Un centro comercial al sur de Wapsipinicon albergaba las oficinas de la inmobiliaria de Buck y Grace Chandler, que habían actuado como intermediarios de Clyde en su reciente compra de un edificio de apartamentos en Nishnabotna. Visitando las oficinas a menudo había pasado frente a la puerta de una oficina más pequeña y más barata que tenía alquilada el doctor Jerry Tompkins, anteriormente del Departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Iowa Oriental (le habían negado la plaza), y director de Tompkins y Asociados Encuestadores y Consultores.
Los «asociados» eran su esposa y su madre. Esta última, una mujer regordeta y endomingada, ocupaba como un asta de bandera una pequeña silla giratoria sin brazos situada en la primera habitación, mirando fijamente el teléfono silencioso con su amenazador cuadro de teclas. La primera, una criatura angulosa ataviada con un chándal lavanda, estaba inclinada en un rincón de la habitación con la afilada nariz tan cerca de la pantalla de un Macintosh que su piel cerúlea estaba iluminada por un resplandor cadavérico. La pantalla contenía una cuadrícula llena de números. La señora Tompkins agitaba frenéticamente la mano derecha sobre la mesa, que, comprendió Clyde, ocultaba uno de esos ratones de ordenador. Hablaba en voz baja consigo misma.
El doctor Tompkins salió de la parte de atrás como si hubiese estado muy ocupado y se hubiese olvidado por completo de la cita gratuita con Clyde. Era un tipo alto y delgado de barba escasa, vestido con un terno mustio y gafas de montura al aire de lentes panorámicas. La consulta gratuita y sin compromiso duró quince minutos y consistió básicamente en que el doctor Tompkins le dijera a Clyde que era un desconocido y que, si iba a convertirse en una figura pública, debía ponerse lo antes posible a construirse una imagen… Una tarea hercúlea que sería infinitamente más simple si el doctor Jerry Tompkins le ayudaba. No hubo palabras ociosas, café ni cualquier otra formalidad preparatoria. A Clyde le pareció una forma muy fría de hacer negocios, al menos en comparación con lo normal en Nishnabotna; pero quizás en Wapsipinicon la gente no tenía tiempo para malgastarlo en actividades improductivas como charlar un poco… sobre todo la gente con doctorados y ordenadores. Clyde salió de la consulta gratuita con la sensación de incapacidad personal y el deseo perverso de volver a Tompkins y Asociados como cliente de pago.
Había ido exclusivamente porque Terry Stonefield, presidente del Partido Republicano del condado de Forks, le había dado a entender que tendría un presupuesto para la campaña. Pero unos días más tarde, Terry Stonefield había convocado precipitadamente la sesión estratégica 1990 del Partido Republicano, en la que Clyde, los otros candidatos republicanos, Terry Stonefield y algunos importantes republicanos de Forks habían pasado unas horas alrededor de una mesa de una de las oficinas de Terry bebiendo café y principalmente manifestando su acuerdo con lo que Terry dijese. Clyde, que no estaba acostumbrado a las reuniones, tardó en pillar el fondo de la cuestión, pero con el tiempo acabó comprendiendo que, desde el punto de vista de Terry y los otros republicanos, la mejor apuesta era la carrera para comisionado del condado. Los comisionados construían las carreteras y los puentes, valoraban los impuestos y, en general, en su ámbito era donde el Gobierno topaba con la realidad.
Una vez tomada la decisión, se produjo un silencio incómodo en el que Clyde Banks y Barnabas Klopf, médico, el candidato a forense del estado, fueron objeto de un escrutinio embarazoso y furtivo.
—Veréis, Clyde y Barney —dijo al fin Terry—, la política tiene otro aspecto desde dentro. La política es como un coche. Cuando estás fuera, ves una caja metálica grande con ventanillas, ruedas, faros, limpia-parabrisas, manillas en las puertas y demás… En cualquier caso, lo importante es que se mueve y no comprendes por qué. Pero si eres un mecánico, si estás dentro, ves las pequeñas… esas cositas del cigüeñal…
—Las bielas —murmuró Clyde.
Terry se lanzó sobre la palabra como un hombre que se ahoga y agarra una cuerda.
—Sí. Las bielas. Ya comprendes lo que digo, Clyde. Cuando lo ves desde dentro, sabes cómo trucar el motor. Cómo convertir el coche en un bólido. Y dejad que os diga que la forma de hacer que el coche que es el Partido Republicano del condado de Forks salga ahí fuera y logre su mejor puesto es concentrarse en la carrera para comisionado del condado. Porque creo que todos estaremos de acuerdo —Terry hizo una pausa y miró a los reunidos, logrando el consenso incluso antes de decir nada— en que esos malditos comisionados tienen una influencia de gran alcance.
—Se trata de influencia, claro —dijo Clyde tras un largo silencio.
—Clyde, te vas a convertir en un gran mecánico —dijo Terry.
El resultado fue que el presupuesto de Clyde fue transferido casi íntegramente a la carrera para comisionado del condado, dejando a Clyde privado de la sabiduría del doctor Jerry Tompkins, excepto su admonición gratuita y vagamente recordada de que desarrollase una personalidad y se convirtiese en una figura pública. Como premio de consolación, Terry Stonefield le dio a Clyde el número de teléfono de una empresa en Arkansas llamada Publicidad Jabalí, que le ofreció a Clyde un precio asombrosamente bajo en pegatinas para guardabarros, siempre que las imprimiese en blanco sobre rojo, los colores de la Universidad de Arkansas.
Aparte de las pegatinas, todos los actos políticos y el fomento de su candidatura tendría que hacerlos por su cuenta. Así fue como dio con su estrategia de campaña, que le llevó a la oficina del topógrafo del condado.
—A gran escala.
Clyde era incapaz de recordar la diferencia entre mapas a gran escala y mapas a pequeña escala hasta que leyó El perro de los Baskerville. En una de las primeras escenas, Sherlock entra cargado con un montón de mapas de los terrenos de los Baskerville y Watson pregunta si son mapas a gran escala. La respuesta mnemónica de Sherlock se había grabado en el cerebro de Clyde como un hematoma subdural.
El departamento del sheriff tenía pegados a las paredes muchos mapas de su dominio asignado. Cuando Clyde le preguntó a su jefe, el sheriff del condado Kevin Mullowney, de dónde habían salido esos mapas, Mullowney había inclinado la cabeza hacia atrás para mirar a Clyde por debajo de sus bifocales tintadas. Ese pequeño ajuste permitía a Mullowney hacer creer que miraba a Clyde desde más arriba. En realidad, Clyde era más alto que Mullowney; Clyde había luchado con 87 kilos, y Mullowney estaba siempre alrededor de los 76 kilos. Uno de los problemas de personalidad de Mullowney era su típica actitud rencorosa de luchador que cree que podría haber logrado mayor gloria de haber pesado un poco más. Después de graduarse en el instituto, tres años antes que Clyde, Mullowney lo había compensado hinchándose hasta superar los 87 kilos.
—¿Quién iba a querer un mapa así? —había dicho Mullowney. En lo que a él se refería, esos mapas a gran escala eran un instrumento secreto de la policía que no debía caer en manos de los ciudadanos comunes, ni siquiera de ayudantes como Clyde.
—Busco propiedades —había dicho Clyde de inmediato y, a su parecer, convincentemente.
Su decisión era un asunto privado, algo que Clyde tenía en mente y que de momento no quería revelar a nadie, y menos a su oponente, que además era su jefe. Así que dijo que buscaba propiedades.
—¿Cuántas tienes ya? —dijo Mullowney, colocando la cabeza en una posición más normal, evitando a Clyde el intenso escrutinio del sheriff.
—La casa en la que vivimos. Un solar calle abajo. Y luego dos edificios de tres unidades cada uno. —Clyde hacía lo posible por emplear la jerga que usaba Buck Chandler, su agente inmobiliario, y llamaba unidades a los apartamentos. Seguro que amedrentaría a Mullowney.
—¿Te dan dinero? —preguntó Mullowney en voz algo más baja. Había decidido que era posible que su ayudante fuese un sofisticado genio de las inversiones. Todo el mundo sabía que a Clyde los estudios se le habían dado bien y se habían sorprendido un poco de que no fuera a la universidad; quizá, parecía pensar Mullowney, Clyde fuese más listo de lo que creía la gente.
—No producen flujo de caja, si se refiere a eso —dijo Clyde. Emplear el término «flujo de caja» en aquellas circunstancias garantizaba que el cerebro de Mullowney se pusiese a dar vueltas.
—Entonces, ¿qué sentido tiene? —dijo Mullowney.
—Las compro con una hipoteca a quince años —dijo Clyde—, así que las cuotas son elevadas.
—Vaya. La de nuestra casa es a treinta años.
—Todo lo que pase de quince implica pagar demasiados intereses —dijo Clyde.
Mullowney quedó desconcertado. Era una idea que nunca se le había ocurrido, ni a él ni a nadie de su vasta familia ni de su círculo de amistades, que fuera posible llegar a cancelar una hipoteca. Para Mullowney, pagar la hipoteca era un poco como dar para la colecta de la iglesia todos los domingos: tirar dinero pagando algo que no disfrutaría mientras viviera.
—Muy inteligente —dijo Mullowney—. ¿Luego qué? ¿Te jubilarás?
—Bien —dijo Clyde—. Lo hablé con Desiree y decidí que no quiero seguir parando peleas en el Barge On Inn cuando tenga cuarenta años.
—Oh —dijo Mullowney. Parecía sorprendido e incluso un poco dolido de que alguien pudiese no sentirse feliz haciendo precisamente eso.
—¿Quiere mapas a gran escala o a pequeña escala? —le había dicho la secretaria del topógrafo del condado. Llevaba el nombre en una plaquita: Marie O’Connor. Marie O’Connor parecía completamente convencida de ser la única persona en todo el condado de Nishnabotna que conocía la diferencia. Pero cuando Marie O’Connor le planteó la pregunta, Clyde citó a Sherlock.
—A gran escala —dijo.
—A gran escala —murmuró ella, alicaída.
Clyde era un tipo corpulento. Cada dos semanas se desnudaba en el garaje, se inclinaba sobre la sección de anuncios por palabras del periódico y se pasaba al seis una maquinilla comprada en Sears, luego se repasaba el cuero cabelludo con el orificio aullador de la aspiradora y a continuación se metía en la ducha. El astigmatismo le obligaba a llevar gafas de cristales muy gruesos que hacían que sus ojos pareciesen muy grandes. En aquel momento estaba fuera de servicio y, por tanto, vestía tejanos, grandes botas de trabajo y una camisa de franela agujereada desde hacía años por un accidente con ácido de batería; por los agujeros se entreveía una camiseta en la que habían impreso boca abajo el logotipo de los Texas Longhorns sobre el de un campamento de animadoras de Carolina del Sur: Clyde compraba todas sus camisetas en la rebaja anual de la planta de camisetas. Clyde también llevaba una gorra de Las Mejores Semillas de Maíz de Gooch, con la visera sobre la nuca, porque el sobrino borracho del sheriff Mullowney le había roto la ventanilla de la camioneta (Clyde le había arrestado) y la corriente de aire que entraba cuando conducía rápido le quitaba la gorra si no la llevaba invertida.
—Quiero mapas en los que pueda distinguir casas y solares.
—Necesito los números de sección —dijo Marie O’Connor.
—Todos —dijo Clyde—. Necesito todo el condado.
Marie O’Connor quedó conmocionada.
Clyde, que no tenía intención de explicar su plan, se dio cuenta de que resultaría contraproducente no hacerlo.
—Verá, me presento a sheriff del condado —dijo—. Desde este momento y hasta el día de las elecciones tengo la intención de llamar a todas las puertas del condado de Forks.
—Pensaba que Kevin Mullowney volvía a ser el único candidato —dijo Marie O’Connor.
—Bien, acabo de anunciar mi candidatura —dijo Clyde.
Efectivamente, acababa de anunciarla en ese mismo instante. Lo que le hacía sentirse objeto de atención e incómodo… Nada nuevo. Pero acababa de darse cuenta de que si localizaba la dirección de Marie O’Connor podría tachar su casa del mapa. Una puerta menos a la que llamar.
—¿Cuáles son sus aptitudes? —preguntó Marie O’Connor.
—Fui el primero de mi promoción en la Academia de Policía de Iowa. Me gradué en el instituto Wapsipinicon. Fui luchador y jugador de fútbol.
—¿De qué peso? —dijo Marie O’Connor, pasando de todas las otras aptitudes.
—Ochenta y siete kilos.
—¿Participó en el campeonato estatal? —preguntó, entornando los ojos e inclinando la cabeza.
—Sí, señora. Tres años seguidos.
—¿Cómo le fue?
—En segundo quedé tercero en peso, en tercero y cuarto quedé segundo.
—Cierto. Era el que siempre perdía contra Dick Dhont.
—Sí, señora —dijo Clyde, intentando cambiar de tema cuanto antes—. Me gradué en la Academia de Policía de Iowa de Des Moines y tengo cinco años de experiencia como ayudante del sheriff del condado.
—Bien —dijo Marie O’Connor—, se equivoca conmigo. El primo segundo de Kevin Mullowney es mi yerno.
—Oh.
—¿Tiene algún folleto?
—No llevo ninguno encima.
—¿Pegatinas, camisetas o gorras?
—Todavía no. La verdad es que la campaña todavía no ha empezado oficialmente.
—Bien, entonces le queda mucho trabajo.
—Sí, señora.
—Veamos si podemos conseguir esos mapas —dijo Marie O’Connor en un tono cantarín. Clyde se preguntó, no por primera vez, si la estrategia de llamar a la puerta acabaría siendo un error.