CAPÍTULO 4

Una joven caminaba sola por el bulevar Clarendon, en Rosslyn, Virginia. Era casi tan alta como el varón medio y, de lejos, se la podría haber tomado por un hombre de no haber llevado falda. Su madre siempre la había descrito como «de huesos anchos», «robusta» o con algún eufemismo similar, incluso durante la adolescencia, cuando las labores de verano en la granja de patatas de la familia habían reducido su tasa de grasa corporal a niveles que no se habían vuelto a repetir.

Llevaba cinco años en un trabajo que no requería ni el más mínimo esfuerzo físico y que no le dejaba tiempo para ejercicios extracurriculares. Por tanto, a su complexión se había añadido una capa de grasa. Se desplazaba por la acera con un andar curioso, a grandes y vigorosos pasos, tambaleándose de un lado a otro, con la cabeza alta, la espalda recta. El pelo, que llevaba hasta la nuca se le balanceaba, y sus ojos, que no se adaptaban a las lentillas, se enfrentaban al mundo desde detrás de unas gruesas gafas.

Un frente frío y otro caliente luchaban como demócratas y republicanos por el control del valle del Potomac, y el conflicto generaba enormes nubes esponjosas, cielos azul eléctrico, lluvias y ráfagas alternas de vientos cálidos de primavera y fríos de invierno que llegaban desde el río. Pero el viento fluía alrededor de Betsy como si ésta fuera una estatua de bronce, abriéndole el abrigo de Wal-Mart y revelando el forro a cuadros, pero sin lograr desviarla ni por un segundo de su rumbo por la acera.

Como siempre, los centros superiores del cerebro de Betsy se concentraban en su trabajo. El único aspecto del clima que Betsy notaba era el polen. No había mucho polen en Nampa. Era una chica de granja y sabía cómo era el polen. Pero cuando llegó a Washington y vio la capa amarilla que lo cubría todo durante el mes de abril, creyó que era polvo hasta que su sistema inmunológico reaccionó… como una chica de ciudad que encuentra una rata en el baño.

Ya era abril, y la colección variopinta de relucientes Acuras de profesionales y los Gremlins destartalados de los inmigrantes ilegales aparcados a lo largo del bulevar Clarendon volvían a cubrirse de la película amarilla, pegada con electricidad estática o algo así, que el viento no podía eliminar. Unos minutos antes, del río había llegado algo de lluvia, que había grabado dibujos caprichosos sobre la capa de polen.

De pronto, el paso enérgico de Betsy vaciló y se redujo, y acabó deteniéndose, como un bote que se acerca al atracadero. Levantó los anchos hombros y se inclinó. Cabeceó dos o tres veces, como si sollozase, y de pronto estornudó. No fue un estornudo educado, sino una explosión termonuclear, tan potente que Betsy estuvo a punto de perder el equilibrio y algunos hispanos que ganduleaban al otro lado del bulevar alzaron la vista totalmente en guardia, preparados para entrar en acción. Metió la mano en el bolsillo del abrigo y encontró un Kleenex, que empleó para limpiarse los mocos. Avanzó varios pasos más calle abajo hasta una papelera llena a rebosar. Con el dorso de la mano abrió la tapa de resorte, pero justo cuando dejaba caer el Kleenex ya destrozado, un envase extra grande de patatas de McDonald’s cayó al suelo y rodó acera abajo, empujado por el viento como si fuese una planta rodadora.

—Lo siento —dijo Betsy y se puso a correr tras él como un defensa persiguiendo un cachorro. Le dio varios pisotones tremendos mientras corría por la acera, atrayendo miradas de diversión y admiración de los jóvenes del otro lado de la calle. Al fin consiguió aplastarlo, se inclinó, se lo sacó de debajo del zapato y lo llevó media manzana hasta la siguiente papelera.

Unos kilómetros carretera abajo se encontraba el Pentágono, donde había bastantes militares con suficientes principios como para perseguir la basura de los demás calle abajo durante un vendaval. Pero esa forma de pensar no era muy común en otras partes de la capital y, desde luego, no donde Betsy trabajaba. La chica persistió porque tenía la sensación de que era su única ancla con el mundo y que, si lo dejaba, se encontraría como un Kleenex en un túnel de viento y acabaría Dios sabía dónde.

Trabajaba en el edificio Rutherford T. Castleman, cerca de la estación de metro de Courthouse, en el centro de Rosslyn, y vivía en los apartamentos Bellevue, a pocas manzanas colina abajo. El recorrido le llevaba diez minutos de caminata por la mañana y ocho por la tarde, aunque aquel día lo hizo en siete, porque desde la ventana de su despacho había visto que los vehículos que iban camino de la ciudad circulando por la interestatal Sesenta y seis llevaban los faros encendidos, lo que indicaba que llovía al oeste. Al aproximarse a la puerta principal del Bellevue, echó una ojeada por encima del hombro y dio un repaso rápido a la zona en busca de depredadores. Como no vio ninguno, sacó la tarjeta llave con un movimiento diestro, la apretó contra la cerradura electrónica y abrió la puerta con el hombro. A pesar de que se moría por llegar a casa, se quedó esperando pacientemente a que el sistema hidráulico volviese a cerrar la puerta y saltase el cierre.

Cruzó el vestíbulo, a sus ojos escandalosamente lujoso, tomó el ascensor hasta el décimo piso, recorrió el pasillo y entró en el apartamento. Soltó un profundo suspiro de alivio cuando abrió la última cerradura. Estaba agotada y era estupendo estar en casa.

Del salón llegaban ruidos extraños: patadas, patinazos y una respiración rápida, profunda y rítmica. Betsy recorrió el corto pasillo hasta la única habitación común del apartamento, que servía de salón, comedor y cocina.

Su compañera de piso desde hacía una semana, Cassie, vestía mallas y una especie de top de gimnasia. Llevaba el pelo cuidadosamente trenzado en un moño apretado, con los auriculares de un walkman por encima, y sudaba profusamente mientras realizaba una tabla de aerobic. A Betsy le habían enseñado a no mirar fijamente, pero momentáneamente lo olvidó. Había oído hablar del aerobic de bajo impacto y el aerobic de alto impacto, y estaba más que segura de que lo que veía era esto último y de que no era la primera vez que Cassie lo practicaba. El top deportivo le dejaba el estómago al aire, por lo que, de haber tenido un gramo de grasa en el cuerpo, se le habría visto.

Betsy estaba en parte fascinada y en parte intimidada por el hecho de compartir el apartamento con aquella persona tan exótica. Los empleados gubernamentales jóvenes, solteros y residentes en Washington, debían acostumbrarse al juego de los compañeros de piso; aquél era el tercer apartamento de Betsy y Cassie era su séptima compañera en cinco años. La anterior había sido trasladada a un puesto temporal en Munich sin previo aviso, por lo que Betsy había puesto un anuncio en un foro y le habían mandado a Cassie. Los jefes de Betsy eran muy escrupulosos con sus compañeras. Era mejor que viviera sola y, si eso no era posible, no querían que buscara compañeras en lugares públicos.

El resultado era que Betsy tenía que vivir con gente que, al igual que ella, había pasado el exhaustivo escrutinio del Tío Sam. La cartera colocada sobre la mesita de noche de Cassie, que contenía una placa del FBI y una tarjeta de identificación, demostraba que estaba lo suficientemente limpia para compartir un apartamento con Betsy.

Retrocedió en silencio, como si hubiese presenciado un acto privado, y se refugió en el baño. Se quitó la ropa, la colgó detrás de la puerta y abrió el grifo de la ducha. Luego se miró al espejo, levantó el codo izquierdo sobre la cabeza y, cuidadosamente, sopesó el pecho izquierdo con la mano derecha. Se inclinó hacia el espejo.

La puerta se abrió; la ropa de Betsy cayó al suelo. Cassie ya había entrado antes de detenerse.

—¡Oh! Perdóname —dijo. Lo dijo sinceramente. Pero en realidad no estaba avergonzada, hecho que simultáneamente fascinaba e irritaba a Betsy; si ella hubiese cometido la misma indiscreción, se hubiera pasado el mes entero disculpándose.

Cassie se había plantado en el baño y miraba fijamente el pecho de Betsy, con el ceño fruncido, sus enormes ojos castaños ardiendo como carbones. Se quitó los auriculares y dio otro paso hacia Betsy.

—¿Qué demonios es eso? —dijo, como si estuviese arrestando a un criminal pillado in fraganti con un kilo de marihuana en las manos.

Betsy quedó tan anonadada por la intrusión que ni siquiera tuvo oportunidad de avergonzarse. Miró el pecho en el espejo como si fuese una muestra congelada en un laboratorio criminológico. No estaba segura de cómo responder a la pregunta de Cassie; sabía perfectamente bien la respuesta, pero temía que, si contaba su historia, acabaría balbuceando. Señaló un hematoma largo y estrecho en un lado del pecho.

—Pulgar —dijo. Luego señaló otro, en ángulo con respecto al primero—. Índice. —Un tercero, paralelo al segundo—. Corazón. Anular, sólo una sombra… No hay ni rastro del meñique.

—¡Bien! —dijo Cassie—. Podría ir a buscar un equipo de huellas dactilares. Pero supongo que sabes quién te lo hizo.

«Howard King.» Pero Betsy no dijo nada, simplemente suspiró, intentando controlar las ganas de llorar.

—¿Qué hay del que tienes en la espalda? Es en ángulo recto.

—Un archivador —dijo Betsy.

—Esos hematomas tienen unas horas —dijo Cassie con certidumbre profesional—, por lo que te ha sucedido en el trabajo, no de camino a casa. Ha tenido que ser tu su-per-vi-sor. —Mientras lo decía miraba la cara de Betsy en el espejo, y la cara de Betsy respondió a la pregunta.

—Me salen con facilidad. —Betsy bajó el codo una vez completado el examen.

De pronto Cassie volvía a estar excitada.

—¿Y qué coño es esto? ¿Qué demonios te está haciendo esa gente?

Cassie señalaba la marca ancha que rodeaba el brazo de Betsy. Luego lo reconoció y se tranquilizó.

—Oh. El polígrafo. —Sin la menor vergüenza, se bajó las mallas y se sentó en el váter. Betsy se maravillaba de aquella mujer, capaz de hacer cosas como mear delante de otra, casi una completa extraña, aparentemente con tanta naturalidad como si estuviese sentada en la terraza de un café tomándose un capuchino.

Cassie volvió a fruncir el ceño.

—El tipo del polígrafo no te toqueteó, ¿verdad?

—No —dijo Betsy. Podría haber dicho más, pero estaba segura de que le fallaría la voz. Cassie, una vez finalizado el examen clínico del pecho y el brazo de Betsy, se concentró en su cara—. Voy a hacerte beber una cerveza, Idaho —dijo—. Tengo que conseguir que te abras un poco.

—No, gracias —dijo Betsy—. No necesito ninguna cerveza, gracias.

—Entonces date una ducha mientras yo te preparo algo. Así no sabrás si lleva alcohol. Eso es lo que te hace falta. —Cassie terminó, se subió las mallas y se detuvo en la puerta—. Eres mormona, ¿verdad? Acabo de darme cuenta. Siempre he oído que la Agencia está llena de mormones.

—Sí —dijo Betsy—. De pura cepa.

—Entonces, digamos que yo te prepararé una bebida, Ida, y tu trabajo consistirá en bebértela y el mío en saber de qué estaba hecha. ¿De acuerdo?

A Betsy no se le daba muy bien rechazar a la gente, especialmente a la gente con labia y de personalidad fuerte.

—Sí —dijo.

Cassie sonrió, giró sobre los talones, levantó el pie con los dedos abiertos y le dio a la palanca de la cisterna.

—Otra alma inmortal que se va por el retrete —dijo—. Hasta ahora, Ida.