CAPÍTULO 5

La verdad es que pareció fácil una vez que Clyde hubo extendido los mapas en el suelo del sótano.

El de la casa no habría sido el mejor lugar para hacerlo, más que nada porque la Jefa había activado una especie de programa nido e incluso el más minúsculo trozo de comida en el suelo la exasperaba. Extender metros cuadrados de mapas habría sido un trato abusivo… que era lo último que Clyde pretendía dar a su matrimonio.

Así que se había ido al edificio de apartamentos que Buck Chandler le había vendido. Estaba situado en la calle Séptima Norte de Nishnabotna, a varias manzanas al oeste de la avenida Central, no lejos del almacén de carga y como a dos centímetros del terrible nivel freático. Antes había metido la escoba grande en la parte posterior de la camioneta y empezado la sesión barriendo el polvo, los clavos torcidos y los trozos rotos de enlucido. También había mucha ceniza de cigarrillos y botellas de cerveza rotas que habían dejado los adolescentes que entraban para practicar el botellón.

Clyde dispuso sus enormes mapas del condado de Forks sobre el suelo del sótano, borde contra borde, hasta tener todo el territorio frente a sí, exceptuando dos recuadros de los que, temporalmente, Marie O’Connor le había dejado sin mapa. La escala era tan enorme que un kilómetro de terreno ocupaba casi treinta centímetros de papel. En consecuencia, el nuevo mapa estratégico de Clyde para Forks, completamente desplegado, ocupaba unos seis metros cuadrados.

Desató el lazo de sus botas altas de punta de acero, soltó los gruesos cordones de los muchos ganchos de metal de los tobillos y las espinillas, se las sacó y las dejó a un lado. Luego caminó por el mapa del condado de Forks. Tenía los calcetines mojados de sudor y, allí donde iba, dejaba sobre el papel manchas húmedas y arrugadas con forma de pisadas. Los cuadraditos negros que representaban casas estaban repartidos a su alrededor como pimienta espolvoreada sobre una mesa.

Para poder ver algo, Clyde tuvo que apoyarse en manos y rodillas. Los portalámparas atornillados a las vigas del techo estaban vacíos. El sótano disponía de media docena de ventanucos colocados cerca del techo y que apenas pasaban del nivel del suelo.

Allí la tarea que tenía por delante no parecía tan difícil. En buena parte del condado de Forks no había otra cosa que granjas situadas a varios kilómetros de distancia entre sí. Veía claramente que tendría que resistirse a la tentación de pasarse todo el tiempo en medio de ninguna parte, cubriendo mucho territorio para lograr no demasiados votos. Toda la población, por tanto todos los votos, se concentraba en las ciudades gemelas de Wapsipinicon y Nishnabotna.

Lo que resultaba irónico, porque las dos ciudades tenían cada una su propia fuerza policial. No prestaban demasiada atención a los asuntos relacionados con el sheriff. En realidad, eran los granjeros de las fronteras del condado los que precisaban librarse de Kevin Mullowney y reemplazarle por alguien como Clyde.

Pero eso no tenía demasiada importancia. Para Clyde, ahí estaba Nishnabotna (treinta y dos mil habitantes) y allí estaba Wapsipinicon (treinta y dos mil habitantes y unos veinticinco mil estudiantes de la Universidad de Iowa Oriental).

Las dos ciudades tenían un río homónimo. El Wapsipinicon, procedente del noroeste, atravesaba los acantilados de arenisca del parque estatal de Palisades, la ciudad de Wapsipinicon y el campus verde de la UIO hasta llegar al parque Riverside.

El Nishnabotna venía del norte. Al norte de la ciudad una presa formaba el embalse Plamor. Luego fluía a lo largo de las instalaciones ferroviarias y los polígonos industriales de Nishnabotna y se unía al Wapsipinicon para formar el río Iowa, que unos cincuenta kilómetros más al sudeste confluía con el Padre de las Aguas, que, técnicamente, llegaba hasta Nueva Orleáns, Luisiana.

—Yo… yo me iré —dijo una voz.

Era una voz profunda, ronca, que sonaba como una rueda de camión sobre un camino de grava. Procedía de un rincón oscuro del sótano, un hueco en la pared creado como una especie de híbrido entre despensa y refugio para los tornados. Clyde oyó que algo se movía.

Una forma enorme doblada surgió de la pequeña habitación de tres lados. Apoyado sobre manos y rodillas en medio del condado de Forks y con los ojos entornados por la falta de luz, Clyde sólo distinguía la silueta. Le costaba determinar si miraba una caldera de agua, una nevera abandonada o a un ser humano. Cuando el bulto se movió un poco optó por lo último pero, en cuestión de tamaño y forma, no acababa de decidirse entre la caldera y el refrigerador.

La silueta se movió con rapidez a pesar de la borrachera y de que acababa de despertar. Clyde intentó ponerse en pie, pero seguía de rodillas cuando el hombre se lanzó contra él, le rodeó con los brazos la cintura y le derribó al suelo de cemento. Había formas de evitar ese tipo de ataque, pero Clyde no podía ponerlas en práctica porque debía concentrarse sobre todo en evitar que la parte posterior de su cabeza se destrozase contra el suelo.

Mientras caía de espaldas dio un medio giro y estiró un brazo sobre la cabeza, de forma que la axila, en lugar del cráneo, absorbiese los impactos sucesivos de su propio peso y los aproximadamente doscientos kilos de Tab Templeton.

Cuando estaban en la escuela, a Clyde Banks y a Tab Templeton los separaban dos años de edad y varias categorías de peso, y en consecuencia jamás se habían enfrentado mano a mano hasta pasar al mucho menos escrupuloso mundo adulto. Desde entonces habían luchado un total de nueve veces… casi siempre en el cuarto del fondo del Barge On Inn, pero la más memorable durante el culminante tercer año de la huelga de carne de Nishnabotna, cuando los huelguistas habían emborrachado a Tab, le habían puesto un mango de hacha entre las manos y le habían mandado a sembrar el caos. El peso pesado estaba demasiado desorientado para distinguir a los esquiroles de los huelguistas, pero cuando Clyde apareció para arrestarle, siguiendo las órdenes del sheriff Mullowney, Tab había comprendido de pronto quién era su oponente y se había puesto a blandir el hacha de forma bastante aterradora. Clyde, por su parte, iba armado con su porra, Excalibur, que su abuelo Ebenezer le había fabricado hacía poco con un bloque de madera amarilla de naranjo de las llanuras de Osage, densa como el uranio. Los dos se habían enfrentado en el centro de un enorme corro de huelguistas y esquiroles que los incitaban. Clyde había logrado —con tiempo y tras sufrir muchas heridas— arrestar a su hombre.

Clyde movía continuamente la cabeza de un lado a otro, intentando zafar la mandíbula de la mano de Tab, que volvía a agarrársela. No reconoció la llave hasta que se dio cuenta de que no era un movimiento de lucha libre: Tab intentaba romperle el cuello.

Un poco de luz que entraba por las ventanas iluminaba las múltiples capas de ropa que Peso Pesado vestía; alrededor del ancho cuello cónico Clyde contó cuatro cuellos superpuestos con una camiseta debajo.

Bajo la camiseta había algo más, una especie de tela brillante y de un color vivo que con los años se había desteñido y ensuciado. Al comprender lo que era, Clyde llevó su mano libre hasta la parte posterior del cuello de Peso Pesado, agarró y tiró.

Era una cinta de la que colgaba algo grueso y pesado. Clyde lo levantó de forma que giró y relució a la luz… Un disco de metal amarillo con un dibujo y algunas palabras a un lado. Clyde no tuvo tiempo de leerlo, pero ya sabía lo que decía:

Peso Pesado apartó la mano de la barbilla de Clyde y agarró la medalla de oro, pero Clyde ya estaba preparado; la lanzó a un lado y la oyó golpear un rincón de la habitación.

Y de pronto desapareció. La terrible presión desapareció de las costillas y las piernas de Clyde. Luchó por ponerse en pie, agarró las botas y fue hacia la escalera vigilando a Tab Templeton, que, agachado en el rincón del sótano, palpaba la basura en busca de la medalla.

La encontró más rápido de lo que Clyde había esperado y persiguió a su oponente escaleras arriba. La estructura de la escalera y el edificio al que estaba unida se resentía, como si Peso Pesado pudiese derribar a Clyde simplemente pisando los escalones, hundiendo el edificio y todo su contenido en un pozo central.

Pero Clyde salió por la puerta principal y llegó a la camioneta, que estaba aparcada de lado en el patio delantero. Saltó a la caja de la camioneta, enarboló la rueda de repuesto, pasó al techo de la camioneta para situarse a más altura y la lanzó contra Peso Pesado cuando éste salía por la puerta con una sección del mapa de Nishnabotna alrededor de las pantorrillas.

Dio la impresión de que la rueda de repuesto rebotaba en la gruesa, barbuda y aplastada cara de Tab Templeton, pero lo más probable es que le rebotase en el pecho. En el caso de Peso Pesado, la terminología aplicable a las partes del cuerpo no siempre se podía usar con precisión, dada su fisonomía esférica y sus extremidades cortas y gruesas.

Apartó la rueda de repuesto como si fuera una bellota caída de un árbol, pero se detuvo en el porche para colocarse la medalla de oro con cuidado alrededor del cuello. Luego dejó caer el metal dentro de la camisa.

Lo que dio a Clyde el tiempo necesario para rebuscar entre las cosas de la camioneta y encontrar una cadena de neumático, diez o quince kilos de hierro oxidado. La sostuvo por el centro, de forma que colgaba un metro a cada lado de la mano, y se situó en medio de la caja, de forma que Peso Pesado no pudiese agarrarlo por las piernas.

—Me has rayado la medalla —dijo Peso Pesado. Parecía asombrado de que alguien pudiese hacer algo así.

—Te rayaré muchas más cosas si no lo dejas —dijo Clyde, agitando la cadena—. No quiero usar la cadena, porque es un arma muy desagradable y peligrosa. Pero no estoy de servicio y no tengo la porra, así que debo improvisar.

Clyde hizo girar la cadena un par de veces, simplemente como recordatorio visual. Era tan pesada que casi le sacó el brazo de la articulación y le provocó un dolor en el esternón que casi le dio ganas de vomitar. Tuvo que plantarse con los pies muy separados para evitar caer.

Peso Pesado observó la demostración con tranquilidad y luego se encogió de hombros. Se rendía.

—¿Vas a arrestarme?

—No. Ya te he dicho que no estoy de servicio.

—¿Tienes algún trabajo?

Clyde se lo pensó.

—Evita que la gente entre a hacer botellón y te daré de esos boletos de regalo de McDonald’s. —No servían alcohol en McDonald’s.

—Vale —dijo Peso Pesado.

—Y saca los trastos y lo demás al patio y apílalo todo en el callejón trasero. Te daré una bonificación.

—Vale.