trabajo, la habían machacado sin piedad. El profesor que llevaba el seminario, y que odiaba a su mentor, Larkin Schoendienst, azuzó a los hombres como Calígula azuzaba a los gladiadores en el Coliseo. Había sobrevivido. Pero se había sentido violada.

Era una buena chica, pero no era tan estúpida como para pasar de nuevo por una experiencia semejante. Betsy seguiría el consejo de Spector. Diría: «Vaya, señor, no lo sé.» O: «Vaya, señor, todavía no lo he descubierto todo.» Allí corría tanto peligro como en los campos de patatas de la cuenca del río Snake. Allí también había serpientes de cascabel, pero no tenía su escopeta de perdigones ni a su perra, Katie. Contaba con su habilidad para la supervivencia, eso sí. Fue recuperando la confianza. Rebuscó en el bolso y sacó la cartera. Cassie había querido ver las fotos que Betsy llevaba y había soltado un grito de asombro porque la única que le había podido enseñar era de Katie, su perra labrador, sentada en la parte posterior de una camioneta con su sonrisa perruna y la lengua roja colgando. Betsy miró la fotografía con una sonrisa de oreja a oreja. Qué extraño. Llevaba días sin sonreír.

Spector tenía razón. No repetiría el error cometido con el agregado en marzo. No se excedería en su tarea. No caería en la trampa burocrática. Completaría su tarea tal y como se le había pedido y se iría ensangrentada, pero sin dejar que la doblegasen.

Cuando ya entraba en el edificio, la limusina del DCI —su jefe durante la última semana— llegó. Le había visto antes en una ocasión en que había ido al edificio Castleman a comer pizza con el personal, algo que su propio personal le había aconsejado después de la marcha de Casey. Betsy le sonrió, él le abrió la puerta. Mientras entraba, le oyó preguntarle a su ayudante:

—¿Quién es?

—Es ella.

—¿Vandeventer?

Betsy se echó a un lado y dejó que él y su gente pasasen juntos por el arco de seguridad mientras ella buscaba la insignia en el bolso. Pasó. El DCI la esperaba. Se presentó y dijo:

—Estamos ansiosos de oír su informe.

—Oh, gracias, señor. Me siento muy honrada de poder compartir mis descubrimientos a este nivel.

—Por cierto, debería saber que el doctor Millikan estará presente.

—¡Oh! ¡Mucho mejor!

—Nos veremos en el séptimo —dijo. Intercambió una mirada de vaya imbécil con su ayudante y se dirigió al ascensor de los ejecutivos.

Betsy se metió en el ascensor para el personal, que se detuvo en todos los pisos. Cuando finalmente llegó al séptimo se fue directamente a su rincón. Se conectó y repasó su informe sobre bioarmas, todo lo que había logrado durante la semana. Sin duda, los lacayos del DCI ya lo habrían copiado y examinado, señalando todos los puntos débiles… que eran muchos.

Cerró el documento, consultó su informe sobre la soja y mandó las cuarenta páginas a la impresora láser. Lo llevó hasta el otro extremo del pasillo e hizo quince copias. Mientras la máquina trabajaba, fue al baño y se arregló. A través de la ventana de vidrio esmerilado oyó que un helicóptero llegaba al helipuerto cercano. Millikan estaba allí.

Fue al armario de suministros y sacó doce juegos de tapas para su informe. Regresó luego a la fotocopiadora para compaginar los ejemplares, canturreando mientras ordenaba las páginas y las encuadernaba. Luego sintió una presencia hostil. Llevaba el mismo perfume que su profesora más detestada de tercero. Era la secretaria ejecutiva del DCI, Margaret Hume. Betsy se volvió y dijo:

—¡Hola! —con toda la alegría posible.

Hume se limitó a mirarla con furia y a bloquear la puerta. Detrás de ella vio pasar a Millikan con su séquito, seguido de cerca por el director del grupo de trabajo iraquí en Operaciones… No sabía su nombre. El director de la Oficina de Análisis y Coordinación de Programas. El director de Análisis Económico. El director de Ciencia y Tecnología. El subdirector de la Central de Inteligencia, los agregados de la DIA —la Agencia de Inteligencia de Defensa— y el NSC —el Consejo Nacional de Seguridad— y el subdirector de Operaciones. Hombres con traje oscuro, que se movían en silencio y con decisión, hombres que esperaban su presentación. Tendría que haber estado demasiado intimidada para seguir de pie.

—Me toca —susurró Betsy con dulzura.

—Cuando llegue la hora —fue la repuesta acerada de la señora Hume.

—Maggie —preguntó Betsy, con un placer enorme de ver cómo la furia estallaba en el rostro de la veterana de treinta años de servicio—, ¿crees que la Agencia es culpable de tratar injustamente a las empleadas?

—En absoluto. La Agencia ama a todos sus empleados.

—Sí, me he dado cuenta —dijo Betsy, poniéndose en pie—. Tengo que irme.

—No hasta que llegue el momento.

—Maggie —dijo Betsy—, crecí moviendo tuberías de irrigación y recogiendo patatas. Peso noventa kilos. Es la hora de mi reunión. En unos cinco segundos mis noventa kilos van a atravesar esa puerta todo lo rápido que puedo caminar, que es mucho. Bien, por favor, no me digas que tengo que recurrir a la amenaza física para salir de esta habitación.

Betsy dio la espalda a Margaret Hume, hizo un montón con los informes y los sostuvo entre los brazos. Se volvió hacia la puerta para encontrarse a la secretaria ejecutiva todavía tercamente plantada en su camino. Betsy fijó la vista en un punto situado detrás de la cabeza de Margaret Hume y avanzó, acumulando rápidamente la misma potencia que empleaba para bajar la colina al salir del trabajo. En el último momento, la señora Hume perdió en el juego del gallina; comprendiendo que Betsy no bromeaba, se apartó con torpeza. Betsy oyó el satisfactorio sonido del tacón de un zapato de la señora Hume rompiéndose. Se tuvo que apoyar en la pared y Betsy pasó a su lado.

—Buenos días, Maggie.

Llegó a la puerta de la sala de reuniones justo cuando un lacayo salía a buscarla.

—¿Está aquí? —dijo con algo de sorpresa.

—Es la hora de la reunión, ¿no?

Entró en una sala con una espléndida mesa de mármol florentino en forma de riñón. Todas las sillas estaban ocupadas. Se volvió hacia el lacayo y dijo:

—¿Dónde debo ponerme?

—Ahí —le susurró, haciendo un gesto hacia el podio iluminado.

—Caballeros —dijo el DCI, porque no había mujeres presentes aparte de Betsy y, muy atrasada, Margaret Hume que llegaba cojeando—. Oficialmente el orden del día es ver qué hacer con los créditos de exportación-importación a Irak. Como saben, desde varios puntos del Congreso se han producido presiones para cortar esas fuentes de apoyo al señor Hussein. El presidente ya ha recibido nuestro informe sobre el uso que da el señor Hussein a los fondos tanto nacionales como extranjeros, tanto generados internamente como donados externamente. —Hizo una pausa, como si estuviese admirando la elegancia retórica de lo que acababa de decir—. Como saben muchos de ustedes, no llegamos a ningún consenso sobre qué hacer y recomendamos al Congreso que se siguiese analizando la situación.

Sonrisas corteses y apenas perceptibles recorrieron la sala. El DCI acababa de afirmar que la comunidad de inteligencia había envuelto en una telaraña a las fuerzas antiiraquíes. En el Congreso había suficientes facciones proiraquíes como para programar reuniones hasta que Saddam muriese de viejo.

—En consecuencia, el orden del día es de hecho estudiar los informes de la señorita Vandeventer sobre posibles abusos con los fondos agrícolas por parte de Irak. Si abren el sobre que tienen delante, verán la historia de esta cuestión. En febrero, la señorita Vandeventer formaba parte de un equipo de información con el agregado de agricultura en Bagdad. Después de terminar, manifestó su preocupación por la distribución y el uso de los subsidios de Comida para la Paz. La noticia recorrió la cadena de mando hasta el embajador, quien transmitió su inquietud al secretario de Estado. —Miró a su alrededor y comprobó que todavía no había llegado nadie de la Secretaría de Estado—. El señor Baker consideró importante que esa preocupación fuera transmitida al presidente. Doctor Millikan, ¿sigue contando la historia?

Millikan se aclaró la garganta.

—Odio esta época del año en Washington. Las alergias me provocan un río en la nariz. —Los directores reunidos le manifestaron su simpatía. Betsy, la única que estaba de pie, se dio cuenta de que ella también moqueaba. Estaba a punto de estornudar.

»Como saben —siguió diciendo Millikan—, construir la política para Oriente Medio es una tarea difícil. Nos apoyamos en ustedes para lograrlo. Conocemos sus dificultades debido a la devastación de nuestros recursos HUMINT después de la ocupación de la embajada en Irán y la muerte del coronel Buckley.

»El objetivo de nuestra política es muy simple: controlar Irán. Su fundamentalismo islámico, su población, sus recursos y su red terrorista por todo el mundo constituyen una amenaza clara y continua para nosotros y nuestros colegas soviéticos en Asia Central. Por desagradable que pueda ser, sólo tenemos un contrapeso para Irán, y se trata de Irak y el histriónico Saddam Hussein. —La cara se le puso roja—. Ya es suficientemente difícil controlar al lobby israelí y sus presiones, a los liberales y sus quejas sobre la falta de visión de George y los ataques de la prensa. Pero que nos ponga palos en las ruedas una analista de nivel ínfimo pasa de la raya. ¡Tenemos que marchar en sincronía! ¿Está claro?

Los directores sentados alrededor de la mesa estaban recibiendo una reprimenda de la Casa Blanca. Betsy lo contempló pasivamente, como si viese la tele en casa. Sabía que ella era el blanco del ataque, pero ni siquiera le parecía estar en la sala. Millikan hablo más y más, se fue poniendo rojo y golpeó la mesa mientras despotricaba contra los inferiores incompetentes, los subordinados desleales y la imposibilidad del Gobierno de deshacerse de los malos empleados. Luego se puso en pie y señaló directamente a Betsy, que se imaginó como Juana de Arco, atada a la estaca, con el humo llenándole las fosas nasales…

Estornudó. Fue un buen estornudo. Surgió cuando Millikan, como Pavarotti, estaba a punto de alcanzar la nota más alta, dispuesto a dar el golpe de gracia. Una larga ristra de mocos voló sobre sus labios y todos apartaron la vista. Betsy se puso a buscar un pañuelo.

La sala estaba paralizada. El subdirector de Operaciones le soltó:

—Jesús.

Betsy dijo:

—Lo siento.

Millikan había perdido el hilo del discurso. No podía seguir furioso con alguien tan patético. Sólo pudo agitar la cabeza con incredulidad y mirar inútilmente al DCI.

—Me gustaría agradecer las ideas del doctor Millikan y su análisis, preciso como siempre, sobre los graves problemas de la creación de políticas. Señorita Vandeventer. Lleva una semana con nosotros. Lamento que se sienta mal… En cuanto se recupere, ¿podríamos oír su informe?

—Claro está. Maggie, ¿los repartes? —dijo Betsy, dejando caer el montón de informes frente a la dama dragón lisiada. Hume había recuperado completamente la compostura y saltó alrededor de la mesa repartiendo alegremente las copias.

Betsy se puso a hablar.

—El nivel de clasificación de este informe es SPUO… sólo para uso oficial.

—¿Qué? No hay nada importante que sea SPUO —dijo uno de los trajeados.

—Si puedo continuar… —apeló Betsy al DCI.

—Adelante.

—Al final de mi presentación estaré encantada de responder a preguntas y hacer aclaraciones.

Luego leyó su informe sobre el mercado de la soja, presente y futuro, en el Sudoeste Asiático. Mientras explicaba pacientemente que había un mercado prometedor para la soja estadounidense si Estados Unidos conseguía evitar que India entrase en ese mercado, los hombres de la mesa se pusieron a murmurar y a mirarse. Sus ayudantes, sentados en sillas adosadas a las paredes de la sala, se pusieron a gruñir en respuesta simpática.

Al fin Millikan intervino.

—Sabe perfectamente que no hemos venido a esto. Está aquí para explicar lo que le dijo a nuestro agregado sobre eso de que Saddam usa inadecuadamente nuestros fondos agrícolas.

—Oh, señor, no es ésa mi tarea. Recibí una reprimenda de mi jefe de división, el señor Howard King, que desde entonces ha obtenido un ascenso como premio a su buen trabajo. Me dijo claramente que jamás volviese a propasarme, que nunca más mencionase nada que se saliese de mi labor de seguir los flujos de esas materias. Ahora mismo estoy realizando una labor interesante sobre el mercado de las lentejas. ¿Le gustaría que hablase sobre lentejas?

—¿Quiere decir que no va a comentar sus ideas sobre el uso inadecuado de los fondos del Gobierno de Estados Unidos por parte de los iraquíes?

—Con todos los respetos, señor, no puedo apartarme de mi tarea. Bien, si algunos de ustedes, caballeros, desea ponerse en contacto con mi división y solicitar que me dedique al uso iraquí de los fondos gubernamentales, estaré encantada. Pero estoy segura de que ya lo están considerando.

Millikan la interrumpió, lentamente y en voz baja.

—Entonces, ¿por qué le dijo al agregado que el señor Hussein estaba usando mal los fondos del Gobierno de Estados Unidos? No se haga la tonta conmigo.

—Le dije que empleaba los fondos inadecuadamente porque parte de la distribución debía hacerse mediante una transferencia directa de efectivo, en cuanto Bagdad autorizase el acuerdo, a Soo Empire Grain a cambio de ochocientas mil toneladas de soja. El señor Hussein en lugar de eso compró café de Brasil. En ese punto dejó de ser parte de mi tarea.

Millikan presintió que no había razón para seguir con la conversación, se volvió hacia Gates y dijo:

—Me satisface comprobar que el jefe de división instruyó a la señorita Vandeventer sobre el procedimiento adecuado. Por favor, añada mi felicitación a su expediente. —Dedicó una larga mirada helada a Betsy hasta que ésta apartó los ojos para mirar el atril.

El DCI miró a los reunidos y preguntó:

—¿Hay alguna otra pregunta para la señorita Vandeventer antes de que vuelva al edificio Castleman?

No las había. El Consejo Nacional de Seguridad se había tranquilizado. Enfundaron los cuchillos. No habría ningún ritual de sacrificio sangriento. El DCI le hizo un gesto a Margaret Hume y le pidió:

—¿Haría el favor de acompañar a la señorita Vandeventer a mi despacho? Me gustaría hablar con ella cuando terminemos aquí.

—Gracias por su informe —dijo el jefe de Operaciones, disimulando a duras penas su regocijo. Reconocía una maniobra de distracción en cuanto la veía.

—Estás muerta en este negocio —dijo la señora Hume, guiándola por el pasillo—. Harías mejor en iniciar ahora mismo el proceso de salida mientras todavía tengas aliento en el cuerpo. También me debes un par de zapatos.

Betsy se sentó en el despacho del DCI, mirando al Potomac más allá de los árboles de McLean. Al sur le parecía ver la punta del monumento a Washington.

—¿No me has oído? —preguntó la señora Hume.

—Lamento lo del zapato —dijo Betsy sin prestar atención—, pero soy muy torpe. ¿Me podrías traer una taza de café? Solo, por favor.

Hume siseó desde lo más profundo, como si estuviese preparándose para lanzar llamas por la boca, y luego casi dio un trallazo al oír a su espalda la voz de su jefe:

—Eso suena bien. Trae también uno para mí, Maggie. Muchas gracias.

El DCI se acercó y se sentó a la mesa. No parecía furioso, más bien profesionalmente neutro.

—Impresionante representación. Había al menos seis cuchillos de carnicero apuntándote, y si Millikan te hubiese causado el más mínimo rasguño, te habrían descuartizado.

—¿Por qué no hizo usted nada? ¿Por qué hacerme pasar por esto?

—Hay una dinámica burocrática inherente e imparable. Es casi visceral. Ese comentario tan simple al agregado tuvo el impacto de una granada de mano. Si una GS-11 puede deducir algo así… entonces, ¿para qué necesitamos todo esto? —Con la mano izquierda indicó la central—. Sé que puedo confiar en tu discreción, pero nos van a dar para el pelo por no haber comprendido qué les pasaba a los soviéticos en los últimos diez años. Yo entré en ese asunto ya muy tarde, y hay impulsos burocráticos y políticos que ni siquiera puedo comentar.

—No pretendo hacerme la ingenua, pero ¿no es una forma muy estúpida de hacer las cosas?

—Sí, pero es todo lo que tenemos.

La secretaria volvió con el café y él se puso hablar, sin que viniese a cuento, sobre la necesidad de mantener el orden en las filas, de la importancia de la jerarquía y demás. Maggie se fue y él se ocupó durante un momento de la crema.

—Todos me dicen que estoy acabada. ¿Estoy acabada?

—A la larga, sí —dijo—. A corto plazo tendrás un papel. Forma parte del impulso. Después de almorzar vuelve a Castleman… Ahora eres jefa de división en funciones.

Intercambiaron algunas palabras totalmente intrascendentes sobre la geografía de Idaho. Cuando llevaba allí tiempo suficiente para que su presencia ya no fuese deseada, Betsy se disculpó, le estrechó la mano al DCI y dejó atrás a Hume y los despachos del séptimo piso preguntándose si volvería alguna vez. Tomó el ascensor hasta la planta baja, pasó por el control de seguridad y se fue a la parada del bus Blue Bird.

Una voz familiar surgió desde un banco cercano a Nathan Hale:

—Buenos días, señora. ¿Cómo le ha ido el día? ¿Necesita que la lleven?