CAPÍTULO 10

Tras el gran encuentro con Peso Pesado, que dio un tinte bastante ominoso a su decisión de lanzar la campaña, Clyde resolvió que de momento estaba un pelín harto de la Gran Ciudad y que iba a empezar por las afueras del condado de Forks. Por alguna razón llegó a la conclusión de que allí le resultaría más fácil. Podía dejar atrás el parque estatal Palisades hasta el extremo noroeste del condado y ponerse a visitar granja por granja, allá, en el territorio llano del oeste de Wapsipinicon, donde una granja de ochocientas hectáreas se consideraba pequeña.

Otra ventaja: eso le situaría todo lo lejos posible del embalse Pla-Mor. Los acontecimientos recientes habían proporcionado al oponente de Clyde, Kevin Mullowney, algo de munición. Mullowney había estado difundiendo por Forks que la reciente recuperación a las tres de la madrugada de un bote por parte de Clyde había sido un fiasco total y que Clyde NO REUNÍA LAS CONDICIONES PARA SER SHERIFF.

El director del cobertizo de embarcaciones de la universidad había recuperado el bote en la playa donde lo había dejado Clyde. Lo había llevado de vuelta, lo había subido por la rampa y, con ayuda de un par de remeros fornidos, lo había puesto boca abajo para vaciar el agua de lluvia acumulada en el fondo. También habían salido otras cosas: gravilla y fragmentos de una botella rota. Temiendo que alguien descalzo se cortase, lo había recogido todo y tirado a la basura.

Dos días más tarde avistaron el remo que faltaba flotando en el gran remolino de restos que siempre se formaba en el desaguadero. De vez en cuando el cuerpo de ingenieros retiraba todos aquellos restos y los tiraba a la basura. El remo, marcado como propiedad de la UIO, lo recuperó un empleado diligente y acabó volviendo al cobertizo de embarcaciones. Era un viejo remo de madera basta astillada y agrietado en la punta. En el cobertizo de embarcaciones alguien se dio cuenta de los mechones de pelo negro que había encajados en las grietas. En el análisis posterior también se encontraron restos de cuero cabelludo.

Todos supieron instintivamente dónde estaba el cuerpo. En el rotatorio: el vórtice horizontal que se formaba allí donde el río Nishnabotna chocaba contra la presa y doblaba hacia abajo. El rotatorio estaba señalado con boyas rojas y llamativas señales de peligro desde casi un kilómetro de distancia, pero cada año se cobraba algún estudiante de instituto despistado o algún borracho de una fraternidad. Una vez que un cuerpo entraba en el rotatorio, podía estar dando vueltas durante semanas antes de volver a salir, descompuesto por completo, hinchado y comido por las carpas, los peces cocodrilo y los lucios que vivían en el embalse.

Vaciaron el cubo de basura del cobertizo de embarcaciones y el sheriff Mullowney examinó su contenido personalmente, ya que trabajaba mucho mejor bajo la iluminación clínica de los focos de televisión. La gravilla del fondo del bote parecía de una rampa pública de la orilla norte del embalse. Los fragmentos de vidrio no eran de una botella de alcohol; eran cuarzo del material de laboratorio. Y también había un llavero, con una llave de coche, una llave de una casa y una de un despacho de la universidad, todas en un único anillo. Se descubrió que la llave encajaba en la puerta de un laboratorio del ala de bioquímica Sinzheimer del Centro de Investigación Agrícola Scheidelmann. El despacho pertenecía a un tal Marwan Habibi, que había desaparecido hacía dos semanas.

Clyde Banks sabía sin ninguna duda que no había hecho nada malo… Incluso, de haber visto el llavero, no habría tenido ninguna razón para sospechar de un asesinato. Pero el sheriff Mullowney parecía haber convencido a todos los periodistas del este de Iowa de que el ayudante Clyde Banks había estropeado la oportunidad de resolver un posible caso de asesinato.

Eso, sobre todo, era lo que había impulsado a Clyde a dar comienzo a su campaña. Y por alguna razón le resultaba menos embarazoso hacerlo allí, en la parte noroeste y rural del condado. Si empezaba en alguna zona edificada con las casas juntas, le verían recorrer la manzana. La gente que hubiera sentada en los porches para disfrutar de la brisa primaveral, la gente que estuviera segando el césped o jugando al baloncesto en el jardín le vería acercarse, llamando a una casa tras otra, y se preguntaría qué demonios hacía. La noticia correría rápidamente.

Claro está, debía recordarse que precisamente ésa era la finalidad de una campaña política. Se suponía que debía correr la noticia. Pero Clyde jamás había sido de los que llaman la atención sobre su propia persona. En el instituto se había relacionado un poco con gente que llamaba la atención, que actuaba en obras teatrales o tocaba instrumentos musicales. Casi todos se habían mudado a lugares lejanos donde esas cosas no se consideraban llamativas. Los únicos que quedaban en casa eran precisamente los que no actuaban de esa forma. Por lo que el hecho de que un hombre fuese recorriendo el condado puerta a puerta, e incluso imprimiese su nombre y hasta su cara en carteles para pegar en los patios de la gente, sonaba muy raro… No era una buena forma de ganarse el respeto de la ciudadanía.

Fue muy fácil dar con la casa situada más al noroeste de Forks. Se limitó a ir al oeste por la Treinta y la autopista Lincoln hasta la frontera entre los condados de Forks y Oakes, que estaba señalada por una carretera recta de grava que iba de norte a sur. Luego giró a la derecha por esa carrera hasta que vio un cartel que decía condado de Maquoketa. Luego, marcha atrás, retrocedió unos treinta metros. A la derecha de la carretera había una granja. Clyde se metió directamente en el camino de entrada, dejando el Coche de la Muerte apuntando hacia fuera para poder escapar con rapidez si esa casa resultaba estar ocupada por uno de los aproximadamente ocho mil Mullowneys que vivían en el condado de Forks. Pero cuando se apeó vio que el nombre del buzón era Frost. Se acercó y llamó a la puerta.

Sólo había en casa una persona, un hombre de unos cincuenta o sesenta años que a Clyde le resultaba vagamente familiar. Cuando abrió la puerta principal y miró a Clyde a través de la mosquitera, tenía la boca abierta y con las comisuras hacia abajo, como una máscara teatral. Como le faltaban dientes, daba la impresión de que la boca era más grande, lo que no hacía más que incrementar el parecido con la máscara. Además, tenía los ojos muy abiertos y muy ampliados por efecto de un par de gafas muy gruesas, y miraba a Clyde con una expresión macilenta, pasmada y boquiabierta.

—Ayudante Banks —dijo el hombre—. ¿Qué hace aquí?

—Hola, señor Frost —dijo Clyde—. Lamento molestarle.

¿Qué debía decir ahora? A Clyde le parecía muy grosero preguntar si podía pasar. Mejor dejar que cada votante decidiese. Además, sólo había dicho que llamaría a todas las puertas del condado de Forks, no que fuera a entrar en todos los salones. Iba a tener que aprender a hacerlo con rapidez si pretendía llamar a todas las puertas antes de noviembre.

—Sólo quería hablar con usted un segundo —dijo Clyde.

El señor Frost le abrió la puerta sin decir nada y se apartó, manteniéndola abierta con un brazo, aparentemente indicando de tal forma que Clyde podía pasar. Así que entró en la casa del señor Frost. Estaba oscura y bastante vacía, y olía a moho y viejo humo de cigarrillo que no se había ventilado adecuadamente.

Se giró en medio del salón y vio que el señor Frost seguía de pie junto a la puerta principal, mirándolo con expresión de trágico asombro. Pero Clyde empezaba a convencerse de que simplemente era la impresión que daba la boca del señor Frost sin la dentadura. Si el señor Frost hubiese llevado los piños en su sitio le habría cambiado la forma de toda la cara y, en tal caso, habría sonreído a Clyde confiadamente.

—¿Cómo está usted, señor Frost? —dijo Clyde.

—No me siento muy bien —dijo el señor Frost.

—Oh, bien, lamento oírlo. —Clyde se sentía como una comadreja—. Entonces, seré breve.

—Adelante y acabemos —dijo el señor Frost.

—Como sabe, señor Frost, soy ayudante del sheriff del condado desde hace cinco años.

El señor Frost dejó escapar un gemido bajo a medida que la palabra «sheriff» se propagaba por la sala. Se acercó a un taburete y se sentó, sosteniéndose el antebrazo izquierdo con la mano derecha, apretándolo y frotándolo.

—No vas a esposarme, ¿verdad? —dijo el señor Frost—. Por favor, no causaré problemas.

—Oh, Dios, señor Frost, ¡no estoy aquí por eso! —dijo Clyde.

—Dios, el brazo me duele horrores —dijo el señor Frost.

—Oh, vaya —dijo Clyde y se llevó una mano a la cara para frotarse la frente, mirando la vieja alfombra con quemaduras de cigarrillos—. Lo siento de veras, señor Frost. Soy nuevo en esto y debería haber dicho de inmediato que no había venido por asuntos oficiales.

De pronto recordó dónde había visto anteriormente al señor Frost. Un par de años antes, en su granja del sur de la ciudad, le había pegado a su mujer y le había roto un pómulo de forma que el ojo se le había descolocado. Clyde le había arrestado y le había llevado a la comisaría, y luego el señor Frost se había declarado culpable de un cargo menor y había salido al cabo seis meses. Daba la impresión de que el señor Frost vivía solo.

El señor Frost seguía boqueando y mirando a Clyde con la boca todavía doblada. Había dejado de frotarse el antebrazo y se había llevado una mano al pecho. Mientras Clyde miraba, formó un puño y lo apretó contra el esternón.

—¿Me has golpeado en el pecho? —dijo el señor Frost.

—No, señor, no le he tocado. Lamento si…

—Me siento como mierda a la barbacoa —dijo el señor Frost y se echó atrás para apoyarse en la pared. Clyde se dio cuenta de que había empezado a sudar. Una vez más el señor Frost hizo el gesto de golpearse el pecho.

Clyde recordó un dato de enfermería que Desiree le había contado: cuando llegaban los pacientes de ataque al corazón, casi siempre hacían gestos de golpearse el pecho.

—Voy a llamar una ambulancia —dijo Clyde. Se acercó y descolgó el teléfono. No había línea.

—No pagué el recibo —dijo el señor Frost—. Usé todo el dinero para la pensión alimenticia.

—Entonces tendremos que llevarle a un hospital —dijo Clyde—. Vamos.

Se acercó y sostuvo al señor Frost con la técnica de un bombero, cargando al viejo sobre los hombros como un saco de briqueta, y lo llevó hasta la ranchera. El señor Frost se había puesto flácido, así que Clyde le puso el cinturón para mantenerlo derecho. Luego puso el motor en marcha, le dio al acelerador e hizo que el Coche de la Muerte recorriese la gravilla hasta la carretera, en dirección sur.

La siguiente granja estaba casi un kilómetro carretera abajo, pero Clyde calculó que llegaría antes al hospital que si paraba para llamar la ambulancia y esperaba a que llegase, por lo que se limitó a ir hacia Wapsipinicon a unos ciento sesenta kilómetros por hora. No sin vergüenza profesional, tomó nota de que ningún vehículo del sheriff se percataba de su violación del límite de velocidad.

Entró en la ciudad por la Treinta, que en las zonas pobladas se conocía como Lincoln, dejó atrás, a la izquierda, el viejo campus, luego el inmenso aparcamiento del centro de actos con el auditorio y el Estadio Twister y, luego, el coliseo, dejando atrás los campos cubiertos de entrenamiento de los Twister y los campos de entrenamiento al aire libre, para luego dar un giro cerrado hacia la izquierda en la avenida Knapp, avanzar media docena de manzanas y acabar en el centro médico, siguiendo las indicaciones rojas hasta la sala de urgencias del hospital metodista, tan nueva y tan buena que no se llamaba sala de urgencias sino centro de trauma. Clyde podía dar con el centro de trauma con los ojos cerrados; iba allí continuamente, por trabajo.

No le pareció digno irse sin saber cómo le iba al señor Frost. Pero también sabía por experiencia que tomar café repugnante y aguado en la cafetería del hospital no era una buena forma de pasar el tiempo, y por tanto, tras el paso de un intervalo decente, aparcó el coche en la zona de visitantes y fue a dar un paseo.

Unos momentos de caminata le llevaron al cinturón verde siguiendo el Wapsipinicon. Un camino para bicicletas seguía la orilla, con algún puente colgante ocasional de aspecto extraño (proyectos de los estudiantes de ingeniería) hasta el campus de la UIO, al otro lado. Clyde pasó por uno de ellos hasta el cuadrilátero —que ya tenía dos años— esculpido y recubierto de mármol del Centro de Investigación de Ciencias Agrícolas Henry Scheidelmann, la Casa de Larsen. Era un campus dentro del campus, libre de las multitudes de sucios estudiantes que ocupaban el resto de las novecientas hectáreas de la universidad, poblado sobre todo por extranjeros poseedores de un cociente intelectual estratosférico. Clyde se sentó en un banco que decía haber sido donado por el Gobierno de Nigeria y los vio ir y venir vestidos con sus dashikis, saris, turbantes y batas de laboratorio, y se preguntó si Frank Frost seguía con vida, y de ser así, si tenía alguna idea de que un lugar como aquél existía a sólo unos minutos en coche de la granja semiderruida en la que había decidido apartarse del mundo.

Clyde estuvo sentado en el banco quince minutos, observando las idas y venidas de los estudiantes extranjeros, y no sólo pensando en Frank Frost sino también en el desaparecido Marwan Habibi.

Se puso en pie, se desperezó y se dirigió a la entrada principal del Scheidelmann. Durante unos minutos se demoró alrededor del gigantesco globo eléctrico, contemplando las luces insertadas en lugares exóticos, cada una indicativa de un punto donde la Universidad de Iowa Oriental había logrado de alguna forma enredarse con las leyes y el Gobierno de algún otro país. Consultó un mapa mural y se llegó hasta el ala Sinzheimer. Luego subió al tercer piso y fue hasta la puerta 304, que estaba precintada con cinta amarilla.

—¿Puedo ayudarle? —dijo una voz. Una voz americana. Clyde alzó la vista, tomado por sorpresa, para ver a un joven allí de pie, con una lata de Coca-Cola sin abrir y una bolsita de patatas en la mano. Era más o menos tan alto como Clyde pero debía de pesar unos veinte o veinticinco kilos menos. De grandes ojos azul claro y pelo rubio rojizo, tenía un historial de acné que no era por completo historia. Daba la impresión de estar en guardia, como un pájaro.

—¿Disculpe? —dijo Clyde.

—Lleva aquí de pie diez minutos —dijo el hombre—. Soy Kevin Vandeventer. Ese de ahí es mi laboratorio. —Señaló a la habitación contigua.

—Soy Clyde Banks —dijo Clyde y le tendió la mano a Kevin Vandeventer. Luego, con retraso, añadió—: Ayudante del sheriff del condado y candidato a sheriff.

—Oh. Así que ha venido por la investigación.

Clyde se acordó de algo.

—Usted ya ha hablado con los detectives de Wapsipinicon, ¿no es cierto? —Durante sus intentos recientes por ponerse al día y no quedar como un idiota, Clyde había leído el informe de la entrevista con Vandeventer.

—Sí. —Vandeventer agitó la cabeza—. Chico, es una pena lo de Marwan. Espero que le encuentren vivo y bien… pero cada vez parece menos probable.

A la mente de Clyde ya habían llegado varias docenas de preguntas. Pero los detectives de Wapsipinicon ya las habían planteado casi todas. Las respuestas de Vandeventer habían sido detalladas y gramaticalmente perfectas… Interrogar a un científico era muy fácil. Además, no era labor de Clyde interrogar a los testigos… Primero tenía que ganar unas elecciones. Y no estaba ganando las elecciones allí, en aquel pasillo habitado por estudiantes extranjeros que no tenían derecho a voto.

—Tengo que irme —dijo Clyde—. Vote por Banks.