Después de la reunión en el Departamento de Agricultura, Howard King siguió a Betsy Vandeventer hasta la calle, insistiendo en que fuese al edificio Castleman con él en coche. Betsy intentó evitarle yendo por las escaleras, pero se lanzó tras ella gritándole como un profesor furioso:
—¡Betsy! ¡Para inmediatamente y escúchame!
Betsy se sorprendió a sí misma controlando sus instintos y prosiguiendo escaleras abajo. King permaneció clavado hasta que ella casi había llegado a la planta baja, momento en que bajó tras sus pasos con el flequillo peinado sobre la calva y la corbata al vuelo. No era exactamente que Betsy se hubiese librado de la necesidad de ser una buena chica. Era que algo había cambiado desde aquella mañana. Howard King ya no tenía ninguna autoridad. Las órdenes de Spector lo habían dado a entender, el que Millikan le hubiese pasado por la quilla lo había dejado claro y la desesperación del propio King en aquellos momentos era prueba suficiente.
La siguió hasta medio camino de la boca de metro, bajo el calor del sol de primavera, con los trasplantes de pelo fallidos cubriendo más bien mal su cuero cabelludo sudoroso. Una vez, dos, casi logró agarrarla. En ambas ocasiones se controló, inhibido por los oficinistas que caminaban a su alrededor, los grupos de turistas en los buses. Ella le dio la espalda una vez más y bajó al andén.
Cuando Betsy llegó al séptimo piso del Castleman, se detuvo para charlar con el guardia de seguridad que estaba junto a los ascensores, un antiguo policía:
—Buenos días, señorita Vandeventer —dijo él.
—Buenos días, Martin —dijo ella—. Hace un día demasiado bonito para encerrarse en una cámara.
—Muy cierto —rio.
—¿El señor King ya ha llegado?
La expresión del rostro de Martin al mencionar al señor King fue la prueba final y definitiva, por si le hacía falta, de que a su jefe estaba a punto de acaecerle algo malo.
—Oh, sí, señora —dijo él—. El señor King vino a primera hora de la mañana.
—Me refiero a recientemente… en la última media hora.
—No, señora.
—Bien, llegará pronto —dijo Betsy—, y creo que estará muy… alterado.
Martin asintió tranquilizadoramente.
—Comprendo.
Betsy entró en la cámara, dijo hola a algunos colegas de otros cubículos, aceptó las felicitaciones de un par de ellos que no habían estado presentes el día antes para la celebración de su polígrafo de cinco años. Se sentó en su cubículo y accedió a la estación de trabajo para encontrarse con un memorando urgente del DCI, el Director de la Central de Inteligencia. Era una invitación para que asistiese a una reunión del Comité de Directores al cabo de varios días, para comentar la visión que tenía la comunidad de inteligencia sobre Irak. Había un número al que debía llamar por la línea segura número dos.
El ayudante ejecutivo del DCI respondió a la llamada y confirmó la invitación.
—Háganos saber si tiene alguna pregunta.
A través de la puerta de la cámara Betsy oía una conmoción que bajaba por el pasillo.
—Ya tengo una pregunta.
King tecleó el código incorrecto, soltó una maldición, lo repitió y abrió la puerta de un golpe.
—Dispare —dijo el ayudante del DCI.
—¿Lo han consultado con el jefe de división?
—¿Consultar el qué? —exigió saber King. Detrás de él, Martin impidió que la puerta se cerrase y entró en silencio en la cámara, con la mirada fija en la parte posterior de la cabeza de King.
—No es necesario —dijo el ayudante—. Pero para protegerla, él tiene un texto en su correo. Dígale que lo lea.
—¿Consultar qué? —insistió King, acercándose amenazadoramente a Betsy.
—El ayudante ejecutivo del DCI dice que lea su correo —dijo Betsy.
La mención del DCI le obligó a moderar el tono. Giró sobre sus talones y entró en su despacho, maldiciendo entre dientes. Se conectó, leyó el correo y estalló. Salió hecho una furia y dijo:
—¡Puta de mierda! —Se detuvo de inmediato en cuanto Martin se interpuso en su avance hacia Betsy.
—Señor King, tenía la esperanza de que pasara este día sin tener que presentar a mis superiores ningún informe de incidencias —dijo Martin.
King hizo algo inesperado: cerró los ojos y respiró hondo varias veces. Cuando volvió a hablar, lo hizo en voz baja, derrotado.
—Da igual —dijo, y volvió al despacho. Betsy no se atrevió a mirarle hasta varios minutos después. Había abierto el sobre de Millikan y lo repasaba, aparentemente con la intención de encargarse él mismo del trabajo en lugar de delegarlo en uno de sus subordinados.
Betsy informó a sus compañeros que estaría en la biblioteca y se refugió en el tercer piso. Era patética como biblioteca, pero perfecta para permitir que los analistas se alejasen de sus jefes. Se había traído hojas en blanco, que empleó para escribir su versión de lo ocurrido aquel día, empleando el bolígrafo Cross que sus padres le habían dado como regalo de graduación en el instituto. Cuando le pareció que estaba bien, fue al cuarto piso y se lo entregó a la secretaria de Spector, diciendo:
—Lo quiere.
La secretaria, veterana en la Agencia, dijo:
—Lo sé, querida. —Le entregó a Betsy un sobre de envíos entre oficinas—. El mensajero te lo acaba de traer desde la oficina del DCI.
Betsy lo tomó, fijándose de inmediato en el sello de confidencialidad.
—Gracias.
Regresó a la biblioteca. El séptimo piso todavía seguía excesivamente cargado de emociones. Abrió el sobre, que contenía un conjunto de órdenes con su nombre. «La Casa Blanca desea conocer sus opiniones sobre el mal uso iraquí de los fondos del Gobierno de Estados Unidos. Prepare una presentación oral para el dieciséis. Para que pueda dedicarse a esta tarea, se la traslada temporalmente al personal cercano al DCI, del 13/04/90 al 20/04/90. No trabajará en el edificio Castleman hasta su regreso, el 21/04/90.»
Ya pasaba de mediodía. Se aventuró al séptimo piso, sabiendo que King se habría ido a almorzar. Unos minutos después, Spector pasó por allí.
—¿Por qué no te tomas el resto del día libre? La semana que viene va a ser muy dura. King sabe lo de tus nuevas órdenes. —Miró a la cámara. Los otros analistas hundieron la cara en las pantallas de las estaciones de trabajo como si hubiesen estado escuchando. Spector se sacó una mano del bolsillo y la llamó—. Ven por aquí.
Betsy se puso en pie y le siguió al despacho de King. Spector cerró la puerta y recorrió lentamente el despacho, valorando las cosas de King.
—Nada de lo que hagas debe volver a este edificio —dijo—. Cuando regreses, volverás a seguir los mercados del Sudeste Asiático. King no estará aquí.
—¿Disculpe?
—Le hemos dado un premio administrativo a la excelencia. Se le ascenderá a quince y se le asignará la dirección de la oficina de recopilación en Mobile, Alabama.
Las oficinas de recopilación eran los oídos de la CIA sobre el terreno. Su función básicamente era presentarse sin invitación en la casa de gente que había estado recientemente en el extranjero para preguntarle si había visto algo interesante.
Betsy no pudo ocultar su asombro. Spector dijo:
—Llevas aquí el tiempo suficiente. Podemos despedir a los analistas. No podemos despedir a los directores. Y sabes bien por qué. Así que no preguntes.
—Entonces nos veremos dentro de una semana —dijo Betsy. Ya estaba pensando qué podía hacer durante una tarde libre de primavera.
—Ten cuidado. Ahora nadarás con los tiburones.
La idea de no tener que volver a ver a Howard King, saber que nunca más tendría que preocuparse de él, la había dejado tan eufórica que apenas oyó las palabras de Spector. Pero se dio cuenta de que Spector la miraba fijamente.
—Gracias por la advertencia —dijo—. ¿Puedo llamarle para pedirle ayuda?
Spector, inesperadamente, enrojeció.
—Puedes llamarme y te aconsejaré.
A la mañana siguiente tomó un bus Blue Bird en su parada, delante de Rosslyn, para ir a Langley. Las órdenes eran que durante esa semana pertenecía al personal cercano al DCI, pero no era más que un matrimonio de conveniencia que sólo existía sobre el papel. Le asignaron un hueco sin ventanas, lejos del DCI o de cualquier persona de importancia, y la dejaron completamente sola. Nadie se pasó por allí. Lo que no significaba que no la estuviesen vigilando; cada vez que se conectaba a su estación de trabajo, cada vez que le daba a una tecla, el gesto se registraba en algún lugar, y el DCI, o Spector, o la persona importante responsable de que estuviese allí durante una semana, podría hacerse una idea muy clara de qué hacía y cómo lo hacía simplemente consultando ese archivo.
Ese mismo Alguien había incrementado temporalmente sus privilegios de acceso y, por tanto, a excepción de los secretos nucleares y de guerra submarina, virtualmente podía recorrer libremente toda la información que desease.
No malgastó el tiempo sin aprovechar la situación. Spector le había dicho que ella ya estaba planteando la respuesta correcta, así que siguió su instinto, segura de que no habría ningún Howard King para interceptarla, confiando en que ningún fisgón encontrase un patrón anómalo de peticiones y la delatase.
¿Qué hacía Saddam con el dinero para comprar comida que le había enviado Agricultura? Los chicos de armamentos ya habían recopilado la mayor parte de esa información, siguiendo los dólares hasta bancos en Chipre, Austria, Jordania e, increíblemente, Nepal. La Agencia sabía adonde iba el dinero de los misiles chinos, adonde iban los dólares químicos alemanes… incluyendo un desvío muy ingenioso a través de Libia. Sabían adonde fluía la pasta para la investigación nuclear de Corea del Norte, adonde iban los cheques para ordenadores franceses, adonde fluían los machacantes para comida americana. Los iraquíes tenían la decencia de comprar comida a los grandes proveedores estadounidenses: Soc Empire Crain, Louisiana Rice y Great Lake Coop.
Pero seguían quedando unos trescientos millones de dólares sin explicar. Ese dinero no haría avanzar demasiado a Saddam en asuntos nucleares, pero las armas químicas y biológicas eran mucho más simples y baratas…, mucho más elegantes. Con trescientos millones de dólares se podían comprar grandes cantidades de gas nervioso, mucho carbunco.
Examinó los documentos de seguimiento de los distintos departamentos implicados: Agricultura, que sostenía que todo el dinero que no se había gastado en productos de alimentación estadounidenses seguía en el Tesoro de Bagdad; Comercio, que sostenía que Agricultura ocultaba algo…, que había fondos que deberían haberse destinado a la compra de tecnología estadounidense; la ACDA, que había detectado la entrada de armas chinas, pero afirmaba que todavía quedaba mucho en el Tesoro; el Pentágono, que tenía rastreadores en todos sus excedentes de armas, repartidos por todo el mundo, y que los veía converger sobre Bagdad. Betsy envió una petición al encargado local de Recopilación y le pidió que le preguntase al enlace del Mossad en Washington si le apetecería compartir su lectura del flujo de dólares; en cuarenta y ocho horas tuvo la respuesta de que cuatro veces la cantidad de dinero destinada a los iraquíes en el lote más reciente ya se había gastado. Solicitó fuentes HUMINT[3] en lo que quedaba de los contactos de la Agencia en Oriente Medio y no obtuvo nada, excepto la intrigante insinuación de que cierto número de los mejores microbiólogos de Irak había desaparecido y que las clases en la universidad de Bagdad las impartían en su mayoría profesores adjuntos paquistaníes y palestinos.
En la medianoche del quince, la noche antes de que tuviese que presentarse en la reunión del Comité de Directores, todavía rebuscaba. Había acumulado un enorme legajo de pistas y callejones sin salida, pero nada que la llevase a una conclusión firme. Cualquier idiota habría tenido claro que los iraquíes tramaban algo. Si Betsy hubiese ocupado un cargo electo, habría tenido suficiente para actuar. Pero no era más que una analista de bajo nivel, por lo que debía ser objetiva y científica, y no podía guiarse por pistas y suposiciones.
Se desconectó del ordenador y arrastró su cuerpo cansado hasta el ascensor a tiempo de ver cómo el siguiente turno entraba en la sala de situación pasillo abajo. Langley no dormía nunca, porque, como había dicho Dean Rusk, cuando dormías, dos tercios del mundo seguían despiertos causando problemas.
Un taxi Red Top paró para recogerla en la entrada principal. Betsy estaba de pie junto a la estatua de Nathan Hale, oliendo las forsythias y madreselvas en flor, intentando decidir qué iba a decir al día siguiente. Deducir lo que tramaba Saddam era fácil; conseguir que los jefes la creyesen era algo muy diferente.
El taxi la llevó a casa siguiendo el paseo George Washington. Estaba tan cansada que cerró los ojos y se quedó dormida. Tras lo que le parecieron horas, el taxista de Bangladesh la despertó.
—Señora, discúlpeme, por favor, despierte. Señora, por favor, despierte. Oh, bien, serán siete cincuenta.
Betsy, avergonzada, le dejó un billete de diez, en parte porque se sentía estúpida por haberse quedado dormida y en parte agradecida por el comportamiento caballeroso del chófer.
Como era habitual, Betsy despertó a las seis de la mañana. Se sentía maravillosamente descansada. Al salir de la ducha, oyó a través de la pared un ronroneo mecánico apagado. Le llevó unos momentos comprender qué era: el timbre de un teléfono. No era el pitido digital moderno, sino un ring, ring, ring gutural tan escandaloso como para soltar el yeso de las paredes.
Pero en el apartamento no tenían uno de esos teléfonos antiguos, sino un modelo barato de Radio Shack.
Luego se acordó. Al mudarse había estado rebuscando en los armarios, intentando dar con un lugar donde guardar la ropa de invierno, y había encontrado un viejo teléfono negro. Estaba colocado sobre una caja plana también negra, conectada a un cable fino de color naranja que iba hasta un agujero de la pared.
Una compañera de piso anterior —también de la CIA— había vivido en el piso un año y el contrato de alquiler estaba a su nombre. «Ya estaba aquí cuando me mudé. Supongo que lo instalaron para el inquilino anterior y la Agencia no llegó a retirarlo. Probablemente haya teléfonos similares por todo el norte de Virginia», le había dicho.
Cuando Betsy había puesto a su nombre el contrato de arrendamiento, le había comentado lo del teléfono a Seguridad, y le habían dicho que enviarían a alguien para recogerlo, pero no lo habían hecho. Toda compañera de piso nueva que pasaba por allí encontraba el teléfono, lo descolgaba, descubría que no estaba conectado y no volvía a tocarlo. Ella y Cassie lo usaban para colgar los sombreros.
Betsy pisó algunas toallas, fue hasta el armario, apartó los sombreros y descolgó.
—¿Hola?
La voz extrañamente distorsionada de Spector llegó desde el otro lado.
—Me reuniré contigo en el tercer piso de tu garaje a las seis cuarenta y cinco. Iré en un Ford Fairlane marrón. —Colgó.
Betsy había intentado mantener una imagen de tranquilidad para su próxima reunión de directores; pero incluso esa fachada se derrumbó por completo con la llamada. Algo estaba pasando. Todo el día se había desquiciado. Su rutina de veinte minutos le llevó treinta y cinco. La noche antes se había olvidado de preparar la ropa. La plancha estaba rota y no pudo planchar la blusa. Rebuscó entre la ropa de verano algo ligero que ponerse bajo la chaqueta seria. Finalmente se vistió y fue al ascensor con el Post en la mano.
El tercer piso del aparcamiento era la última parada del ascensor y cuando llegó, exactamente a las seis y cuarenta y cinco, Spector no estaba. Los ventiladores pulsaban y zumbaban, ahogando incluso sus pensamientos, y esperó cinco minutos, cada vez más nerviosa. Al fin, el Ford gubernamental dobló la esquina y paró frente a ella.
Spector se inclinó, abrió la puerta del acompañante y dijo con tranquilidad:
—Entra. ¿Has desayunado?
Fueron a la calle Novena y hasta McDonald’s. El McAuto estaba lleno de coches, así que Spector le pasó a Betsy un billete de diez dólares y le dijo:
—McMuffin, zumo de naranja, rollo de canela y un café solo grande.
En el McDonald’s Betsy sólo vio a algunos policías y a dos vagabundos compartiendo una comida, bebiendo docenas de botecitos de crema artificial y comiéndose lo que parecía el contenido de unos veinte paquetes de azúcar. Volvió pronto al coche.
Fueron por la avenida hasta el primer mirador del Potomac. Salieron, miraron a los remeros allá abajo, en sus cáscaras, y el sol dorado, que ya estaba alto en el cielo, proyectando una neblina sobre el Distrito.
—Disfrútalo —dijo Spector—. Vas a tener un día interesante.
—¿Interesante en el sentido de maldición china?
—Totalmente. Ahora eres un blanco… al menos para tres bandos. Uno, los burócratas de carrera. King ha difundido que eres una zorra desleal e insubordinada. Dos, el Departamento de Agricultura. Glaspie aceptó tus palabras y las transmitió al presidente. Está cabreado… no contigo, sino con Saddam. El vicepresidente ha caído sobre la Oficina de Ayuda Extranjera y Ayuda para el Desarrollo Internacional. Estos se han puesto en contacto con sus colegas en Políticas y Programas, que se han cabreado… no con Saddam, sino contigo. Tres, analistas de alto nivel. Estaban tan ocupados intentando intuir la línea de la Casa Blanca, la línea de Millikan, y ajustar sus análisis a eso, que se les pasó por completo todo lo que viste. La cuestión no es si tienes razón o si te equivocas. El problema es que lo hiciste mejor que ellos. Y están cabreados.
—Pero ¿qué hay de Millikan? ¿Por qué me odia tanto?
—Porque Ronald Reagan apoyaba sin reservas a Saddam Hussein.
—No lo entiendo.
—Alguien tenía que poner el material, las armas, el dinero, el apoyo, la información en las manos de Saddam. No una sola vez, como comprenderás… La guerra Irán-Irak se hizo eterna, y la cantidad total de material que entregamos a los iraquíes durante esos años desafía a la imaginación. Entregarlo fue el trabajo asignado a nuestro amigo James Gabor Millikan. No es que no quisiera hacerlo, claro está. Estuvo encantado. Pero podemos garantizar que se convirtió en un asunto de mucha más envergadura de lo que había supuesto al principio… y no le quedó más opción que controlarlo hasta el final. La naturaleza de Washington, Betsy, implica que las acciones se estructuran de tal forma que sólo un individuo, sólo uno, sea el que cargue con las culpas. Un cordero listo para el sacrificio en caso de que la política llegue a fallar; en el caso de nuestra política de envío de armas, dinero e información muy secreta a Irak, el chivo expiatorio es Millikan. Y desde entonces ha estado esperando el golpe de gracia.
—Y teme que se lo dé yo.
—Bingo.
—Vale —dijo Betsy—, eso explica lo de Millikan. Es curioso, aunque casi me da pena. Pero ¿qué hay del DCI…?, ¿cuál es suposición en todo esto?
—Es un cobarde. Se formó con Casey. Desde su punto de vista, el papel de la Agencia es demostrar lo que el poder quiera que se demuestre. Lo que no encaja es «para futuro análisis» o está equivocado. Pero como la CIA no se equivoca, probablemente sea para futuro análisis.
—Entonces, ¿qué va a pasar conmigo?
—Te sacrificarán. Por el bien de la Agencia, ya sabes. Pero cada uno querrá de ti un pedazo.
Betsy estaba mareada e intentó tragarse el nudo que tenía en la garganta, el mismo que solía formársele cuando mamá la llevaba al dentista para que le empastaran los dientes.
—Mira, te he estado observando trabajar y sé adonde quieres llegar —dijo Spector—. Y tienes razón. Pero eso no importa. Corrígeme si me equivoco, pero ¿no vas a exponer la idea de que hay en marcha un gran esfuerzo investigador iraquí en guerra no convencional? ¿Y que no sólo está financiado con nuestros créditos agrícolas, sino que además se realiza principalmente en nuestro territorio, en nuestras instituciones académicas?
—Dios, es usted bueno.
—No, tú eres buena. Pero en las palabras inmortales del nuevo jefe de recopilación de Mobile, Alabama, «te has excedido en tu tarea». Así que no digas nada. Cuando te pidan que informes, di que no tienes todos los resultados que te hacen falta. Procederán a vituperarte. El Director de la Central de Inteligencia estará cabreado porque no has caído en la trampa de presentarte en el cuartel general y revelar prematuramente tus descubrimientos. La Oficina de Ciencia y Tecnología estará cabreada porque has descubierto algo que su equipo debería haber detectado y, como no dirás nada, no tendrá el placer de descargar su furia. El personal de Política estará cabreado porque los habrás dejado mal. Y así sucesivamente. Te caerá mucha mierda encima si no expones tu cuerpo a sus flechas envenenadas, pero si no dices nada, vivirás para luchar otro día.
Betsy no había tocado el McMuffin. Estaba mareada. Durante un momento, Nampa, Idaho, le pareció un lugar terriblemente agradable para vivir. Spector se terminó la comida y se tomó el café.
—Me he guardado lo peor para el final. Nuestro amigo Ed Hennessey ha llegado a la misma conclusión que tú. Él necesita la información extranjera y tú precisas su ayuda en el frente nacional. Puede que Hennessey sea el hombre de la Agencia que más odian en Washington… pero ha encontrado a muchos malos entre nuestras filas. Sin embargo, juega siempre sin destapar sus cartas, por lo que todos le temen. Millikan también le odia y me llevaría toda la mañana enumerar las razones. El otro día hablaste con él. Querida, estás con el agua al cuello. Ahora sólo tienes un amigo en la ciudad, y no soy yo.
—Entonces, ¿por qué me cuenta todo esto?
—Porque en última instancia no trabajo para el Director de la Central de Inteligencia ni para Millikan, sino para el presidente, y el presidente sabe cómo funcionan estas cosas. Sabe que el sistema es totalmente irracional y que es necesario cambiarlo. Pero es el único sistema que tenemos. Él quiere que sobrevivas. Mis instrucciones son protegerte en la medida de lo posible.
Betsy se echó a temblar; los escalofríos la recorrían de arriba abajo, y no sabía si era por la mañana fresca de abril o por el terror que sentía. Nunca había tenido tanto miedo.
—No se me dan bien los discursos enardecedores. Me fui de Operaciones porque no me sentía cómodo mandando a la gente a una muerte prácticamente segura. No te van a asesinar físicamente… Si así fuese, tendrías una estrella en la pared. Van a asesinar tu carrera. Probablemente no recibas ningún otro ascenso y pases el resto de tu vida preparando informes sobre la soja. Pero te encuentras en una situación de la que pocos disfrutan. Puedes, sinceramente y de verdad, marcar la diferencia.
—¿Por qué…?
—Sí, lo sé, si es tan peligroso, ¿por qué el sistema no se ocupa del problema? No olvides que durante la crisis de los misiles cubanos la reunión de John Scali de la American Broadcasting Company en un restaurante con un diplomático ruso probablemente salvó al mundo de la destrucción nuclear. Esto no es tan serio. Pero es importante. Y el sistema simplemente no sabe manejarlo. Lo hemos hecho todo en la trastienda, tanto por seguir la peculiar cadena de mando como porque creemos que hay un topo en el sistema. Tómate el desayuno.
Se quedaron sentados durante quince minutos, viendo cómo el sol se alzaba sobre la ciudad, prestando atención al estruendo creciente del tráfico. Al fin Spector fue al teléfono de su coche. Momentos más tarde apareció un taxi Red Top.
Betsy temblaba. Ninguna experiencia de su vida la había preparado para lo que iba a venir. Spector le apretó el codo, le ofreció el contacto ocular más serio y sincero que Betsy hubiese recibido de una persona en Washington.
—Hazlo bien, niña. Yo también estoy arriesgando el pellejo. Al contrario que tú, que te topaste con esto, yo soy un voluntario. Nos veremos la semana que viene.
Betsy fue hasta el taxi. Era el mismo taxista de la noche anterior.
—Buenos días, señora —dijo con alegría—. ¿Durmió bien anoche?
—No demasiado. ¿Y usted?
—Oh, sí. —Rio—. Oh, sí, he tenido un sueño muy agradable.